Capítulo 17

Amanecía cuando Ahmose volvió a su tienda. Antes de lavarse y comer, llamó a Khabekhnet.

—Designa cuatro heraldos para que anuncien la muerte de Apepa frente a los cuatro lados de la muralla, al mediodía, a media tarde y al atardecer —ordenó—. Que digan: «Esta noche, Awoserra Apepa fue recibido por sus dioses». No hay necesidad de ofender. Debemos tener en cuenta el dolor de su familia. —Vio que Khabekhnet observaba su rostro antes de bajar la mirada y retirarse, y advirtió que las señalas de su llanto aún debían de estar a la vista. «Qué así sea», pensó cuando Hekayib corrió el toldo de la entrada con el hombro, llevando un cuenco lleno de agua caliente y perfumada y un frasco de aceite. «Que mi gente vea que un rey puede ser lo suficientemente humano para derramar lágrimas y tener, al mismo tiempo, la autoridad de un dios». Hekayib le quitó la túnica arrugada y comenzó a quitarle las señales de los rigores de la noche. Era grata la sensación del agua en la piel, refrescante y limpia, y tuvo la idea de que sus lágrimas también le habían purificado, limpiando su corazón y su mente y liberándolos de todos los pesos invisibles acumulados en ellos a lo largo de los años de tensión y dolor.

Pasó la mañana recorriendo el campamento en su carro. Los soldados ya habían recibido la noticia de que se irían y le vitorearon a su paso. Por la tarde se encontró con los generales, trazando minuciosamente sus planes y subrayando el papel de Abana.

—Las divisiones de Amón y Ra me acompañarán a Weset —les dijo—. La de Ptah se disgregará temporalmente, pero no lo digas aún a tus hombres, Akhethotep. Deben volver a Egipto i sobrios y en orden. —Sus hombres rieron—. Tú, Baqet, mantendrás la división de Tot aquí, a la vista de Sharuhen, y tú, Meryrenefer, fingirás que te retiras, pero debes desplegar tus hombres detrás de las dunas y prepararles para la batalla. Que estén bien ocultos, pero listos para responder cuando Baqet te mande decir que el joven Apepa ha abierto las puertas. Quedarás acuartelado permanentemente en Khemmenu cuando esto termine, Baqet. Mandaré decir a Ramose que inicie la construcción de cuarteles para los soldados y sus familias. Una división de las que aún están en el Delta también será dispersada, pero sujeta a su inmediata convocatoria si fuera necesario, y la otra seguirá montando guardia en el Camino de Horus y será la guarnición de los fuertes de la Muralla de los Príncipes. Finalmente, Sebek-Khu se hará cargo permanentemente de Het-Uart, y Khety llevará su división a su nuevo cuartel de Mennofer. Así todo Egipto tendrá protección militar. ¿Hay preguntas u objeciones?

—¿Qué será de los medjay, Majestad? —preguntó Hor-Aha malhumorado—. Han sido tus aliados fieles desde los tiempos de tu padre. ¿Les enviarás otra vez a la nada de Wawat?

Ahmose le miró intrigado.

—¿Temes la nada de Wawat, general? —le preguntó con firmeza—. No te preocupes. Los medjay tienen su aldea en la orilla occidental de Weset. No les olvido y sus servicios serán recompensados. Todos vosotros —dijo alzando la voz—. Todos seréis recompensados. Sin vosotros el sol se alzaría sobre un Egipto muy distinto. Sin vosotros mi coronación sería un acontecimiento realmente pobre. Os avisaré en cuanto los astrólogos hayan elegido un momento propicio.

Le miraron intrigados. Y luego Kagemni resopló.

—¡Qué estúpidos somos, amigos! —exclamó—. Apepa ha muerto, el Trono de Horus va camino de Weset, la lucha ha terminado. ¡Se terminó! ¡Despertad! Egipto se regocijará con una verdadera encarnación. ¡Hemos sobrevivido y tenemos la victoria!

Aullidos de risa y una explosión de comentarios siguieron a su discurso y Hor-Aha se acercó a Ahmose.

—Sabían pero no sabían —comentó—. No comprendieron plenamente hasta que mencionaste tu coronación. ¿Crees que se acomodarán a la paz?

Ahmose miró a los negros ojos de Hor-Aha.

—La paz sólo se mantiene con una fuerza vigilante —respondió—. Egipto ha aprendido bien esta trágica lección. No la olvidará, y ellos tampoco. —Recorrió con la mirada a los hombres felices en tomo a la mesa—. Tu arco podrá estar colgado en la pared y tu daga dejar su vaina sólo para matar una hiena, Hor-Aha, pero tú y ellos seguiréis siendo la defensa de Egipto. Te aseguro que eso nunca dejaré de tenerlo presente.

La mañana del cuarto día las divisiones pusieron sus pertenencias al hombro, se ajustaron los cintos y las sandalias y se fueron de Sharuhen, dejando a Baqet y a sus cinco mil hombres formados, más bien tristes, en medio de los montones de desechos del ejército. La ciudad quedaba atrás como un gran monstruo y el desierto pedregoso se extendía en todas direcciones, brillando malévolo en medio del calor. No había existido ninguna respuesta a los pregones de los heraldos, pero vieron hombres que salían brevemente a la cima de las murallas antes de desaparecer con la rapidez de fantasmas. Ahmose, echando una última y rápida mirada al estandarte de Tot, enmarcado en aquellos bastiones, rogó que incluso su recuerdo finalmente se le borrara de la mente.

Ocho días más tarde sus tropas volvieron a acampar, ahora en tomo de Het-Uart. La división de Osiris se había separado obedientemente del cuerpo principal del ejército cuando Sharuhen quedó fuera de la vista, y se atrincheró en la base de las dunas, a 45 estadios de la ciudad. Las tres divisiones restantes habían continuado rápidamente, acelerada su marcha por el optimismo, y en el viaje no hubo novedad.

Al llegar a Het-Uart, Ahmose envió a Kagemni y la división de Ra a Weset, junto con los medjay. Dio permiso para dispersarse a la división de Ptah, conducida por Akhethotep, en medio de los festejos alocados de los soldados, y vio a la división de Horus marchar bajo el general Khety al sur, hacia Mennofer. Sólo le quedaban la división de Amón (menos el contingente que había escoltado a Tani y luego continuado hacia Weset) y Sebek-Khu, cuyos hombres estaban ocupados en derribar las murallas de Het-Uart. Aunque se recordó muchas veces que los años de guerra habían terminado, que no correría más sangre en Egipto, que se había acabado la necesidad de mantenerse alerta, se sintió desnudo e indefenso. También se sintió sin objetivo. El fin había llegado tan rápidamente; un simple cambio repentino acabó con la inquietud constante que tensaba su cuerpo y su corazón mientras su mente seguía pensando en la siguiente batalla, la siguiente decisión militar.

Hizo montar su tienda fuera de Het-Uart. No tema deseos de entrar en la ciudad, pero, desde donde se sentaba en las noches sofocantes, podía ver, mucho más allá de los restos truncados de sus defensas, las calles estrechas y las casas apiñadas. Ahora las calles se veían revivir nuevamente con soldados, ciudadanos nuevos y antiguos, perros, carros tirados por burros y niños sucios jugando en el suelo. Incluso alcanzaba a ver el templo de Sutekh y lamentó su decisión de dejarlo en pie. Se encontró con Sebek-Khu, que le dijo que Tani vivía en un cuarto del templo. Apepa había sido llevado a una Casa de los Muertos y Sebek-Khu había obligado a un sacerdote de Ra, de Iunu, a celebrar la ceremonia funeraria cuando acabara el período de duelo.

—Espero haber hecho lo correcto, Majestad —dijo el general disculpándose—. El sacerdote se mostró muy renuente a ayudar a tu hermana. Temía que al dar al usurpador la bendición de un entierro egipcio incurriría en tu ira.

—Has hecho bien —le dijo Ahmose—. ¿La reina goza de buena salud?

—Parece ser que sí —admitió Sebek-Khu—. Rara vez deja el templo. Le he asignado un guardia y un sirviente. ¿Deseas que el oficial la traiga aquí?

Ahmose lo pensó pero rechazó la propuesta.

—No. Avísame cuando lleven a Apepa a su tumba. Entonces la veré.

Se contentó con vagar junto al afluente, que se estaba llenando gradualmente con el poder de la inundación, disfrutando el canto de los pájaros y la sombra grata de la vegetación con Ankhmahor y los Seguidores. Se quedaba con ellos por las noches bebiendo vino y recordando, un lujo que todos podían darse ahora que ya no les amenazaba ningún peligro. Descansaba en su lecho en las horas de oscuridad, oyendo pacíficamente el rumor de Het-Uart, un sonido compuesto de tantos elementos familiares que le recordaban su hogar.

Había ordenado que colocaran centinelas en puntos estratégicos a lo largo del tramo más cercano al Camino de Horus, más por hábito que por necesidad, y no había retirado a los exploradores de Rethennu por si Abana o Meryrenefer necesitaban comunicarse urgentemente con él, pero encontró que por fin su mente se sosegaba, acompañando la creciente distensión de su cuerpo y de su corazón, y supo que nunca más habría una alarma repentina que le despertara para enfrentar alguna necesidad imperiosa en medio de la noche.

Se celebró el comienzo del nuevo año un día después de la llegada de Ahmose al Delta, y con él llegó el mes de Tot. El calor continuó en Paophi, no tan intenso como en el sur, pero más molesto por la humedad del Delta. El cuarto día de Paophi, Abana, el general Baqet y el general Meryrenefer se personaron ante Ahmose en el lugar donde éste se encontraba sentado junto al agua, contemplando perezosamente el impulso y el burbujeo de la corriente. Se alzó y les saludó poniéndose en guardia, sin poder interpretar el gesto de sus rostros. Aceptaron su invitación a sentarse con rapidez.

—El Mar de Juncos ya resulta difícil de atravesar, Majestad —dijo Baqet, bebiendo con avidez la copa de cerveza que le alcanzó Akhtoy—. Tardamos menos de lo que esperábamos y los hombres están cubiertos de barro y picaduras de mosquito. No nos detuvimos para que se bañaran cuando llegamos a los lagos del Delta, pero ahora están saltando en los canales. ¡Qué contento estoy de haber vuelto a Egipto!

—Me alegro mucho de veros —contestó Ahmose—. ¿Qué pasó en Sharuhen?

Fue Abana quien le contestó. Los otros dos se quedaron en silencio.

—Actué frente a las murallas tan descortésmente como querías, Majestad —comenzó—. Creí que disfrutaría provocando al hijo de Apepa pero no fue así. Al pasar los días comencé a sentirme mal por tener que cumplir tarea tan innoble. Soñé con él llorando por la muerte de su padre. Empezó a dolerme la garganta, creo que no por gritar sino por la culpa. —Dirigió a Ahmose una mirada sombría—. Había que hacerlo, pero me avergonzaba. Cuando vuelva a Nekheb me purificaré en el lago sagrado de la diosa y le ofreceré un sacrificio para expiar mi culpa.

—Lo sé-dijo Ahmose afablemente. —No era tarea para un hombre honesto, príncipe, y estoy realmente apenado de que fuera precisa.

—Pero funcionó —le interrumpió Baqet—. Una mañana se abrieron las puertas y los soldados setiu salieron a trompicones. Les mandaba el joven Apepa. Para ser tropas acuarteladas en una guarnición eran muy disciplinadas, pero no podían competir con nosotros, y el hijo de Apepa no era ningún Pezedkhu. La división de Tot los aplastó fácilmente. Yo envié un mensajero a Meryrenefer en cuanto vi moverse las puertas. Cuando la división de Osiris llegó y advirtió que no necesitaba su ayuda, entró en Sharuhen. Al terminar la lucha, la ciudad ya estaba en manos egipcias.

—A propósito, cogí una mano en la pelea y me llevé dos mujeres del fuerte —dijo Abana—. La mano fue registrada por el escriba del ejército. Espero que me dejes quedarme con las mujeres. Mi esposa lamentará que se acabe la guerra, ya que logré proveerla de todo el personal para la casa gracias a mis capturas.

Su tono era ligero, intentaba ser gracioso, pero Ahmose percibió la incomodidad que intentaba disimular.

—Contadme el resto —ordenó.

Ninguno habló. Finalmente Meryrenefer carraspeó.

—El príncipe Abana prendió al joven Apepa en el campo de batalla. Gritaba imprecaciones como una mujer enfurecida. Se parecía mucho a su padre, Majestad. Quizá eso hizo un poco más fácil ejecutarle. —Miró dubitativo a Abana, pero éste observaba el suelo entre sus rodillas—. El jefe de Sharuhen ya estaba muerto, cayó en la pelea. En el centro de la ciudad había una especie de palacio de piedra. Allí estaba toda la familia de Apepa, así como muchos de sus ministros. Habían escapado de Het-Uart más de los que pensamos. Nos ordenaste no hacer daño a nadie más que a Apepa y a Kypenpen, pero había muchos niños y jóvenes reunidos con las mujeres y no sabíamos cuál era el príncipe más joven. Nos vimos obligados a… a… maltratar a uno de los niños antes de que Kypenpen se entregara.

—Le atamos una soga alrededor del cuello y la retorcimos —dijo Abana con voz ronca—. Los egipcios no torturamos niños. La pobre criatura aullaba y lloraba. Uno de los jóvenes dio un paso al frente y se identificó como Kypenpen. Supimos que era él porque su madre corrió gritando: «¡No, Kypenpen, tú no! ¡Que muera el niño, pero tú no!». Le llevamos al jardín junto a su hermano y les cortamos las cabezas. Un oficial cortó sus manos, lo cual quedó registrado. Hay muchos jardines hermosos dentro de Sharuhen. Es difícil de creer viendo el desierto.

—Luego hubo un día de saqueo —dijo Meryrenefer—. Los soldados tienen muchas cosas hermosas y unos cuantos esclavos para llevar a sus esposas.

—Muy bien —dijo con firmeza—. Meryrenefer, mañana ordenarás disgregar la división de Osiris y tú, Baqet, llevarás la de Tot a Khemmenu. Ya he avisado al príncipe Ramose de tu llegada. Los dos podéis retiraros. —Vaciaron rápidamente sus copas, se alzaron y retrocedieron. Ahmose se volvió hacia Abana—. Pienso convocar a las divisiones una vez al año para hacer maniobras —dijo—. ¿Te parece una buena idea?

—Sí, Majestad-contestó Abana, mirando aún apesadumbrado el afluente que pasaba veloz. El anillo de Pezedkhu en su cadena dorada brillaba a la fuerte luz del sol.

—Creo que dejaré la mitad de la flota en el Delta para transportar mercancías; me llevaré una cuarta parte a Weset y la otra irá a Nekheb contigo —continuó Ahmose—. Como almirante, ¿lo apruebas?

—Sí.

Ahmose extendió la mano y le tocó suavemente.

—Tienes mucho orgullo, Abana. Te consideras por encima de tu propio rey.

Por un instante su acusación no causó efecto, pero entonces Abana se volvió sobresaltado.

—Me hieres, Majestad —protestó—. Soy tu sirviente más fiel. He arriesgado mi vida por ti. Moriría por ti.

—¿Entonces por qué lamentas haber cumplido tu deber como si la orden y su cumplimiento fueran sólo tu responsabilidad? ¿Eres el rey?

El príncipe bajó la cara. Comenzó a sonreír.

—Eres muy sabio, Poderoso Toro —contestó con tono arrepentido—. Tienes razón, por supuesto. Perdona mi excesiva arrogancia.

—Ya lo he olvidado. Ahora dime qué setius has traído contigo.

Abana se enderezó.

—Unos cuantos peces se enredaron en nuestra red —comentó—. Mi primo Zaa les vigila. Están secuestrados en una tienda muy pequeña. —Su sonrisa se ensanchó—. Puedes hablar de arrogancia, Majestad. Esos hombres son muy arrogantes y están llenos de quejas. Se quejaron desde Het-Uart hasta aquí. Si no hubiese sido por las instrucciones explícitas que nos diste, habría sido feliz abandonándoles cuando pasamos por las dunas y dejando que los leones y las hienas les devoraran. Zaa es más tolerante que yo, motivo por el cual intenta cuidarles. Están Itju, el jefe de los escribas de Apepa; Nehmen, su mayordomo principal; Khian y Sakheta, heraldos; y Peremuah, el antiguo encargado del sello real. Con sus esposas e hijos, debo agregar. Dejé a la primera esposa de Apepa para que enterrara a sus hijos, y también a las concubinas y sus hijos.

—Bien —dijo Ahmose—. Di a Zaa que lleve a los prisioneros a la habitación de la reina Tautha en el templo. Serán desterrados con ella y participaran del cortejo fúnebre de Apepa. Tu tarea ahora es encontrar una nave con un capitán de confianza para que les lleve a Keftiu en cuanto Apepa esté en su tumba. Ipi te dará los rollos y el oro que debes entregarles. Luego te irás a Nekheb.

Abana se levantó.

—Pero, Majestad, yo pensé…

—No pienses —le interrumpió Ahmose afablemente—. Necesitas descansar, príncipe. Llévate un cuarto de la flota. Lleva a tus prisioneros. Visita el templo de Nekhbet. Prepárate, recibirás la invitación a mi coronación.

De pronto Abana se puso de rodillas y, postrándose, posó sus labios en el pie de Ahmose.

—Eres un gran dios —dijo con emoción—. Te amo, Ahmose. —Luego se puso de pie e inclinándose, se fue rápidamente.

A mediados de Paophi comenzó la larga celebración de la fiesta de Amón de Hapi, cuando se reverenciaba al dios del Nilo y se le agradecía su generosidad. Ahmose, junto con cientos de sus súbditos, salió en su barco a las aguas en rápido ascenso y lanzó montones de flores a la corriente, derramó aceite y vino, y se unió a los cantos de adoración que surgían de las gargantas de la multitud y hacían eco de una orilla a la otra. Cada día se debía celebrar un rito diferente y hacer nuevas ofrendas. Era una de las costumbres religiosas más amadas de Egipto y continuó hasta el doceavo día del siguiente mes de Athyr. Pero el noveno día de Athyr, Ahmose supo que Apepa sería sepultado la mañana siguiente y, lleno de pesar, se preparó para retirarse de las ceremonias. Sería la última oportunidad que tendría de ver a su hermana y, le gustara a ella o no, quería estar presente.

No había pisado Het-Uart desde su regreso pero, rodeado de sus Seguidores, anduvo por el laberinto de calles. La guardia le abría camino y Khabekhnet iba delante pregonando su presencia, pero todos querían verle y avanzó lentamente. La gente se arrodillaba a su paso, gritando su nombre. Los niños corrían hasta él pese a los desvelos de los Seguidores, ofreciéndole flores marchitas o guijarros brillantes, incluso intentando cogerle las manos. Se sintió sorprendido y humilde por la oleada de amor y admiración que surgía a su paso. «Esto también te pertenece, Kamose —pensó, ensordecido por el ruidoso tumulto—. Es un homenaje a la casa de Tao, a todos nosotros, por liberarles de su servidumbre de hentis. ¡Cómo lo hubiera disfrutado Tetisheri!».

Sin embargo, al entrar en el distrito de los nobles, se redujo la multitud. Allí se habían instalado muchos oficiales y le saludaban a su paso, hasta que incluso ellos quedaron atrás y se encontró ante el templo de Sutekh. Habían eliminado el caos que reinaba en el atrio. A su izquierda vio un vasto espacio de tierra rojiza donde antes se encontraban el palacio de Apepa y su muro. Sólo quedaban unos cuantos árboles, meciéndose graciosos, con sus sombras despobladas. Apartó la vista.

Igual que la vez anterior, se negó a entrar en el dominio de Sutekh. Esperó en silencio hasta que salió el cortejo: primero el sacerdote de Ra, con sus acólitos llevando incensarios humeantes; luego el buey rojo sagrado ritual, arrastrado el trineo en el que yacía el ataúd de Apepa; luego Tani y los funcionarios setiu, seguidos por las plañideras. El ataúd era de madera decorada con oro y los ojos pintados en sus costados estaban dibujados con delicadeza. Sebek-Khu, obviamente, se había esforzado mucho por lograr algo adecuado en el depósito mortuorio de la ciudad. Tani, vestida de luto azul, lloraba, y las plañideras, unas cincuenta, chillaban con voces agudas y se lanzaban a la cabeza la tierra que llevaban en las manos. No había tierra en Het-Uart, sólo el suelo aplanado, tan duro como las piedras de Sharuhen. Ahmose se recordó que debía reembolsar a Sebek-Khu el precio que había pagado a las mujeres. £1 número de plañideras reflejaba la importancia del muerto.

La comitiva dio la vuelta al templo y entonces Ahmose se unió a ella. No quedaban lejos las tumbas de los antepasados de Apepa. Detrás del templo había un mausoleo al que se entraba por una puerta que ahora estaba abierta. En el interior había una ciudad en miniatura (calles pavimentadas con pequeñas casas que, a primera vista, parecían invitar a entrar para disfrutar del fuego de la cocina y de dormitorios cómodos), pero cuando Ahmose pasó junto a la primera fila de columnas de una entrada y miró al interior, vio que el espacio estaba vacío, excepto por un altar de ofrendas. Los muertos de los nobles setiu yacían bajo tierra. No le gustaba la manera en que hacían eco sus pisadas, y los llantos discordantes de las mujeres despertaban otros llantos que volvían, débiles, como la respuesta de espíritus lejanos que se vieran atraídos por los asuntos de los vivos que invadían su reino.

El sacerdote se detuvo frente a una casa, cerca del final de la fila central. Cogieron el ataúd de Apepa del trineo y lo enderezaron. Ahmose, mirando en la penumbra interior, vio el profundo hoyo en el que colocarían el sarcófago y tembló. Armado con el Pesesh-kef y el netjeri, el sacerdote comenzó los ritos y Ahmose cerró los ojos. Ni siquiera el incienso olía bien en aquel extraño lugar. Parecía mezclarse con el olor de las piedras y la tierra húmeda que el sol nunca endulzaba. Recordó el hedor de la muerte de Apepa y, apretando los dientes, se resignó a esperar.

Los rituales complicados e intrincados llevaron largo tiempo, pero por fin llevaron el ataúd al interior y los presentes se reunieron a su alrededor para verlo descender. Tani colocó un ramo de flores en la tapa, quedó pensativa un momento y luego se volvió hacia Ahmose. Él no había advertido que ella era consciente de su presencia. Se miraron en la penumbra.

—No me quedaré a la comida funeraria —dijo Ahmose torpemente—. He cumplido con mi parte del acuerdo, Tani. —Buscó en su cintura y cogió un papiro de la bolsa que llevaba—. Lleva el sello con mi nombre y mis títulos —le dijo al entregárselo—. Dáselo al soberano de Keftiu. El príncipe Abana se ha ocupado de todos los detalles de tu viaje. Estarás segura y cómoda. —Ella asintió—. Sé que expresaste el deseo de que no volviéramos a vernos —siguió con dificultad—. Pero quería ofrecerte el escaso apoyo que pudiera en este día. Y tenía que decirte adiós.

De pronto ella se acercó a él y, atónito, notó que le envolvía con sus brazos.

—Querido Ahmose —dijo ella con voz quebrada—. Cada uno ha hecho lo que debía. Serás uno de los reyes más poderosos de Egipto, lo sé, y sé que pese a todo nos seguimos queriendo. Por favor, perdonémonos el uno al otro y a los dioses que han decretado que vivamos en esta época terrible. —Ella se retiró, besándole suavemente en la boca, y él probó la sal de sus lágrimas—. ¿Podremos hacerlo?

—Sí —contestó, viéndola a través de sus lágrimas—. Sí, querida Tani, reina Tautha. Envíame una carta de vez en cuando. Dime cómo estás. Si algo te faltara y puedo proporcionártelo, lo haré. Adiós.

Giró y la dejó, volviendo por la avenida fantasmal que guardaba a cada lado los cuerpos de los que habían dibujado la historia de la ocupación de Egipto. Se habían engendrado con orgullo e indiferencia por el país esclavizado, hasta que el último soberano de su Casa dictó una carta a un príncipe insignificante, lejos, allá en el desierto del sur y, al hacerlo, creó el factor que fue el catalizador de su caída.

«Se acabó —pensó Ahmose—. He cumplido contigo, Seqenenra, padre mío. He logrado el éxito de tu lucha, Kamose, amado hermano. Estoy justificado ante los dioses. Es hora de volver».