BAJO EL VOLCÁN

No es fácil acompañar a los nicas en su epopeya de supervivencia. Todo lo hacen bajo un sol de infierno, a la vera de los volcanes, sobre una tierra que tiembla, entre una vegetación de un verde sobrecogedor y sin flores a la vista. Managua se derrumbó con el terremoto de 1972 y solo queda un inmenso baldío con una casucha acá y un cartel de Coca-Cola más allá, un kiosco de chucherías en la imprecisa esquina y un vendedor de computadoras en el ángulo del caserío de chapa y maderas. Por las calles polvorientas caminan mujeres vestidas de verde olivo, jóvenes milicianos, vendedores de helados, mendigos, niños que no conocieron las perversidades de una tiranía que duró medio siglo. La cara cetrina de Carlos Fonseca, el fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), muerto en combate tres años antes del triunfo, ocupa ahora casi todos los carteles que llaman al coraje y al trabajo desde los descampados cubiertos de hierba y escombros.

No se ven allí los rostros severos de Marx y Engels que en la vecina Cuba vigilan el cumplimiento del deber. A veces, a la vera del camino, se distingue la figura pequeña, serena, de Augusto César Sandino, el inspirador, el «general de hombres libres», que se levantó contra la ocupación norteamericana en 1926 y cayó asesinado en una emboscada que le tendió el primer Somoza, en 1934. La sentencia del precursor se alza en lo que fue el centro de la capital: Solo los obreros y los campesinos llegarán hasta el fin, y esa parece ser una de las claves ideológicas de la revolución que costó más de cincuenta mil muertos. Ya entonces, Sandino había sido acusado de comunista, pese a que el general rebelde tenía un santo horror por los bolcheviques. Los comandantes de ahora (nueve, que componen la Dirección Nacional colegiada) son menos renuentes al marxismo, pero nadie puede acusarlos seriamente de querer implantar una sociedad sin clases en ese lugar y en este tiempo.

Cualquiera que visite el barrio La Colina, donde vive la burguesía opositora y también varios miembros del gobierno, verá que no han desaparecido el lujo ni el sueño de los ricos de seguir amasando fortuna. Lo que han logrado los sandinistas es la primera verdadera independencia de la nación y, apurados por la ofensiva de los contrarrevolucionarios en las fronteras, apenas si han tenido oportunidad de cooperativizar las tierras y repartir la escasa producción de frijoles y arroz.

En las elecciones de 1982, el Frente consiguió el 63 por ciento de los votos en la elección más controlada por organismos internacionales a la que se haya sometido jamás un país independiente. La Asamblea Nacional funciona como en los países occidentales, con diputados oficialistas (35), conservadores (14), liberales (9), socialcristianos (6), comunistas (2), socialistas (2) y marxistas-leninistas (2), que discuten a viva voz en un edificio que antes fue un banco y todavía conserva la apariencia solemne de los lugares donde se toman decisiones de trascendencia.

Hasta el año próximo, cuando haya elecciones municipales, no se sabrá a ciencia cierta si el sandinismo tiene ahora más o menos simpatizantes que en 1979, al llegar al poder. El 8 de noviembre último, cuando los invitados extranjeros se cocinaron bajo un sol de cuarenta grados, la popularidad de los dirigentes era comprobable porque en la Plaza de la Revolución había más de doscientas mil personas que cantaban consignas contra Ronald Reagan («no pasarán») y levantaban las banderas rojinegras del FSLN. Por la noche, todo el mundo se puso a cantar y bailar y a discutir el discurso del presidente Daniel Ortega. Y también los consejos y las cóleras del ministro del Interior Tomás Borge, el más antiguo y popular de los dirigentes revolucionarios.

Mientras, los milicianos patrullaban la ciudad en busca de algún renegado que pudiera haber enviado la CIA y el prisionero norteamericano Eugene Hasenfus seguía por televisión los combates de boxeo transmitidos por cable desde Las Vegas, Nevada.

Durante el proceso que lo condenó a treinta años de prisión, en la cara de Hasenfus se leía la serena perplejidad de un cuáquero que aún no comprende por qué los salvajes no se lo han comido crudo. Todos los días de esa semana, en una sala con ventanas abiertas de par en par, enrarecida por el ruido de los camiones que pasaban por la calle y los ventiladores que giraban de la cara del juez a la del reo, el hombre de la CIA escuchó testimonios, artículos de ley, palabras de aliento de su esposa y su hermano. Lo juzgaba el Tribunal Popular Antisomocista (TPA) compuesto por un juez de profesión, un camionero y un obrero, y el reo parecía estar, si no a sus anchas, por lo menos curado de espanto.

Estaba vestido con guayabera blanca, vaquero azul y unas Adidas blancas impecables. Lo defendía un abogado conservador, asistido por dos expertos estadounidenses llegados a Managua para eso y para ninguna otra cosa. Cuando levantaba la vista encontraba los rostros impasibles de Augusto Sandino y Carlos Fonseca, que lo miraban desde un fresco pintado en la pared. Esos símbolos disgustan a la prensa norteamericana que compara el juicio con una mise-en-scène de teatro. Al salir del tribunal, la periodista Marjorie Miller, de Los Angeles Times, me preguntó qué opinaba yo sobre ese «show sandinista».

Según ella, la condena era previsible y lo que estábamos viendo, derretidos por el calor, era solo una representación con fines políticos. Le recordé, entonces, el juicio a Sacco y Vanzetti y también el de los Rosemberg. La diferencia, le dije, es que en caso de error o manipulación, Hasenfus estará todavía en este mundo para escuchar las disculpas, porque en Nicaragua la revolución abolió la pena de muerte. Los otros, los anarquistas y comunistas que condenó la más justa de las justicias, no tuvieron tanta suerte.

EL ORO DE MOSCÚ

Esa revolución es la más fiscalizada del mundo. Son varios los escritores que han viajado antes que yo hasta Managua para comprobar si los poetas y novelistas que gobiernan el país no están arruinando nuestra reputación de humanistas. Günter Grass, Vargas Llosa, Graham Greene, Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez y antes que nadie Julio Cortázar, han escrito y criticado los colosales errores cometidos, pero todos constataron el respeto del gobierno por los derechos humanos, sobre todo desde que la policía está a las órdenes de una mujer, la comandante Doris Tejerino, que había sido violada y torturada por los vigilantes de Somoza.

Sin embargo, Occidente desconfía: ¿es visible en Nicaragua el oro de Moscú? Se lo ve, por supuesto, aquí y allá: en las farmacias, muchos medicamentos son húngaros. También los cañones que desfilaron en noviembre ante los invitados de todo el mundo tenían las soldaduras torpes y la pintura ordinaria de los productos salidos de una fábrica leninista. Durante una semana el ballet Bolshoi bailó en el teatro Rubén Darío sin escenografía ni demasiado fervor. De vez en cuando, por las calles, pasa algún grosero Lada, aunque casi todos los autos son impecables Toyota, Nissan o Mitsubishi.

Pero entonces, ¿qué van a hacer los hombres de Ronald Reagan? Lo más probable, según algunos comandantes guerrilleros, es que la aviación norteamericana —que incursiona con vuelos supersónicos por todo el territorio— se decida un día a bombardear Managua como ya lo hizo con Trípoli. También las cañoneras podrían disparar sobre el puerto de Corinto, que ya fue plagado de minas por la CIA, y cualquiera de esas acciones provocaría un desastre para la vida y la economía del país. Los contras, que atacan desde las bases norteamericanas de Honduras y Costa Rica, no pueden ir más allá del asesinato y el pillaje porque el ejército patrulla las regiones amenazadas. Si los sandinistas pudieran tener al menos un avión defensivo sin que Washington considerara eso como una provocación, podrían neutralizar las incursiones del Pájaro Negro, que suele atravesar el cielo de Managua para fotografiar el terreno y atemorizar a los campesinos.

La gente vive lo que la prensa norteamericana llama «la guerra de baja intensidad» con estoicismo, pero también con furia. El esfuerzo que demanda mantener tropas a lo largo de las fronteras ha obligado a racionar la comida y todos los productos de uso cotidiano, como el dentífrico y el papel higiénico. Hasta el agua corriente escasea y la capital se queda sin provisión dos veces por semana con una temperatura que rara vez baja de los treinta grados.

Pero a decir verdad, la mayoría de los nicaragüenses ha vivido siempre en la pobreza y el solo gesto de distribuir las cosechas y organizar el aprovisionamiento ya es una conquista. Aquí en el país de Rubén Darío, el hombre que a principios de siglo cambió la poesía de lengua española, la gente tiene una expectativa de vida de poco más de cincuenta años. Los analfabetos, que con Somoza eran el setenta por ciento, se redujeron al veinte por ciento. En este momento, la agresión ha demorado la tarea de los maestros, muchos de ellos cubanos, y es posible que el índice de iletrados haya trepado al treinta por ciento.

UN PERIODISMO DE AGITACIÓN

Para los que aprendieron a leer existe, por primera vez en la historia, una editorial de literatura: Nueva Nicaragua, creada por el escritor Sergio Ramírez, ahora vicepresidente de la República. Ya tiene un catálogo de doscientos títulos, seleccionados por su director, Roberto Díaz Castillo, pero desde hace seis meses no puede publicar un solo libro por falta de planchas, papel y otros elementos que se compran con divisas.

En noviembre último organizó su primer concurso latinoamericano de novela, del que participamos como jurados Nélida Piñón, de Brasil, Augusto Monterroso, guatemalteco que vive en México y yo, que tuve que tomar cuatro aviones y hacer escalas en siete países para llegar desde Buenos Aires. Trabajamos con entera libertad, sin recibir nunca la más mínima sugerencia sobre los gustos literarios de los sandinistas.

El ganador, entre cuarenta y ocho concursantes de casi todo el continente, fue un guatemalteco de veintinueve años, Méndez Vides, que envió una novela brillante con el feo título de Las catacumbas. No hay en ese texto que se publicará ahora en Managua ni guerrilleros, ni gente que sueña con una revolución. Es una historia de jóvenes marginales y mujeres desencantadas que sudan todo el tiempo en miserables cabarets de provincia. Los nicaragüenses deben haber quedado un poco decepcionados porque el premio no quedó en el país, pero cuando anunciamos el fallo todos estábamos seguros de haber optado por la mejor novela a riesgo de desatender el fervor revolucionario de los escritores locales.

¿Qué periódicos leen los nicaragüenses en estos días difíciles? La guerra llega a todas partes y vuelve vanas las mejores intenciones. Los dos diarios existentes —Barricada, el oficial, y Nuevo Diario, más crítico pero burdamente sensacionalista— trabajan para la agitación patriótica y dan consejos al pueblo para el caso de una invasión. La Prensa, vocero de los sectores más reaccionarios, fue clausurado por su tolerancia con el enemigo, acusado de recibir cien mil dólares del gobierno de los Estados Unidos. En el pasado, el diario había sido un refugio de la oposición a Somoza y su propietario, Pedro Joaquín Chamorro, fue asesinado en 1978. Ese crimen precipitó la caída de la tiranía y en un principio un sector de la burguesía se unió a la vanguardia sandinista.

Las contradicciones asomaron muy pronto y la revolución no fue lo suficientemente fuerte para soportar las embestidas insidiosas del periódico que se había aliado a Reagan y a la iglesia ultramontana. De cualquier manera el medio de información y propaganda más poderoso es la radio. El treinta por ciento de las ondas siguen en manos privadas (sobre todo de allegados a la Iglesia) y se someten a una autocensura que algunos medios gráficos más reflexivos, como la revista Pensamiento propio, cuestionan con severidad.

Hablar de economía libre de mercado en Centroamérica parece una farsa: mientras discutimos el tema con unos amigos en un pobre restaurante de salvadoreños refugiados, se acerca a la mesa un hombre que, a diferencia de otros miserables de Bolivia o Guatemala, no pide dinero sino restos de comida. Me tiende una hoja de periódico y como cree que soy «gringo» me hace un gesto para que le junte allí lo que queda en los platos.

Reúno unas papas, medio tomate, alguna hoja de lechuga, pero el hombre, que ha perdido los dientes y los botones de la camisa, me indica que agregue los huesos del pollo. Mi amigo me cuenta que pueden molerse con un mortero y mezclarse con otras sobras para aprovechar el calcio. Entonces aparece, patética, la verdadera cara de la América india, de la Nicaragua donde elecciones buenas eran aquellas que organizaba el brigadier general Frank Ross McCoy del ejército de los Estados Unidos.

Corría 1928, poco antes de que Washington instalara en el poder a la dinastía Somoza. McCoy fue entonces director del Consejo de Elecciones de Nicaragua y se ocupó de contar con sus oficiales los votos que dieron la victoria al candidato norteamericano.

En ese tiempo la prensa era tan libre que los corresponsales de UPI, Clifford Ham, y de AP, Irving Lindbergh, tenían tiempo para ocuparse también de manejar la aduana del país por cuenta de los bancos de Wall Street. Las noticias que enviaban al mundo decían que el propósito de Augusto Sandino, el sublevado, era establecer un enjambre de soviets en Managua con la complicidad de los revolucionarios de México.

Lo que ha cambiado —aunque poco— es el estilo. Ahora, Ronald Reagan utiliza a los «contras», exguardias de la dictadura para quienes el congreso dominado por los republicanos hasta las elecciones de noviembre pasado había votado una partida de cien millones de dólares de ayuda. Luego se descubrió que la CIA también usaba cuentas secretas en Suiza alimentadas por la venta de armas a Irán.

La expulsión de dos obispos de Managua tuvo más repercusión en el Vaticano y en la prensa internacional que los asesinatos, desde 1979, de ciento treinta y ocho sacerdotes y el secuestro de otros doscientos sesenta y ocho en el resto del continente.

De hecho todo el mundo sabe que las noticias se fabrican, pero muchos diarios respetables siguen con su campaña de satanización del sandinismo como si alguien necesitara preparar a la opinión pública para que acepte la entrada de tropas extranjeras en Nicaragua con la misma resignación con que se observó la invasión de la isla de Granada o el bombardeo de Trípoli.

LOS QUE VAN A MORIR TE SALUDAN

«Nos obligan a morir y nos obligan a matar», ha dicho Tomás Borge, que pasó cinco años en la cárcel luego de fundar el Frente Sandinista con Carlos Fonseca. El comandante Borge es ahora ministro del Interior y, como los otros miembros del gobierno, utiliza los escasos ratos libres para escribir poesía y ensayo.

De todos los dirigentes es el más campechano y comunicativo. Agita el vaso de ron, se reclina en la mecedora —el mueble más confortable del país— y narra las historias más antiheroicas y ridículas de la revolución.

Tiene un humor rápido y corrosivo. De pronto suena el teléfono y masculla: «¡Carajo, a ver si ya invadieron y todavía no hemos cenado!». Como todos los dirigentes tiene una custodia celosa y persuasiva. Ha llegado sin ruido, vestido de amarillo, y cuesta convencerlo de que no debe sentarse de espaldas a la puerta abierta de par en par. «Es lo mismo que te maten de frente o de espaldas», dice, pero cuando alguien le recuerda las cómicas observaciones sobre el tema escritas por el Che Guevara en sus Relatos de la guerra revolucionaria, acepta cambiar de silla y todo el mundo se queda más tranquilo.

Esa noche, Borge —pequeño, un poco bizco, buen fumador— critica a las izquierdas de América Latina por desunidas y soberbias. Evoca los desacuerdos que paralizaron al FSLN a comienzos de la década pasada y el compromiso de unidad que hasta hoy mantienen las tres fracciones que forman la Dirección Nacional de los nueve comandantes.

Para él, el nacionalismo en este continente es revolucionario, pero sus hipótesis se descalabran un poco cuando entran en escena Juan Perón y Getulio Vargas. Se ríe porque, en Venezuela, los representantes de treinta y siete inexistentes partidos marxistas quisieron darle una clase de revolución a él, que participó de una de las pocas que terminaron victoriosas en toda la desolada vida de la América Latina. Cuando uno lo mira y lo escucha un rato, se da cuenta de que ese hombre va a morir por su causa.

El vicepresidente Sergio Ramírez da la misma sensación pero con otro estilo. Es callado y cuidadoso del protocolo que le impone el cargo. Ha escrito una excelente novela —¿Te dio miedo la sangre?—, y ahora está terminando otra con una computadora más poderosa que la mía.

Hablamos del software, del «texto flotante» propuesto por el brasileño João Ubaldo Ribeiro, de procesadores de palabras, y pudorosamente me muestra la pantalla de su IBM donde brillan las primeras líneas de una novela sin revolucionarios ni guerrilleros heroicos.

Se levanta muy temprano —y eso es mucho decir en Nicaragua, donde a las seis todo el mundo ya está de pie—, corre un rato para aclarar las ideas y se pone a escribir hasta las nueve. La literatura lo apasiona: nos une una vieja y distante amistad desde antes de la revolución, pero ambos lo disimulamos bien charlando sobre Simenon, sobre Ettore Scola y otras pasiones imposibles de cultivar en Managua, donde no hay más de media docena de cines y librerías.

El presidente Daniel Ortega, a su modo, es un hombre solemne, que recorre el país confrontando las decisiones del gobierno y las propuestas de la Dirección Nacional Sandinista, con las expectativas de las masas de obreros y campesinos. Sus discursos no son exultantes ni sacuden los corazones de las masas, pero siempre lleva con él a los ministros para que asuman sus responsabilidades ante la gente. Ortega administra la primitiva economía de un país que vende apenas doscientos treinta millones de dólares en materias primas y tiene la ingrata tarea de explicar a sus compatriotas por qué deben privarse de casi todo para aumentar las exportaciones.

Es raro encontrar café en un país de cafetales, difícil comer buenas tortillas (el principal alimento) allí donde crece el maíz. El aceite y el azúcar se han vuelto artículos de lujo. Desde el amanecer hay grandes colas en los mercados y la gente se queja de la burocracia y la mala administración. Hasta que alguien comenta el último capítulo de Baila conmigo y el desaliento desaparece detrás de las sonrisas emocionadas. En octubre, Nuevo Diario inició una encuesta callejera en la que se recogieron las críticas más duras contra el gobierno.

La preocupación mayor es el desabastecimiento producido por la guerra. El dinero tiene cada vez menos valor —la inflación supera el seiscientos por ciento anual—, y la economía vuelve a los tiempos del trueque. Tener familia o amigos en el campo es una bendición que compensa en algo los salarios de diez dólares que gana un obrero, o los de treinta que gana un juez. La ropa que vestía Eugene Hasenfus durante su proceso, por modesta que fuera, valía más de lo que un nicaragüense puede ganar en un año de trabajo.

En el mercado viejo, a un paso del Museo de la Revolución, se pueden comprar un collar de coral negro y dos aros por diez dólares (al cambio del mercado negro); también iconos de todos los Cristos, Vírgenes y Santos que puede concebir la imaginería popular, pero la comida se hace cada vez más rara y muchos van a buscarla a los mercados ilegales. Incluso las medicinas son difíciles de hallar sin ayuda de los Comités de Defensa de la Revolución (copiados de la experiencia cubana) que tratan de organizar y concientizar a la población.

Pero la revolución sandinista se parece más a una epopeya de liberación que a la construcción de una sociedad socialista. Sin duda los sandinistas quisieran ir más lejos, pero lo hecho ya es más de lo que pueden tolerar Reagan y el Departamento de Estado, porque el ejemplo podría expandirse a los países vecinos.

La humillación cotidiana de los habitantes de Honduras, Guatemala y El Salvador (consideradas democracias «verdaderas» por los Estados Unidos) no se ve más en Nicaragua. Ya nadie teme allí a la nueva policía que dirige Doris Tejerino; nadie va a la cárcel por estar en desacuerdo con el régimen o con alguno de sus dirigentes, pero todos siguen expuestos a la muerte violenta: los «contras» golpean con una saña solo comparable con la que mostraban los guardias de Somoza. Tienen armas modernas y, fracasada la política de seducción, utilizan la del terror. Hay pocos periodistas y sacerdotes que se atreven a aventurarse hoy por las zonas donde operan los mercenarios y nadie escucha los pedidos del presidente Ortega para que la ONU instale un cordón de seguridad en la frontera con Honduras. Estados Unidos se niega, también, a acatar la decisión del Tribunal Internacional de La Haya, que lo conminó a cesar las agresiones contra un pueblo que intenta sobrevivir con dignidad y decoro.

Nicaragua no puede darse el lujo de cerrarle las puertas a nadie porque ha sido sospechada de promover todos los males de la tierra. Tiene que abrir la casa para que todos podamos ir a curiosear y convencernos de que la más importante de las batallas debe ganarse con la solidaridad de las democracias de América y de Europa y en el corazón mismo de los Estados Unidos.

Si esa victoria no es posible, ninguna otra lo será. Ortega, Borge, el novelista Ramírez, el cura poeta Ernesto Cardenal y los otros morirán entre las ruinas de la ciudad disparando contra los invasores. O en la selva, quemados con napalm. Entonces será demasiado tarde para oponerse al salvajismo.

También caerán los jóvenes que cantaban en la plaza y aquel hombre que pedía huesos de pollo para molerlos con las papas. Porque sandinistas o no, a todos ellos los une un sentimiento de patriotismo que desborda y a la vez fortalece a la revolución más joven y más vigilada del mundo.

(Noviembre de 1986)