Capítulo 2

El vigésimo noveno día de Pharmuthi, la familia y todos los sirvientes se reunieron en los escalones del embarcadero de la orilla occidental para acompañar a Kamose a su tumba. Él no había pensado en su sarcófago y no había ninguno adecuado en los depósitos de la Casa de los Muertos, de modo que los sacerdotes sem pusieron su cuerpo envuelto en vendas en un féretro simple de madera, tallado con la forma de un hombre, con rasgos de tosca semejanza a los de Kamose y el remedo de una barba regia pegada a la mandíbula. Su nombre, pintado con prisas, no estaba encerrado en el cartucho que identificaba a la realeza. Aahmes-Nefertari, mirando el féretro cuando lo alzaban de la barca que lo llevó a través del río para cargarlo en el trineo, se sintió conmocionada por su pobreza anónima. «Se merece algo mejor que eso», pensó con ira.

—¿Lo elegiste tú? —preguntó a su marido por encima del llanto de las mujeres vestidas de azul a su alrededor.

—¡No! —respondió entre dientes—. Se me dijo que no había dispuesto su ataúd y no había tiempo para construir y adornar uno debidamente. Pobre Tetisheri. Lo verá como otra ofensa mía a Kamose.

—Bueno, es una ofensa, aunque no sea culpa tuya —suspiró ella—. ¡Oh, Kamose! ¡Perdónanos!

Ahmose no respondió. Al frente del cortejo, el Sumo Sacerdote había comenzado a caminar, entonando la hermosa letanía de los muertos, rodeado por una multitud de acólitos con incensarios. Aahmes-Nefertari recordó cómo amaba su marido a Kamose cuando notó temblar su voz, pero Ahmose se recuperó rápidamente y bajo el influjo de su canto, el resto del cortejo lo siguió. Primero iba el trineo, arrastrado por los dos bueyes rojos de la tradición sagrada, y detrás iban Aahotep, Tetisheri, Ahmose y Aahmes-Nefertari.

Habían dejado a los niños en casa con Raa, y Aahmes-Nefertari los extrañó de pronto. Hubieran sido la promesa de nueva vida en medio de aquella muerte terrible. También sintió la falta de Ramose, que había ido al norte, a Khemmenu, a supervisar los preparativos del entierro de su madre, y que había mandado decir que no llegaría hasta el día siguiente. Detrás de la familia se apiñaban los sirvientes y al final iban las plañideras, agachándose para coger arena que se tiraban en las cabezas desaliñadas. Se las contrataba por costumbre, ya que la importancia de la persona que se enterraba se medía por la cantidad de mujeres que la lloraban. Aahotep había contratado a doscientas, todas las que se podían encontrar en Weset, y sus sollozos y extrañas y salvajes lamentaciones cruzaban el río, siendo respondidas por los miles de ciudadanos que se apiñaban en la orilla este para dar el último adiós a su rey y protector.

«Al menos Weset le ama y le respeta», prosiguieron los pensamientos de Aahmes-Nefertari. De pronto empezó a llorar y, agachándose, cogió un puñado de arena del desierto de Egipto. Apretó los granos de arena calientes con la mano antes de dejarlos caer por su frente y frotarlos en su cara.

La tierra yerma se elevaba desde el río hasta los riscos del oeste en una larga subida. La pequeña pirámide de Kamose estaba al sur, en el límite de la zona de los muertos, con el patio orientado al este, a la salida del sol. Detrás se erguían el templo mortuorio y la tumba, mucho mayores, de su antepasado, Osiris Mentuhotep-Neb-Hapet-Ra, al pie mismo del risco de Gum. Y el resto de la llanura árida hacia el norte estaba moteada de estructuras similares, con pequeñas pirámides cubriendo los silenciosos misterios de su interior. Durante la pausa que se hizo cuando sacaron el ataúd del carro y lo colocaron contra la pared de la tumba, Aahmes-Nefertari dejó vagar su mirada por la llanura. «Estás en compañía de poderosos, querido Kamose —le dijo—. Aquí yacen los dioses de tiempos más felices. Mereces descansar junto a ellos, porque igual que ellos amabas a Egipto y reverenciabas a Ma’at, y sacrificaste tu vida por ellos».

Los integrantes del cortejo quedaron en silencio cuando se abrió la tapa del ataúd y por unos instantes se pudo oír el aleteo de las túnicas azules al viento. De la nada, el viento formaba remolinos de polvo que se desvanecían rápidamente. Respirando hondo, Aahmes-Nefertari alzó los ojos para ver la cosa dentro de la caja de madera, mientras su imaginación volaba más allá de las sucesivas capas de vendas y los amuletos de protección del hombre amado. En su mente tenía su imagen, tal como lo veía cuando dormía de espaldas, con las manos cruzadas en el pecho, que subía y bajaba ligeramente, el rostro inmóvil pero lleno de vida. Ella sabía que era sólo una ilusión, que la realidad de Kamose ahora era algo marrón, disecado y rígido, pero no podía enfrentarse a eso aún y se aferró al Kamose durmiente. Mientras Amonmose daba un paso al frente con la azadilla en la mano para iniciar el rito de la apertura de la boca que liberaría los sentidos de su hermano.

—Sólo tenía veinticinco años —dijo más fuerte de lo que era su intención. Notó que Ahmose la cogía de la mano, sus dedos estaban húmedos y advirtió que también estaba llorando.

Cuando terminó el Sumo Sacerdote, las mujeres volvieron a sus lamentos y, uno a uno, los miembros de la familia se arrodillaron para besar los pies envueltos en lino, que olían a mirra y a los ungüentos de embalsamamiento. Levantaron el ataúd y por fin Kamose fue conducido por el largo corredor sin adornos a la sala diminuta cuyas paredes refulgían con los colores que nadie en vida volvería a ver. Había un plinto de piedra en el centro para recibirlo y a su alrededor estaban los muebles y pertenencias que necesitaría. Daba pena ver lo escasos que eran.

Aahmes-Nefertari llevaba ramos de flores primaverales para dejar en su pecho: azulinas y amapolas rojas. Y su madre también lo cubrió de pétalos que había recogido del jardín, pero Tetisheri estaba rígida, con lágrimas cayendo por sus mejillas llenas de arrugas y las manos a la espalda.

—Le di todo en la vida —había dicho cuando se reunieron en los escalones para cruzar el río—. No haré ninguna ofrenda a su muerte. No acepto este día.

Ahmose fue junto a ella y cogió con piadosa ternura sus frágiles hombros y, con sorpresa, Aahmes-Nefertari vio que ella no sólo no le rechazó sino que le permitió sostenerla cuando volvieron a colocar la tapa, la clavaron y finalmente se fueron. Respirando el aire húmedo y fétido del corredor, Aahmes-Nefertari miró hacia atrás. Kamose ya estaba envuelto en las sombras. El ataúd, con su carga sin vida, sólo una forma que se quedaría inmóvil en la oscuridad para siempre.

Había tiendas a corta distancia del patio de la tumba y allí, durante tres días, la familia y la gente de la casa celebraron un banquete, comiendo y bebiendo en su memoria, rogando que su ka viajara seguro y derramando muchas lágrimas. La segunda noche, Aahmes-Nefertari no pudo dormir. Después de dar vueltas en su camastro, junto a Ahmose hundido en un profundo sueño, agitada e incómoda, se levantó envolviéndose en una capa y dejó el refugio. La noche era fresca y silenciosa. Al otro lado del río unas cuantas luces naranjas señalaban los alrededores de Weset, y el Nilo mismo estaba apaciguado, como una oscuridad estrecha que fluía cerca de ella.

Sólo unos cuantos pasos la separaban del muro bajo que rodeaba el patio y Aahmes-Nefertari recorrió el terreno desigual, hundido en sombras, rápidamente, tranquilizando al Seguidor que apareció a su lado. Él retrocedió y ella avanzó sola hacia el agujero negro en el costado de la pirámide que sería rellenado y sellado al día siguiente.

Allí se dejó caer y, encogiendo las piernas, comenzó a hablar en susurros, diciéndole a su hermano cuánto le amaba, recordándole su niñez, describiendo con palabras cómo se sentía cuando oía su voz desde otra habitación, y cuando caminaba por un pasillo rumbo al jardín, donde, elevando la vista, le veía inmóvil en el tejado del viejo palacio, desde donde él le ofrecía la tibieza de una sonrisa que pocas veces aparecía en su rostro.

—Eras nuestra roca, nuestro refugio, firme y decidido, y no comprendía cuánto dependíamos de ti —dijo afablemente—. Dimos por sentado que tu obstinación nos protegería siempre. Ahmose es el rey ahora y su estilo no es el tuyo. Nunca lo fue. Lo sabes, querido Kamose. Pero creo que si Ahmose hubiese sido el primero hubiera fracasado. Eso no sucederá ahora, porque ha llegado su momento, pero tú hiciste lo correcto, lo único posible, y estarás justificado ante los dioses.

»¿Recuerdas un año que fuimos navegando a Khemmenu, cuando éramos aún muy jóvenes, para celebrar junto a los familiares de nuestra madre la Fiesta de Tot, el decimonoveno día de su mes? ¿Y que la primera noche Si-Amón me hizo caer accidentalmente del barco y yo no había aprendido a nadar? La inundación acababa de empezar. Los sirvientes corrían gritando, Si-Amón empezó a llorar y nuestro padre salió de la cabina sin saber qué pasaba. Tú, sin perder la calma, bajaste por la rampa, vadeaste el río por la parte menos profunda y me arrastraste hasta la orilla. Yo tosía y escupía. “Tonta, Aahmes-Nefertari —dijiste—. Nadar es fácil. Te enseñaré y cuando lleguemos a casa ya serás más rápida que un pez”. Ya entonces te hacías cargo de nuestra seguridad. No dejaré que te olviden. No dejaré que distorsionen tu recuerdo. No permitiremos que la historia de Egipto…

Las palabras murieron en su garganta de puro terror, porque algo se movió en la oscuridad de la entrada a la tumba. Una forma salió del vacío y fue jadeando hacia ella y, con un pequeño grito de alivio, reconoció a Behek. Gimiendo, se sentó sobre sus piernas traseras y apoyó la cabeza gris en su regazo. Aahmes-Nefertari lo rodeó con los brazos.

—¿Cómo cruzaste el río? —le dijo—. ¿Te metiste en la barca de alguno de los sirvientes? No deberías estar aquí. Mañana cerrarán esto con una pared y podrías haberte quedado dentro, sin escapatoria, y nadie sabría qué fue de ti. Pero lo entiendo. Sí que lo entiendo. —Y hundiendo el rostro en su cuello cálido comenzó a sollozar.

Por la mañana cantaron los últimos ritos, levantaron las tiendas y enterraron los restos del banquete. Los albañiles estaban junto a la entrada, que parecía despedir una fría soledad en el aire brillante.

—Amonmose se asegurará de que coloquen los sellos cuando terminen los albañiles —le dijo Ahmose a Aahmes-Nefertari, que se mantenía callada—. Todo ha terminado y nosotros debemos continuar. Las barcas esperan para llevarnos otra vez a casa y hay mucho por hacer. ¿Cómo llegó Behek aquí?

Dio una orden a un guardia y, echando una última mirada a la pequeña pirámide, sólida contra el claro azul del cielo, Aahmes-Nefertari montó en su litera y cerró las cortinas.

Cuando llegaron a la orilla occidental, Ahmose desapareció en dirección al templo y las mujeres se separaron dirigiéndose a sus respectivos aposentos. A Aahmes-Nefertari la casa le parecía limpia, libre de todas las corrientes de emoción que se arremolinaban invisibles por los pasillos, inmediatamente se encontró exhausta. Recostándose en su diván, cerró los ojos y se durmió profundamente, y no soñó.

Por la tarde la llamaron a los aposentos de su madre, donde ya se encontraba Ahmose bebiendo agua mientras hablaba con Aahotep. Se levantó para saludarla con un beso.

—Tienes mejor aspecto —dijo mirándola con ojo crítico—. Kamose ya se ha ido. Su corazón ya ha sido sopesado y ha salido del Salón de los juicios para ocupar su lugar en la Barca Sagrada con nuestros antepasados. ¿No lo percibes?

—Sí —contestó, adelantándose con una rápida reverencia ante su madre—. Por eso la casa parece tan… tan vacía. —Arrugó la nariz, reaccionando frente a la fuerza y la propiedad de la palabra—. Lo siento por Ramose. Aún tiene que acompañar a Nefer-Sakharu a Khemmenu y soportar su funeral. ¿Ya ha vuelto, Ahmose?

Él le indicó que se sentara en la banqueta de la mesa de cosméticos de Aahotep.

—Sí, han completado los preparativos de Nefer-Sakharu, pero no puedo desprenderme de Ramose en un par de días. Mañana es el último día de Pharmuthi. He planeado una gran ceremonia en el templo para el primer día de Pakhons que, por supuesto, también es el primero de Shemu, y Ramose debe estar presente. No puedo coronarme rey —continuó con pesadez—. La corona de Atef y la «doble corona» están en Het-Uart. Pero voy a declararme rey del Bajo y del Alto Egipto, con todos los ritos solemnes de purificación y aclamación, y para fijar el primer día del verano como el aniversario de mi Aparición. Es totalmente apropiado. Toda persona destacada de Weset, todo nuevo oficial militar, todo funcionario, tendrá que jurarme lealtad, incluido Ramose. Entonces podrá partir. Cuando viaje al norte con el ejército requeriré el mismo juramento de lealtad de los gobernadores de las provincias y de los hijos de quienes traicionaron a Kamose, y también de la marina. Tú, querida mía, estarás sentada junto a mí en el templo como mi reina, y también recibirás la pleitesía de todos. —Alargó la mano para acariciarle la mejilla—. Asegúrate de que Raa vista a Ahmose-Onkh lo más ricamente posible. Puede colocarlo entre nosotros dos, un heredero visible. Debe ser un ritual con toda la pompa y magnificencia que podamos lograr. Necesitamos hacer una demostración de poder.

Se puso más serio y le dijo a su madre:

—Aahotep, quiero que uses todas las joyas que quieras, pero tu vestimenta tiene que ser la túnica que llevabas cuando mataste a Meketra. Sé que la has guardado.

—¡Ahmose! —exclamó conmocionada—. ¡No! ¡Nunca! Además, está dura y con costras de sangre, y probablemente huela mal. ¡No podría soportarla sobre mi cuerpo!

Ahmose se inclinó hacia ella, con los codos en las rodillas.

—Quiero que todos vean el triunfo de los Tao. Quiero que, en medio del incienso y la danza y el ritual, todos mediten sobre nuestra victoria, una victoria que fue ganada no con palabras finas y gestos inofensivos, sino con cuchillos y sangre. Quiero que vean nuestra tropa ante sus ojos todo el tiempo que estén en el templo. La deslealtad lleva a la muerte. Quiero que entiendan eso.

—Hay mil maneras de hacerles entender tu mensaje —objetó Aahotep con vehemencia. Tenía el rostro enrojecido y los ojos brillaban de ira. Aahmes-Nefertari nunca la había visto tan agitada—. No sólo es una petición desagradable, Ahmose, huele a locura. No. No la usaré.

Él se levantó lentamente y cruzó los brazos.

—Entiendo que te resulte aborrecible —respondió con firmeza—. Pero tengo más de un motivo para hacerlo. No es una petición de tu hijo, Aahotep. Es una orden de tu rey. —El color desapareció de su rostro, que se puso muy pálido.

—¿Y si aun así me niego?

—Entonces no sólo me causarás un gran disgusto, sino que estropearás una sorpresa que te tengo preparada. Por favor, confía en mí, madre. Te amo más de lo que cualquier hijo podría venerar a la que le dio la vida, porque no sólo me la diste sino que la protegiste del golpe de los asesinos. Confía en mí y no te niegues.

Aahotep le contempló largamente, las manos unidas, y gradualmente se aflojó su tensión.

—Nadie más que tu padre podía pedirme tal cosa, ni siquiera exigirlo, y que le obedeciera —dijo por fin—. Muy bien, Ahmose. Me pondré la túnica.

Él sonrió y, yendo hasta la puerta, desapareció.

Las dos mujeres se miraron.

—El golpe en la cabeza… —empezó a decir Aahotep entrecortada, pero Aahmes-Nefertari la interrumpió.

—No lo creo. Todo lo que ha hecho y dicho desde que se recuperó ha sido racional. Sabe lo que te pide y por qué.

—De todos modos, me resulta repugnante. —Se estremeció—. Quédate conmigo un rato, Aahmes-Nefertari. Podemos jugar al sennet y hablar. Te he visto poco últimamente y a Tetisheri no la he visto nada. ¿Hent-ta-Hent está bien? ¿Aumenta de peso debidamente? —A su requerimiento, entró Hetepet, instaló el tablero de sennet y arregló las lámparas. Madre e hija pronto quedaron absortas en el juego y en la conversación, pero de cuando en cuando Aahotep echaba una mirada subrepticia en dirección al arcón en el que, como bien sabía Aahmes-Nefertari, estaba guardada la túnica manchada. No le reprochaba a su madre su aprensión.

Llegó la mañana del primer día de Pakhons y con ella una actividad frenética en la casa. Ahmose había pasado la noche en una de las antesalas del templo, llevando consigo a Akhtoy y a su criado, para poder rezar y meditar durante las horas de oscuridad, para purificarse y observar por primera vez a Amonmose hacer las abluciones del dios. Cuando fuera coronado rey oficialmente también adquiriría el privilegio de entrar solo en el santuario y de ocuparse de las necesidades rituales de Amón en vez del Sumo Sacerdote, si así lo deseaba, pero en aquel día importante, como le dijo a su esposa antes de dejar sus aposentos, deseaba saborear lo último de su juventud.

Era una frase curiosa, y Aahmes-Nefertari la ponderó mientras Raa extendía la túnica roja con reflejos dorados que se pondría y el cosmetólogo dejaba caer con mano experta una gota de agua en el polvo negro del kohl que había en un diminuto plato. Para ella lo que había terminado con la juventud de Ahmose fue el golpe de Meketra, porque no cabía dudar de los cambios sutiles pero claramente definidos que se veían en él desde entonces. Pero quizá sintió el peso de la responsabilidad que asumía con los títulos reales y la separación de su antiguo ser que supondría la divinización; también serviría para alejarle, no sólo de todos los demás egipcios, sino también de su ser joven. «Sólo tiene veintiún años —pensó, cerrando los ojos ante la petición que susurró el cosmetólogo—. Tanto ha sucedido en los últimos cinco años que nos ha cambiado a todos. A veces me olvido de que no soy tan antigua como Tetisheri, al menos sesenta y cinco debe de tener, y supongo que Ahmose siente lo mismo».

Había elegido un cinturón de finos eslabones de oro para la túnica y sandalias de cuero blanco incrustadas de jaspe. Su peluca era pesada, cincuenta trenzas que caían casi hasta su cintura y que rozaban suavemente sus brazos, cubiertos de brazaletes de oro en cuyas superficies estaban esculpidas imágenes de Hathor, diosa del amor y la belleza, y cruces ansadas enlazadas. Uno de sus antebrazos recibía el dorado abrazo de las alas de Mut, la diosa buitre, tótem de las reinas, con su pico depredador vuelto para proteger a Aahmes-Nefertari de cualquier ataque. En los dedos llevaba escarabeos verdes engarzados en oro, y de los lóbulos de las orejas también pendían azules escarabeos de lapislázuli.

Antes de que colocaran la peluca en su cabeza, Raa le había colocado cuidadosamente un pesado pectoral en torno del cuello, una gruesa cadena de oro que sostenía las alas de Mut extendidas sobre sus pechos. Cada pluma había sido esmaltada en un color diferente, rojo, verde, azul, amarillo, para que cada pieza refulgiera viva con la luz del sol. Ahmose se lo había dado el día anterior y ella lo había cogido con curiosidad.

—Lamento que no tenga plata —se disculpó—. He cogido toda la plata que pude conseguir para otro propósito. Pero de todos modos es hermoso. Los joyeros del templo estuvieron trabajando en él mucho tiempo. Llévalo como la reina que eres.

Aahmes-Nefertari estaba demasiado deslumbrada para inquirir qué estaba haciendo con la plata, un metal valorado por su escasez y del que había poco en Weset, pero ahora, mientras notaba el pectoral que golpeaba su piel a través de la gasa sutil de su túnica, se le ocurrió la pregunta. Raa colocó la peluca sobre su pelo sujeto con pinzas y le alcanzó un espejo. Cogiéndolo, Aahmes-Nefertari inspeccionó su imagen cobriza con mirada crítica. La boca, generalmente pálida, estaba brillante de alheña anaranjada, pero la pintura no ocultaba la altanera curva descendente, una característica física que a menudo había confundido a los invitados que creían que incluso de niña era fría y arrogante. «Cuando en realidad yo era muy tímida», pensó. Los oscuros ojos marrones parpadearon, delineados exóticamente con kohl y cubiertos de azul espolvoreado de oro, y el borde rugoso de la peluca rozaba las cejas convertidas en alas con kohl negro y brillante.

Ahmose le había dicho que no usara joyas en la cabeza. «Pero me siento desnuda en una ocasión tan solemne —pensó girando la cabeza a un lado y a otro—. La peluca necesita algo. ¿No piensa coronarme?». Al advertirlo le recorrió un estremecimiento de ansiedad y le devolvió el espejo a su criada. «Una cosa es correr al campo de entrenamiento y dar órdenes a los soldados antes de volver rápidamente a mis tareas hogareñas —se dijo con tono algo sombrío—. Otra cosa muy distinta es asumir la alta identidad de una diosa».

—Raa, ve a ver si está lista mi madre y asegúrate de que Ahmose-Onkh no se haya quitado las sandalias. Dile a Uni que se las arregle para apresurar a la abuela. Ankhmahor puede hacer que traigan las literas a la entrada.

En el corto silencio que siguió a la partida de la criada, Aahmes-Nefertari respiró profunda y lentamente y jugó con el pectoral. Ya tenía sed pero no quería correr la pintura de los labios bebiendo. «Éste también es el último día de tu juventud —se dijo—. Has sido princesa, te has casado dos veces, has dado a luz, pero aún seguías siendo una niña. La rebelión hirió de muerte tu juventud, que por fin hoy morirá».

Los sirvientes se habían reunido afuera para ver a sus señoras con lujos desacostumbrados y las literas, cubiertas de cintas y guirnaldas de flores recién cortadas, esperaban en la hierba. Ankhmahor, en su cargo de capitán de los Seguidores, se inclinó ante Aahmes-Nefertari cuando ella salió de entre las sombras de las columnas y fue hacia él. También estaba maquillado con esmero, con los grandes ojos rodeados de kohl, la boca pintada con alheña. En la cabeza llevaba un casco de lino, a franjas azules y blancas, los antiguos colores del Egipto real y, al cinto, una daga ceremonial, con la empuñadura de filigrana de oro y la vaina de cuero negro cosida con hilo de oro. Llevaba | guantes blancos de cuero.

La escolta esperaba tras él, los hombres que los dos habían seleccionado para cuidar la casa, todos con el mismo casco, las mismas sandalias y guantes de cuero marrón, pero las armas que golpeaban contra sus muslos no eran un simple adorno. La saludaron serios; ella les sonrió a todos y se fue rápidamente a su litera.

Cuando se recostaba en los almohadones aparecieron Uni y Kares. Pese a las muchas tareas que habían tenido que cumplir aquella mañana, los dos iban vestidos con el uniforme de mayordomo, túnicas amplias blancas que caían de los hombros a los tobillos con costuras de hilo de oro. En el antebrazo llevaban las anchas bandas de oro que denotaban su posición elevada en la casa y las pelucas cortas estaban adornadas con cintas azules y blancas. Aahmes-Nefertari les dedicó una mirada de admiración antes de divisar a las dos mujeres que iban tras ellos.

Tetisheri estaba cubierta de oro de la cabeza hasta los pequeños pies marrones. En su túnica amarilla brillaban hojas doradas, flores de loto de oro pendían de sus orejas, en su peluca brillaba el oro y había polvo de oro en sus mejillas pintadas. Pero no fue su abuela quien le causó a Aahmes-Nefertari compasión y alarma. Aahotep no llevaba ninguna joya. Su peluca era recta y le llegaba a los hombros. Los brazos y el cuello estaban desnudos, y en los pies llevaba un par de sandalias gastadas y más bien pobres. Avanzó lentamente, con la cabeza erguida, y no trataba de ocultar las horribles manchas marrones en la tela blanca. Al mirar a Aahmes-Nefertari, cayó al suelo una fina costra que había estado pegada a la túnica.

Un murmullo recorrió a los reunidos, pero Aahotep no le prestó atención. Ankhmahor llegó hasta su litera de un salto y sostuvo abiertas las cortinas hasta que se instaló en el interior y luego las corrió con firmeza. Tetisheri se inclinó para mirar a Aahmes-Nefertari. Sonreía como un demonio, y las partículas doradas en la alheña de los labios brillaban al hablar como puntos de fuego.

—Sé porqué Ahmose la obligó a ponérsela —dijo contenta—. Vino a verme anoche y me lo explicó. Tuvimos una discusión muy interesante.

«Eso fue inteligente por tu parte, esposo mío —pensó Aahmes-Nefertari—. Haces cómplice a la abuela, la tranquilizas y le quitas las garras».

—No pude decir a Aahotep lo que me contó, por supuesto, pero le aseguré que éste sería el día de mayor orgullo de su vida —continuó Tetisheri—. Decidió no adornarse, aunque Ahmose dijo que podía hacerlo. Las joyas parecían maléficas con toda esa sangre seca. —Rió y se enderezó.

—¿Tiene algo que ver con la plata que Ahmose me dijo que estaba reuniendo? —preguntó Aahmes-Nefertari, inquisitiva a su pesar—. ¿Le va a dedicar un santuario o una estatua en el templo?

Tetisheri la miró inexpresiva.

—¿Plata? —dijo bruscamente—. No lo sabía. Pero espero que no haga una ofrenda muy costosa a los sacerdotes de Amón, no de plata. Es muy escasa. Cuando derrote a Apepa y abra las rutas normales de comercio tendremos toda la plata que esté a nuestro alcance, pero ahora no.

Hubiera continuado pero se interpuso Ahmose-Onkh entre ellos, con una mano aún prisionera del puño de su nodriza.

—Estás guapa, madre —dijo.

Aahmes-Nefertari le sonrió. Llevaba los ojos pintados con kohl. De uno de los lóbulos pendía una larga lágrima de oro que terminaba en un halcón con las alas dobladas, y en las dos muñecas llevaba pulseras de oro.

—Y tú estás muy elegante con tu shenti plisado y tus sandalias nuevas —contestó ella—. Ahmose-Onkh, no te toques la coleta juvenil o perderás el broche y se te deshará la trenza.

—Pero me raspa la nuca —se quejó—. ¿Cuándo podré quitarme las sandalias? Tengo calor en los pies.

—Ven conmigo. —Golpeó los cojines con la mano—. Tengo que decirte algunas cosas. Te lo devolveré cuando lleguemos al templo —le dijo a la joven paciente que soltó la mano de Ahmose-Onkh—. Ankhmahor, ¡vamos!

Inmediatamente él dio una orden. Las literas fueron alzadas, los guardias formaron en columna tanto delante como detrás de éstas y partieron hacia el camino del río. Mientras avanzaban, Aahmes-Nefertari cogió la pequeña mano de su hijo en la suya y le empezó a explicar por qué lo habían pintado y vestido con esmero, por qué debía tener puestas las sandalias y el significado de lo que iba a suceder en el templo. El niño la escuchó serio, con los ojos brillantes e inteligentes fijos en su rostro, y cuando ella terminó se acomodó pensativo en su cojín, mirándose las palmas pintadas con alheña.

—¿Papá es rey de todo Egipto ahora que murió mi tío Kamose? —preguntó.

—Sí —le respondió ella—. Será coronado hoy y todos prometerán hacer lo que él diga y no rebelarse como hicieron los nobles y los soldados contra tu tío.

—Le mataron, ¿no es cierto? —dijo el niño con más entusiasmo que tristeza—. Le mataron.

—Sí, así es.

—Y tú y la abuela les castigasteis. —Se golpeó las rodillas marrones con las manos—. ¿Y cuando muera papá seré rey?

—Sí.

—Bueno. Cuando sea rey y todos tengan que hacer lo que yo diga meteré a todos los soldados y los nobles en la prisión una vez al año, sólo para estar seguro.

—No es tan fácil ser rey, Ahmose-Onkh —dijo con un suspiro—. Incluso los reyes deben obedecer las leyes de los dioses y Ma’at decreta que nadie puede ser encarcelado sin causa. Los reyes egipcios no son como los salvajes de otros países que gobiernan sin Ra.

Pero el niño ya no le prestaba atención. Espiaba a través de una abertura entre las cortinas.

—Madre, ¡mira toda la gente! —exclamó excitado—. ¡Déjame correr las cortinas! —Tiraba de ellas y Aahmes-Nefertari las descorrió completamente.

Más allá de la falange protectora de guardias a derecha e izquierda, el borde del camino estaba cubierto a ambos lados de ciudadanos que gritaban y se empujaban. Cuando se corrieron las cortinas de la litera y aparecieron Aahmes-Nefertari y su hijo, aumentó el clamor. Weset sabía lo que ella y Aahotep habían hecho y el pueblo estaba agradecido. El vínculo, siempre estrecho, entre los Tao y su pueblo, ahora era inquebrantable. Ahmose-Onkh se reía y saludaba, pero Aahmes-Nefertari, aunque sonreía e inclinaba la cabeza, sentía una repentina melancolía. «Los setiu aún controlan el Delta —pensó—. Ahmose puede proclamarse rey del Alto y el Bajo Egipto, pero la verdad es que el país sigue dividido».

Los portadores de las literas se vieron obligados a andar más despacio cuando giraron a la izquierda para seguir el corto canal que llevaba a los pilones de Amón. porque allí la multitud se engrosaba y, cuando la familia se apeó y entró en el atrio exterior, lo encontraron también lleno, aunque se trataba de una concurrencia más seria, la de los habitantes prominentes de Weset, que se inclinaron solemnes. A Aahmes-Nefertari le recordaron un campo de trigo, con los tallos doblados por el viento. Le entregó a Ahmose-Onkh a la nodriza y avanzó hacia el atrio interior, junto a su madre y su abuela. Al quedar visible la túnica de Aahotep cambió el ambiente a su alrededor. Una onda de susurros las siguió hasta que desaparecieron en el atrio interior.

En el aire había una nube de fragante incienso. Aahmes-Nefertari, que amaba ese olor, lo inhaló apreciativa, a la vez que miraba el santuario a través de las puertas abiertas. Amón le sonreía enigmático, con las manos en las rodillas, los pies cubiertos de flores y una guirnalda de pétalos en el pecho. Verle era un raro privilegio. Oculto a los ojos impíos en la penumbrosa seguridad de su santuario la mayor parte del año y gobernando a través de sus sacerdotes y oráculos, para la mayoría de sus súbditos era una benigna presencia invisible.

Aahmes-Nefertari, Tetisheri y Aahotep se postraron ante él. Al tratar de levantarse, Aahotep tropezó y cayó, lo cual prácticamente no fue advertido entre el tintineo de los címbalos en los dedos de los cantantes del templo y el sonsonete del sistro en sus manos. Cuando Aahmes-Nefertari advirtió lo sucedido a su madre, un joven salió de entre las filas de sacerdotes a la entrada del santuario y se puso de rodillas junto a ella.

—Finge que es una segunda reverencia, Majestad —le oyó decir Aahmes-Nefertari—. De ese modo tu caída se transformará en una muestra de profundo respeto y el dios te bendecirá.

Obviamente Aahotep estaba demasiado conmocionada para desobedecer. Él se unió a ella en su gesto de obediencia y la ayudó a levantarse de modo poco perceptible, cogiéndola de un codo. Aahmes-Nefertari esperaba que su madre se le apartara con una reprimenda silenciosa, pero no hizo más que asentir, sin mirarle, y el sacerdote volvió junto a sus pares.

Delante del santuario habían colocado un taburete entre dos sillas, mirando hacia los hombres y mujeres que llenaban el atrio interior. Detrás de las sillas estaban los sacerdotes y a cada lado se ordenaban los cantantes y bailarines. Aahmes-Nefertari hubiera querido darse la vuelta y observar a la multitud, pero no se atrevió, aunque tampoco hubiera tenido tiempo: Amonmose llegaba de una de las antesalas que rodeaban el atrio, acompañado por sus acólitos portadores de incienso. Llevaba en un hombro la piel de leopardo que denotaba su alta posición y en la mano el bastón de sacerdote. Ahmose lo seguía, vestido con un simple shenti blanco, los pies descalzos y la cabeza cubierta con una tela blanca cuadrada, con nudos en las cuatro esquinas. Luego iban tres sacerdotes, llevando cada uno una caja con toda solemnidad. Los cantantes iniciaron sus cantos. Con regia deferencia, el Sumo Sacerdote condujo a Ahmose a una de las sillas y se inclinó.

Ahmose no se sentó. Por un momento su mirada recorrió a los reunidos, encontró los ojos de su esposa y la saludó con una sonrisa tan rápida que Aahmes-Nefertari se preguntó si lo había imaginado. Alzó una mano e inmediatamente se interrumpieron los cantos. Se hizo silencio.

—Favoritos de Egipto —exclamó Ahmose, cuya voz resonó en el techo de piedra—. Hoy sucedo a mi hermano como señor de las Dos Tierras y Amado de Amón. De ahora en adelante, el primer día del verano será el Aniversario de mi Aparición como la encarnación divina del dios en la tierra. Juro sostener las leyes de Ma’at, recompensar a los que bien me sirvan y castigar con justicia a los que no lo hagan. Tomo para mí el reinado de Egipto, como heredero legítimo del derecho a gobernar de mis antepasados. Aahotep, ven aquí. —Su madre avanzó y, cogiéndola delicadamente del brazo, la volvió para que quedara frente a la congregación—. Éste es el precio de la traición —dijo señalando su túnica—, y fue impuesto por esta mujer, esposa de un rey sin corona. ¿Puede alguien negar el derecho a la sucesión de la casa de Tao en presencia de tanto coraje y nobleza? Tenedlo en cuenta y pensad en lo que veis.

Aahmes-Nefertari notó que tiraban de su túnica y vio a Ahmose-Onkh junto a ella.

—¿Por qué lleva la abuela una túnica sucia? —dijo con un susurro indignado—. ¿Papá la está riñendo?

Aahmes-Nefertari le puso un dedo en la boca.

—Ahora no —le contestó, también susurrando—. Luego te lo explicaré.

—Yo también soy un rey sin corona —decía Ahmose—. Los atributos sagrados (el hedjet, el deshret, el atef, la heka y la nekhakha), están en blasfemas manos de extranjero. Incluso la señora de Fuego y la señora del Temor están en el norte. Pero yo rescataré el Nefer Blanco y el Rojo, el atef, el cayado y látigo y, cuando lo haga, habrá aquí una coronación como corresponde, ante Amón, en esta ciudad. —Había soltado a Aahotep pero ella no se movió. Siguió quieta, tiesa y pálida, con las manchas marrones en la tela sucia dando un testimonio y un aviso a la vez—. Hoy sólo recibiré el nemes, símbolo de concordia con mi pueblo —continuó Ahmose—. Y aceptaré nuevas sandalias para caminar por la nueva senda que el dios me ha enseñado. Pero que no haya confusión. El poder no reside en la doble corona sino en la persona del dios que la lleva. Continuemos. Traed taburetes para mi madre y mi abuela.

Hizo una señal. Aahmes-Nefertari advirtió con inquietud que Aahotep trataba de disimular que renqueaba cuando se acercaron a él y suspiró aliviada cuando se sentaron. Pero le salía sangre del dedo del pie cuya uña se había roto y Aahmes-Nefertari sintió una oleada de terror supersticioso, como le solía suceder. «Es mal signo para el comienzo del reinado de Ahmose —pensó—. Nadie tiene que verlo. ¿Qué haré?». Le habían indicado que se sentara en una de las dos sillas y sabía que no podía pararse ni inclinarse sin llamar la atención.

Pero el mismo sacerdote joven que antes había socorrido a Aahotep estaba atento. Se acercó decidido, se prosternó ante ella y, mientras aparentaba besar sus pies en un impulso de sumisión respetuosa, logró usar el borde de su túnica para limpiar la sangre. Aahotep miraba hacia delante con rostro serio, sin dar señal de nada y cuando el sacerdote se apartó, Aahmes-Nefertari vio cómo metía los pies bajo su amplio ropaje.

Ahmose se sentó. Se abrió la primera caja y Amonmose cogió un par de sandalias magníficas que, al igual que la daga de Ankhmahor, sólo tenían un propósito ceremonial. Estaban recubiertas de láminas de oro e incrustaciones de lapislázuli y jaspe. Fueron colocadas con la mayor reverencia en los pies de Ahmose, mientras Amonmose, postrado, entonaba la letanía al efecto y los sacerdotes salmodiaban las respuestas. Aahmes-Nefertari no alcanzó a advertir que en las suelas habían pintado una imagen muy parecida a la de Apepa, porque enseguida el sumo sacerdote se puso de pie, agitando un incensario sobre Ahmose, y abrió la tapa de la segunda caja.

Cogió de allí un pectoral y, conmocionada, Aahmes-Nefertari reconoció el ornamento que Kamose había ordenado para sí. Allí, colgando regiamente de los dedos de Amonmose, estaba Heh, el dios de la eternidad, arrodillado sobre el signo del heb, con las hojas de palmera llenas de marcas que representaban miríadas de años en sus manos, pero el cartucho dibujado encima del dios había sido alterado. Ya no encerraba el nombre de Kamose. Ahora, Nekhbet y Wadjet abrazaban el nombre de Ahmose. A Aahmes-Nefertari se le hizo un nudo en la garganta cuando el símbolo de todas las esperanzas de Kamose le fue colocado a su marido. «No quiere que esto signifique que triunfó sobre Kamose —se dijo triste—. Para él es un vínculo con su hermano, la promesa de que todo lo que inició Kamose se completará. Pero para mí es una terrible pena».

La última caja contenía un tocado de nemes, con franjas azul oscuro y oro. El borde era una banda simple de oro, por encima de la cual había un sencillo ureus, la cobra señora de las Llamas, protectora del Norte, y también la Señora del Terror, con forma de buitre, protectora del Sur. Con palabras solemnes Amonmose quitó el cuadrado de tela de la cabeza de Ahmose y lo reemplazó con el nemes, arreglando las orejeras a ambos lados de la cabeza y del cuello. Sería la última vez que se le viera la cabeza descubierta en público.

Entonces Ahmose se puso de pie, alzando los brazos. Hubo una oleada de aplausos que se convirtió en un rugido de aprobación y reconocimiento y, todos a una, los presentes se hincaron, con la frente contra el suelo de piedra. Al alzarse, continuó el tumulto hasta que, a una indicación de Ahmose, el heraldo Khabekhnet dio un paso al frente.

—¡Oíd los deseos del rey! —exclamó, y rápidamente se apagó el tumulto—. Primero, Su Majestad desea hacer saber que de los cinco títulos que son su prerrogativa, sólo asumirá los tres relativos a su endiosamiento, hasta que Egipto sea liberado. En ese momento, cuando ocupe el Trono Sagrado bajo la Doble Corona, recibirá con beneplácito el signo del Junco y la Abeja y el título de Él de las dos Señoras. Por tanto ahora será Uatch-Kheperu Ahmose, Hijo del Sol, Horus, el Horus de Oro. El rey ha hablado. —Hizo una pausa—. En segundo lugar, Su Majestad desea ahora colocar una corona de reina en la cabeza de su amada Aahmes-Nefertari, la Hermosa Hija de la Luna, para que Egipto le rinda homenaje como Esposa del Dios y la venere como la mayor gloría de nuestra tierra. El rey ha hablado.

Se retiró, y Ahmose se puso de pie. Junto a su silla había una cuarta caja, que Aahmes-Nefertari no había visto hasta ese momento. La abrió y sacó una diadema de oro, un casquete con la imagen de la diosa Mut, con las alas cayendo a cada lado y en cada garra el signo del shen, el infinito, la eternidad y la protección. La cabeza de buitre de Mut se alzaba con un pico agudo y curvo, los ojos con pupilas negras de ónix brillaban agresivos. Con gran cuidado y la ternura del amor y el orgullo, Ahmose la colocó sobre la peluca de Aahmes-Nefertari.

—El botín de los barcos del tesoro debe de haberse reducido mucho, Majestad —murmuró ella cuando se le acercó, y él sonrió lentamente.

—Lamentablemente —le respondió—. Pero habrá mucho más antes de que acabe con ellos. Te adoro, mi irresistible guerrera. —Una vez más el atrio interior resonó con fuertes vítores. Ahmose no volvió a su asiento, como creyó Aahmes-Nefertari que lo haría. En cambio dejó que continuara la algarabía un rato. Luego alzó la mano llena de anillos—. Ahora debo cumplir con una obligación solemne —dijo. Su voz resonó sobre la multitud expectante—. Aahotep, madre, ven ante mí. —Aahotep dejó su taburete e hizo lo que le indicaba. Aahmes-Nefertari vio la desorientación en sus ojos cuando se enfrentó a su hijo. Era media cabeza más baja que Ahmose, de modo que cuando él volvió a hablar todos pudieron ver la boca pintada de alheña de éste por encima de la peluca plana de ella—. Un rey puede dar tres premios a quien lo merezca entre sus súbditos —dijo—. Uno, el Oro de los Favores, se entrega a cualquier ciudadano por una marcada lealtad a su rey, por su dedicación a las tareas al servicio de su rey o por su excelencia en cuestiones administrativas. Los otros dos, el Oro del Valor y el Oro de las Moscas, sólo se otorgan a soldados, sean de la tropa sean oficiales, que hayan mostrado un coraje ejemplar en batalla. Ninguna mujer ha recibido jamás el Oro del Valor o el Oro de las Moscas. De los dos, el Oro de las Moscas es el menos común. En toda la historia de Egipto sólo se ha otorgado cuatro veces. Hoy será la quinta. —Alargó una mano y Amonmose le entregó un fino aro de oro del que pendían tres moscas de oro. Aahmes-Nefertari, viéndolas bambolearse en la mano de su marido, se maravilló por la habilidad de los orfebres que habían logrado dar tal impresión de animación. Las alas eran sólidas, los ojos bulbosos. Pero era en la forma de los cuerpos donde el artesano anónimo había puesto todo su genio. Los había tallado simulando las franjas de una mosca viva, de modo que cuando la persona que las llevara se moviera o respirara se verían iridiscentes a la luz del sol—. He hecho erigir un monolito en estos recintos sagrados —continuó Ahmose—. Os diré qué reza: «Aahotep es quien ha cumplido con los ritos y cuidado a Egipto. Ha atendido a las tropas de Egipto y las ha defendido. Ha capturado a los fugitivos y a los desertores. Ha pacificado el Alto Egipto y expulsado a los rebeldes». Esto es lo que dicté al que dibujó las palabras. En la piedra no se grabará otra cosa, pero vosotros sabéis que ella no sólo salvó mi vida, también participó en el sometimiento del levantamiento de los soldados. Nadie merece más que esta mujer que este elevado premio se coloque en su cuello para que esté junto al emblema sangriento de su coraje. Aahotep, levanta la cabeza. Te doy el Oro de las Moscas y te otorgo un nuevo título, Nebet-ta, Señora de la Tierra.

El aro se cerraba con un simple gancho dorado. Ahmose lo desenganchó, rodeó el cuello de su madre con el adorno y lo volvió a enganchar, dándole una palmada antes de dar un paso atrás. Aahotep se volvió. Parecía mareada. Los invitados irrumpieron en una cacofonía salvaje de gritos, coreando su nombre, silbando y aullando, y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Amonmose fue junto a ella y, cogiéndola del brazo, la condujo al taburete. Una vez sentada miró a Ahmose, acariciando con los dedos los exquisitos insectos. Le sonrió a través de las lágrimas.

—Me alegro de que mi sorpresa cuente con tu aprobación —dijo—. Ahora continuaremos. Ahmose-Onkh, ven aquí.

Soltando la mano de su niñera, el muchacho trotó hasta su padre y se sentó en sus rodillas. «Qué curiosa mezcla de ceremonial y espontaneidad es este ritual —pensó Aahmes-Nefertari viendo a su hijo removerse para encontrar una postura cómoda en las musculosas piernas de Ahmose—. Pero esto expresa perfectamente el carácter de Ahmose. Kamose nunca lo hubiera hecho. En su caso cada cántico, cada paso, cada pronunciamiento sonoro, se hubiera ejecutado de acuerdo con las más rígidas costumbres, para que el pasado se uniera sin fisuras con el presente, sin ninguna innovación potencialmente peligrosa. Kamose quería restaurar el pasado, pero empiezo a darme cuenta de que mi marido busca no sólo restaurar sino también reanimar la estructura de Egipto. Ha logrado combinar la tradición con un talento instintivo e impulsivo, y no ha rebajado su dignidad al hacerlo. Es como casarme nuevamente con un desconocido que me resulta fascinante». Disminuía el alboroto. Ahmose hizo una señal.

—Hor-Aha, trae los brazaletes-ordenó, y su general se abrió paso entre los sacerdotes llevando un arcón que abrió cuando hubo hincado una rodilla junto a Ahmose. Aahmes-Nefertari cambió de posición para poder ver su interior y advirtió que estaba lleno de anchos brazaletes de plata. —Ahora, todos vosotros, nos juraréis fidelidad a mí, a la esposa del dios y al halcón niño, Ahmose-Onkh—. Ahmose alzó la voz. —Cada príncipe y noble, cada gobernador y administrador. No hago distinciones. Exigiré la misma sumisión de cada pueblo y ciudad que pase en el camino hacia el norte. No quiero que este rito sea simplemente una formalidad. Se considerará que el juramento obliga completamente a su cumplimiento. Primero invito a aquellos cuyos nombres proclame mi heraldo. He decidido emplear cinco divisiones permanentes del ejército para permanecer en Weset. Las once divisiones tienen nuevos oficiales, pero recibiré a los jefes militares permanentes primero—. Le hizo una señal con la cabeza a Khabekhnet.

—La división de Amón. El general Turi, el jefe militar de las tropas de asalto, príncipe Ankhmahor, el portaestandarte Idu. —Los tres hombres avanzaron, con el amigo de la infancia de Ahmose a la cabeza. Kamose le había enviado al sur con su familia, por su seguridad, en los primeros y desesperados años de la insurrección, y Ahmose recientemente le había hecho volver. Postrados, los hombres besaron los pies y las manos de Ahmose, enderezándose un poco para hacer lo mismo con Ahmose-Onkh, que se rió encantado. Luego fueron hacia Aahmes-Nefertari, a quien reverenciaron con el mismo respeto humilde. Ahmose les indicó que se pusieran de pie y le dio a cada uno un brazalete.

—Ésta es la insignia de vuestra responsabilidad —dijo—. No la uséis como maza para castigar a vuestros subordinados ni como un árbol tras el que esconderos. Vuestro señor os bendice.

—La división de Ra —entonó Khabekhnet—, el general Kagemni, el jefe militar de las tropas de asalto Khnumhotep, el portaestandarte Khaemhet. —Ellos también hicieron sus reverencias y se distribuyeron los brazaletes—. La división de Tot —anunció Khabekhnet—. El general Baqet, el jefe militar de las tropas de asalto Tchanny, el portaestandarte Pepynakht.

Aahmes-Nefertari observó y escuchó atentamente. Reconoció a muy pocos de los hombres que se inclinaban ante ella y cuyas bocas tocaron su piel. «Hizo exactamente lo que dijo —pensó—. La mayoría de estos hombres eran soldados rasos. Su postura, su modo de caminar, la mezcla torpe de orgullo y cohibición, todo indica que son gente común». Miró en dirección a Mesehti y Makhu, pero no pudo interpretar nada de la expresión de sus rostros. Ramose, junto a ella, estaba tenso pero controlado.

Las otras dos divisiones que debían quedar acuarteladas en Weset eran las de Horus y Montu, pero se habían formado seis más y cuando los ciudadanos empezaron a desfilar para jurar su lealtad al nuevo rey, la caja de la que Hor-Aha había sacado sistemáticamente los brazaletes estaba vacía. De pronto Aahmes-Nefertari se encontró cansada. La gloriosa corona de reina le irritaba la piel de detrás de las orejas y le dolía la espalda. «Así que en esto se usó la plata —pensó—, y a esto dedicó su tiempo mi marido. Por eso estaba tanto en el templo. Él y Amonmose, los albañiles y orfebres y los jefes del protocolo sagrado, deben de haber trabajado como los esclavos de los setiu para preparar todo esto».

Ahmose-Onkh había empezado a inquietarse y a quejarse en voz baja. Ahmose le hizo callar y tras un llanto de protesta, se llevó el pulgar a la boca durmiéndose contra el pecho de su padre. Cuando despertó, en respuesta a una sacudida ligera, se le había marcado el dibujo del pectoral de Kamose en la mejilla.

Salieron del templo entre música y renovadas nubes de incienso, recibiendo una lluvia de pétalos y a una gran congregación de ciudadanos exaltados. Ahmose-Onkh bostezaba. Aahotep disimulaba su cojera. De pronto se detuvo, volviéndose hacia su criado.

—Kares, ve a buscar a ese sacerdote joven. Tú sabes quién es —le ordenó. Esperaron y los guardias tuvieron que contener a la gente clamorosa. El sol del atardecer que bailaba en las ondas del canal de Amón les hizo parpadear cuando salieron de la relativa penumbra del atrio interior. Al rato volvió Kares con el joven. Al ver a Aahotep se inclinó varias veces con las palmas levantadas en un gesto de súplica—. No te preocupes —dijo Aahotep con bondad—. Quiero agradecerte, no castigarte. ¿Cuáles son tu nombre y tu rango?

—Me llaman Yuf, excelsa señora —tartamudeó—. Soy un sacerdote we’eb, sirviente de los sirvientes del dios.

—Bien, Yuf, hoy has mostrado gran lucidez —dijo Aahotep—. Además de un audaz ingenio. Necesito un sacerdote. Si quieres servirme ven a la casa mañana y pregunta por Kares. —No esperó una respuesta sino que se fue caminando con dificultad hasta su litera, dejando el sobresaltado rostro de Yuf entre la multitud. Aahmes-Nefertari oyó su risa seca (algo que pocas veces escuchaba) detrás de las cortinas cerradas cuando ella misma se acomodaba en su transporte.

Por la noche, tarde, después del festín y la música, los discursos de congratulación, las guirnaldas y el vino y la juerga, la exhausta Aahmes-Nefertari yacía en la cama de su marido en el bendito silencio de sus aposentos. Habían hecho el amor y Ahmose acababa de apagar la lámpara. La oscuridad invadió todo, apaciguadora y grata.

—Ven —le dijo—. Pon tu cabeza en mi hombro y duerme junto a mí. ¿Apruebas lo que hice hoy, Aahmes-Nefertari? ¿Fue sabio?

—Creo que sí —respondió somnolienta—. Siempre que recuerdes tratar a los príncipes con más cortesía de la habitual y les des los títulos que prometiste. No son estúpidos, Ahmose. Sin duda son conscientes de que redujiste su poder considerablemente. Debes tirarles algunos huesos. —Él gruñó y hubo un momento de silencio. Ella creyó que se había dormido, pero de pronto notó que se movía—. Por cierto, olvidé decirte que te he nombrado Segunda Profeta de Amón. Amonmose está de acuerdo con mi decisión.

La turbación la despertó por completo.

—¿Pero, por qué? —exclamó—. ¡Me has dado suficientes responsabilidades con los guardias de la casa y la supervisión de la construcción de una ciudadela para las nuevas divisiones! ¿Cómo se supone que voy a agregar el servicio en el templo a esas tareas? —Ahmose no dijo nada y Aahmes-Nefertari comprendió que esperaba que ella misma se respondiera—. Necesitas un espía en el templo, ¿no es cierto? —dijo lentamente—. Quieres a Amonmose pero no confías en él, o más bien, quieres estar seguro de poder seguir confiando en él. El templo es un mundo en sí mismo. Yo debo ser el vínculo entre ese mundo y éste.

—Sí —dijo en un susurro—. Es honorable servir al dios, Aahmes-Nefertari, y, al igual que Kamose lo reverenció, yo estoy dispuesto a cumplir su voluntad. Sus sirvientes tienen las debilidades propias de la naturaleza humana. No quiero sorpresas. No quiero volver a casa y encontrar una sedición, jamás.

Ella se mordió el labio, señal de preocupación que él no pudo ver.

—Realmente no confías en nadie, ¿no es cierto esposo? —dijo ella.

—Sólo en ti, mi hermosa reina —respondió—. Sólo en ti.