Capítulo 13
No estaban lejos las habitaciones de las mujeres, situadas, como era de esperar, cerca de los aposentos privados de Apepa, y Ahmose se encontró frente a una nueva puerta doble mucho antes de sentirse preparado para ello. Los guardias que habían estado apoyados contra la pared del pasillo, hablando distendidos, se pusieron firmes cuando llegó, le saludaron y, ante su petición vacilante, abrieron. Sintió como si sus pies estuvieran hundidos en el fango del Nilo, pero se obligó a avanzar, seguido de Ramose. Las puertas se cerraron.
Lo primero que notó fue la luz. Había dos soportes que sostenían cuencos de alabastro y que lanzaban un fulgor aterciopelado en un cuarto agradable, con alfombras mullidas, sillas de cedro chapadas en plata, una mesa baja de ébano con tapa de cuadros de marfil, para juegos de tablero, y en un costado un delicado y pequeño sagrario.
—¡Tienes aceite! —estalló. La mujer, de pie junto a la mesa, no sonrió. Llevaba un manto de lana a cuadros rojos, azules y verdes, y sus pequeños pies calzaban botas bajas de cuero. Su largo pelo negro estaba sujeto por un pasador de oro. De sus orejas colgaban pendientes de lapislázuli, y del mismo material eran las pulseras en sus muñecas, y llevaba anillos en cada dedo de sus manos temblorosas. Estaba maquillada, los párpados cubiertos de una sombra oscura mezclada con polvo de oro, los ojos rodeados de kohl, la boca naranja de alheña. Allí, al fin, había alguien con suficiente dignidad para no buscar en el vino un escape frente al desastre. Ahmose la observó, con la boca tan seca que no podía tragar, su corazón golpeando con tal fuerza que pensó que se desmayaría.
—Por supuesto —dijo ella, y era la voz de Tani, un poco más profunda que la voz de niña que recordaba, un poco más decidida y con el acento de una persona de la corte—. Y también leña para mi brasero. Ser reina tiene sus ventajas, Ahmose, en particular durante un sitio. Me alegro de volver a verte.
No pudo contestar. Aquella criatura familiar y, sin embargo, totalmente extraña que le miraba con tanta calma le había dejado sin habla. Se quedó parado estúpidamente, rígido, y vio a aquellos grandes ojos de gacela que de pronto se humedecían.
—¡Me alegra volver a verte! —exclamó ella, y de pronto cruzó el cuarto corriendo, con el manto cayéndose. Él abrió sus brazos y la recibió en ellos, su cuerpo reconoció instantáneamente la vitalidad que siempre había tenido, la mejilla contra su cuello, las lágrimas calientes en su rostro.
—Tani —dijo ahogado—. Tani. Tani. Has crecido. Casi no te reconocí. ¡Qué hermosa estás!
Ella reía y lloraba, abrazándole, palmeando su espalda, diciendo cosas ininteligibles, pero aún no podía hablar, su corazón estaba muy lleno. Durante largo rato permanecieron abrazados. Cuando finalmente se separaron, se volvió hacia Ramose. Él esperaba rígido, con los brazos en los costados, pero ella le cogió de las muñecas, mirando su rostro tenso.
—Y tú, Ramose. Estás vivo. ¡Estás vivo! Cuando te fuiste de aquí no supe más de ti. Me vi obligada a suponer que Kethuna te había puesto en la vanguardia en la batalla y que habías muerto.
Ramose le cogió las manos y las besó antes de dejarlas caer.
—Él quería que muriera, pero no tuvo éxito —contestó con voz gruesa—. Kethuna murió.
—Soy tan feliz. —Ella quería coger nuevamente a su hermano, tocando sus dedos y luego asiéndolos—. Cuéntamelo todo, Ahmose. ¿Cómo está nuestra madre? ¿La abuela sigue viva? ¿Te casaste con Aahmes-Nefertari? ¿Tenéis hijos?
«No sabe nada —advirtió Ahmose, permitiendo que le condujera a una silla—. Nosotros al menos sabíamos que había sobrevivido y que fue tratada con cortesía, pero cómo habrá sido para ella, teniendo por heraldo sólo los fantasmas de su imaginación. Ramose pudo decirle tan poco en el tiempo que le permitieron verla». Se sentó y ella lo hizo frente a él.
—Ramose, ven junto a mí —le llamó ella. Obediente, cogió otra silla, pero ella volvió su atención a Ahmose—. Tú eres el Horus de Oro, el campeón de Ma’at —continuó, con el llanto asomando en su voz—. Eres el vencedor. Nadie en Het-Uart lo creía posible.
Entonces pudo hablar y, con los ojos de ella fijos en los suyos, le contó de la vida en Weset, la rebelión de los príncipes, el asesinato de Kamose y que él había sido herido, el florecimiento de Aahmes-Nefertari y, con dificultad, la muerte de sus hijos. No habló de sus campañas, la planificación de los sitios, la derrota de Pezedkhu por Abana. Ella había conocido esas cosas, aunque desde un punto de vista diferente. Cuando terminó, Tani dio unas palmadas con fuerza y de un cuarto interior llegó una sirvienta que se inclinó.
—¡Heket! —exclamó Ahmose—. Conque sigues al servicio de mi hermana.
—Sí —dijo la mujer con presteza—. Y espero que puedas persuadirla de volver a casa, príncipe. Extraño el desierto y a mi familia. «Ella tampoco sabe nada —se dijo Ahmose con una sensación de impotencia—. Ambas han estado en una burbuja de tiempo creada aquí, en Het-Uart, por Apepa, mientras fuera todo Egipto ha cambiado».
—¡Por supuesto que volverá a casa! —intervino Ramose con fuerza—. Todo ha terminado. Ya no es rehén. Está libre.
Pero Tani sacudió su cabeza.
—Trae vino y copas, Heket —ordenó—. Debe de quedar una vasija en la mesa, junto a mi lecho. No, Ramose —dijo ella descontenta—. No es así. Le hice una promesa a mi marido.
—¿Qué quieres decir? —inquirió él—. ¿Qué promesa? Tani. El usurpador se ha ido. Todo lo que tienes que hacer es que Heket empaque tus pertenencias, subirte a una embarcación y volver por el río a Weset. O aún mejor, a Khemmenu, donde firmaremos un contrato de matrimonio y al fin entrarás en mi casa como mi esposa. —Su voz se había alzado. Apretaba los puños contra las rodillas, inclinado, como si notara dolor. Ahmose hizo un gesto para detener el flujo de palabras cada vez más vehementes.
—¿Qué sucede, Tani? —dijo afablemente. Sus labios empezaron a temblar.
—Apepa quería que le acompañara —dijo en un medio susurro—. Uazet, su primera esposa, y sus hijos y varias de sus otras esposas, todos se fueron. Pero yo pedí que me permitieran quedarme en la ciudad para poder volver a verte, Ahmose. Aceptó pero me hizo jurar ante mi sagrario de Amón que no te diría adónde ha ido. En cuanto a casamos… —Se volvió hacia Ramose, con la voz descontrolada, y sus palabras se hicieron difíciles de entender—. Ya estoy casada. Tengo un marido. Firmé un contrato con él. —Ramose saltó de su silla y se plantó delante de ella, con las manos en las caderas. Él temblaba también, pero Ahmose, observándole, tuvo la intuición inmediata de que la ira que le consumía no se debía a amor o a desconcierto. Era una ira producto puramente de la frustración.
—¡No tienes ninguna obligación hacia ese hombre! —gritó-I ¡Destrozó a tu familia! ¡Te tuvo prisionera aquí! ¡Te sedujo para causar a Kamose la mayor agonía posible! ¡No le perteneces de acuerdo con las reglas de decencia de Ma’at! ¡Me perteneces!
Ella se cogió el rostro con ambas manos y comenzó a mecerse.
—¡Soy su esposa! —dijo entre llantos—. ¡Es mi marido! ¡Me ha tratado en forma honorable! ¡No puedo abandonarle ahora que lo ha perdido todo! —Ahmose, horrorizado, puso una mano en su espalda caliente. Su gesto la calmó de inmediato—. Ramose, no puedo casarme contigo —dijo casi incoherente, enredándose con las palabras—. No fui obligada a firmar ese contrato. No me amenazó. Escribí mi nombre y mi título por propia voluntad.
Él se agachó lentamente hasta que su rostro quedó a la misma altura que el de Tani. Por un largo momento observó sus ojos y luego se enderezó.
—Le amas —dijo embotado—. Lo veo pero no lo creo. Amas a esa abominación. Entonces te maldigo, reina Tautha. Os merecéis el uno al otro. —Giró sobre sus talones, fue hasta la puerta, la abrió de un tirón y se fue.
Tani respiró temblando. Heket, que se había quedado estupefacta, se adelantó, dejando en la mesa las copas y sirviendo el vino. Tani alzó la suya y bebió rápidamente, con ambas manos en torno de la base de la copa. Ahmose no se movió.
—¿Es cierto? —le preguntó en tono neutro. Ella asintió.
—Sí. Oh, perdóname, Ahmose, y trata de entender. Cuando vine a Het-Uart era poco más que una niña, aterrorizada y sola, adorando a Ramose, extrañando a mi familia, y cuando supe que Kamose había iniciado una nueva revuelta estaba segura de que Apepa me ejecutaría por su desobediencia. Pero me equivoqué. —Bebió otro trago de vino y luego lo dejó en la mesa baja y alejó la copa—. Fue cariñoso y amable. Me habló, me dio regalos, me dijo que admiraba a los Tao por su coraje, aunque se viera obligado a luchar contra ellos por su traición. Él sabía de mi confusión. Fue tan paciente. —Se frotó las mejillas húmedas, luego se quedó mirándose las manos. No quería mirar a Ahmose—. No me enamoré de él como me sucedió con Ramose —continuó en voz baja—. Ese amor era feroz y me consumía, y cuando murió, como sucede con el primer amor, dejó un eco que aún me duele. —Esbozó una sonrisa—. Mi amor por Apepa creció lentamente. Es una emoción sólida y duradera, Ahmose. No pido disculpas por ella.
—Esperábamos que la niña que nos dejó volviera como niña —respondió Ahmose con torpeza—. Era una esperanza cruel e irreal. No tienes la culpa, querida Tani. Te hemos amado y odiado desde que supimos que te casaste con nuestro enemigo, pero ahora veo que no merecías nuestro odio. Hiciste algo más que sobrevivir aquí y estoy orgulloso de ti. —Ella se volvió conmocionada y él cogió su rostro entre sus palmas—. Ramose aún no lo sabe, pero en realidad ya no te ama —continuó cauteloso—. Convirtió su amor en una fantasía permanente para poder conservar la cordura a pesar de los terribles padecimientos que soportó. Ahora quizá conozca la verdadera libertad, por primera vez desde que nuestro padre le permitió cortejarte oficialmente. Y tú, Tani, también eres libre. Puedes volver a casa.
—No —dijo con más fuerza—. No, Ahmose. No quiero volver a ver Weset. Quiero ir junto a mi esposo.
—¿Dónde está?
—Ya te he dicho que no puedo decírtelo. Juré no hacerlo.
Ahmose se levantó de la silla.
—¡Tani, debo encontrarle, sin duda lo comprendes! —protestó—. ¡No puedo permitir que quede en libertad para formar un nuevo ejército y tratar de recuperar el Delta! ¡No volveré a dormir tranquilo si queda libre para andar por Rethennu! —Su rostro quedó marcado por una expresión obstinada. Ahmose la recordó de cuando ella era más joven y sintió el dolor de una pérdida casi insoportable.
—¿Qué pensarías si Aahmes-Nefertari te traicionara de ese modo? —preguntó—. Especialmente si juró no hacerlo.
—Pero Tani, tu silencio es traición, ¿no lo entiendes? —la urgió—. Apepa es un enemigo de Egipto y si le ayudas, incluso indirectamente con tu silencio, eres culpable de traición.
—Entonces tendrás que ejecutarme —dijo con resolución. Ella también se alzó, cruzando los brazos—. No sólo di mi palabra sino que juré por Amón. Es un juramento que no puedo quebrar. Si lo hago correré el peligro de que la balanza en el Salón del Juicio condene mi ka. Harás conmigo lo que te plazca. —Ahmose arrugó los labios y la observó.
—No quieres decírmelo, ¿verdad? —dijo—. Realmente le amas. —Tani no contestó. Él se encogió de hombros—. No puedo liberarte para que te vayas sola en dirección a Rethennu, aunque supongo que podría hacerte seguir —dijo, pensando en voz alta—. Ni puedes quedarte aquí. Todo lo que puedo hacer es encerrarte en mi tienda y hacerte vigilar para que no te escapes. Oh, Tani —concluyó con tristeza—. Te escaparías, ¿no es cierto? —Ella se mordió el labio y agachó la cabeza. Ahmose pensó un momento antes de volverse hacia la sirvienta—. ¡Heket! —le ordenó—. Coge las posesiones de tu ama y enviaré a alguien para que las lleve a mi campamento. Tani, ven conmigo. —Sin mediar palabra, ella fue hasta donde estaba tirado su manto, lo cogió y, volviendo a colocarlo sobre sus hombros, fue hasta la puerta.
Al salir, Ahmose ordenó a los dos soldados que le siguieran y, con Tani encabezando la marcha, atravesaron el palacio vacío. Tani caminó en silencio y Ahmose, mirando las borlas coloreadas de su manto que se arrastraban por el suelo, a sus pies, se preguntó qué estaría pensando. Se desorientó de inmediato, pero ella avanzó confiada por los pasillos tortuosos, arrastrando una mano por la pared, y sus botas de cuero no hacían ningún ruido.
Al cabo de un rato Ahmose vio luz y, casi de inmediato, Tani se hizo a un lado. Sebek-Khu, Ankhmahor y los Seguidores llegaban envueltos en la luz de una antorcha. Ankhmahor llevaba una gran caja. Inclinándose levemente, Sebek-Khu no perdió el tiempo.
—El trono de Horus ha desaparecido, Majestad —dijo—. También las Insignias Reales. Las buscamos por todas partes. —Tani dio un paso al frente.
—Los buscarán en vano —dijo—. Mi marido se ha llevado el Trono y las Insignias con él. Creo que es una pequeña venganza.
—¿Una pequeña venganza? —Ahmose escupió—. ¿El trono de la divinidad y los símbolos de su poder y clemencia? En el nombre de Amón, Tani, ¿qué te pasa? —Se calmó—. General, príncipe, ésta es mi hermana, la reina Tautha, esposa de Apepa.
Abrieron los ojos sorprendidos y luego les invadió una compasión profunda. Ahmose se sintió sucio y dominado por las náuseas.
—Ankhmahor, ¿qué tienes ahí? —inquirió con los dientes apretados.
Ankhmahor le pasó la caja.
—Estaba en el estrado, en la gran sala de recepción donde supongo que habían colocado el Trono de Horus —le dijo Ankhmahor. Alzó la tapa.
Era un tocado con forma de bulbo, de tela almidonada azul oscuro, que formaba dos ondas sobre las orejas y estaba cubierto de pequeños discos de oro. Ahmose lo sacó a la luz. De la parte de atrás salían dos cintas, también azules. En el centro de la banda de oro, que descansaría en la frente, había un hueco. Ahmose la tocó con recelo.
—¿Qué es esto? —dijo.
—Es una corona setiu —le contestó Tani—. Apepa la usaba a menudo. Te la dejó como tributo.
De inmediato Ahmose la tiró en la caja. Quería destrozarla y aplastar sus restos bajo los pies, como había hecho con el sello de Apepa, pero sabía que no debía perder lo último de control de sí mismo que le quedaba, porque entonces se le haría muy fuerte el deseo de matar a diestro y siniestro.
—No es ningún tributo —dijo con voz gruesa—. Es una ofensa. Se lleva el Hedjet, el Deshret, la Heka y la Nekhakha, las posesiones reales más sagradas de Egipto, y en su lugar deja una muestra de la blasfemia setiu. Supongo que colocaba el Ureus Sagrado en el hueco cuando lo deseaba, pero, por supuesto, eso es parte de la Doble Corona. No lo dejaría. —Devolvió bruscamente la caja a Ankhmahor—. Llévalo a mi tienda, y también a la reina Tautha —le ordenó—. Ordena a algunos de los Seguidores que la vigilen. No debe salir. Dile a Akhtoy que instale un lecho para ella. —Tani puso tentativamente una mano en su brazo, pero la apartó—. Lo encontraré aunque me lleve el resto de mi vida —dijo con amargura—. Debo obligar al ladrón a devolver los objetos valiosos que se llevó antes de castigarle. —Ankhmahor se inclinó y vaciló, y Tani interpretó correctamente su mirada. Antes de que pudiera tocarla pasó junto a él y Ankhmahor y sus hombres la siguieron en las penumbras.
—Estamos cerca de la sala del trono, Majestad —dijo Sebek-Khu—. Ven y descansa un rato.
«Me siento como si nunca hubiese dormido y nunca lo volviera a hacer —pensó Ahmose, permitiendo que el general le guiara—. ¿Cómo puede semejante triunfo mezclarse con tanto dolor?».
Había unos cuantos soldados con velas dando vueltas por el cuarto, cuando Ahmose entró, sus voces hacían eco en el techo que no alcanzaba a ver. Pero la mirada de Ahmose se posó en el estrado desnudo y en la fila de columnas a través de las cuales podía verse el cielo. Las estrellas comenzaban a palidecer. Fue hasta los escalones que subían a la plataforma y se sentó, relajando los músculos.
—¡Vaya noche, Majestad! —dijo Sebek-Khu—. Aún no puedo creer que se ha terminado el sitio.
—Yo tenía la esperanza de que todo hubiese terminado, de que todo estuviera en su sitio —murmuró Ahmose—. Pero no es así. Tendré que organizar una invasión a gran escala de Rethennu para terminar con toda esta triste historia. Sebek-Khu, ¿qué desea Amón? Quisiera saberlo.
Oyó la conmoción antes de ver la causa, un alboroto de voces excitadas que se acercaban y finalmente entraban con sus antorchas encendidas. Abana se acercó, con el anillo de Pezedkhu reflejando la luz en la cadena dorada en tomo de su cuello y su primo Zaa trotando junto a él, y un grupo de marineros detrás que rodeaban a un hombre y tres mujeres. Tenían las manos atadas delante. La mujer más joven estaba aterrorizada. Jadeaba y lloraba.
—¡Majestad, tengo noticias! —gritó Abana antes de llegar junto a Ahmose e inclinarse—. ¡Estos setiu son mis prisioneros! —Ahmose recordó su orden de que detuvieran a todo setiu que estuviera en las cercanías de la ciudad, pero una mirada le dijo que el hombre con la barba desordenada y la expresión adusta no era Apepa. Los ojos de Abana bailaban en las llamas anaranjadas. Ahmose no se alzó.
—Cuéntame —le contestó.
—Tú me mandaste buscar —comenzó Abana con un gesto ampuloso—. Y yo había recibido la orden que tu jefe de heraldos pasaba a todos los oficiales, así deduje que no habíais encontrado a Apepa en el palacio. Pero antes de poder responder a tu convocatoria me encontré con un asunto un tanto confuso. Mis marineros habían estado durmiendo en la orilla, como tú graciosamente permitiste, y las naves estaban sin tripulación, salvo por dos centinelas en cada una. No estábamos preparados para la repentina apertura de las puertas y el río de gente que salió. Debo confesar que por una vez mis hombres y yo nos vimos sorprendidos. —Hizo una pausa, con una expresión de abatimiento tan adecuada como falsa—. El Norte, bajo el capitán Qar, estaba fondeado casi exactamente frente a las puertas de la Entrada Real y yo no estaba lejos. Tanto Qar como yo estábamos durmiendo en la orilla norte del afluente. Cuando desperté, la primera gran oleada de ciudadanos había cruzado el puente tendido por los hombres de Montu y se desparramaba por la orilla, al alcance de las rampas de las naves.
—Almirante, has equivocado tu vocación. —Le interrumpió Ahmose, animado a su pesar—. Debiste haberte dedicado a contar cuentos por los pueblos.
—Majestad, me ofendes —retomó Abana con tono digno—. Es necesario que te describa la escena. ¿Puedo continuar?
—Debes. —Ahmose había comenzado a sonreír.
—Había tal multitud de gente corriendo y llorando que ni Qar ni yo ni ninguno de tus capitanes podíamos ver al principio lo que sucedía. Y tú habías ordenado que había que permitir pasar a los setiu sin molestarles. No parecían interesados en las embarcaciones. Desaparecían en los campos y huertos. Pero cuando su número fue menor, Qar advirtió que el Norte había desaparecido. —Ahmose se sentó, alerta de pronto—. Los cuerpos de los dos centinelas llegaron flotando a la orilla. No había señal del Norte por ninguna parte. Qar no tiene la culpa —afirmó Abana insistente—. Había mucho caos y estaba muy oscuro. De inmediato entendí lo que había sucedido. Apepa y sus guardias, y quizá su familia, se habían disfrazado de campesinos, lograron subir sigilosamente al Norte y se fueron remando en medio del éxodo que el mismo Apepa había organizado. —Su voz expresaba una genuina admiración—. Fue una estratagema audaz.
—Sí, es verdad. —Ahmose se había alzado y el cansancio le abandonó.
—Oh, es verdad —le aseguró Abana orgulloso—. Entonces llegó la orden de detener a los setiu. Zaa y yo pescamos a estos tres peces sospechosos. Una mirada a sus manos suaves y su piel pálida me convenció de que eran tan campesinos como yo. Lo que es más, no saben mentir. Este hombre —se volvió y arrastró a su prisionero por la cuerda que llevaba atada a las muñecas—, este hombre trató de convencerme de que es comerciante, pero tenía restos de alheña en las palmas de las manos. Zaa y yo les llevamos a bordo del Brillando en Mennofer. Pusimos cabeza abajo a esa pequeña hermosura y la colgamos por la borda. Zaa sostuvo una pierna y yo la otra. ¡Era algo digno de verse! —Sonrió—. Para cuando ella había acabado de gritar y su madre y hermana de rogarnos que no la ahogáramos, su padre ya nos lo había dicho todo. —Se inclinó—. Majestad, tienes ante ti a Yamusa, heraldo de Apepa. Su amo está camino de la ciudad fortificada de Sharuhen, en Rethennu, con su primera esposa, Uazet; el jefe de sus escribas, Yku Didi; los hijos reales, Apepa y Kypenpen; y otros de la carnada real. Desgraciadamente, creo que es demasiado tarde para alcanzarles antes de que lleguen a su destino. Habrán salido directo al Gran Verde y virado al este por la costa, y creo que Sharuhen está a corta distancia de la misma.
Ahmose caminó hacia él y brevemente le acercó a sí.
—Abana, logras constantemente sorprenderme y deleitarme —dijo—. Bien hecho. Has abierto el camino ante mí. —Los hombres que inspeccionaban el salón se habían acercado al grupo al pie del estrado y escuchado la historia de Abana con atención. Ahora, viendo que el rey abrazaba a su almirante, surgió de ellos un murmullo de aprobación. Abana hincó una rodilla.
—Majestad, que me toques es el mayor privilegio que puedes dar a uno de tus súbditos —exclamó—. ¡Es un verdadero honor!
—Levántate —dijo Ahmose. Miraba a los cuatro prisioneros sin mucho interés—. Te he dado suficiente oro para que no te falten lentejas durante el resto de tu vida, Abana. ¿Quieres quedarte con estos setiu? —Yamusa lanzó una exclamación y su esposa comenzó a llorar—. ¡Silencio! —ordenó Ahmose, y el sonido golpeó las paredes y volvió amplificado en el vacío del salón—. No había palabra que significara «esclavo» en nuestro idioma hasta que vuestros antepasados la trajeron. ¿Abana? El principe parecía dubitativo.
—Los cortesanos no son buenos para el trabajo físico, Majestad —comentó—. Y quizá sería imprudente poner a extranjeros en puestos de responsabilidad. Se podría adiestrar a las dos muchachas para hacer tareas domésticas o, incluso, como sirvientas; pero Yamusa es heraldo. Quizá pueda aprender con mi escriba del grano a hacer el recuento cuando almacenan la cosecha en el granero —observó su agitación—. No os preocupéis —dijo con desdén—. Los que vivimos bajo el manto de Ma’at no somos crueles. Tratamos bien a nuestros sirvientes. Gracias, Majestad. Les llevaré conmigo. —Chasqueó los dedos y sus marineros les sacaron del cuarto. La mujer seguía llorando—. ¿Cuándo saldremos para Sharuhen?
—En cuanto podamos —respondió Ahmose—. Tienes mi gratitud, príncipe. Puedes irte. —Sebek-Khu había llegado junto a él-I Asegúrate de que el palacio esté vacío y luego préndele fuego— ordenó al general. —Cada mueble, cada adorno colgado en las paredes, cada lecho y cada pieza de tela. No habrá saqueo. Ni una copa de plata ha de salir de este edificio. Quémalo todo y luego arrasa lo que quede. Pero la muralla norte, más allá de estos terrenos, fue erigida por mi antepasado, Osiris Senwasret. Que quede en pie.
—¿Y qué haremos con la ciudad? —quiso saber Sebek-Khu. Ahmose vaciló. Le hubiera gustado ordenar su completa destrucción, pero hubiera exigido tiempo y un esfuerzo más allá de lo necesario.
—Es un agujero pestilente —admitió—. Y supongo que también habrá que arrasarla. Sin embargo, está en buena situación para el comercio que venga al Delta desde el Gran Verde. Pensaré en volverla a poblar. Las defensas y el montículo del norte deben desmantelarse. Tu división y la de Horus, bajo Khety, pueden encargarse. Diez mil hombres bastarán para derribarlas.
Dejó la sala del trono con los demás Seguidores y, guiado por uno de los oficiales de Sebek-Khu, salió al exterior. La oscuridad iba cediendo y las estrellas palidecían. Ahmose aspiró hondo. El aire estaba enrarecido y muy quieto. Ra aún no respiraba, aunque se acercaba el momento de su nacimiento. Dejando partir al oficial y diciéndole que podían soltar al alcalde Semken, Ahmose recorrió rápidamente los restos disecados del jardín de Apepa y pasó por las altas puertas. Allí se encontró con Turi, y Makhu ya había vuelto con el carro, pero Ahmose se demoró.
—Quiero ver el sol alzarse desde aquí, desde el centro de Het-Uart —le dijo a su amigo—. No tardará mucho. Camina conmigo, Turi. El amanecer es fresco.
Durante un tiempo pasearon frente al muro. Gran número de soldados entraba y salía por las puertas. Los caballos esperaban pacientes, con la cabeza gacha, resoplando ligeramente. Makhu estaba sentado en el suelo del carro, con las riendas al hombro. Fuera de la ciudad la neblina cubría las copas inmóviles de las palmeras y el horizonte aún seguía perdido en un gris suave y perlado.
De pronto Turi tropezó y, agachándose, alzó lo que se había enganchado en su sandalia. Quitando la tierra, lo examinó por encima y luego prestó más atención. Era un talismán o parte de un amuleto, aproximadamente del largo de la palma de su mano, y al estudiarlo apareció una expresión de asco en su rostro.
—Majestad, mira esto —dijo, pasándolo a Ahmose.
A primera vista parecía el trabajo de un artista chapucero, una figura arrodillada cuya cabeza era muy grande, el torso muy corto e indefinido y las extremidades inferiores del revés, de modo que presentaba las nalgas cubiertas. Pero, al observarlo, Ahmose vio que en realidad eran dos figuras. La superior tenía los ojos rasgados, sin pupilas, encima de una nariz delgada y una boca con una ancha sonrisa. A pesar de la caricatura hábilmente dibujada, los rasgos eran indudablemente setiu. Su rostro estaba levemente inclinado, lo que le daba una expresión avara y depredadora. Llevaba un tocado burlesco y tableado y de su frente surgía una representación tosca de una serpiente que se enroscaba hacia atrás.
Bajo las orejeras del tocado salían los brazos extendidos, terminados en dedos huesudos y con forma de garra que cogían los codos aprisionados de una segunda figura arrodillada, la cual tenía la cabeza perdida en la sombra del cuello de la primera, las rodillas dobladas y separadas, la cintura hundida y soportando tensa el dolor que le causaba esa posición.
—Mira con atención los pies —dijo Turi afablemente. Ahmose lo hizo, sin saber qué debía ver. Sorprendido, miró a Turi—. La pierna del egipcio ha sido rota —le mostró Turi—. Un pie está vuelto hacia arriba, mostrando la planta, como es normal cuando uno se arrodilla. Pero el otro está plano. No se puede ver el empeine. Ha sido torturado. Hay odio en esa figurilla.
Ahmose quería lanzarlo lejos, pero se encontró sosteniéndolo.
—Fue hecho con un molde —dijo—. Podría haber docenas, cientos de ellos desparramados por Het-Uart. Esto no es desprecio, Turi, tienes razón, es odio. —Sus dedos se cerraron en tomo de la figurilla, como si su carne pudiera aislarle de su hedor y corrupción. En aquel momento una ligera brisa tocó su mejilla. Alzó la cabeza. Todo el horizonte oriental estaba escarlata y en el centro de su mirada el cielo centelleaba. En el momento que miró, Ra asomaba por el horizonte, alzándose triunfante sobre un Egipto libre y unido después de muchos hentis, y Ahmose se quedó allí, con lágrimas en las mejillas y el símbolo de todo lo que había conquistado apretado en su mano.
Tani estaba profundamente dormida cuando entró en su tienda, los arcones que contenían sus pertenencias estaban apilados ordenadamente contra una pared, y Heket, también perdida en el sueño, acostada en una estera a su lado. Ahmose tenía hambre, pero necesitaba descansar. Tras avisar a Akhtoy de que le despertara al mediodía, rápidamente se quitó las sandalias, el shenti y el casco, cayó en su catre, y se durmió casi al instante. Cuando despertó, el aroma de pan recién horneado llenaba la tienda y aún tenía en la mano el amuleto setiu. Akhtoy lo cogió, hizo una mueca breve al verlo y lo tiró a la caja de joyas.
—Tu hermana pasea junto al agua en compañía de Heket y un guardia —respondió a la pregunta de Ahmose—. Comió muy poco al despertar, Majestad. Pareció agradarle encontrarse conmigo, tanto como a mí con ella. —Vaciló, sufriendo la agonía de una amable indecisión escrita en su rostro—. Perdona, Majestad, ¿cómo he de dirigirme a ella y cómo debo servirla? Un campamento del ejército no es lugar para una princesa.
Ahmose se había sentado y observaba el contenido de la bandeja que Akhtoy había llevado. Detrás del mayordomo, Hekayib se movía silencioso en torno de un cuenco con agua hirviente, navaja en mano y una tela limpia en el otro brazo. Ahmose suspiró ruidosamente.
—Lo sé —dijo—. Quiero enviarla a Weset, pero temo que no irá. Debes llamarla reina Tautha, Akhtoy, y tratarla con la deferencia que corresponde a su título. Supongo que se ha convertido en mi prisionera —continuó apesadumbrado—. Ve junto al escriba de la distribución de la división de Turi y pídele una tienda de oficial para ella. Después, envíame a Ipi y a Khabekhnet. Y manténla fuera hasta que me lave y afeite.
Comió y bebió con placer, se quedó sentado tranquilo mientras Hekayib le afeitaba la cara y el cráneo, y permitió que le vistieran, disfrutando cada momento de su liberación. Porque de eso se trataba. Liberación. Su determinación de perseguir a Apepa se había visto reforzada al ver el pequeño amuleto, pero montar una campaña contra Rethennu no sería lo mismo que tomar Het-Uart. Estaría dejando un Egipto impoluto del que se habían eliminado los últimos vestigios de ocupación foránea. En los últimos años, Rethennu había enviado un mar de soldados al Delta. Los príncipes se habían quedado sin hombres para sostener el debilitado control de Apepa sobre el país. Ahmose no preveía una larga lucha para llegar a Sharuhen. Era el momento de enviar exploradores a observar la fortaleza.
Hekayib acababa de atar las sandalias de Ahmose y estaba arreglando su mesa de cosméticos cuando Tani volvió. Entró en la tienda vacilante, casi tímida, con su manto multicolor y el color del rostro mejorado por el fresco aire de la mañana. Ahmose la saludó y la invitó a sentarse. Ella lo hizo cautelosa, sentándose en el borde del taburete y mirándole con cierta desconfianza. Se sintió irritado por su quisquillosidad. Era su hermana, su sangre, sacrificada por Kamose y que ahora volvía a él sana y salva. «Debería sentirme feliz de verla —pensó—. Pero todo lo que quiero es castigarla. Quizá estoy enfadado porque no me gusta imaginar que Apepa tiene bondad o misericordia en su carácter. Quiero acabar con un monstruo, no matar a un hombre».
—Akhtoy no ha cambiado —comenzó ella—. Está exactamente igual. Está buscándome una tienda.
—Sí.
—No es necesario hacemos vigilar todo el tiempo, Ahmose. Aunque quisiera escapar, no creo que Heket y yo llegáramos muy lejos por nuestra cuenta. ¿Qué opinas?
Él la observó atentamente.
—No lo sé —dijo taimado—. Ya no te conozco, Tani. Quizá seas capaz de irte hasta Sharuhen. Eso es lo que quieres, ¿no es cierto? —Sus ojos se nublaron y ella se inclinó.
—¡Sí, más que nada en el mundo! —dijo—. Por favor, no me envíes a Weset, Ahmose. Ya no es mi hogar. Si lo haces me iré en cuanto pueda escaparme. Apepa es mi hogar. Él me necesita.
—No me repitas tu discurso —la interrumpió bruscamente—. Apepa tiene casi el doble de mi edad y tú eres tres años más joven que yo. Puedo entender su deseo de tenerte en su cama pero no me ofendas fingiendo que sientes afecto por él.
Los rasgos de Tani se afearon.
—Pero es así —exclamó—. ¡De qué sirve! Encadéname y envíame junto a mi madre, cuyo perdón y condescendencia me quemarán como los carbones encendidos de un brasero. Y junto a mi abuela, que no se molestará en ocultar su desprecio por mí. Y mi hermana, que ahora es reina y no perderá la oportunidad de recordarme que es mucho mejor ser reina de Egipto que esposa de un jefe fugitivo.
Ahmose tragó incómodo. Su estallido se acercaba más a la realidad de lo que él hubiera querido admitir. No la recordaba tan astuta. «Quizá tiene razón —pensó. Y la idea le sorprendió—. Quizá no vuelva a ser bienvenida en Egipto llevando la lacra setiu. ¿Qué sería en la corte de Weset sino una curiosidad?».
—Un ejército en marcha no es lugar para ti —dijo—. No tenemos literas. No puedes viajar en un carro todo el día.
—¡Pero podría ir sentada! —interrumpió ella impaciente, previendo su victoria—. ¡Podría ir a tus pies, detrás de tu conductor! Los ejércitos no van a la carrera, Ahmose. ¿Me llevarás contigo?
—Pienso matarle y también a sus hijos —dijo Ahmose pesadamente—. Su linaje debe extinguirse de modo que no quede ninguna amenaza para Egipto. No hay ruego que vaya a hacerme cambiar de opinión cuando me enfrente a él, Tani. Hay mucho en juego para que me preocupe por tu lealtad equívoca.
—Lo sé. No pensaré en eso ahora. ¿Me llevarás, Ahmose? Por el amor que alguna vez nos tuvimos.
—Aún te amamos, Tani —dijo, pero mentía y supo que era así—. Sí, te llevaré a Sharuhen. Que disfrutes el viaje.
Fueron interrumpidos por Ipi y Khabekhnet, y Ahmose agradeció poder ocuparse de asuntos más agradables. Deseaba que ella se fuera mientras daba instrucciones, pero no podía esperar que se quedara esperando fuera mientras lo hacía.
—Ipi, copia estas órdenes para que Khabekhnet las transmita —dijo. Ipi ya se había sentado cruzado de piernas en el suelo y preparaba su escribanía—. Los exploradores de las siguientes divisiones deben partir para Sharuhen de inmediato. Amón, Ra, Ptah, Tot y Osiris. Deben tomar el Camino de Horus y entrar en contacto con los generales Iymery y Neferseshemptah. Esas dos divisiones, Khonsu y Anubis, permanecerán en el Delta por ahora. Luego los exploradores pueden continuar hasta la Muralla de los Príncipes y desde allí a Rethennu. Yo les seguiré casi de inmediato y esperaré sus informes lo antes posible. Haz seis copias, una para cada explorador y otra para tus archivos. Khabekhnet, cuando las hayas entregado, envía heraldos a transmitir la noticia de la caída de Het-Uart por todo el país. Que se anuncie en cada aldea, pero designa uno para que vaya directo a Weset con un rollo para la reina, que dictaré en cuanto Ipi haya preparado las órdenes para los exploradores. ¿Comprendido? —Khabekhnet asintió—. Y di al general Hor-Aha y al príncipe Abana que se requerirán diez naves, y a sus respectivas tripulaciones de medjay, para que vayan por el afluente hacia el Gran Verde y atajen toda ayuda a Sharuhen desde el mar. Eso debiera ser desafío suficiente para mi impulsivo almirante. Eso es todo. —Hicieron sus reverencias y abandonaron la tienda. Tani se movió.
—Cinco divisiones —dijo ella—. Veinticinco mil hombres. ¿Crees que podrás tomar Sharuhen con tan pocos, Ahmose?
—No creo que encuentre resistencia en el camino. Rethennu está exhausta —respondió de mal talante—. Si me encuentro con problemas siempre puedo recurrir muy rápidamente a las dos divisiones del Delta oriental. Yo… —Se interrumpió de pronto, consciente de que estaba a punto de comentar su estrategia con un enemigo. ¿Qué pasaba si Tani lograba escapar de su vigilancia en algún punto cercano a Sharuhen y corría a alertar a su marido de que venía el ejército egipcio? ¿Haría una cosa así? ¿Su cambio de bando la llevaría a una traición activa? Ella esperaba que continuara, alerta, los ojos delatando su concentración, pero él no veía nada furtivo en su expresión. Era tan abierta como siempre. Tani nunca había podido ocultar sus pensamientos—. Más que eso no puedo prever —concluyó desanimado—. Los exploradores nos describirán Sharuhen.
—Es una fortaleza poderosa —dijo inesperadamente—. Una ciudad amurallada como Het-Uart, pero con la ventaja de un marque protege su flanco occidental. Me lo dijo Pezedkhu. No será fácil de conquistar, Ahmose. —De inmediato, él se avergonzó de sus pensamientos acusatorios.
—Pero la conquistaré —dijo enfáticamente para ocultar su incomodidad.
Se oyeron voces que provenían del exterior y casi de inmediato se alzó el toldo de la entrada. Ahmose esperaba ver a Ankhmahor, pero fue Ramose quien se adelantó. Se inclinó reverente ante los dos, algo que a menudo se olvidaba de hacer y por lo que Ahmose le perdonaba. Obviamente tenía algo importante en mente.
—Majestad, quisiera hablar contigo en privado —dijo. No miró a Tani. Ésta se levantó de inmediato y puso el grueso manto a los hombros.
—Iré a ver si mi tienda está lista —dijo. Al pasar junto a Ramose se detuvo, pero él mantuvo la mirada en Ahmose y, con un suspiro apenas audible, Tani salió.
—Siéntate —le ofreció Ahmose—. Lamento que tus esperanzas se hayan truncado, Ramose. Debes de sentirte como si tu alma estuviera bañada en ácido. —Ramose se sentó en el taburete que Tani dejó. No respondió a la invitación implícita de Ahmose a desahogarse. En cambio dijo:
—Marcharás sobre Sharuhen la próxima semana, Ahmose.
Ahmose asintió.
—Entonces tengo una petición. —Se pasó una mano por el pelo—. Espero que no me consideres desleal o voluble con relación a Tani cuando la escuches. Los dioses saben que durante años he llevado mi amor por ella en el seno, como a un niño, pero ahora ese amor ha nacido muerto. —Miró a Ahmose—. La parte de mí donde habitan mis recuerdos siempre la amará, pero estoy cansado del pasado. —Se pasó un dedo por el párpado y Ahmose advirtió lo cansado que estaba—. Perdóname —continuó—. He pasado la mayor parte de la noche en mi tienda pensando, y esta mañana, en el palacio. El fuego se ha encendido. Comienza a arder.
Ahmose aguardó. Hubo silencio mientras su amigo aspiraba, fruncía los labios y el entrecejo, y finalmente alzaba las manos.
—Te pido que me dejes volver a Khemmenu —exclamó—. Si Tani se hubiese ido con Apepa a Sharuhen hubiera querido ir contigo, pero ahora no tiene sentido. No soy uno de tus generales. Te acompaño como amigo. Pero ya no me necesitas a tu lado. Quisiera hacerme cargo de mi provincia de inmediato. —Ahmose se notó desfallecer.
—Has sido mi defensa contra la pérdida de Kamose —dijo lentamente—. Incluso ocupaste su lugar a menudo. Pero si quieres volver a tu hogar tienes mi permiso. Y mi bendición.
Sin embargo, la expresión de tristeza de Ramose no cambió.
—Hay más —admitió—. Quisiera llevar a Hat-Anath y a sus padres conmigo.
Por un momento el nombre no significó nada para Ahmose, pero entonces recordó a la chica de los aposentos de Apepa, tan desaliñada como desafiante, y junto a su rostro recordó otros dos, dibujados con terrible claridad. El padre de Ramose, Teti, y su esposa, Nefer-Sakharu, los dos instrumentos de los setiu y los dos ejecutados por traición. Ahmose recordó las muchas tragedias que Ramose había sufrido por su culpa y la de Kamose. ¿La defección de Tani era la última piedra sobre su espalda, la que por fin le había roto? «Esto es una prueba para ti, rey de Egipto —le susurró su mente—. ¿Vivirás continuamente atrapado en la ciénaga de la desconfianza o te librarás en este momento?».
—¿Con qué objeto? —logró decir—. ¿Quieres más sirvientes en tu finca? ¿Y qué hay de Senehat?
—No —dijo Ramose decidido—. Me gusta Hat-Anath. Está bien educada y tiene espíritu. Me recuerda un poco a Tani o, quizá, a cómo hubiera sido Tani si el destino no la hubiera tratado con tal crueldad. Será buena esposa de gobernador y yo, querido Ahmose, seré un buen gobernador. En cuanto a Senehat, estoy muy encariñado con ella. Si quiere venir a Khemmenu no será como sirvienta. Le encontraré un marido honesto —miraba directamente a los ojos de Ahmose al decirlo. «Tonto no eres, ¿verdad?», pensó Ahmose. Se levantó.
—Vuelve a tu casa, amigo mío —dijo con calidez—. Lleva contigo a la muchacha y muéstrale lo afortunada que es al casarse con un egipcio. Te echaré de menos. —Decirlo le había costado mucho. «No quiero que te vayas», gritó en silencio. «No quiero que cambie nada entre nosotros. No quiero que estos días turbulentos cambien lo que tenemos entre nosotros igual que me han alejado de Aahmes-Nefertari».
—Gracias, Ahmose —dijo Ramose con dignidad emocionada—. Estoy agradecido por todos tus favores. Que Tot te continúe dando sabiduría así como yo te continuaré amando y sirviendo.
La tienda parecía menor y oscura cuando salió. «Odio los cambios —pensó Ahmose sentado inmóvil en la silla—, lo que es curioso, porque he pasado la mayor parte de mi corta vida luchando por lograrlos. Pero una cosa es el cambio que uno mismo causa y otra el que es ajeno al propio control, y es este último el que me causa mucho dolor. Que seas feliz, Ramose. Es hora de que los dioses te sonrían. Ve en paz».
Sintió alivio cuando Ipi entró haciendo reverencias y se instaló para recibir el dictado de la carta dirigida a Aahmes-Nefertari. Le dominó el ansia de estar junto a su esposa mientras buscaba las palabras adecuadas. Aún no había recibido noticias de ella. Ipi había aplicado su instrumento al papiro con el habitual vigor y habilidad. Su pluma estaba sobre el rollo en blanco y esperaba paciente. Por fin, Ahmose carraspeó y comenzó.
—«A la reina de Egipto, Segunda Profeta de Amón, saludos —dijo—. Mi querida Aahmes-Nefertari, te hará feliz saber que Het-Uart ha caído en mis manos y que en estos momentos están derribando sus paredes. Sin embargo, Apepa ha huido a Rethennu y creo que entenderás que debo perseguirlo por la seguridad futura de esta tierra. Por ello tardaré un tiempo en besarte y asegurarme de tu buena salud. Nuestro hijo nacerá pronto. Perdóname por pedirte una vez más que camines sola esa senda. Sé de tu ira y tu soledad, y te pido que no me condenes, porque realmente te amo. Debo hablar ahora de Tani…». —Su voz le sonaba débil y sus palabras como charlatanería. Tuvo deseos repentinos de beber vino.