Capítulo 14
Pasó una semana hasta que Ahmose y sus cinco divisiones iniciaron la marcha desde las afueras de Het-Uart y tomaron el Camino de Horus en dirección al este. Por entonces el interior del palacio ya había quedado reducido a una ruina humeante y cuadrillas de soldados de las restantes divisiones habían comenzado a demoler sus gruesos muros. Unos cuantos ciudadanos volvían a la ciudad, inquietos pero decididos a dormir bajo sus techos, después de vagar sin destino por las orillas del afluente, y Ahmose les dio permiso para regresar. Era en su mayoría gente pobre, que no tenía a donde ir, y, por tanto, no significaba una amenaza para las tropas que maldecían y sudaban, esforzándose por derribar las defensas de Het-Uart. Ahmose no tenía comida para ofrecerles, pero el Delta ahora estaba abierto y les dio libertad para merodear en busca de cualquier planta comestible o animal confiado que pudieran encontrar a esas alturas del año.
La siembra no se haría hasta el mes siguiente, pero el río había descendido a su nivel de primavera y las tierras anegadizas estaban en su mayoría secas. El Camino de Horus iba al este por terrenos elevados, serpenteando en torno de los muchos lagos perpetuos y los pozos de agua que no se vaciaban. La moral de los hombres era alta. Cantaban mientras marchaban bajo los árboles, con las lanzas al hombro, y hachas y espadas golpeando contra sus muslos. Ahmose iba a la cabeza de la columna que le seguía, perdiéndose en la bruma fría de la mañana temprana. Delante de él iban Ankhmahor y las tropas de asalto de Amón, e inmediatamente detrás, el carro que llevaba a Tani y Heket, con una sombrilla, conducido por Makhu. Mesehti guiaba el suyo.
El primer día sólo recorrieron cerca de 220 estadios, menos de lo que hubiera deseado Ahmose, pero en algunos lugares el Camino seguía blando y las tropas necesitaban endurecerse después de su larga permanencia en las afueras de Het-Uart.
La segunda noche la espesura del Delta había comenzado a ralear y descansaron al borde del Mar de Juncos, una zona cenagosa y amplia, cubierta de pájaros, ranas y nubes de mosquitos y otros insectos, que descendieron ávidos sobre el ejército y volvieron desapacibles las horas antes del amanecer. El Camino pasaba por el centro, suficientemente seco para los carros en verano, pero, a esas alturas del año, cuando el barro hecho costras comenzaba a afirmarse con el calor del sol, arrastrar los pequeños vehículos daba mucho trabajo a los caballos. Ahmose ordenó que todos los que viajaban en los carros se bajaran y caminaran, y Tani hizo lo propio detrás de Makhu. Se sumaba a Ahmose y sus generales en torno de los fogones que se encendían por la noche, pero decía poco, sentada en el suelo, con el mentón apoyado en las rodillas, todo el cuerpo envuelto en el manto con borlas. Parecía contenta y no le afectaba la incomodidad, y Ahmose la dejaba tranquila.
Hacia el final del cuarto día, Ahmose comenzó a percibir el olor del mar. Las tropas habían salido con alivio de la densidad de los juncos a un terreno desértico y tosco de arena y grava, y al dejar la vegetación profusa, también dejaron atrás sus variados aromas. El aire más seco que llenaba sus pulmones no llevaba más que el sabor picante de la sal en alas de un fuerte viento del oeste, directo del mar. Ahmose, que nunca había visto el Gran Verde, trató de analizar lo que su nariz recogía tanto con placer como con asco, pero se dio por vencido. El olor era desconocido, pero el viento llevaba sal que le cubría los labios y los hacía arder.
Cerca del mediodía había avistado parte de la Muralla de los Príncipes, la serie de pequeños fuertes que sus antepasados habían construido para cuidar la frontera noroeste de Egipto. Estaban emplazados de norte a sur, cruzando el Camino de Horus, y, partiendo del Gran Verde, desaparecían en el desierto. Los centinelas y los portaestandartes de las divisiones intercambiaron saludos a gritos, pero Ahmose no se detuvo a pesar de que advirtió que varios de los fuertes necesitaban reparaciones. «¿Y por qué se iban a molestar los setiu en restaurarlos? —pensó sarcástico—. No había invasores que pudieran amenazar su control de Egipto desde el este. Sus verdaderos enemigos estaban al sur, en el propio Egipto».
Aquella noche el viento aún soplaba y un pequeño temporal azotó el campamento con una lluvia helada y penetrante. Los hombres estaban encogidos en torno de sus fogones, con mantos y mantas, con demasiado frío para dormir. Sólo Tani parecía en paz, acostada en su alfombra bajo la protección del carro, del que se habían desenganchado los caballos, mientras el tejido prieto de su pesado manto setiu le daba el calor que faltaba a los soldados, que temblaban de frío con sus abrigos más livianos de lana egipcia. Ahmose, igualmente incómodo, advirtió que, al pasar la Muralla, se terminaba el Camino de Horus y abandonaba la seguridad de Egipto. La lluvia y las temperaturas en descenso eran una bienvenida adecuada a una parte del mundo que siempre odió y temió, a pesar de que sabía poco de ella. «La mayoría de las amenazas contra Egipto llegaron del este —reflexionó, oyendo a los centinelas empapados toser mientras hacían la ronda—. Mi país descansa cálido y seguro bajo la gracia de dioses benéficos, pero no tiene interés en nada fuera de sus fronteras. Aquí reinan el frío y la oscuridad».
Pero por la mañana el cielo se había despejado, aunque su pálido color gris azulado parecía sumar otra dimensión a la calidad fría del aire. El ruido del campamento levantándose era apagado, y los hombres decían poco y se preparaban para reanudar la marcha con sus mantas empapadas sobre los hombros. Ahmose observaba impaciente el panorama ante él. Una rodera serpenteaba por la arena llena de guijarros. ¿Pero llevaba a Sharuhen o se perdía en algún páramo desértico? Decidió seguirla mientras el sol se mantuviera bajo y luego, cuando llegara el mediodía, esperar la llegada de los exploradores. La idea de perderse con veinte mil hombres no era agradable, pero la marcha de unas horas les calentaría la sangre y mejoraría el ánimo.
Acababa de dar el alto y los hombres se habían desparramado para sentarse en la arena y comer su pan y cebolla, cuando la vanguardia avistó un punto en movimiento en el horizonte. A la orden de Ahmose, Mesehti llevó el carro a la vanguardia de las tropas de asalto que se habían puesto de pie y buscaban sus armas. Ahmose se bajó e hizo visera con la mano sobre sus ojos. Pronto vio que el punto eran seis hombres que iban a paso ligero hacia él. Ahmose envió a uno de los Seguidores a buscar comida y cerveza, y cuando éste volvió los seis exploradores ya se limpiaban el sudor de la frente y dos soldados instalaban un toldo ordenado por Ahmose. El viento seguía fuerte y picante, pero el sol ya estaba en lo alto, deslumbrante.
Khabekhnet convocó a los generales, y Turi, Kagemni, Akhethotep, Baqet y Meryrenefer se sentaron en la arena para oír el informe. Ahmose, oyendo sus comentarios ociosos antes de empezar a hablar, sintió repentinamente la ausencia de Hor-Aha, que se había ido con los medjay y Abana al mismo tiempo que Ahmose subía a su carro y daba la orden de avanzar. «Se han celebrado pocos consejos de guerra sin él —pensó Ahmose con cierta tristeza. Sus palabras eran pocas pero siempre lógicas—. Me gustaría ver su brillante piel negra junto a mí y esta brisa de olor extraño moviendo sus trenzas. Quizá le dé un principado». Interrumpió la charla con un movimiento de la mano. Los exploradores habían terminado de comer y esperaban que les autorizara a hablar. Fue el explorador de la división de Amón quien dio el informe.
—Estás a tres, quizá cuatro, días de Sharuhen, Majestad —comenzó—. Esta rodera conduce directo allí. Has estado avanzado hacia el este hasta ahora, pero mañana virará hacia el norte y atravesará una zona de grandes dunas. La marcha es lenta y hace mucho frío de noche. Las dunas terminan unos 18 estadios antes de Sharuhen, donde comienza esta clase de desierto nuevamente. —Señaló a su alrededor, la expansión de arena sembrada de pedruscos al sol implacable—. A 18 estadios al oeste del fuerte, del lado del mar, aparecen nuevamente las dunas. Cubren también los cerca de 90 estadios entre el fuerte y el Gran Verde. Hay espacio suficiente para rodear Sharuhen por completo. Pero es tan grande como Het-Uart y está hecha de piedra. —Sus palabras provocaron un murmullo de consternación y Ahmose sintió un gran desánimo. Se enfrentaba a otro sitio, a menos que intervinieran los dioses, y Sharuhen no caería fácilmente. Sus habitantes estaban bien alimentados y fuertes, todavía no desgastados por los meses de privaciones de un sitio—. Hay un camino ancho, que atraviesa las dunas, que va de la ciudad al agua —continuó el explorador—. Cerca de 90 estadios, pero hay mucho tráfico de comerciantes que llevan sus mercancías a Sharuhen. Hay burros disponibles en la pequeña aldea junto a la costa y, también, junto a la puerta occidental del fuerte. Decidimos robar uno y hacer el viaje hasta el Gran Verde. Entendimos que el príncipe Abana intentaría un bloqueo desde el mar. No hay allí más que la aldea destartalada, como te he dicho, y unas cinco o seis naves de construcción keftiana ancladas junto a la costa, y el Norte. —Sonrió ante la expresión de Ahmose—. Ya no queda duda de que Apepa está en la ciudad.
—¿Cuántas puertas hay? —preguntó Ahmose.
—Hay cuatro: norte, sur, este y oeste. Son similares a las puertas de Het-Uart, de cedro, muy gruesas y tachonadas de bronce. Hay muchos soldados sobre las murallas.
—¿Y fuera?
El explorador negó con la cabeza.
—Nos pareció que Sharuhen, siendo tan poderosa y estando tan aislada, no necesita tropas fuera de sus muros. Majestad, vimos poca gente cuando abandonamos el Camino de Horus y en su mayoría eran mujeres, niños y ancianos. Interrogamos a algunos. Pertenecen a la tribu de bárbaros que controla la región costera del sur. Aparentemente, otra tribu controla el norte y otras más viven en las altas colinas del este. Pronto las verás a distancia. Pero las tribus de las colinas pelean entre sí. Ni siquiera respondieron a la llamada de los hermanos de Apepa de acudir en su defensa. Creo, igual que tú, que la mayor parte de Rethennu ya no cuenta con hombres en condiciones de luchar. Los matamos a todos en el Delta. —Hubo risas generalizadas ante sus palabras, pero rápidamente se acallaron. Ahmose veía que los generales pensaban en muros de piedra y grandes puertas, al igual que él.
—Gracias por vuestro informe —dijo a los exploradores—. Fue claro y cumplisteis bien vuestra tarea. Volved a vuestras divisiones.
Cogiendo los restos de su comida, los exploradores se fueron. Hubo unos largos momentos de silencio cargados de pesimismo. Luego Kagemni habló por todos.
—Nos enfrentamos a un nuevo sitio en un país que no conocemos, lejos de nuestras fuentes de abastecimiento —dijo abatido—. El camino de Egipto tendrá que patrullarse permanentemente por el peligro de ataques, pese a que actualmente la zona que hemos atravesado está vacía. ¿Vale la pena, Majestad? ¿Por qué no reforzar simplemente la Muralla de los Príncipes, hacerla una barrera inexpugnable para todos los extranjeros y retirarnos detrás de ella?
—A fin de cuentas, Egipto ya está reunificado —Meryre-Nefer agregó—. Apepa ha vuelto a la tierra de sus antepasados. Het-Uart te pertenece. Tu lucha ha terminado.
Ahmose se encontró mirando a Tani. Se había subido a una pequeña elevación a cierta distancia del ejército y se encontraba sentada, envuelta en su manto y de espaldas a ellos. Heket sostenía una sombrilla sobre ella. «¿Por qué no volver a casa? —pensó meditabundo—. Podría enviar a Tani a la ciudad con una escolta adecuada y hacer que el ejército vuelva sobre sus pasos, dejando a Apepa cumplir con su destino. Pero están sus hijos…».
—Parece razonable seguir vuestros consejos —dijo cauteloso—. Pero debo pensar en el futuro, no sólo en nuestro actual dilema. Si vuelvo a Egipto, dejo atrás a un hombre que reinó en Egipto, y también a sus herederos. Quedan como una amenaza para quien me suceda, hombres que pueden levantar una bandera unificadora ante cualquier intento de los extranjeros de invadimos nuevamente, por la fuerza o la astucia, no importa. Al menos debo intentar eliminar cualquier posibilidad de que alguien aparezca con una reclamación del trono de Egipto en los años venideros.
—¡Pero, Majestad, una ciudad de piedra! —exclamó Baqet—. No tenemos capacidad para dominar Sharuhen. Es inevitable un largo sitio, y esta vez con la necesidad de defender nuestras tropas del Gran Verde y de todas las tribus circundantes, además de vigilar las puertas. ¿Tenemos ánimo para hacerlo?
—Los soldados no se desanimarán si les permitimos visitas regulares a sus aldeas —contestó Ahmose—. Créeme, Baqet, que se me retuerce el estómago ante la perspectiva, pero debo concluir este asunto. Eso es todo. Preparaos para marchar.
Reticentes, se alzaron y abandonaron la protección del toldo que fue rápidamente desmantelado.
Ahmose envío a un mensajero a avisar a Tani. Estaba enfadado y deprimido. Dos veces había tenido la oportunidad de capturar a Apepa y terminar con aquel asunto deshonroso, se decía al volver a su carro. Dos veces había fallado. «De modo que, en castigo, debemos continuar. Comienzo a sentirme como un alma condenada a nadar por siempre en el lago del mundo inferior, mientras Kamose y mi padre pasan navegando junto a mí en la Barca Celeste, después de ganar sus batallas. Que Amón me dé el coraje necesario para mirar Sharuhen y no desesperarme».
Fue como había dicho el explorador. Al día siguiente la rodera viró al norte, entrando en una vasta desolación de dunas que subían y bajaban, y la arena de las crestas se iba disolviendo en el viento. Durante tres días los soldados avanzaron esforzadamente con las cabezas gachas. El viento arrastraba la arena por el camino con un susurro seco, metiéndose en la nariz y entre los labios partidos, se masticaba, atascaba las ruedas de los carros y se metía en la piel agrietada. Ahmose creyó distinguir lejos, al este, una verde línea delgada al pie de las montañas que se vieron al segundo día, y comentó a Mesehti, sombrío, que no era sorprendente que los setiu se hubiesen desesperado tanto por obtener el permiso para llevar sus rebaños a pastar en la gloriosa fertilidad del Delta, tantos hentis atrás.
—Tus antepasados se equivocaron por piedad y generosidad al permitirles entrar, Majestad —fue la respuesta breve del príncipe—. Tal decisión estuvo en concordancia con las leyes de Ma’at, pero fue desastrosa para Egipto.
Ahmose le dio la razón en silencio.
Por la noche amainó el viento, pero llegó el frío, perturbando el sueño de los soldados y cubriendo sus mantas de escarcha. «Si tenemos que pasar aquí otro invierno y otra primavera, tendré que conseguir ropa de más abrigo para las tropas —advirtió Ahmose mientras temblaba junto a los restos del fuego que Mesehti había encendido para él más temprano—. Quizá, túnicas de lana con mangas. Sin duda más mantas. ¡Oh, Amón!, ¿estás aquí, en este lugar maldito, tan lejos de tu templo y de Amonmose, tu Sumo Sacerdote, y de Aahmes-Nefertari, tu Segunda Profeta?». Había intentado rezar, pero la visión del rostro de su esposa se interpuso en su mirada interior y las palabras de alabanza y ruego se apagaron. Se hundió en un sueño inquieto.
Poco después del mediodía de la cuarta jornada, la octava desde que partieran de Het-Uart, avistaron Sharuhen. A 45 estadios de distancia, se alzaba de la grava del desierto como una extensión de las montañas del este a la que se le hubiese cortado la cima, suavizado y hundido en la tierra. Su imagen era desmoralizadora, pues transmitía una sensación de permanencia e invulnerabilidad. Se aproximaron con cautela, aliviados de salir de las dunas, observando su mole alta a medida que se iba definiendo en el brillo de la luz de la tarde.
Ahmose ordenó detenerse a suficiente distancia para no ser alcanzados por flechas lanzadas desde las murallas y, de inmediato, desplegó sus divisiones, cuatro para rodear el fuerte y una que formó un cerco en torno de ellas para defenderlas de un ataque exterior. No había ningún refugio en el llano. Unos cuantos arbustos espinosos y achaparrados se aferraban tenaces a la vida, y había alguna prueba de las resistentes flores del desierto que florecerían brevemente bajo las lluvias del invierno, pero era un escenario desolador para un sitio.
Ahmose hizo levantar su pabellón cerca del de Turi. Por todas partes se alzaban las pequeñas tiendas blancas de sus hombres. Los carros pasaban veloces en una y otra dirección llevando oficiales vociferantes, se descargaban las carretas de provisiones, pero los ruidos de los preparativos se vieron eclipsados por el repentino clamor salvaje que llegó desde las murallas de la ciudad. Ahmose vio hombres sobre ellas, señalando y gritando, una loca estridencia de sorpresa, pero no había terror en sus voces. «Saben que no tienen por qué temer una muerte inmediata a nuestras manos —pensó desanimado—. Nuestras espadas no pueden alcanzarles. Aún no. Hasta que se estén muriendo de hambre. Y este lugar es lo suficientemente grande para contener dentro de sus muros de piedra muchos buenos jardines y pozos. No los hay afuera. Sharuhen me va a derrotar. Lo presiento». Se volvió hacia Khabekhnet, que esperaba junto a él.
—Envía un mensajero con guardias a la costa —ordenó—. Puede llevarse un carro. Quiero saber si Abana y Hor-Aha han arribado y qué han hecho hasta ahora. Si todo va bien, haz que vengan aquí junto con los medjay, y luego convoca a los generales a consejo esta noche.
Khabekhnet hizo su reverencia y se fue, inclinándose nuevamente ante Tani que avanzaba hacia Ahmose.
—Le has ordenado a Akhtoy que instale mi tienda junto a la tuya —dijo sin preámbulos—. Pero no la necesitaré, Ahmose. Quiero ir a la ciudad de inmediato. —Tenía el mentón alzado y los ojos desafiantes. La observó, sopesando si era aconsejable tenerla con él durante las discusiones sobre estrategia.
—Quiero exigir a Apepa la rendición antes de despedirme de ti —le contestó—. Lo haré mañana. Te ruego que soportes mi compañía dos días más, Tani. —Su expresión se ablandó.
—Lo siento —dijo contrita—. Estoy partida en dos, entre mi amor por mi marido y mi lealtad hacia ti, hermano. Me quedaré. Es un lugar penoso, ¿verdad?
—Lo es. ¡Cambia de idea y permíteme enviarte a casa! —la urgió sin muchas esperanzas—. ¿Qué puedes esperar para el resto de tu vida sino el exilio, aquí, entre los extranjeros, o en lugares similares? Y si muere tu marido no serás nada, una de las esposas de un jefe fugitivo. ¿No extrañas a veces tu pequeño cuarto de la finca en Weset, el estanque y los hipopótamos, la voz de tu madre y el desierto al atardecer?
—Sí, extraño esas cosas —dijo con voz queda—. Pero eso no importa, Ahmose. Si mi tienda está lista iré a descansar.
Ahmose celebró el consejo al atardecer en el interior de su tienda, para escapar del primer fresco de la noche. El lugar estaba atestado, pero los hombres estaban tranquilos, bebiendo sobriamente su vino y hablando calladamente, sin entusiasmo. Habían llegado seis capitanes keftianos con Abana y ahora estaban sentados en el suelo, en torno de él, con las piernas cruzadas; sus gorras de cuero ajustadas reflejaban la luz de las lámparas, y sus ojos oscuros y sus narices aguileñas buscaban descubrir de dónde soplarían los nuevos vientos.
El furor en las murallas de la ciudad se había acallado, pero los ciudadanos seguían apiñados allí, mirando con curiosidad a las huestes egipcias. Ahmose había prohibido a los medjay lanzarles flechas. Aún no tenía sentido matar a nadie.
—He pensado mucho en nuestra situación —comenzó, y de inmediato cesaron todas las conversaciones—. No necesito deciros que estamos en una situación insostenible. No con relación al sitio, por supuesto. Nos hemos vuelto expertos en esa táctica militar. Me refiero a la necesidad de alimentar y proveer de agua a veinticinco mil soldados. —Nadie se movió ni rió su broma amarga—. Esta tarde he instalado una serie de puestos en el camino que hemos recorrido, con mensajeros y un puñado de soldados para llevar y traer noticias rápidamente del Delta. Pero la distancia es demasiado grande para el transporte continuo de agua y difícil incluso para la comida. Podría enviar una expedición a la montaña, donde debe de haber fuentes y corrientes de agua utilizadas por los hombres de las tribus que habitan la región, pero me resisto a enfrentarles. No dieron ayuda a Apepa en Egipto. Supongo que no querrán ayudarnos e, incluso, si estuvieran de acuerdo, la provisión dependería de su buena voluntad y de lo que estuviéramos dispuestos a pagarles y, por tanto, no sería fiable. No puedo correr el riesgo de que mi ejército muera de sed a merced de los pastores de cabras de Rethennu. —Giró en su silla y fijó la vista en los keftianos—. ¿Sabéis que vuestro soberano ha concluido tratados con mi corte de Weset? —preguntó. Asintieron y uno se puso de pie.
—Lo sabemos, Majestad —dijo—. Ya hay un intercambio entre Keftiu y Weset. El comercio entre nuestras naciones siempre ha sido pacífico y rentable, y me perdonarás si digo que no nos importaba quién ocupaba el Trono de Horus mientras pudiéramos zarpar de Egipto con telas y papiro en nuestras bodegas. Los setiu ya no controlan el Delta, por lo tanto estamos dispuestos a ayudarte en lo que podamos.
—Tenéis seis embarcaciones ancladas junto a la costa —dijo Ahmose.
—Sí. Habíamos descargado vasijas de aceite para Sharuhen y nos disponíamos a partir.
—Son embarcaciones grandes, capaces de navegar en el mar, Majestad —interrumpió Abana—. No tenemos nada parecido. Serían muy útiles. —Obviamente había interpretado la idea de Ahmose, quien sonrió y volvió su atención al capitán keftiano.
—Si aceptáis traer comida y, en particular, agua del Delta a mi ejército, os pagaré con oro —le dijo—. Y, por supuesto, produciría un sentimiento favorable en Egipto del que Keftiu podría desear beneficiarse en el futuro.
El capitán vaciló. Se ajustó el cinto ancho tejido que llevaba en la cintura y tiró del borde de su falda de dibujos blancos y negros. Entonces cruzó los brazos.
—Keftiu continúa comerciando con Rethennu, Majestad —señaló con cautela—. Nos proveen de cedro y otras mercancías que valoramos. Si los demás capitanes y yo te ayudamos, estamos en peligro de provocar a Rethennu y que se interrumpa el comercio con nosotros.
—No tengo nada contra Rethennu —dijo Ahmose enfático—. Luché contra soldados setiu que fueron enviados al Delta, a Egipto, para apoyar a Apepa. Estoy aquí porque quiero a Apepa, no porque piense invadir y someter Rethennu. Cuando le tenga, me iré a casa. Esta incursión no irá más allá de Sharuhen.
El capitán aún estaba dubitativo. Sus compatriotas observaban la alfombra.
—Debo enviar un mensaje al mercader para el que trabajo en Keftiu, y él se dirigirá a nuestro soberano —dijo—. No quiero que por descuido nos enemistemos con Rethennu, pero tampoco con Egipto. —Se mostraba crecientemente preocupado.
—Manda tu mensaje, entonces —dijo Ahmose insistente—. Y si te dan autorización, solicita más naves de Keftiu. No bastarán seis. Enviaré una carta a tu soberano solicitando su ayuda fraterna. Pero, mientras esperáis respuesta, ¿trabajaréis con el príncipe Abana trayéndonos agua? ¿A cambio de oro?
El capitán se rindió. Aflojó los brazos.
—Muy bien —acordó, y se sentó en el suelo.
—Gracias. Si vais con el jefe de mis Seguidores, que está fuera, os encontrará comida, y mi almirante y sus marinos os escoltarán hasta vuestros barcos.
Abana se puso de pie de inmediato y, mientras salían los keftianos, se acercó a Ahmose.
—Sus embarcaciones son interesantes, Majestad —dijo en voz baja—. Mis capitanes y yo podemos aprender mucho de su construcción y manejo. Más adelante necesitaremos embarcaciones propias para extender el comercio de Egipto.
—Trátalos con cortesía, Abana —contestó Ahmose en el mismo tono—. Elogia sus conocimientos. Que nuestros marineros se mezclen con los suyos. No tengo dudas de que el soberano de Keftiu estará de acuerdo en ayudamos, pero mientras tanto necesito esa agua.
Abana se inclinó y sonrió.
—Entiendo perfectamente, Majestad. Te aseguró que mañana por la mañana estarán camino del Delta escoltados por el Brillando en Mennofer. Espero volver con agua en seis días. Le daré instrucciones a Paheri para que envíe más barcos dentro de tres días. Así aseguraremos una disponibilidad escasa pero constante hasta que lleguen más naves de Keftiu. —Salió y los demás hombres intercambiaron miradas.
—Una jugada brillante, Majestad —dijo el general Akhethotep—. Keftiu, a la larga, pierde más negándose a apoyamos que enfrentándose a Rethennu. ¿Qué haremos con Sharuhen?
Nadie le respondió.
Ahmose durmió bien aquella noche pese a la discusión infructuosa con sus generales. Un sitio era algo simple. Proteger los flancos exteriores del ejército era simple. Entrar en Sharuhen era imposible y, luego de varias horas de discusiones inútiles y planes aún menos realistas, Ahmose les envió otra vez a sus tiendas. Hor-Aha había hecho la única sugerencia razonable: aprovechar cuando una de las puertas se abriera para dejar pasar a Tani. Era una idea válida, aunque de escasas posibilidades, y Hor-Aha se sintió desilusionado cuando Ahmose la rechazó.
—Haría que mi hermana pareciera una traidora a su marido —les dijo—. Apepa y el jefe de Sharuhen creerían que ha traicionado su honor. A pesar de lo desesperado que estoy de poner fin a esta guerra prolongada, no le haré eso a Tani.
—Majestad, la lealtad a tu familia es encomiable —dijo Iymery, audaz—. Pero tu objetivo principal debería ser tomar la ciudad, no proteger el buen nombre de tu hermana.
Hubo un murmullo de aprobación mezclada con inquietud. Esperaban que Ahmose estallara en ira real, pero no fue así.
—Valoro tu honestidad, general —respondió Ahmose, tranquilo—. Creo que, cuando creamos este ejército, os di a todos la orden de decir con libertad lo que pensáis. Además, Tani se daría cuenta de nuestras intenciones y se negaría a aproximarse a la puerta. Estoy decidido a no hacerlo. He hablado.
Baqet hizo un gesto amargo.
—Supongo que no lo haría —aportó—. Tu hermana puede ser ahora la reina Tautha y tener equivocada su lealtad, pero sigue siendo una Tao, con los mismos firmes principios que nos llevaron a todos a luchar para recuperar la soberanía de Egipto. Y tal firmeza puede aún lograr desgastar la obstinación de Sharuhen. Han sucedido cosas aún más extrañas cuando los dioses están a nuestro favor.
Ahmose creyó que su desaprobación muda le molestaría y le impediría relajarse en su camastro en la oscuridad. Era la primera vez que había un desacuerdo entre él y sus camaradas de armas. Pero comprendió con humildad que no sólo le reverenciaban como su rey, sino que además sentían afecto por él como hombre, y se hundió feliz en el sueño.
Aquella mañana no hizo tanto frío. No se había formado escarcha y el sol brillaba dando un calor agradable. A Ahmose le llegó, mientras se vestía, la noticia de que la carta que había dictado la noche anterior para el soberano de Keftiu, iba en camino llevada por un heraldo y uno de los capitanes extranjeros, y el resto, junto con Abana, habían salido para el Delta. La moral de las tropas, al estar instaladas en posiciones permanentes, era más alta, y los medjay, que habían sufrido por el mareo que les causó navegar en el mar durante el viaje desde Het-Uart, ya estaban recuperados y se encontraban junto a la división de Amón, gritando y riendo con buen ánimo.
«Un sitio crea una ciudad extraña —reflexionó Ahmose al salir a la luz del sol—. No hay mujeres ni niños; hay tiendas en vez de casas de adobe y puestos de mercado, pero por lo demás semeja un gran pueblo, con sus calles, los depósitos de grano, los templos, las multitudes, el olor de las cocinas y el rebuzno de los burros». No había señal de Tani o su guardia, aunque la lona de la entrada de su tienda estaba levantada. Ahmose se sintió a la vez culpable y aliviado. Mandó a buscar a Khabekhnet y a su carro, y observó Sharuhen mientras esperaba. Una vez más había multitud de curiosos, hombres y mujeres, sobre las murallas, con el pelo y la ropa sacudidos por la brisa fuerte, los rostros indistintos, pero los gestos y las ondas de sus conversaciones mezcladas delataban gran excitación.
—Podrían estar celebrando una fiesta, a juzgar por el ruido que hacen —comentó Ankhmahor. Los Seguidores estaban cerca, como siempre—. No me sorprendería verles lanzarnos flores, Majestad.
—No creo que fueran flores. Hay un tono de arrogancia en su parloteo —comentó Ahmose—. Se saben invulnerables. Veremos si podemos sacudir un poco su sentimiento de invencibilidad. —Khabekhnet llegó y saludó, y Ahmose se volvió hacia él—. Vendrás conmigo y pregonarás este mensaje en cada puerta —dijo—. «Al jefe militar del fuerte de Sharuhen, saludos de Uatch-Kheperu Ahmose, Hijo del Sol, el Horus de Oro, el del Junco y la Abeja. Yo, Rey de Egipto, juro por el divino Amón que si me entregas al setiu Apepa y a toda su familia, junto con el trono de Horus y las Insignias Reales que robó, se salvarán los habitantes de tu ciudad. Si te niegas, todo hombre, mujer y niño será pasado por las armas. Tienes hasta mañana por la mañana para contestar». Repítemelo, Khabekhnet. —El heraldo obedeció—. Bien —dijo Ahmose con presteza—. Ankhmahor, trae a los Seguidores y la bandera real que está frente a mi tienda. Aquí está Mesehti con mi carro. Comenzaremos por la puerta del sur, que es la más cercana.
Se había asegurado de que Hekayib le vistiera del modo más suntuoso posible, con un shenti bordado con hilo de oro, que reflejaría el sol, y un casco de tela almidonada azul y blanca, también con reflejos dorados. Cubría su pecho el pectoral macizo que Kamose había ordenado y Ahmose adaptó para sí, con incrustaciones de turquesa y jaspe y el sagrado lapislázuli. Cruces ansadas doradas colgaban de sus lóbulos. Sus dedos pintados con alheña lucían anillos de feldespato y cornalina, y en las muñecas y brazos llevaba brazaletes de oro con incrustaciones de escarabeos de lapislázuli. Subió al carro con Khabekhnet, y Ankhmahor llevaba la bandera detrás de ellos. Al dar Ahmose la orden, Mesehti sacudió las riendas.
—Majestad, es un gran riesgo acercarse mucho a la puerta —le alertó Ankhmahor cuando ganaban velocidad—. Estarás al alcance de sus arcos.
—Lo sé —le gritó Ahmose contra el viento—. Pero es un riesgo que debo correr. Si no aparezco junto a Khabekhnet no tomarán en serio el ultimátum y pareceré cobarde.
No les costó mucho recorrer los casi diez estadios de arena pedregosa entre su campamento y el fuerte. El espacio estaba lleno de soldados cumpliendo sus tareas que se detenían a hacerle reverencias a su paso, y él contestaba con una mano enjoyada alzada y con el símbolo de su autoridad revoloteando sobre la cabeza. Pero saludaba distraído. Toda su atención estaba concentrada en las murallas de piedra macizas, que se acercaban y comenzaban a alzarse sobre él.
La multitud de gente en la cima lanzó un rugido al unísono al verle llegar. Y no se acalló hasta que Mesehti detuvo el vehículo frente a las altas puertas. Ahmose esperó calmo. Gradualmente se produjo un silencio expectante. Khabekhnet respiró hondo.
—Al jefe militar del fuerte de Sharuhen, saludos de Uatch-Kheperu Ahmose, Hijo del Sol —comenzó, con su voz de heraldo bien adiestrado sonando clara y fuerte en el aire límpido de la mañana. Ningún sonido llegado de la muralla interrumpió el desafío, pero cuando los que escuchaban advirtieron que había terminado, se alzó un coro de burlas e insultos.
—¡Volved a Egipto, basura del Nilo!
—¡Moríos de aburrimiento, ratas del desierto!
—¡Baal-Reshep os odia, asesinos!
A una orden de Ahmose, Mesehti hizo avanzar el carro y comenzó a recorrer la larga curva que les llevaría hasta la puerta del este, a varios estadios de distancia.
—¡Salvajes! ¡Sabandijas! —gruñó Khabekhnet—. Espero que nuestros soldados hayan oído sus provocaciones. Entonces estarán más dispuestos a cortar unos cuantos cuellos cuando finalmente pasemos esas malditas defensas. —Tal reacción era inusual por parte del jefe de los heraldos. Ahmose concordó con él. Él mismo hervía de ira, pero apretó los labios y miró hacia delante a medida que pasaban los grandes bloques de piedra.
Ya era mediodía cuando llegaron a la cuarta puerta, donde soportaron las mismas provocaciones y burlas que en las puertas del este y el norte. Los Seguidores que habían corrido junto al carro jadeaban y sudaban copiosamente. Ahmose también estaba sudado y cansado, y Khabekhnet probó la fuerza de su garganta antes de mirar hacia arriba, afirmándose y lanzando el último pregón. Detrás del carro, el camino del mar se veía blanco y vacío. El sol estaba en su cénit, casi cegando a Ahmose cuando siguió la dirección de la mirada del jefe de sus heraldos.
Apretó los ojos para poder ver y descubrió que aquí en la cresta del muro no había más que tres hombres, cuyas siluetas se dibujaban contra el cielo iluminado y que escuchaban impasibles. Llevaban barba y tenían rostro de halcón, se cubrían la frente con una banda de tela con borlas y ocultaban el cuerpo con túnicas que les llegaban hasta las pantorrillas, adornadas con figuras geométricas multicolores y flecos en el cuello y los bordes. Portaban lanzas, y el del centro también una gran hacha cuya hoja descansaba junto al tobillo.
Khabekhnet terminó su mensaje. Ahmose esperó alguna respuesta de los centinelas inmóviles, alguna indicación de que habían oído y comprendido el mensaje, pero siguieron mirándole con aparente indiferencia y, antes de empezar a sentirse ridículo, tocó la espalda húmeda de Mesehti. Los caballos cansados giraron.
—Me pregunto quiénes serían —dijo Khabekhnet cuando el carro se acercó a la tienda de Ahmose y se detuvo—. Quizá era la guardia personal del jefe militar. —Bajó entumecido y Ahmose le siguió. La cabeza le latía tras haber pasado la mañana al sol y expuesto al viento.
—Tengo la sensación de que el hombre del centro era el jefe militar —respondió Ahmose—. Hubo tiempo suficiente para que le dijeran que estábamos lanzando nuestro desafío en cada puerta, y se colocó sobre la occidental para oírlo. Temo que haya quedado como un acto de fanfarronería de nuestra parte, Khabekhnet, pero había que hacerlo.
Khabekhnet colocó la bandera en su lugar, hizo su reverencia y se marchó.
Ahmose dejó partir a Mesehti y entró en sus aposentos.
—La cabeza se me parte en dos —le dijo a Akhtoy al quitarse el shenti y el casco y dejarse caer en el lecho—. Ve donde mi médico y consígueme amapola.
Se quedó acostado con los ojos apretados y los dedos presionando las sienes para contener el dolor. Afuera, Ankhmahor dejaba descansar a algunos de los Seguidores y daba al resto instrucciones para la tarde; su tono familiar transmitía a Ahmose sensación de seguridad, mientras esperaba tenso el alivio que le daría la droga.
«Tú me hiciste esto —le dijo a Apepa mentalmente—. Fue tu mano la que guió al asesino de Kamose y me dejó este demonio en el cráneo. Aunque me cueste el resto de mi vida, sitiaré Sharuhen hasta que te rindas». Akhtoy volvió con Hekayib, y juntos le ayudaron a sentarse. Con cuidado, Akhtoy le dio una cucharada del líquido lechoso y le recostó, y Hekayib le lavó delicadamente. Ahmose comenzó a dormitar bajo el sedante masaje de Hekayib.
—¿Dónde está Tani? —preguntó adormilado.
—Su Majestad ha ido a ver el Gran Verde con Heket y sus guardias —contestó desde el otro extremo de la tienda.
—Me está evitando —comentó Ahmose, ya casi dormido. No oyó la respuesta que murmuró el mayordomo.
Se despertó para comer a la puesta del sol, con la pulsación en su cabeza reducida a un dolor sordo, y luego volvió a dormir. No había nada que hacer, ni órdenes que dar, ningún cambio en el despliegue de su ejército. Akhtoy le dijo a la mañana siguiente que Tani había ido a su tienda, se le dijo que no estaba bien y se fue. Ahmose se alegró de haber estado inconsciente en ese momento. Ya no quería hablar con su hermana, estar con ella en una atmósfera de incomodidad e ira oculta, ver cómo desviaba la mirada en cuanto hacía cualquier comentario que no fuera la observación más superficial. La amapola le dejó levemente mareado. Rechazó la comida, pero bebió un poco de cerveza; hizo que Hekayib le vistiera con la misma ropa suntuosa que había usado el día anterior y salió al fresco del aire temprano.
Khabekhnet y Ankhmahor estaban en cuclillas, hablando muy concentrados, y Mesehti estaba sentado en el borde del carro de Ahmose, balanceando las piernas y con el rostro vuelto hacia la brisa de la mañana. Los tres se enderezaron cuando se acercó.
—Nos quedaremos junto a la puerta del sur hasta que Ra esté en lo alto o Sharuhen nos dé respuesta —les dijo al subir al carro. Le hizo una seña a Khabekhnet, que montó junto a él, y una vez más fueron hacia el fuerte y se detuvieron al lado de la puerta. Esa vez la muralla estaba desierta. «Han ordenado a los ciudadanos apartarse de la cima— dedujo Ahmose. —No para evitamos la indignidad de horas de insultos, sino para alargar cada momento que aguardamos en el calor y el silencio. No responderán hasta la tarde. Alguien nos vigila, aunque no le veamos, un centinela al que se ordenó observar cada gota de sudor, en qué pie nos apoyamos para aliviar el cansancio, cada suspiro, hasta que el jefe militar se digne aparecer». Apoyó la cadera contra el armazón de mimbre del carro y cerró los ojos, imaginándose en el embarcadero de Weset, con el Nilo fresco y sombreado ante él, y la barca de pesca de su niñez tirando de la amarra.
Tal como pensó, el sol había recorrido la mitad del cielo antes de que hubiera movimiento sobre la puerta. Al principio, Ahmose y sus hombres hablaban esporádicamente, pero al poco la necesidad de permanecer quietos y de pie acabó con su charla. Ahmose, agotadas todas las visiones de su hogar, estaba en un trance gris cuando Khabekhnet se inclinó y susurró:
—Están aquí, Majestad. —Ahmose alzó la cabeza. Los tres hombres del día anterior habían salido y se inclinaban sobre la baranda de piedra que les cubría hasta la cintura, pero ahora la figura del medio llevaba una larga pluma de pájaro en la banda de tela que le rodeaba la cabeza, y el que estaba a su derecha se llevó un cuerno a la boca. Sonó emitiendo un sonido desagradable y Ahmose percibió que desaparecía su cansancio con tal estridencia.
—Ahmose Tao, proclamado a sí mismo rey de Egipto —gritó el hombre del centro—. Soy el hik-khase de esta ciudad fortaleza. Mi palabra es ley. Insolentemente exigiste la rendición de Awoserra Apepa, el verdadero soberano de Egipto, al que expulsaste de su país como el perro del desierto que eres. Está bajo mi protección y así seguirá. Me río de tu presunción y me burlo de tus amenazas huecas. Coge tus soldados de juguete y vuelve al redil de donde saliste. Sharuhen nunca se abrirá a ti. —Entonces se fue tan rápida y silenciosamente como llegó, y Ahmose se encontró mirando el solitario borde de la muralla.
—Ni siquiera se molestó en decirnos su nombre, Majestad —dijo Ankhmahor con voz ahogada—. Pero estamos en un país sin Ma’at, donde el señor de la ciudad trata a otro señor, aunque sea un enemigo, de modo tan descortés.
En ese momento algo golpeó a Khabekhnet en la cabeza. Gritó y alzó una mano, y en ese momento la muralla se cubrió de gente que gritaba y lanzaba proyectiles que Mesehti, inclinándose para coger uno que había caído en el carro, identificó con asco.
—¡Es boñiga de burro! —exclamó, lanzándola lejos y frotando la palma de la mano en su shenti—. ¡Nos lanzan excrementos de animal, Majestad! —Tirando de las riendas salvajemente, obligó a los caballos a girar. Varios de los Seguidores saltaron al carro para proteger a Ahmose de la andanada y, con Ankhmahor y el resto de la guardia, se alejaron del alcance de la multitud histérica.
Cuando desmontó junto a su tienda, Ahmose le dijo a Mesehti que esperara. Cogiendo un puñado del estiércol que les habían arrojado, caminó vacilante hasta la pequeña tienda de Tani, y alzando la tela que cerraba la entrada, entró. Estaba junto a su camastro con una bata, el pelo suelto cayendo en la espalda, obviamente a punto de descansar. Ahmose se le acercó y le puso la materia repugnante bajo la nariz.
—Ésta es la boñiga de burro, cogida de las calles de Sharuhen, que me lanzaron cuando estaba frente a la puerta para oír la respuesta a mi ultimátum —le dijo, acentuando cada palabra—. Ésta es la ofensa que tu buen marido y su hermano setiu ordenaron lanzar a mis nobles y a mí. Éstos son las bestias que prefieres a tu propia familia, a Ramose, un hombre honorable que te amó. —La tiró en la alfombra—. Que Heket empaque tus pertenencias y deja este campamento de inmediato. Mesehti te llevará a la puerta. No quiero verte más, Tani. Tu presencia es una afrenta para todo egipcio leal. —Se había puesto pal ida y comenzaba a temblar por la descarga furiosa de su ira. Rodaron lágrimas por sus mejillas, pero Ahmose estaba demasiado indignado para preocuparse por distinguir si era por temor a él o por vergüenza por la raza de su marido.
—Ahmose, lo siento tanto… —tartamudeó, pero un gemido de Heket, que estaba asustada en un rincón, la interrumpió.
—¡Majestad, yo no quiero ir con los setiu! ¡Quiero volver a Weset! —exclamó. Corriendo junto a Tani se arrojó al suelo—. ¡Por favor, no me obligues a seguir a tu servicio, te lo ruego! —Se volvió hacia Ahmose—. Ser divino, ten piedad de mí —sollozó—. No soy esclava. He sido fiel a tu familia incluso dentro de los confines asquerosos de Het-Uart. ¡Por favor, déjame partir!
Ahmose contestó antes de que Tani pudiera hablar.
—No le ordenaría al perro más sarnoso que roba comida en los muelles de Weset que entrara en ese lugar maldito —dijo. Fue una afrenta deliberada a su hermana y ella se ahogó lloriqueando—. Ordena las pertenencias de tu ama y luego quedarás libre. Lo arreglaré para que viajes en la próxima embarcación que vaya al Delta. —Se alejó de la boca agradecida que buscaba su pie—. En cuanto a ti, Tani, creo que no deseo despedirte con un beso.
—Ahmose, por favor… Por nuestra juventud juntos… —Ahora lloraba abiertamente, su cuello y la pechera de su bata empapados en lágrimas—. No debemos separarnos así. Si me envías sin tu bendición caminaré desprotegida bajo los ojos de dioses extranjeros. Puedes llegar a lamentar esta negativa en los próximos días. —Ahmose se volvió y fue hasta la abertura de la tienda, el corazón tan lleno de dolor, ira y tristeza que sintió que se ahogaba.
—Lo único que lamento es que Ramose no te estrangulase cuando vio en qué te habías convertido —gruñó, y salió a la tarde calurosa.
No la vio partir. Luego de darle una orden brusca a Mesehti se encerró en su tienda. Le ardían los ojos y, aunque se lavó las manos, percibió que el hedor del excremento de burro seguía en su piel y viciaba el aire. Se sentó en la silla y al cabo de mucho rato oyó el traqueteo de su carro en dirección a la ciudad. Seguía en la misma posición cuando volvió su conductor a decirle que la puerta se había abierto para ella y un pequeño contingente de soldados había salido con rapidez a buscar sus pertenencias y conducirla rápidamente al interior.
La noche era cálida y Ahmose comía junto a la entrada de su tienda para disfrutarla, cuando llegó Ipi haciendo su reverencia. El jefe de sus escribas tenía un rollo de papiro en la mano.
—Viene de Weset, Majestad —dijo—. El heraldo me vio cuando venía hacia aquí. Descansará y se presentará ante ti para la respuesta. —Ahmose asintió y alejó su plato.
—Léemela —ordenó. Ipi se sentó y rompió el sello.
—Es de tu estimada madre —dijo, desenrollándolo y observando los caracteres en la creciente penumbra—. «Te saludo Ahmose, Señor de Toda la Vida. Debes saber que el doceavo día de Mekhir tu esposa dio a luz una hija. Aahmes-Nefertari se ha recuperado bien pero la niña es delgada. Vomita la leche de su nodriza y llora mucho. He obtenido leche de cabra para ella, la cual parece retener un poco más que la otra, pero el pronóstico del médico respecto a su supervivencia no es bueno. Tampoco lo es el nombre que eligieron para ella los astrólogos. Esperé a dictar esto para poder incluirlo. También esperaba que Aahmes-Nefertari te diera la noticia, pero se niega a comunicarse contigo. Está muy melancólica desde que volvimos con Tetisheri de Djeb y también temo por su salud.
»Los astrólogos insisten en que se llame a la niña Sat-Kamose. Aahmes-Nefertari recibió tal decisión con una apatía poco común en ella, pero tu abuela y yo estábamos enfadadas. Mandamos a los hombres otra vez al templo para que volvieran a hacer el horóscopo, y yo interrogué al Sumo Sacerdote Amonmose respecto a sus calificaciones, pero de nada nos valió. Los astrólogos son sacerdotes sabios y experimentados. Volvieron a hacer el horóscopo de la niña, pero se niegan a buscar otro nombre. Creo que tu aflicción por esta tragedia será tan grande como la mía. Si lo es, te ruego que vuelvas a casa. De tu última misiva concluyo que te has decidido por otro sitio, y, por tanto, sería posible que dejaras a tus generales a cargo del ejército por un tiempo. Si no puedes dejar Sharuhen por tu hija, quizá debieras hacerlo por tu esposa». —Ipi alzó la mirada.
—Eso es todo, Majestad. Aparte de los títulos y la firma de la reina, por supuesto. —Ahmose le miró a los ojos. La expresión amable del buen sirviente denotaba un sentimiento de solidaridad y preocupación.
—Gracias, Ipi —logró decir—. Enviaré la respuesta mañana. —Su tono indicaba que quería quedarse a solas. Ipi cogió su escribanía, que había dejado junto a la rodilla, se levantó, hizo su reverencia y desapareció en la creciente penumbra—. Limpiad esto y dejadme solo —dijo Ahmose a Akhtoy. Y alzándose sobre las piernas, que de pronto notaba débiles, caminó los pocos pasos que le separaban de la tienda y, una vez en el interior, bajó el toldo de la entrada.
Hekayib encendió una lámpara mientras Ahmose comía. Ahmose se quedó mirando el alabastro radiante, incapaz de avanzar. «Dioses, pobre niña, pobre Aahmes-Nefertari —pensó incoherentemente—. El Vidente me alertó y fue taxativo. Dijo “muerte”, pero de algún modo pensé que habría una esperanza». Sat Kamose. Las dos palabras resonaban en su cerebro y retumbaban en su corazón como una elegía. Sat Kamose, el nombre de un hombre asesinado y el de una diosa que se encontraba en la entrada del mundo subterráneo y que bañaba con el agua de la purificación a los muertos. «Estaba condenada desde el nacimiento —continuó pensando—. Marcada para Osiris en el seno de su madre. ¿Y qué será de Aahmes-Nefertari?».
Se movió entumecido hacia el sagrario de Amón, abrió las puertas y cayó al suelo ante la delicada imagen dorada del tótem de Weset, pero no pudo rezar. Su mente estaba embotada. Advirtió que la carta de Aahotep contenía una nota de crítica, además de preocupación. «Ruego» y «deberías», decía. Era cierto que nada adelantaba su presencia allí. La rutina monótona del sitio continuaría sin él. Los heraldos le informarían de cualquier cambio en la situación. No esperaba una rápida conclusión del problema de Sharuhen. Pero en su ausencia ocurrían cambios terribles en su casa, acontecimientos que sucedían semanas antes de que él sufriera el dolor. «Esta vez debes estar junto a Aahmes-Nefertari cuando muera la niña —le susurró el corazón—. Esta vez no debes fallarle. Si lo haces, la habrás perdido para siempre». Por fin pudo ponerse de rodillas. Cerrando los ojos y alzando las manos rogó al dios que se interpusiera entre Sat Kamose y la Salón de los juicios para que él pudiera tenerla viva en los brazos, al menos una vez.
Convocó a Akhtoy y dio órdenes de llenar los arcones. Mandó a buscar a Mesehti al establo para que tuviera listo su carro al amanecer y le dijo a Ankhmahor que preparara a los Seguidores para viajar a Weset. También fueron alertados Ipi y Khabekhnet. El heraldo que había llevado el rollo de papiro de Aahotep, fue enviado de inmediato al Delta con la orden a Paheri de tener una embarcación veloz esperando, con el doble del número habitual de remeros para que no hubiera necesidad de hacer paradas en la navegación por el Nilo. Cuando Akhtoy cerró el último arcón, Ahmose se fue a la cama, yaciendo en el lecho en la tienda vacía, mientras crecía la urgencia con un nudo de piedra en su interior más amenazador que los bloques de piedra que defendían a Apepa.
Cuando salió el sol, ya estaba alimentado y vestido. Hizo que Mesehti le llevara a donde la división de Amón se entrenaba. Las órdenes de los oficiales se oían con claridad en el aire frío de la mañana temprana. Turi observaba con expresión crítica desde el pequeño estrado que se había instalado junto al campo de adiestramiento. Cuando vio a Ahmose desmontar, saltó al suelo y se inclinó.
—¡Majestad, no esperaba verte hoy! —exclamó—. ¿Has venido a conducir personalmente las maniobras?
Ahmose negó con la cabeza.
—No. He recibido noticia de que nació mi hija, pero se está muriendo. Debo volver a casa.
Turi extendió una mano enguantada.
—Oh, Ahmose, lo siento —dijo—. Dile a Aahmes-Nefertari cuánto lo siento. —No había formalidad en las palabras de Turi. Conocía a la familia desde hacía mucho. Ahmose sonrió.
—Yo soy el jefe de todos los ejércitos, pero tú eres el general que manda mi principal división —dijo—. Quiero que ocupes mi lugar mientras yo no esté. Tienes autoridad para tomar las decisiones necesarias relativas a la eficiencia y el bienestar del ejército, Turi. Hay que ocuparse del abastecimiento de agua. Consulta a menudo con Abana. Da a los keftianos toda aquello razonable que reclamen. Espero informes regulares, pero no creo que haya nada nuevo. Destaca soldados para que vayan a cazar al pie de las montañas. Que se ocupen de proveeros de la carne fresca que encuentren. Pero insísteles en que deben mantenerse alejados de las tribus. No quiero otro frente de batalla en nuestro flanco este. —Respiró hondo—. Volveré cuando pueda, pero no hasta que esté seguro de que Aahmes-Nefertari no me necesita.
—Entiendo. ¿Cómo viajarás?
—En carro hasta Het-Uart, y luego en barco. Quizá hubiera sido más rápido embarcar en el Gran Verde en una de las naves que usamos para transportar agua, pero debo inspeccionar sobre la marcha los puestos que he dejado en la ruta terrestre a Egipto. Reúnete con todos los generales cada semana, Turi. El estado de ánimo de un ejército en sitio puede decaer rápidamente. Creo que es todo, a menos que me quieras preguntar algo. —Impulsivamente abrazó a su amigo. Turi le abrazó también sin reticencia antes de besar su mano.
—Que las plantas de tus pies se mantengan firmes, Majestad —dijo—. No te preocupes por Sharuhen. Y no dejes de enviar mis saludos a tu madre. —No quedaba más que decir, pero Ahmose de pronto se sintió renuente a partir. Por un instante observó a las tropas haciendo sus maniobras, al sol que ya estaba en lo alto. «Te enorgullecerías de cómo se han transformado los campesinos en soldados, Kamose», pensó, y subiendo a su carro dio la orden a Mesehti e inició el largo camino a Egipto.