Capítulo 11
Cuando las barcas les llevaron a la orilla occidental, Ahmose y sus hombres salieron rumbo al sur, dejando atrás la zona de los muertos y doblando la lenta curva del Nilo. A su derecha la arena se extendía hasta las colinas, que alternadamente caían y se alzaban en punta contra el cielo sin nubes. A su izquierda, más allá de los grupos de palmeras por los que marchaban, las ciénagas sonaban suavemente en el viento fresco, llenas de pájaros blancos aferrados precariamente a los juncos que se agitaban. Aquí y allá Ahmose divisó las jorobas gemelas de las narices de los hipopótamos hundidos, y el agua agitada indicaba dónde se habían sumergido.
El nivel del Nilo iba bajando, el sol estaba brillante pero sin el calor incómodo de Shemu y, feliz, Ahmose inhaló el olor de la tierra húmeda mezclada con el del sudor de sus caballos. Delante y detrás de él, sus soldados caminaban, hablando sin prisas y alegremente, y el murmullo de sus conversaciones era un acompañamiento agradable al sonido de las ruedas de su carro y al golpe amortiguado en el suelo de las sandalias de sus Seguidores. «Es como una expedición de caza —pensó contento—. Los hombres saben que no corren riesgos. Su presa ya está arrinconada, una turba de gente iracunda que no será un desafío importante para su capacidad. En cuanto a mí, la única obligación que tengo es quedarme en mi carro y ver pasar Egipto. Soy libre».
Habían iniciado el viaje antes del amanecer y al mediodía ya habían cubierto la mitad de la distancia a Pi-Hathor. Ahmose ordenó detenerse y comió pan, fruta seca y queso de cabra, con la espalda contra el tronco de una palmera, mientras uno de los Seguidores desenganchaba sus caballos y los llevaba al agua a beber. Por todas partes los soldados compartían sus raciones a la sombra de las palmeras, con las espadas y los arcos tirados descuidadamente en tomo de ellos. Algunos incluso se habían desnudado y jugaban en los bajíos, gritando y riendo. A Ahmose no le importaba. No terna prisa por avanzar e incluso se podría haber quedado dormido bajo las palmeras que susurraban en lo alto. Pero la voz de Turi, brusca e imperativa, interrumpió su somnolencia y se alzó renuente, mientras los soldados se afanaban por vestirse y recuperar sus armas.
Dos horas después del anochecer, su único explorador volvió para decir a Ahmose que Pi-Hathor estaba sólo a nueve estadios.
—Creo que han sido avisados de tu llegada, Majestad —dijo—. Por lo que pude ver sin entrar en el pueblo, las calles siguen llenas de gente, pese a que a estas horas ya deberían estar en sus casas comiendo.
—Supongo que era inevitable que supieran de nuestra venida —contestó Ahmose—. Cerca de aquí vimos a algunos campesinos llevando a sus bueyes al río a beber. Estoy seguro de que nos vieron.
Agradeció al explorador y le envió otra vez a su puesto, y ordenó al resto de sus tropas que encontraran un lugar para pasar la noche. No habían llevado tiendas. Cada hombre se envolvió en su manta y Ahmose hizo otro tanto. Turi dejó centinelas haciendo guardia, aunque Ahmose pensó que sería improbable que Pi-Hathor pudiera organizar un ataque, y menos aún resistir a sus soldados al día siguiente.
En la madrugada, notándose entumecido por un momento, Ahmose dejó la hondonada arenosa donde había descansado junto a Turi y Ankhmahor y, luego de una comida rápida, ya estaban en marcha. Pero no habían andado mucho cuando la columna de vanguardia se detuvo y alguien fue corriendo hacia Ahmose. Era Mereruka.
—Encontrarás Pi-Hathor desierta de hombres, Majestad —le dijo a Ahmose—. Por la noche se fueron todos a Esna para unirse a los hombres de allí. A menos que pienses quemar el lugar, no pierdas el tiempo con Pi-Hathor. Sólo quedan mujeres y niños.
—Entonces, fueron alertados —dijo Ahmose.
Mereruka sonrió con malicia.
—Así es. Yo mismo les alerté —anunció—. Mi hijo esperaba tu llegada. Cuando me dijo que estabas cerca hice correr la noticia. No tuve que gritar mucho para persuadir a los hombres de que se fueran a Esna, donde juntos podrían ofrecer mayor resistencia a tus tropas.
—De modo que ahora podemos dar un solo golpe en vez de dos y tener la ayuda de Abana para hacerlo —dijo Ahmose admirado—. Eres un hombre ingenioso para ser un simple criador de burros. ¿Qué hay de mi almirante?
—Nos separamos sin ser vistos y él siguió hacia el sur —declaró Mereruka—. Dos de mis espías en Esna, cortadores de caña que deben trabajar junto al río y así nunca resultan sospechosos, me enviaron el mensaje de que el almirante Abana llegó al sur de Esna anoche. En estos instantes se estará preparando para atacar el pueblo. —Mirando el rostro de Mereruka, aún oscurecido pero haciéndose más definido en la creciente luz, Ahmose tomó nota mental de asegurarse de que recibiera el Oro de los Favores por su lealtad. «Y seguiré necesitando de sus conocimientos— pensó después de darle permiso para retirarse y viéndole desaparecer en las sombras. —Cuando todo marche bien en Egipto le nombraré los Ojos y Oídos del rey. Aahmes-Nefertari estará contenta. Probablemente ya ha pensado en tal promoción para él». Con un gesto de la cabeza, Ahmose dio la orden de formar.
Era como el espía había dicho. El Nilo hacía una curva al este a la altura de Pi-Hathor, de modo que el pueblo estaba a cierta distancia del agua y el camino del río cruzaba varias avenidas anchas que conducían del pueblo a los muelles. Una multitud de mujeres y niños silenciosos estaba frente a los depósitos en ruinas, viendo pasar a los soldados. Unos cuantos perros salían a ladrar y lanzar mordiscos al aire, pero eran los únicos que se movían. Incluso los niños estaban quietos.
Ahmose advirtió que incluso los muelles estaban en ruinas, las maderas agujereadas, los soportes inclinados hacia el norte, en la dirección que llevaba la corriente. No había señal de embarcaciones. Pese a que estaban evidentemente seguros, Ahmose notó que se le erizaban los pelos de la nuca al pasar con su carro junto a la extraña escena. Sus hombres estaban en silencio. Sólo se oía el sonido de sus pisadas y el pialar de los caballos, que hacían eco en las paredes de los edificios ruinosos, pero el aire parecía cargado de desesperanza y del peso de la hostilidad, lo cual le recordó sus semanas con Kamose, la terrible campaña por el control de los pueblos y aldeas entre Weset y Het-Uart, las matanzas e incendios, un día tras otro, hasta que tanto él como su hermano quedaron medio enloquecidos por la sangre y la brutalidad. Se sintió más que contento cuando Pi-Hathor quedó a sus espaldas y el río comenzó a curvarse nuevamente hacia el oeste.
El sol de las primeras horas de la mañana era fuerte, el aire fosco y Esna estaba a sólo 35 estadios. Los hombres pronto recuperaron su buen humor, pero ya no hubo más charlas, porque a pesar del resultado predecible del encuentro inminente, aún habría que pelear.
Oyeron el pueblo antes de verlo y el viento les llevó una repentina bocanada de aire caliente y el olor, no desagradable, de madera quemada. Ahmose ordenó desenvainar las espadas y espolear a los caballos para pasar a la vanguardia, con Ankhmahor y los seguidores corriendo a su lado. Cuando llegaron al trente de la columna, se detuvo.
Los muelles de Esna estaban incendiados, las llamas subían casi transparentes a la luz del sol y el aire vibraba con el calor. El río estaba cubierto de barcos que cerraban el paso y Ahmose comprendió por qué no había embarcaciones en Pi-Hator. Los hombres del pueblo, todos buenos marineros, las habían llevado allí y torpemente rodeaban las embarcaciones de Abana, fácilmente reconocibles por el bosque de arcos que formaban lilas disciplinadas en las cubiertas. Algunos de los hombres de Abana lanzaban sus flechas a la multitud de hombres que gritaban en la orilla, pero la mayoría apuntaba a blancos en las embarcaciones.
Rápidamente Ahmose evaluó la situación. No hacía falta una estrategia. Era simplemente cuestión de meterse de inmediato entre la gente del pueblo, que cubría todo el terreno entre el río y las construcciones, y hacerles pedazos. Algunos tenían espadas y unos cuantos, lanzas, pero la mayoría no tenía más que cuchillos, instrumentos de trabajo y herramientas para la construcción de embarcaciones. Dominando la culpa y el sentimiento de conmiseración que le invadieron, Ahmose dio una orden firme a Turi y le vio transmitirla a los oficiales, haciendo bocina con las manos en la boca. Los Seguidores se colocaron en formación defensiva a su alrededor, con las espadas listas. Observando el conflicto ruidoso en el agua, Ahmose divisó a Abana. Estaba en la proa de una de las embarcaciones y cuando Ahmose le reconoció, él también le vio. Inclinándose levemente, alzó un brazo. Pero las tropas de Turi avanzaban rápidamente sobre la multitud que aullaba y la atención de Ahmose se volvió hacia ellos.
No llegó a ser una masacre, porque de la multitud surgió un hombre que parecía ser un jefe. Su voz se alzó sobre el estruendo de la batalla. Sus palabras no se entendían pero su tono era inconfundiblemente de mando y los hombres del pueblo obedientemente hacían fintas en una u otra dirección, formaban grupos compactos y corrían a tomar otras posiciones. Ahmose recordó la afirmación de Mereruka de que alguien coordinaba la rebelión en ambas ciudades. Evidentemente ésa era la mente en la que se había concentrado toda la insatisfacción, el hombre que había logrado darle un sentido. Ahmose, observándole atento, se preguntó si no habría sido soldado en el ejército de Seqenenra o incluso de Apepa. No se podía saber si era setiu o no. Sostenía una espada en alto que usaba para señalar sus intenciones a los hombres que luchaban tan desesperadamente junto a él. Cada músculo de su cuerpo parecía tenso y concentrado y, sin embargo, Ahmose pensó más bien con tristeza: «A pesar de todo su esfuerzo y coraje, debe de saber que su causa estaba condenada desde el comienzo. ¡Cómo odio tener que hacer esto!».
Durante un largo rato los soldados y los ciudadanos se mezclaron inextricablemente pero, gradualmente, en medio de las nubes de polvo creadas por los cuerpos en pugna y los pies en movimiento, el número de ciudadanos comenzó a mermar. El ritmo del enfrentamiento se hizo más lento. Había cuerpos tirados en el suelo y los supervivientes comenzaron a escapar, arrojando sus armas y corriendo hacia los campos medio anegados o lanzándose al Nilo, donde dos de sus embarcaciones, abandonadas e incendiadas, flotaban a la deriva y escoradas. Los infantes de Abana ya habían abordado las otras y atacaban a los hombres que las manejaban, pero no guerreaban en las cubiertas inestables. Los gritos y quejidos de los heridos llenaban el aire, junto con los gritos excitados de los vencedores. El choque había durado quizá una hora. Aún no era mediodía, el sol no había llegado al cénit y ya la batalla se había terminado.
El hombre que había agrupado a los rebeldes seguía gritando. Había saltado de la roca donde se encontraba y corría hacia el río, no intentando escapar, advirtió Ahmose, sino en un esfuerzo por dispersar la niebla de pánico que envolvía a sus hombres y llevarles nuevamente a la batalla. Unos cuantos le hicieron caso, retrocediendo en medio de las aguas agitadas. Resbalando por el barro de la orilla, se metió en el agua para encontrarse con ellos, llegando hasta donde el agua le tapaba el pecho; el oleaje causado por los movimientos de las embarcaciones rompía contra él.
No vio a Abana inclinarse sobre la baranda de su nave, evaluar la situación con una mirada rápida y lanzarse al agua para caer exactamente detrás del hombre, con una gran salpicadura que Ahmose pudo oír. El hombre se volvió, pero torpemente, impedido por su espada y la resistencia del agua. Abana se alzó, rodeó al hombre con los dos brazos y le desequilibró. Los dos se hundieron y cuando salieron a la superficie Abana terna asida la muñeca de la mano con la que el otro sostenía la espada. La sacudía fuertemente, utilizando el codo y la cabeza para darle los golpes que pudiera.
—¡Turi! —gritó Ahmose—. Que alguien se meta en el agua a ayudarle. —La orden era innecesaria. Ya había varios hombres corriendo por la orilla hacia donde luchaban. Cuando se lanzaron al río, la espada del hombre le había sido arrancada de la mano y se hundía bajo la superficie, y Abana, con un brazo en tomo del cuello de su prisionero y la otra agarrándole del pelo, le arrastraba a la orilla.
Su captura marcó el fin de la débil resistencia. Los hombres que seguían en el río salieron desconsolados y tiraron sus armas al suelo. Turi se acercó a Ahmose y saludó.
—Se terminó, Majestad —dijo—. ¿Qué quieres que hagamos con los que se rindieron?
Ahmose observó las ruinas quemadas de los muelles, los muertos tirados por todas partes, las mujeres que ya habían comenzado a salir del pueblo y lloraban al unísono.
—Por ahora retenedles —contestó—. Recoged los cuerpos y que los quemen. Que esas mujeres no os entorpezcan.
Y quiero un recuento de nuestros muertos y heridos lo antes posible.
Dejando su carro fue hasta donde estaban Abana y su prisionero, los dos chorreando, en medio de un círculo de soldados vigilantes, que retrocedieron haciendo reverencias cuando él se acercó. Abana le sonrió, lanzando una lluvia de gotas de su cabeza empapada.
—¡No pudo con un almirante egipcio de entrenamiento y disciplina superior! —exclamó—. Pero mandó bien a su gente, ¿no es cierto?
Ahmose asintió y miró al hombre de arriba abajo. Temblaba un poco, aunque era difícil decir si de temor o como reacción inconsciente, porque su expresión era tranquila.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ahmose.
El hombre bajó los ojos.
—Yamu —contestó.
—Eres setiu. —Era una afirmación, no una pregunta, y el hombre inclinó la cabeza—. Yamu, hoy has causado aquí mucho derramamiento de sangre inútil —continuó Ahmose—. Nada de esto era necesario. Si los ciudadanos de Pi-Hathor y Esna estaban insatisfechos tendrían que haber llevado sus quejas a sus respectivos alcaldes y luego a mí, en Weset. ¡Hubiera preferido nombrar a un juez para investigar vuestros problemas a traer a mil soldados para aplastaros! —Yamu alzó la cabeza y sus rasgos de pronto se animaron con una expresión de desprecio.
—El alcalde de Pi-Hathor se negó a romper el cobarde acuerdo que hizo con tu hermano —dijo mordaz—. Y nuestro alcalde, en Esna, tenía muchas tierras y ganado, y no quería arriesgarse a perder su riqueza llevándote nuestras quejas, Ahmose Tao. Por eso les cortamos las cabezas.
Ahmose le miró pensativo. Había algo más que el resentimiento por la injusticia detrás de sus palabras amargas, había un desprecio que rozaba el odio. «Vosotros, los setiu, siempre nos habéis despreciado —pensó—. Nos conquistasteis sutilmente, sin violencia, con toda la astucia y el engaño por los que sois famosos, y como pudisteis engañarnos tan fácilmente nos considerasteis inocentes y estúpidos, una gente que podía ser usada, un país que se podía violar. Vinisteis a Egipto como pastores de ovejas, con permiso del rey para alimentar a vuestros rebaños en el Delta, y vuestros comerciantes y aventureros os siguieron para llevarse nuestras riquezas y finalmente nuestra libertad. Ahora que nos atrevemos a alzar nuestras pobres y simples cabezas y recuperar lo que es nuestro nos odiáis por no ser lo que creíais. Ningún juicio podría haber calmado la ira de este hombre». Ahmose suspiró.
—En ese caso, no tengo más remedio que cortarte la cabeza —dijo. Se volvió al portaestandarte de la división que estaba cerca—. Idu, que los prisioneros se pongan en fila y se reagrupen nuestros soldados —ordenó—. Voy a ejecutar a este hombre por traición.
Preocupado, observó cómo limpiaban de cadáveres un espacio de terreno y a sus tropas afanándose obedientes para rodearlo. «La última ejecución que presencié fue la de Teti, después de la batalla del fuerte en Nefrusi —pensó—. Era primo de nuestra madre y sedujo a Si-Amón para que nos traicionara. Era un arma de Apepa, como este hombre, aunque indirectamente. Kamose lo ejecutó él mismo con su arco en aquel lugar cubierto de sangre. Recuerdo que Teti se aferraba a su hijo y el semblante de Ramose cuando se vio obligado a alejarse de su padre para que Kamose pudiera matarle. Kamose no tenía elección, pero fue terrible. Luego oí a Ramose llorando en la noche y sé que Kamose tampoco pudo conciliar el sueño oyendo la agonía de su amigo. Terna la esperanza de que aquellos días hubiesen terminado».
Las charlas de los soldados habían comenzado a silenciarse. Los prisioneros eran llevados ante él, donde permanecían de pie, ignorantes y temerosos de su futuro. Los ojos se volvieron a Ahmose en el nuevo silencio. «Kamose lanzó su flecha —continuó pensando agitado al salir al espacio bañado por el sol, con Turi y Ankhmahor junto a él—. Pero yo debo usar mi espada, debo notar el golpe al cortar sus músculos y huesos, debo estar listo para apartarme y evitar la sangre y las convulsiones de su cuerpo. Una cosa es hacerlo al calor de la batalla y otra, fríamente, cruzando el terreno hacia un hombre de rodillas, con mechones de pelo húmedo pegados al cuello que estoy a punto de cortar y con el agua que empapa su taparrabos cayéndole por las nalgas. ¡Qué Amón me ayude a no hacer algo que me desprestigie a los ojos de mi gente!».
Desenvainando la espada caminó hacia los hombres de Esna y Pi-Hathor.
—Por compasión he decidido permitiros volver a vuestras casas —dijo, con voz nítida en el silencio expectante—. Todos sois culpables de traición, no importa qué justificación creáis tener para este alzamiento. Sin embargo, os exijo que recordéis de este día tanto mi misericordia como la venganza que voy a tomar. Egipto es mío. Vosotros me pertenecéis. Si volvéis a olvidarlo mataré a cada hombre, mujer y niño de los dos pueblos y los arrasaré. He hablado.
Oyó el alivio en sus murmullos, y la aversión que sintió por su egoísmo le ayudó a mantener firme la mano y a calmar los latidos acelerados de su corazón. Una de las mujeres empezó a gritar: «¡Yamu, no!, ¡Yamu, no!». Volviéndose hacia el hombre, Ahmose alzó la empuñadura de la espada hasta los hombros.
—¿Quieres un momento para rezar? —preguntó, sorprendido de que no le temblara la voz.
—Sí —dijo Yamu, con la voz amortiguada por la cercanía de su boca a la tierra y por el pelo abundante que caía sobre su cara—. Rezo porque seáis por siempre malditos, tú y tu descendencia, cada Tao, hasta el fin de los tiempos.
Ahmose separó los pies para afirmarse mejor. Alzó la espada con ambas manos, queriendo que fueran una extensión de sus ojos. La nuca del hombre estaba tensa, con la fila de huesos expuesta.
—En nombre de mi padre Amón —dijo Ahmose en voz baja. Y tomando impulso, hizo caer la espada que apenas produjo un susurro al atravesar el aire, destellando al sol.
Logró dar la orden de que tiraran el cuerpo al fuego con los demás y de que colocaran la cabeza en una pica, para que se pudriera a la vista de todos los que fueran del pueblo al río, antes de irse caminando firme, dejando atrás el gran charco de sangre que ya estaban cubriendo con arena. Pero cuando llegó al carro se dejó caer, doblando los brazos en el estómago y apoyando la cabeza en las rodillas.
—Ankhmahor —gruñó—. Manda a un par de Seguidores al pueblo a buscar vino. Cualquiera. Incluso de palma.
Había una mancha de sangre en su shenti, a pesar de que se hizo a un lado al sacar la espada. Alzándose un poco, se quitó Ja prenda y la arrojó a un espino, pero con asco vio una mancha roja en su muslo. Ankhmahor gritó una orden a dos hombres y luego se inclinó.
—Majestad, ¿qué te pasa? —dijo—. Has matado antes. Todos lo hemos hecho. Tú y Osiris Kamose, y tu padre antes que vosotros, todos sois reyes guerreros. Lo que hiciste fue justo y necesario. ¿Qué pasa?
Ahmose lo miró.
—Nunca se termina —suspiró. Notaba el pecho tenso y le dolían los hombros por la fuerza del golpe que había dado—. Tantas vidas perdidas. Yo había pensado… Yo tenía la esperanza… Apepa no se rendirá. Het-Uart me espera como una monstruosa herida supurante que hay que cauterizar y esto —tocó con la punta de un dedo la sangre aún mojada en su muslo—, esto se está convirtiendo en el signo de mi familia. Sangre y la familia Tao. Si piensas en una, inmediatamente piensas en la otra.
Ankhmahor se agachó más.
—Te encontraré ropa limpia y los Seguidores volverán con vino —dijo afablemente—. Coge natrón y límpiate en el Nilo, Majestad. No hay nada que requiera tu atención el resto del día. Los cuerpos están siendo quemados y Abana completa la tripulación de las embarcaciones de los setiu para que las lleven a Nekheb. He oído que no tuvimos bajas y que ningún hombre está tan herido que no pueda marchar a Weset; pero el jefe militar, Turi, sin duda te traerá un informe oficial luego. Esta expedición punitiva era esencial, Ahmose, y tú lo sabes. Pi-Hathor y Esna pudieron convertirse en una plaga que se hubiera extendido.
—¿Adónde? ¿A quién? —murmuró Ahmose. Se apoyó en el borde del carro para levantarse y se quedó tembloroso frente al jefe de sus Seguidores—. No hay más influencia de los setiu en Egipto que no sea en el Delta. Pero tienes razón como de costumbre, Ankhmahor, y ya me estoy controlando. Me someteré a la limpieza de Hapi, como me aconsejas. Envíame a Abana cuando termine con sus ocupaciones.
«No fue el acto en sí mismo —pensó mientras se bañaba en los bajíos, fuera de la vista del pueblo—. Eso no estaba fuera del alcance de mi alma, porque no soy delicado ni cobarde. No, fue la maldición que pronunció lo que acobardó a mi alma, como si supiera de la predicción del Vidente, como si uno de sus dioses, que odian a Egipto, hablara a través de él. Una cosa es aceptar la voluntad de Amón, y otra saber que sus enemigos disfrutan viendo la desgracia que su voluntad causa a su divina familia».
Cuando se secó y se puso el shenti y el casco de tela que Ankhmahor le llevó, ya había recuperado el equilibrio. Y sentado en el suelo de su carro bebió con sed el vino que su Seguidor había encontrado, sosteniendo la copa con manos que ya no temblaban. Turi fue a informarle de que los restos de los muelles quemados habían sido sacados del agua para no impedir el abastecimiento de las naves, no había habido muertos, sólo unos cuantos heridos de poca gravedad, y las piras funerarias de los rebeldes estaban encendidas. Los prisioneros habían sido liberados y se esparcieron por el pueblo, seguidos por las mujeres. «Todo está en orden», pensó Ahmose sombrío. Le ordenó a Turi organizar a los hombres y llevarlos hacia Pi-Hathor, a algún lugar donde pudieran descansar y pasar la noche antes de volver a Weset. Se fue Turi y casi de inmediato llegó Abana, por el camino del río; se inclinó respetuoso y, a petición de Ahmose, se sentó en la hierba junto al carro.
Por un tiempo ninguno de los dos habló. No muy lejos los Seguidores hablaban entre ellos en voz baja. Ankhmahor se había situado junto al Nilo, donde podía vigilar a todos los que se acercaban al rey. Sin palabras, Ahmose le pasó el resto del vino a su almirante y Abana lo bebió. Ahmose observó sus movimientos descansados. Comenzaba a tenerle simpatía.
—¿Qué edad tienes, Abana? —preguntó impulsivamente.
Abana le miró con una expresión de desconfianza fingida.
—Tengo veintitrés años, la misma edad que tú, Majestad —contestó—. He logrado muchas cosas en mi corta vida, pero no tantas como tú, Majestad. Aun así, estoy orgulloso de mi título de almirante y de ser capitán del Brillando en Mennofer. Vuelvo a tener tu favor, ¿verdad?
—¡Siempre alardeando! —replicó Ahmose de buen humor—. Y, sin embargo, hay mucho de tu padre. Baba, en ti: su buen sentido y su capacidad para ganarse la confianza de los hombres. Dime, si fueras el señor de esta provincia, ¿qué harías ahora con Esna y Pi-Hathor?
Abana apoyó la copa en el suelo, pero sin soltarla, pensando con los ojos entornados y mirando las ramas enredadas de los árboles.
—Por compasión he decidido permitiros volver a vuestras casas —dijo, con voz nítida en el silencio expectante—. Todos sois culpables de traición, no importa qué justificación creáis tener para este alzamiento. Sin embargo, os exijo que recordéis de este día tanto mi misericordia como la venganza que voy a tomar. Egipto es mío. Vosotros me pertenecéis. Si volvéis a olvidarlo mataré a cada hombre, mujer y niño de los dos pueblos y los arrasaré. He hablado.
Oyó el alivio en sus murmullos, y la aversión que sintió por su egoísmo le ayudó a mantener firme la mano y a calmar los latidos acelerados de su corazón. Una de las mujeres empezó a gritar: «¡Yamu, no!, ¡Yamu, no!». Volviéndose hacia el hombre, Ahmose alzó la empuñadura de la espada hasta los hombros.
—¿Quieres un momento para rezar? —preguntó, sorprendido de que no le temblara la voz.
—Sí —dijo Yamu, con la voz amortiguada por la cercanía de su boca a la tierra y por el pelo abundante que caía sobre su cara—. Rezo porque seáis por siempre malditos, tú y tu descendencia, cada Tao, hasta el fin de los tiempos.
Ahmose separó los pies para afirmarse mejor. Alzó la espada con ambas manos, queriendo que fueran una extensión de sus ojos. La nuca del hombre estaba tensa, con la fila de huesos expuesta.
—En nombre de mi padre Amón —dijo Ahmose en voz baja. Y tomando impulso, hizo caer la espada que apenas produjo un susurro al atravesar el aire, destellando al sol.
Logró dar la orden de que tiraran el cuerpo al fuego con los demás y de que colocaran la cabeza en una pica, para que se pudriera a la vista de todos los que fueran del pueblo al río, antes de irse caminando firme, dejando atrás el gran charco de sangre que ya estaban cubriendo con arena. Pero cuando llegó al carro se dejó caer, doblando los brazos en el estómago y apoyando la cabeza en las rodillas.
—Ankhmahor —gruñó—. Manda a un par de Seguidores al pueblo a buscar vino. Cualquiera. Incluso de palma.
Había una mancha de sangre en su shenti, a pesar de que se hizo a un lado al sacar la espada. Alzándose un poco, se quitó Ja prenda y la arrojó a un espino, pero con asco vio una mancha roja en su muslo. Ankhmahor gritó una orden a dos hombres y luego se inclinó y se bajó del carro.
—Quieto, Abana. ¡Ankhmahor, ven aquí! —Ankhmahor llegó corriendo—.
Tú eres mi testigo de esto —le dijo Ahmose cuando se detuvo—. —Al volver a Weset haré que Ipi escriba el papiro correspondiente—. Acercándose a Abana le tocó en la frente, el pecho y los pies. —Ahmose Abana de Nekheb— dijo, —Te nombro gobernador de la provincia de Nekhen y te doy el título hereditario de erpa-ha, príncipe, a ti y a tus hijos, para siempre—. Cogiendo a Abana por los hombros recalentados al sol, le besó en ambas mejillas. —Sé feliz en el favor de tu Señor—. Por una vez Abana parecía incapaz de hablar.
—Pero, Majestad, no tengo hijos aún —tartamudeó, mareado—. No… Esto significa…
—También te vuelvo a conceder el Oro del Valor —Ahmose interrumpió el tartamudeo del hombre—. Eres un hombre valiente, príncipe. Nombra a quien quieras tu subgobernador. Espero informes mensuales sobre la situación de mi provincia.
Abana parpadeó.
—¿Mi esposa ahora es una princesa? —preguntó—. ¿Soy un príncipe? —La mirada velada empezaba a limpiarse y sus ojos comenzaban a brillar—. ¡Majestad, me haces un gran honor! ¡No te fallaré! ¡Esto me supera! ¡Me solazo en la luz de tu divina munificencia! ¿Pero qué hay de mi Brillando en Menno-Ferl? —terminó desanimado—. ¿Debo cederle el mando a otro?
—Por supuesto que no, te necesito junto a mi flota del norte. Tienes que llevar las naves a Nekheb, embarcar a tus hombres y sus armas y volver a Het-Uart de inmediato. Tu nuevo subgobernador deberá hacerse cargo de la gobernación en tu lugar. Te puedes retirar.
Abana cogió las manos de Ahmose y las apretó fervientemente contra sus labios.
—¡Gracias, Ser Divino, gracias! —suspiró, y con muchas reverencias retrocedió. Luego giró y se fue corriendo a saltos por el camino.
—Es una sabia decisión nombrarle gobernador de este lugar, a pesar de su juventud —reflexionó Ankhmahor, mientras ambos observaban su carrera delirante—. Es muy capaz, además de enteramente confiable.
Ahmose asintió. «A pesar de su juventud —se repitió tristemente—: Ya no piensas en mí como un joven, ¿no es cierto Ankhmahor? No puedes imaginarme saltando y aullando con la fuerte salud y el optimismo de mi edad. Yo tampoco».
—Mi nuevo príncipe no me hará perder el sueño —acordó—. Ahora haz que enganchen mis caballos, Ankhmahor. Es hora de irnos.
En poco tiempo él y su tropa alegre habían dejado Esna atrás. Había muchos cantos y bromas en torno de los fogones que Ahmose permitió que encendieran al anochecer. Ahmose observó que la línea de las dunas, al oeste, aparecía cada vez más definida contra un cielo que pasaba del azul al rosa delicado, y advirtió que, al dar a Abana instrucciones de ir de inmediato al norte, inconscientemente había resuelto no quedarse en Weset.
Desde que Abana llegara con la noticia del intento de fuga de Apepa, la ciudad nunca había estado lejos de su mente y ahora sabía que no podría esperar pacientemente en su casa otros dos meses hasta que naciera el hijo de Aahmes-Nefertari. La perspectiva le agitaba físicamente, no sólo porque temía tal momento sino porque, además, tenía la intuición de que la situación en el Delta iba a cambiar. No había augurios ni sueños que se lo anunciaran, pero había vivido años con la obsesión de la ciudad de Apepa clavada en el vientre, como la hoja rota de una daga, sintiendo una continua incomodidad. Ahora esa incomodidad se convertía en momentos de intensa inquietud que resultaban peores porque no había contra qué luchar. Temía enfrentarse a su esposa, pero más temía la inacción.
Se estaba acomodando para pasar la noche lo mejor posible cuando oyó a un Seguidor pedir el santo y seña, y pronto el rostro de Mereruka apareció en medio de la oscuridad.
—He terminado mi trabajo en Pi-Hathor y en Esna, Majestad —dijo, cuando Ahmose le saludó—. Voy a preparar un informe para la reina Aahmes-Nefertari, pero mientras tanto ¿deseas algo?
—Estoy contento de que hayas venido —le dijo Ahmose—. Por favor, envía otro mensaje a Djeb. Mi madre y mi abuela pueden volver a Weset cuando quieran, siempre que sea dentro de los próximos dos meses. —Aahmes-Nefertari las iba a necesitar, pero no le dijo eso al espía—. He nombrado a Ahmose Abana gobernador de la provincia de Nekhen —continuó—. Puedes serle útil al subgobernador, pero eso lo decidirá la reina. Me has prestado tus servicios con lealtad, Mereruka, y te estoy agradecido. ¿Te paga lo suficiente? —Incluso en la oscuridad Ahmose vio que el hombre no sabía si sonreír una broma o sentirse molesto por lo que parecía ser un intento de subvertir su lealtad hacia su empleadora.
—Por supuesto, Majestad —contestó Mereruka—. La reina es generosa con los bienes que me da, y tengo mis burros. —Había un afecto genuino por las bestias en las palabras del hombre y Ahmose sintió, a su vez, afecto por él.
—Bien —dijo—. Abana vuelve al sur. Ve con él hasta Nekheb. Y no olvides dirigirte a él con corrección, Mereruka. Ahora es príncipe. —«Es extraño que un campesino resulte honesto cuando hay príncipes que murieron por su perfidia— reflexionó Ahmose, tratando de acomodarse bajo la manta y encontrar un lugar adecuado para dormir. —Criador de burros y, además, espía. Un espía honesto». Rió para sí y cerró los ojos.
La noche siguiente ya estaba en su casa, cubierto de polvo y cansado. Sus hombres se dispersaron y fueron a sus cuarteles, y él mismo fue a la casa de baños de inmediato para que le limpiaran la suciedad del viaje. Hekayib acababa de secarle y le ponía un shenti limpio, cuando entró Aahmes-Nefertari pisando con cuidado el suelo de piedra húmedo.
—Vi a Ankhmahor cruzando el jardín —dijo—. Estoy tan contenta de que estés aquí y a salvo. ¡Y tan pronto! ¿Tienes hambre? Ahmose-Onkh y yo no hemos comido aún. —Llevaba una túnica de tela muy fina, cuyos pliegues blancos brillaban con hilo de plata. Una delgada banda de plata rodeaba su frente y el pelo le caía en ondas hasta los hombros. Ahmose pensó que nunca la había visto más hermosa. «No puedo decírselo— se desesperó. —No puedo soportar ver esa sonrisa desaparecer de sus labios y sus ojos oscurecerse por la ira y la desilusión». Yendo hasta uno de los bancos junto a la pared, se sentó para que Hekayib pudiera ponerle las sandalias.
—Fue una pequeña correría, y muy sencilla —le dijo—. Ya no hay que preocuparse por Esna y Pi-Hathor. He nombrado a Ahmose Abana príncipe y le di el gobierno de la provincia de Nekhen.
—Una decisión extrañamente apresurada, esposo mío. Tiene suerte de haber ganado tu confianza tan pronto.
¿Había una crítica implícita en sus palabras? Ahmose le lanzó una mirada, pero ella continuaba sonriéndole con calidez.
—Estoy muy hambriento —admitió, levantándose y dándole el brazo—. Aún es temprano. ¿Comemos en el jardín? Luego tengo que dictar algunas cosas. —Ella no preguntó qué cosas. «Le aseguré que estaría aquí para el nacimiento del niño», pensó con culpa, cuando su mano suave le recorrió el antebrazo y su perfume le envolvió. «Está tan contenta. No me cuestiona respecto a la represión de la gente de los pueblos o los asuntos que debo atender con Ipi. Todo lo que le importa es tenerme con ella».
La vergüenza le hizo actuar de manera excesivamente solícita cuando salieron a la penumbra y fueron hasta sus almohadones y alfombras. La ayudó a sentarse, le colocó una capa corta sobre los hombros, cogió los platos a medida que Uni los llevaba y él mismo se los sirvió. Espantó las moscas tardías de su cuello y varias veces le recordó a Ahmose-Onkh, que se inclinó por encima de ella para limpiar un plato, que no fuera tan torpe. Ella se dejó atender complacida diciendo:
—Deberías irte más a menudo, Ahmose, si te pones tan cariñoso al volver.
Era la oportunidad de darle la noticia, pero su lengua aún no podía formar las palabras.
Ahmose-Onkh les dejó para ir junto al estanque, donde los peces salían para atrapar a los mosquitos entre las fragantes flores de loto que flotaban, azules y blancas, en el agua llena de ondas, y aún Ahmose no podía hablar. De pronto, ella le cogió la mano, la colocó en su abdomen y la mantuvo allí, y con una oleada de asco, compasión, amor y temor notó a su hijo patear vigorosamente contra su palma.
—No va a tardar mucho —dijo besándole la oreja—. Esta vez un hijo, ¿qué te parece Ahmose? ¡O mejor, una hija!
Él no pudo contestar. Con tristeza la cogió entre sus brazos.
Más tarde llamó a Ipi y le dictó el nombramiento de Abana para los archivos y también cartas a sus jefes militares del norte, anunciándoles su inminente llegada. Los papiros debían ser llevados por Khabekhnet a la mañana siguiente. También escribió a Hor-Aha, Turi y Ankhmahor, diciéndoles que se prepararan para marchar en dos días. Luego fue a los aposentos de Aahmes-Nefertari. Había flores primaverales en floreros por todo su dormitorio, tamarindos rosas, azulinas, amapolas rojas, margaritas delicadas, que derramaban su profusión de colores y aromas por todo el cuarto. Las lámparas cargadas con aceite perfumado llenaban el aire de sensualidad. Ella le recibió efusivamente en su lecho, con los brazos extendidos y, pese a su consternación, su cuerpo respondió a la exuberante invitación.
—No quiero hacerte daño ni poner en peligro al niño —dijo torpemente en el momento que ella le atraía hacia la promesa de su cuerpo, que se entrevió tentador a través de su túnica transparente.
—El mes que viene quizá no —contestó con voz sensual—. Pero esta noche dejemos la ira a un lado, querido hermano. Nos amamos y nos necesitamos el uno al otro y ¿qué puede ser más importante que esto?
«Het-Uart es más importante —pensó al hundirse en el lecho junto a ella—. Matar a Apepa es más importante. Que Amón me ayude, ¿cómo puedo hacerte entender que, aunque llenas mi corazón y dominas mi mente, hay necesidad que temporalmente debe tener precedencia y que me consume, incluso más que mi preocupación por ti?». Cerró los ojos con fuerza y enterró su cara entre sus pechos hinchados por el embarazo, como si ocultándose en la dulzura de su piel pudiera hacerse invisible al mundo.
—Nada —mintió, sin saber si ella le oía y sin que le importara—. Nada, querida.
La tormenta le golpeó la tarde siguiente. Khabekhnet se había ido al norte, las divisiones de Amón y Ra y los medjay recogían sus armas, contaban las flechas y aceitaban los carcajes y los cintos de cuero, y Ahmose le había ordenado a Akhtoy que se encargara de preparar sus cosas. El camastro de viaje, la tienda, la silla plegable, las alfombras y el sagrario portátil de Amón ya estaban a bordo de la barca, amarrada al muelle. Le habían despertado con el Himno de Alabanza, asistió a la audiencia habitual en el salón de recepciones con Aahmes-Nefertari y fue con ella a inspeccionar los avances de Sebek-Nakht en el viejo palacio. Ella no había dejado sus aposentos hasta la hora de la audiencia y obviamente estaba demasiado preocupada para advertir la actividad febril de la casa u oír los movimientos junto al río, más allá de las puertas, y Ahmose estaba feliz por ello. Habían compartido la comida del mediodía y luego ella fue a descansar a sus aposentos.
Ahmose fue al despacho. Tenía que ultimar muchos detalles, y acababa de darle instrucciones a uno de los escribas subordinados de que estuviera alerta a cualquier carta que pudiera llegar de Aahotep y Tetisheri desde Djeb, cuando se abrió la puerta y su esposa entró sin anunciarse. Estaba muy pálida, pero sus ojos rodeados de kohl negro le acusaban por su cobardía.
—¡Sal! —le gritó al escriba. Una mirada le bastó al hombre y no esperó a que Ahmose le autorizara a retirarse. Cogiendo su escribanía, pasó junto a ella y salió. Aahmes-Nefertari cerró la puerta de una patada con un movimiento salvaje.
—Me mentiste —dijo ella con firmeza, pero era tan intensa la ira tras la calma artificial de sus palabras, que Ahmose tuvo que contenerse para no dar un paso atrás.
—No te mentí —comenzó a decir—. Antes de que Abana me trajera las noticias de Het-Uart yo deseaba estar junto a ti hasta que naciera el niño. Pero aquello lo cambió todo.
—No cambió lo que me hiciste creer —le interrumpió gélida—. ¿Qué fue lo que me dijiste hace sólo unos cuantos días? «Estaré a tu lado el primer día de Tybi, cuando celebremos la Fiesta de la Coronación de Horus». Quizá le hablabas a Apepa. O quizá simplemente estabas ventoseando. —Extendió una mano, desesperado por hacer algo para evitar la avalancha de dolor que sabía que merecía, desesperado por acallarla.
—Aahmes-Nefertari, tienes razón y lo siento —dijo—. Pero trata de entender por qué…
—¿Por qué? ¿Por qué me trataste como a una imbécil? ¿Por qué todos en la casa menos yo sabían que te vas mañana y nadie se atrevió a decírmelo? ¿Por qué no tuviste el coraje, por no hablar de la compasión, de decirme que te ibas? No son los motivos por los que te vas lo que me ha herido el alma —gritó—. Es la mentira. ¡La mentira! —Se adelantó torpemente, con una mano en el vientre y con la otra intentando agarrarse del respaldo dorado de la silla—. Ahmose-Onkh entró en mi cuarto para saber si podía ir contigo. Entonces lo supe. ¡Me hiciste el amor anoche e incluso llenaste mi lecho de mentiras! —Se detuvo para tomar aire y él intentó acercarse, pero ella se escabulló—. Sé lo que pasa. Mis hijos son débiles. Mis hijos se mueren. No quieres estar aquí para ver la criatura débil que expulsa mi seno y no te importa que esté tan asustada, que esté aterrorizada, que te necesite junto a mí. Quieres otra esposa.
Horrorizado, la miró, consciente de que ella había penetrado en su más profunda agonía, pero no había logrado discernir la verdad mayor, que la amaba y que sólo tomaría otra mujer por una necesidad dinástica imposible de desatender. «Nada que diga apaciguará su dolor —pensó—. Yo mismo lo he provocado».
—Por supuesto que soy cobarde —se aventuró—. Por supuesto que evité tener que decirte que debía ir al norte. Permíteme tratar de explicarte…
—Explicar es una palabra tan desapasionada —dijo amargamente—. Tan fría en su significado, tan terriblemente razonable. No, Ahmose. No me ofendas con tus explicaciones. Son frases de la mente que no pueden tocar el escorpión que clava su aguijón en mi alma.
Le hubiera dicho todo entonces: la predicción del Vidente, su sensación de fatalismo, su deseo intenso de escaparse de ella porque no podía protegerla de lo que llegaría, su intuición de que tenía que estar ante los muros de Het-Uart lo antes posible o todo se perdería. Pero el estruendo de sus pensamientos le confundió y no pudo decir nada. Soltando la silla, ella se volvió hacia la puerta.
—No quiero verte antes de que te vayas —dijo—. No me importa si Het-Uart cae o no, y tampoco debiera importarte a ti hasta que nazca este hijo. Vete a Set, Ahmose Tao. No esperes ninguna carta de mí mientras estés lejos. Estaré demasiado ocupada para dictar.
Dolido en el alma la vio partir, con la cabeza erguida, todo el cuerpo temblando. Cuando cerró la puerta la llamó, su garganta de pronto quedó liberada de su parálisis, pero ella no volvió.
—Aahmes-Nefertari, ahora eres reina —dijo en voz alta en el silencio apabullante—. Has creado una nueva administración, has gobernado en mi ausencia, sin duda entiendes la marcada diferencia entre cómo éramos, cómo quisiéramos ser y cómo somos ahora, divinidades que llevan el peso de nuestro país sobre los hombros. —Pero sus palabras se deshicieron en el haz de luz del sol que se reflejaba en la superficie de la mesa y fueron absorbidas por las motas de polvo que flotaban en el aire. «No es a la divinidad a quien heriste y engañaste, Ahmose, imbécil— se dijo. —Es a la mujer. Y no hay ruego ni postración que te devuelvan su favor».
Deseaba que ya hubiese descargado su ira y que se encontrara en los escalones del embarcadero para darle su bendición, cuando embarcó con su séquito después del amanecer del día siguiente, pero aunque esperó todo lo que pudo, utilizando varios pretextos para demorar el momento en que debería volverse y subir por la rampa a la barca, ella no apareció. Ahmose-Onkh le abrazó ferozmente.
—He estado practicando con mi arco y mi espada —dijo, cuando Ahmose le alzó y le besó antes de ponerle en el suelo—. ¿Estás seguro de que no me necesitas, Majestad padre?
Ahmose tragó saliva, notando un nudo en la garganta.
—Te necesito mucho —contestó con seriedad—. Pero esta vez tu madre te necesita más. Quédate con ella algunas horas cuando no estés con tus lecciones, Ahmose-Onkh. —Él miró a Pa-She, que asintió en señal de comprensión—. La puedes entretener con juegos de tablero. Háblale. Ella se sentirá sola hasta que nazca tu hermano o hermana.
—Está muy malhumorada —murmuró el niño—. Pero te obedeceré, Ser Divino. Como Pichón-de-Halcón ocuparé tu lugar y la consolaré.
Quedaba poco que decir, no había otros miembros de la familia de quienes despedirse. Con el acompañamiento de la salmodia de Amonmose y el sonido de los címbalos de los bailarines del templo, Ahmose finalmente subió por la rampa, con Ankhmahor y los Seguidores. Los sirvientes soltaron las amarras, el capitán gritó una orden al timonel y los remeros se inclinaron, sacando la embarcación a la corriente que la llevaría al norte. Detrás iban las otras embarcaciones en las que viajaban el personal de Ahmose y los altos oficiales, Hor-Aha, Turi, Idu, Kagemni, Khnumhotep y Khaemhet. Los medjay y las divisiones ya marchaban por el borde del desierto a las órdenes de oficiales de menor jerarquía.
«Abana habrá llegado a Nekheb e iniciado su viaje al norte —reflexionó Ahmose—, pero seguirá estando a dos o tres días de mi flotilla. Me detendré en Khemmenu para recoger a Ramose, y aun así llegaré a Het-Uart antes que mi almirante. No importa. Pese a mi sensación de urgencia, no debo presuponer que encontraré la situación cambiada al llegar». La idea de volver a ver a Ramose le hizo sentir mejor, pero al mirar a Ahmose-Onkh, una figura pequeña, más bien triste, cogido de la mano de su tutor en medio de una multitud de adultos, volvió a sentir culpa. Miró la casa, expectante, esperando poder ver a su mujer en el último momento, pero las sombras del camino y el jardín seguían solitarias. Había mantenido su decisión.
A través de la inmensa abertura sin puerta que llevaba al patio delantero del viejo palacio vio a Sebek-Nakht y a sus arquitectos que alzaban las manos y se inclinaban a su paso. Los campesinos ya estaban trabajando, encima y alrededor del edificio venerable. Ahmose podía oír el rumor de sus conversaciones alegres en el aire claro de la mañana. La casa y el palacio iban retrocediendo, tragados por la escena mayor de las palmeras elevándose por encima de la vegetación primaveral. El tejado del templo se asomaba en medio de las otras dos construcciones. Weset misma se veía muy poco desde el río, pero estaba presente en un susurro continuo de sonidos amortiguados, y el camino del río estaba transitado.
—Pronto completarán la renovación del palacio —comentó Ankhmahor. Había llegado junto a Ahmose y se inclinaba sobre la baranda, viendo perderse la ciudad—. Supongo que querrás mudarte allí, Majestad, cuando vuelvas del norte.
—Supongo que sí —contestó Ahmose con poco entusiasmo. Al curvarse el río y quedar su hogar oculto a la vista, mejoró su estado de ánimo y ya no quiso pensar en Weset.