¿Cuántos sueños, cuántas esperanzas y frustraciones simboliza para nosotros el hombre que está parado allí, al borde de la vereda, agitando los brazos como un nadador solitario? ¿Representa todavía el inquietante estallido de la revolución que debía incendiar a toda América Latina para redimir a los oprimidos y los humillados?

El Mercedes Benz negro que nos conduce se detiene a pocos pasos de su gigantesca figura vestida de verde olivo. Cae la tarde en La Habana y el calor es húmedo y pegajoso. Fidel Castro se da vuelta y mira por encima de su barba canosa y larga. Tiene las mejillas irritadas por un sarpullido, o tal vez por el cansancio.

Gabriel García Márquez abre la puerta del coche y baja como si estuviera en su casa. «Ven que te lo presento», dice y atraviesa la rampa del Palacio de las Convenciones. La custodia me mira con curiosidad y pienso que para facilitarles el trabajo lo mejor es no mover la campera que llevo enrollada a un brazo. ¿Qué hago yo en ese lugar, caminando al encuentro del hombre que tantas veces ha conmovido al mundo? García Márquez dice mi nombre y el comandante me tiende una mano pesada mientras murmura «sí, sí, te hemos leído, hombre», y sus ojos se empequeñecen, un poco perplejos ante el intruso.

Minutos antes, en un chalet rodeado de jardines, un llamado nos hizo dejar por la mitad el vaso de ron. «Tengo una cita urgente», me dice García Márquez y ofrece acercarme hasta el Palacio de Convenciones, donde están reunidos más de trescientos intelectuales latinoamericanos que debaten sobre arte, ciencia y comunicaciones, convocados por Casa de las Américas.

El chofer deja atrás la puerta de invitados, en la que yo debería haber bajado, y rodea el edificio hasta una larga galería de cemento y vidrio. Hasta entonces nunca había pensado que iba a conocer personalmente a Fidel Castro. Tampoco el jefe de la revolución cubana esperaba un visitante trémulo, nervioso, que ha saltado sin querer el cerco de la seguridad, el protocolo y la cita previa. Doy un paso atrás, pregunto por dónde se sale de ese lío, y un hombre de la custodia me señala el camino hacia el parque. «¿Adónde vas? —pregunta el comandante, y agrega, imperativo—: Ven, hombre, quédate un momento».

Subimos una escalera y luego atravesamos un pasillo. Lo he llamado «comandante» y me parece que así es mejor. El familiar «Fidel» queda para los cubanos que le muestran sus casas arrasadas por el ciclón que una semana antes ha sacudido la isla, o lo rodean en las calles de la ciudad vieja para llevarle quejas y consejos.

De pronto se detiene, mira a García Márquez y suelta un suspiro cómplice: «Ya se nos enamoró el hombre», exclama. Habla de Florentino Ariza, el personaje de El amor en los tiempos del cólera, que ha empezado a leer la noche anterior.

«Me dormí a las siete de la mañana, pero te descubrí unas cuantas palabras que no existen, que no están en el diccionario». Gabo sonríe. Le gusta que el héroe de Moncada y Sierra Maestra se haya desvelado con los sinsabores de un amor ficticio e imposible. «Tetamenta, ¿qué palabra es esa?», pregunta Castro, ya sentado sobre un modesto sillón en una sala vacía, neutra. «Ya sé, los escritores inventan otros mundos, pero te aseguro que, en este, el galeón lleno de oro que tú describes se hundiría sin remedio. Hice el cálculo y no hay caso, con un peso semejante se va a pique».

Fidel Castro es un obsesivo de la exactitud. Sus discursos y charlas están repletos de cifras y datos que sorprenden a sus interlocutores. Cuando pregunta no admite vaguedades. ¿Cuántos pisos tiene el centro cultural de Buenos Aires? ¿Cuántas salas? ¿Cuantos vehículos circulan cada día por la autopista que atraviesa la capital argentina?

Imposible escapar de esa delgada telaraña que su voz tiende alrededor del huésped absorto. Es un hombre cordial, consciente de que su enorme poder intimida hasta la parálisis. Entonces, cuando me ve encender un cigarrillo, quiere mostrar cierta fragilidad: «Hace cuatro meses que no fumo, pero todavía no lo he dicho oficialmente; hay que ver si soy capaz de aguantarme. Estamos haciendo una campaña contra el tabaco y tengo que dar el ejemplo».

Sin el legendario cigarro parece más vulnerable. O quizá sea la edad, esos cincuenta y nueve años que encierran una de las más formidables voluntades políticas de este siglo. Si Nikita Kruschev y John Kennedy estuvieron a punto de hacer saltar al mundo, fue porque este hombre se empecinaba en defender el orgullo de un pueblo pequeño y pobre que empezaba a forzar la marcha de la historia. Aún se recuerda su sagrada rabieta de 1962, cuando la URSS decidió retirar de Cuba los cohetes que apuntaban hacia territorio estadounidense.

En ese tiempo el Che Guevara estaba vivo, firmaba los billetes de banco que ahora llevan su retrato y todos los sueños eran posibles para la generación de los Beatles. Estados Unidos había sufrido en Playa Girón una derrota que anticipaba la de Vietnam y el continente empezaba a arder de pasión revolucionaria.

¿Qué ha quedado de aquella utopía fervorosa desbaratada por los Pinochet, Videla, Banzer y el orden militar de Brasil y Uruguay? ¿Envejece la Revolución Cubana con los avatares del pragmatismo y el exilio?

Sería demasiado cómodo e injusto asegurarlo. En estos días, silenciosamente, Fidel Castro está forzando un «aggiornamento» de la sociedad precomunista que pocos creían posible. Altos funcionarios históricos son reemplazados por otros, más abiertos a una concepción moderna del socialismo. En los días que duró el Segundo Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos, los delegados de toda América vieron subir al podio de los elegidos a sacerdotes y psicoanalistas, a científicos expertos en cibernética y a modistos que aprendieron de Dior y Pierre Cardin. Algo empieza a bullir en esa isla pobrísima, que vive en pie de guerra, amenazada, vilipendiada, condenada por incomprensión, por comodidad, o por mala fe.

Pero nada de eso surge en nuestra conversación. Al menos no de manera explícita. Fidel Castro habla de la vejez como si quisiera ahuyentarla. Evoca a los países de la gerontocracia y dice, pensativo: «Ojalá que aquí no nos pase eso». Pero ¿cómo luchará contra el paso del tiempo el hombre que se fue a la sierra con once sobrevivientes para fundar el primer Estado socialista de América? Según él (y quizás hable de sí mismo), un hombre de setenta años que se cuide en las comidas, haga gimnasia todos los días y no fume, tendrá la fortaleza de uno de cuarenta.

«La gente que vive en tensión muere joven», dice y me mira con los ojos penetrantes, agarrado al apoyabrazos del sillón. Le digo que mi tensión se debe a la sorpresa del encuentro y se ríe.

Alguien sirve un vaso de ron añejo y Fidel Castro no parece tener apuro. García Márquez lo mira en silencio, como si le conociera todos los secretos. Frey Betto, un cura brasileño que ha publicado un libro de conversaciones con Castro sobre la religión, relata sus encuentros con los obispos de Cuba. «Nunca entendieron el sentido de la historia», replica el comandante y entonces me doy cuenta de que nunca podré escribir lo que oigo porque soy el amigo de un amigo, alguien en quien se deposita la confianza por procuración.

Uno de los hombres más amados y temidos en el mundo entero habla ahora del poder, de «la ilusión del poder», como él prefiere llamar a su capacidad de interpretar y conducir a los hombres y las ideas de su tiempo. De pronto se vuelve, me apoya un brazo sobre el hombro y me dice que alguien ha querido engañarlo con la intención de hacer un bien a la revolución. Lo repite una y otra vez, con una calma didáctica, acercándose al sorprendido funcionario, levantando apenas el tono de la voz, haciendo cuentas de impulsos telefónicos y frecuencias de televisión, como si quisiera persuadirlo por milésima vez de que puede saberlo todo, leerlo todo, manejarlo todo para protegerse de las mejores intenciones ajenas.

En pocos minutos me es dado escuchar lo que no hubiera querido. Vuelvo a preguntarme qué estoy haciendo allí, sonriendo ante un hombre que no cesa de alborotar a las bellas conciencias de este mundo, y me siento un intruso que por descuido ha entrado en un dormitorio equivocado. El comandante entiende la situación y la relaja con una broma que cae como un cuchillo al agua. Hay seis personas en la habitación y algunas no han dormido por la noche. La cubana es la revolución más insomne de la historia porque su jefe quiere estar en todas partes a la vez; oír, ver y opinar sobre cada cosa que afecte el destino de su pueblo rebelde. En cada rincón donde alguien duerme, Fidel Castro vigila. Miami está a solo cincuenta millas y el enemigo tiene el brazo largo y malicioso. Por eso el comandante se acuesta con la salida del sol, cuando está seguro de que hasta el último cubano ha saltado de la cama dispuesto a trabajar por la supervivencia. Pero no todos piensan que el esfuerzo valga la pena. «A esta revolución no hay dios que la destruya, ni dios que la componga», bromean algunos disconformes que se acercan a los extranjeros en las calles de La Habana. Para ellos, la burocracia ha creado un sistema de privilegios que ni el propio Fidel Castro podrá desbaratar.

Radio Martí, financiada por la CIA, transmite una versión idílica de la vida en el capitalismo. No compara a Cuba con los otros países del Caribe, o la América Central, sino con las sociedades consumistas más desarrolladas. Por cada cubano que triunfa en Miami, miles son enterrados en un basural de humillación y miseria, pero ni Radio Martí, ni los exiliados se explayan sobre el tema. En realidad, el descontento de muchos tiene que ver con el estancamiento de una economía de monocultivo que apenas permite la igualdad de oportunidades dentro de la escasez y a veces la penuria.

Solucionados todos los problemas de educación y salud (dos orgullos de la revolución), subsisten graves carencias en la vivienda, el empleo del tiempo libre y el pluralismo de opiniones tal como se lo entiende en las democracias liberales.

Pero si a esa revolución no hay dios que la voltee, muchos cubanos están convencidos de que el hombre que está ahora hablándome de la ficción literaria podrá sortear la inercia burocrática y dar un salto hacia una etapa que ponga en marcha nuevos mecanismos de participación. A diferencia de otros líderes, Fidel Castro no ha alentado el culto a la personalidad. No hay en La Habana monumentos prematuros ni slogans que lo presenten como ejemplo de todas las bondades revolucionarias y humanas. Este hombre está en el corazón de la gente y eso ni el más enconado adversario se atrevería a negarlo.

Pocos días después de nuestro encuentro, la televisión brasileña le hace un largo reportaje y, de pronto, le propone salir a la calle, mezclarse con la gente. El espectáculo es impresionante: al verlo, los cubanos se abalanzan sobre él, desgranan sus quejas, plantean soluciones para este o aquel problema, piden una vivienda o le muestran el traje blanco de la novia. El comandante se detiene, explica, discute, intenta convencer, persuadir. No hay en su actitud el paternalismo ni la complacencia de los caudillos. Sabe decir que no y también explicar hasta el cansancio las dificultades de los revolucionarios indigentes.

Han pasado dos horas desde que empezó la conversación. Se ha puesto de pie porque tiene una cita y se demora junto a la puerta como si quisiera quedarse. De este sorpresivo encuentro solo podré dar cuenta si olvido las palabras y dibujo una silueta en la penumbra, un rostro en el espejo humedecido, peleando contra los espectros de mi juventud y la pesada carga del tiempo que nos ha marcado la cara y endurecido el corazón.

García Márquez habla otra vez de la vejez y la muerte, tan presentes en su nueva novela. Fidel Castro hace un gesto de desdén: ha visto morir a tantos, ha sobrevivido con tanto empeño a los atentados, que está seguro de encarnar la buena fortuna. Parece tan solitario, tan aséptico dentro del uniforme verde y las botas lustrosas, que sorprendería verlo sacar siquiera un pañuelo.

¿Lleva todavía consigo nuestra utopía, el pedazo de historia que aún no hemos recorrido por derrota o fatiga ideológica? De cualquier modo, este hombre marcó buena parte de una esperanza hecha de ruido y de furia. Aunque de cerca parezca un enorme gato insatisfecho que ve avanzar, en la noche y en la bruma, el fantasma transparente de nuestros sueños destrozados.