Capítulo 9
Despertó al amanecer después de una noche intranquila en la que soñó que veía en su espejo de cobre un rostro tan deformado y grotesco que al principio no reconoció sus rasgos, y se encontró de costado en el lecho, con las sábanas enredadas en las piernas. Sabía que el presagio del sueño era malo. Mientras comía el pan y la fruta de la mañana y observaba a Senehat moviéndose por el cuarto, levantando las cortinas, sacando una túnica limpia, profiriendo una ligera exclamación al ver un charco de vino seco en el suelo, reflexionó sobre el mensaje. «Me enfrento a una vida completamente nueva y no necesariamente cómoda —pensó—. ¡No puede significar que Ahmose morirá! Por supuesto que no. Hay presagios más importantes de Amón que sustentan su divinización y su puesto como rey de Egipto. Se ha abierto una brecha entre nosotros y el sueño lo reflejó. No puede durar mucho. Nos amamos demasiado. Se cerrará».
Bañada y vestida, y con la escolta de uno de sus guardias, fue al salón de recepción, saludó a Khunes, que la esperaba, y se le unió. Ahmose ya estaba allí, sentado en el estrado, en la silla en la que durante los últimos seis meses ella había presidido, con Ipi a sus pies, cruzado de piernas. Aahmes-Nefertari se inclinó ante él cuando los escribas y ministros reunidos allí le hicieron a ella su reverencia, conteniendo la oleada de resentimiento cuyo sabor casi podía notar en la boca y obligándose a sonreír. Habían colocado otra silla junto a la de Ahmose, y ella subió al estrado y se sentó.
—No te necesitaremos hoy, Khunes —dijo Ahmose en voz muy alta, y el escriba, que ya había colocado la escribanía en las rodillas y abierto el frasco de tinta, le miró sorprendido.
—¿Majestad? —Ahmose le hizo un gesto perentorio.
—Ipi es el escriba principal —explicó con brusquedad—. Te agradezco tus servicios en su ausencia pero ahora puedes volver a ocuparte exclusivamente de los asuntos de la reina.
Los ojos de Khunes huyeron consternados hacia Aahmes-Nefertari. Ella alzó una mano hacia él y se volvió hacia su marido.
—Perdóname, Majestad —dijo con cautela, consciente de que había muchos oídos escuchando—. Pero Khunes ha tomado nota de todas las consultas que ha habido con tus funcionarios. Él conoce bien sus requerimientos y problemas actuales. Quizá hoy se le podría permitir tomar el dictado y, luego, que dedique un tiempo a poner a Ipi al tanto de sus tareas, de modo que éste asuma sus responsabilidades mañana. —Vio a Ipi asentir con seriedad. La sugerencia, a fin de cuentas, era sensata. Advirtiendo que Ahmose había hablado impulsivamente, se le acercó y dijo en voz baja—: No estoy tratando de contradecir tu orden. Ni quiero retener el control de tu corte. Lo que busco es acelerar las cosas y hacerlas de un modo eficiente.
Él no la miró.
—Fue extraño y agradable que esta mañana me despertaran un sacerdote y sus acólitos cantando el Himno de Alabanza —murmuró—. Te has convertido en el espíritu mismo de la eficiencia, Aahmes-Nefertari. Gracias por evitar que me tropiece con mis propios dedos reales. —Alzó la voz—. La reina habla sabiamente. Khunes, prepara el papiro. Ipi, me las puedo arreglar sin ti el resto del día. Más tarde verás a Khunes.
—El despacho de los escribas y la nueva sala de archivo están terminados, Ipi —dijo Aahmes-Nefertari—. Están listos para que los ocupes. Khunes te lo enseñará todo.
—Ya estoy deseando haberme quedado en la cama —le dijo Ahmose en voz baja, sin irritación, y ella rió en silencio, sintiendo que su impulso de enfrentarlo quedaba ahogado por una oleada de afecto.
—Hazles jurar lealtad, Majestad —le respondió también en un susurro—. Están muy deseosos de servirte.
Durante las siguientes horas los hombres que ella había seleccionado cuidadosamente se adelantaron para besar los pies y manos de Ahmose y jurarle lealtad, y luego se acomodaron para comentar sus éxitos y preocupaciones. Ahmose pareció contentarse con escuchar, haciendo unas cuantas preguntas pertinentes, mientras Aahmes-Nefertari orientaba las deliberaciones y Khunes se afanaba con la pluma. Cuando concluyó y se autorizó a los hombres a retirarse, Ahmose se alzó y estiró.
—Los has escogido bien —comentó cuando dejaron el salón y salieron a la cegadora luz del mediodía—. Estoy particularmente impresionado por Amoniseneb. El estado de los graneros y la abundancia proyectada de la cosecha son de importancia vital y él parece estar bien informado respecto a ambas cosas. ¿Crees que Neferperet como tesorero real nos hará ricos, Aahmes-Nefertari?
Ella rió.
—Es el renovado comercio y el aumento de los impuestos que vendrán de un país saludable y pacífico lo que nos hará ricos, y Amón también —respondió—. Pero Neferperet hará que conservemos esa riqueza. Agradezco tu aprobación, Ahmose. Significa mucho para mí. —Suspiró—. Pero está creciendo el número de escribas, ayudantes y funcionarios menores por las necesidades de los ministros y escribas. Nuestras vidas ya no serán tranquilas.
—Comparado con las conversaciones y los movimientos que nos rodean aquí, un campo de batalla es un mar de tranquilidad —dijo con humor. Habían llegado al camino principal que iba de la puerta de los escalones hasta el final de la finca. La casa estaba a sus espaldas y delante de ellos, en la hierba, ya se veía el dibujo de los caminos serpenteantes recorridos en todas direcciones por hombres. Había individuos y grupos moviéndose por todas partes, algunos con rollos de papiro bajo el brazo, otros hablando entre sí muy compenetrados.
—Cuando se terminen los despachos no tendrán que usar tanto el jardín —comentó Aahmes-Nefertari—. Pasarán de una puerta a otra, todo a la sombra del muro posterior, junto a las habitaciones de los sirvientes. Por el momento trabajan donde pueden. —Sintiendo en él una incomodidad peligrosamente cercana al atontamiento, le cogió del brazo y le hizo volverse lentamente para que la mirara a la cara—. Escúchame, Ahmose —dijo inquieta—. Hace poco tiempo éramos unos principitos viviendo en un lugar lejano del sur. Nuestro padre gobernaba una provincia tranquila, bajo la vigilancia de Apepa. De niños pescamos, nadamos y jugamos en lo que parecía ser una ronda interminable de pequeñas tareas y placeres que conformaban una existencia segura y predecible. Habíamos aceptado nuestro destino bajo un Ma’at pervertido. Todo eso ha cambiado. Nada será igual. Apepa lanzó la espada de la humillación contra nuestro nido pacífico y nuestro padre se vio obligado a responder a la ofensa. Desde aquel momento la suerte estaba echada. No podemos volver atrás. ¿Sabes, realmente sabes, qué ha sucedido en el último año? —Ahmose sacudió el brazo y sus ojos de pronto perdieron la expresión vaga y se encontraron con los de ella, concentrados—. Egipto nuevamente tiene un rey egipcio. Egipto ha comenzado a cantar su antigua canción sagrada de la fertilidad. Será rico. Una vez más será estable y poderoso. Hemos salido de un capullo y lo que ves a tu alrededor es un florecimiento inevitable al reunirse las fuerzas del Ma’at. Esta finca se ha convertido en el corazón de la administración de Egipto. Ya no cumples los dictados de la guerra, sirves a Ma’at y a Amón. Eres un dios, querido hermano. Ya no puedes pertenecerte sólo a ti. —Dejó de hablar y le soltó. Él siguió observando su rostro, con una mezcla de comprensión y angustia, mientras los portadores de sombrillas aguardaban pacientes, sosteniendo los toldos sobre sus cabezas, y los guardias esperaban para rodearlos cuando decidieran avanzar.
Finalmente asintió.
—Sé todo esto —dijo, sopesando cada palabra—. Muchas veces me imaginé cómo sería en las largas noches cuando Kamose y yo luchábamos recorriendo el Nilo y la voluntad del dios era todo lo que nos hacía continuar, a pesar del terror y la miseria de aquellos meses. Pero me resulta difícil asir la realidad. Lo veo todo, pero soy prácticamente incapaz de comprender. Quisiera haber estado aquí mientras crecía. —Lanzó una mirada anhelante hacia la puerta cerrada que daba a los escalones—. Tendré mis días ocupados, ¿no es cierto? Me gustaría llevarme a Ahmose-Onkh en un esquife e ir a cazar a las ciénagas.
Ella negó con la cabeza.
—Ahmose-Onkh ha ido al templo con uno de los sacerdotes we’eb —le dijo—. Está aprendiendo las plegarias y los ritos que el dios requiere de un príncipe. Sebek-Nakht te aguarda, Majestad. Quiere mostrarte lo que ha hecho.
Ella vio cómo apretaba las mandíbulas al volverse para mirar hacia donde estaba el viejo palacio, cubierto de andamios en medio de una nube de polvo. Los gritos y ruidos de los trabajadores hacían eco sobre sus muros.
—Debería sentirme feliz —murmuró para sí—. Todo esto es la culminación de aquello por lo que hemos luchado. Es el clímax de nuestra lucha, la justificación de los muertos que honramos. Entonces, ¿por qué me da la impresión de que he mordido una manzana madura y la he encontrado podrida en su interior? —Hizo una señal e inmediatamente los guardias se pusieron en guardia. Caminó con Aahmes-Nefertari por la hierba esponjosa—. Amaba el viejo palacio cuando tenía una atmósfera de decadencia benévola —le dijo cuando se aproximaban a la leve elevación del terreno que era todo lo que quedaba de la pared divisoria—. Era un lugar umbrío, lleno de la presencia melancólica del pasado, pero había privacidad y silencio.
—Su silencio reclamaba justicia a nuestro padre y a Kamose —respondió Aahmes-Nefertari cortante—. Lo imaginaron restaurado, Majestad, lleno de luces, brillando las paredes doradas y las puertas de plata.
—¿Y qué dirá el tesorero Neferperet del gasto? —le contestó Ahmose. Aahmes-Nefertari se encogió de hombros de buen humor, pero no pudo responder, porque Khabekhnet había comenzado a anunciar que se aproximaba el rey y se oyeron gritos excitados y los trabajadores dejaron a un lado sus herramientas y pilas de ladrillos para arrodillarse donde pudieron.
Un grupo de hombres con peluca y shenti blanco que habían estado inclinados sobre una mesa hicieron la reverencia cuando la pareja llegó junto a ellos, caminando por las losas del gran patio exterior. Ahmose les ordenó que se alzaran y se acercó sonriente.
—¡Sebek-Nakht! —exclamó—. Qué alegría volver a verte, mucho antes de lo que los dos esperábamos. Perdona que te creara un problema de conciencia al impedirte volver a entrar en Het-Uart para completar la tarea que Apepa te encomendó.
El príncipe alzó las palmas de las manos llenas de anillos, con el gesto universal de sumisión o de aceptación de lo inevitable.
—Cumplí mi compromiso con mi señor tanto como las circunstancias lo permitieron —contestó—. Y comprendo que tu guerra. Majestad, no pudiera detenerse para permitir el desmantelamiento de templos mortuorios. —Su mirada se dirigió a Aahmes-Nefertari y sonrió—. Estoy más contento construyendo que demoliendo y te agradezco, Majestad, la oportunidad que me has dado de hacerlo aquí en Weset. —Señaló al puñado de hombres que esperaban respetuosos a sus espaldas—. Éstos son los arquitectos ayudantes que Su Majestad, la reina, me permitió amablemente contratar. —Los presentó rápidamente y luego extendió los rollos de papiro que estaban en la mesa y que se agitaban ligeramente en la brisa—. He hecho esbozos para la renovación del palacio —continuó—. Pero el trabajo hecho hasta ahora ha sido en gran medida ornamental. La reina deseaba que esperara a tu retorno, Majestad* para que aprobaras los planes de cambios en el edificio que resultaran más difíciles de corregir una vez hechos.
—¡Por supuesto! —dijo Ahmose, acercándose a él y mirando las delgadas líneas negras que se extendían de un modo aparentemente ininteligible en el papiro. Aahmes-Nefertari no advirtió rencor en su voz—. Mejor muéstrame lo que has hecho y explícame el resto, Sebek-Nakht, porque no logro entender estos dibujos. Si la reina confía en ti, entonces yo también. —Golpeteó en la mesa, echando una mirada de soslayo a su esposa—. Aahmes-Nefertari, has estado aquí todos los días. ¿Comprendes lo que significan estos dibujos?
Ella observó su rostro, tratando de advertir si le tendía una trampa o no y luego se regañó por cobarde. «Si empiezo a mentir ahora para tranquilizarle, será el cuento de nunca acabar», pensó.
—Algunas cosas aprendí —contestó con voz firme—. Recorrí el recinto muchas veces con el príncipe antes de sentarnos en el viejo despacho de nuestro padre, y Sebek-Nakht me explicó lo que le gustaría hacer.
Él pasó de mirarla de soslayo a prestarle toda su atención con una amplia sonrisa.
—Muy bien —dijo—. Caminemos por los salones de mis antepasados, príncipe, y te oiré. ¡Cómo le hubiera gustado a Kamose caminar junto a nosotros!
«Puede muy bien estar junto a nosotros —pensó Aahmes-Nefertari, al avanzar entre los obstáculos que representaban los ladrillos destrozados, las herramientas de los trabajadores, partes de andamios descartadas y los campesinos que habían dejado a un lado su carga para postrarse en las piedras polvorientas—• He notado fuertemente su presencia cuando Sebek-Nakht y yo nos movimos por el palacio y estoy segura de que una vez le vi sentado allí arriba, en el tejado, sobre los aposentos de las mujeres, adonde le gustaba ir para estar solo». Sebek-Nakht se había detenido ante la hilera de columnas elevadas que señalaban la entrada principal.
—Como sabes, son diez —decía—. El palacio está construido con ladrillos de barro, pero estas columnas son de piedra arenisca. —Tocó una de ellas—. Son majestuosas y bellas a pesar de que las escenas pintadas, que sin duda las cubrían, han sido destruidas en gran parte. Tres de ellas están levemente inclinadas, pues han cedido sus cimientos. Tienen que bajarse y luego habrá que recurrir a albañiles capaces para volverlas a colocar. ¿Puedo mandar a buscar a Mennofer artesanos con los que ya trabajé? Garantizaré su competencia.
La mirada de Ahmose recorrió las poderosas columnas hasta ver el cielo azul.
—Hazlo —dijo—. Confío en tu juicio, príncipe.
Entraron, pasando de la cálida luz del sol al umbrío y gran salón de audiencias, dejando la antigua sala de la guardia a la izquierda y otra sala mayor a la derecha, donde los peticionarios, los ministros y los que habían sido convocados esperaban para presentarse ante el rey. Ahmose se detuvo, aspirando lentamente. Aahmes-Nefertari y Sebek-Nakht le observaron tensos.
El suelo, que era antiguamente un mar de irregulares ondas de piedra, que producían pequeñas sombras, había sido reemplazado por otro, liso y homogéneo, que se extendía puntuado por las filas de columnas que atravesaban su expansión brillante. Las paredes desintegradas en cuyos boquetes hacían nido los pájaros, ahora se alzaban, revocadas y sin fisuras, hasta un techo sin grietas y perfectamente plano. El estrado del trono había sido remodelado por completo.
—No era tarea para un arquitecto, Majestad —observó Sebek-Nakht—. Sólo requería albañiles habilidosos y un capataz experimentado de Weset. Lo que ves, naturalmente, es sólo el esqueleto de una gloria final que debes tratar de imaginar.
—Puedo imaginarlo —dijo Ahmose admirado—. Un embaldosado de lapislázuli oscuro cubriendo el suelo, con sus motas doradas reflejando la luz de las antorchas y brillando como el sol en el agua, de modo que todo el cuarto parecerá vivo. Paredes cubiertas de una amalgama de oro y plata con imágenes de los dioses en bajorrelieve. Y el techo incrustado de estrellas plateadas. —Señaló el estrado con el dedo temblando de excitación—. Puedo ver el Trono de Horus en el centro, Aahmes-Nefertari, y la caja que contendrá la Doble Corona sagrada, y el cayado y el látigo apoyados en ella. ¿Dónde están las sombras que siempre acechaban desde los rincones oscuros?
—Los fantasmas se han ido, Ahmose —respondió Aahmes-Nefertari en voz baja—. Están contentos porque por fin se acabó su larga tristeza. El palacio vuelve a la vida para cobijar a un rey. —Creyó ver lágrimas en sus ojos pero si fue así, no se derramaron. Durante largo rato se quedó clavado en el suelo, mirando para un lado y para otro, notando olores que, ella sabía, debían de resultarle extraños ahora que el aire estaba cargado de polvo de ladrillo y del sudor de los trabajadores, en vez del humor húmedo y decadente que inundaba el laberinto de habitaciones abandonadas. Finalmente alzó los hombros para quitarse un peso no deseado.
—Continuemos entonces —le dijo al príncipe—. Me agrada mucho.
Le acompañaron por salas menores llenas de los escombros resultantes de las reformas, por pasillos cuyos tejados habían sido quitados, dejando a la vista los techos del piso superior, atravesando portales que llevaban a pozos recién excavados y a pozos antiguos que se estaban tapando. Mientras avanzaban, Sebek-Nakht explicó su concepción de un palacio que saldría de la crisálida del antiguo, con las habitaciones más amplias y aireadas, los pasillos más anchos y las escaleras más espaciosas.
—No podemos subir a las habitaciones privadas —le dijo a Ahmose—. Muchos de los suelos de arriba no son seguros y hay peligrosos boquetes donde varias de las claraboyas se hundieron hacia el interior. Te he enseñado qué paredes quiero derribar por completo para agrandar muchas de las salas. Esto limitará el número de personas que podrán habitar el palacio, por tanto, pido tu autorización para construir dos alas nuevas, una hacia el norte y la otra, uniéndose a tu casa actual, hacia el sur. Las proyectaré para que se puedan adaptar fácilmente para dar cabida a una familia real más numerosa. Por supuesto, también he proyectado nuevas habitaciones para los sirvientes y pequeñas celdas para que las habiten tus gobernadores cuando vengan a Weset. Me sentiría honrado de presentarte esos planos.
Habían llegado al pie de la escalera estrecha y tortuosa que llevaba al tejado, donde Seqenenra fue atacado y donde Kamose se sentaba, con la espalda apoyada en los restos de la claraboya, los ojos observando el panorama del río y los acantilados distantes. Ahmose se detuvo.
—Esta escalera es importante para mí —dijo—. Eres un arquitecto talentoso, príncipe, y te felicito por el trabajo hecho hasta aquí. No tengo críticas y tu visión ha sobrepasado la mía para este lugar sagrado. Pero quiero que estos escalones queden exactamente como están. ¿Son seguros?
—Sí, Majestad —le aseguró Sebek-Nakht, confundido—. Han sido examinados y se mantienen bien pero los marqué para ser demolidos y reconstruidos. Deberían ser más anchos y tener un solo cambio de ángulo si han de usarlos muchas mujeres y sus sirvientes cargados.
—Construye otra escalera para que las mujeres lleguen al tejado desde sus aposentos —dijo Ahmose—. No quiero que nadie pueda usar esta escalera sin permiso. Pon una puerta al pie y otra en el tejado, de modo que nadie baje por aquí por error.
—Puedo hacerlo —aceptó Sebek-Nakht—. Pero sin duda querrás que las piedras y otros escombros que la cubren se retiren y que se arreglen los escalones.
—No —Ahmose negó con la cabeza—. Déjalo como está, una pequeña parte de la antigua estructura para recordar a futuros reyes que, si no están atentos y vigilantes, la tragedia puede una vez más imponerse en Egipto. He hablado.
Más tarde, cuando se habían despedido de un Sebek-Nakht visiblemente aliviado y estaban casi junto al estanque del jardín donde tomarían la comida del mediodía, Aahmes-Nefertari le cogió del brazo.
—Sé realmente por qué quieres dejar esa escalera como está —dijo—. ¿Pero es sabio, Ahmose? Una escalera extraña con puertas abajo y arriba, un lugar por donde subió el mal y bajó el dolor, donde Kamose subió a menudo con el corazón lleno de muchas emociones fuertes y secretas; sin duda es peligroso dejar atrapados los vestigios de tal poder invisible. ¿No se quedará aquí, no se extenderá al resto del palacio, no nos traerá sueños melancólicos y recuerdos extraños de una tristeza que no será la suya a quienes vengan después?
—Quizá. —Se sentó en los almohadones dispuestos bajo el toldo blanco y de inmediato apareció Akhtoy a la cabeza de un desfile de sirvientes con bandejas—. Pero nuestro destino se forjó en esos escalones, Aahmes-Nefertari, son preciosos para mí, por ese motivo y porque son la única porción del viejo palacio que queda con la huella de los pasos de nuestro padre y de Kamose. Ellos no permitirán que se transforme en una maldición.
Ella advirtió que ya estaba decidido y no cambiaría de opinión. Ahmose-Onkh llegó corriendo por el camino desde el embarcadero, con su guardia siguiéndolo apresuradamente.
—¡Majestad padre, he estado recitando mis plegarias toda la mañana y estoy tan hambriento! —gritó cuando llegaba junto a ellos—. ¿Puedo comer con vosotros? ¿Puedo no dormir esta tarde? Quiero ir a la ciénaga a ver la cría hipopótamo que acaba de nacer.
—Sí y no —respondió Ahmose ecuánime cuando el muchacho se lanzó entre él y Aahmes-Nefertari—. Iremos a ver a los hipopótamos pero aún no. Sería peligroso acercarse ahora a los padres de la cría. Una vez tu tía, la princesa Tani, fue perseguida por un hipopótamo por el mismo motivo. Amaba los hipopótamos y pasaba mucho tiempo mirándolos. —Akhtoy había hecho una señal y los sirvientes se inclinaban uno tras otro para ofrecer comida y cerveza. Aahmes-Nefertari miró a su marido con reprobación. Ahmose-Onkh extendía la mano para coger el plato que le ofrecían.
—He oído a los sirvientes hablar de mi tía Tani, pero no a mi familia —dijo—. ¿Por qué no? ¿Está muerta? No vamos a su tumba a hacer ofrendas en la Hermosa Fiesta del Valle. Sólo tengo un rábano en mi plato —se quejó al sirviente—. Dame más.
De modo que, mientras comían, Ahmose le contó a su hijastro de la niña feliz y traviesa, que amaba mirar a los hipopótamos abriendo las aguas quietas de las ciénagas cuando subían lentamente desde el fondo, con las espaldas inmensas y grisáceas mojadas y brillantes, y los dientes protuberantes llenos de hierbajos verdes; la niña que había danzado y corrido por toda la casa y los jardines, haciendo reír por igual a amos y sirvientes. Habló de la pasión que había nacido entre ella y su amigo Ramose, de cómo esa llama se había convertido en un fulgor constante que aún ardía en el interior de Ramose y de que, después de derrotar a Seqenenra en Qes, Apepa había ido a Weset para separar a la familia, condenando a cada uno a un exilio diferente pero llevándose a Tani como rehén, ante la posibilidad de que Kamose intentara vengarse. Ahmose-Onkh oyó atentamente, empujando su verdura favorita al borde del plato para comerla la última.
—Pero mi tío Kamose, el Osiris, no hizo lo que le ordenó el usurpador —interrumpió a Ahmose, masticando un tallo de hinojo y agitando los restos bajo la nariz de su padre—. Él fue a la guerra. ¿Qué pasó con mi tía? ¿La mató Apepa allí, en Het-Uart?
Ahmose negó con la cabeza.
—No —contestó con tono grave—. Puede ser un usurpador, Ahmose-Onkh, pero no es cruel. Vive allí aún.
—¡Oh! —El muchacho empezó a meterse los rábanos en la boca uno a uno con gran deleite—. ¿Entonces la rescatarás cuando tomes la ciudad y se irá a vivir con Ramose?
—Quizá.
—Espero que sí. —Estaba perdiendo el interés ahora que había visto satisfecha su curiosidad y, alcanzando su plato vacío a un sirviente, se acostó boca abajo y comenzó a peinar la hierba con la mano, buscando insectos para dar a las ranas del estanque.
«Supongo que acaba de recibir su primera lección de historia —pensó Aahmes-Nefertari, mirándole con una mezcla de afecto y tristeza—. El destino de Tani parece historia antigua ya, un relato de otros tiempos. Ahmose no le contó todo, que envió a Ramose a la ciudad para pasar información equivocada a Apepa y sus generales, que Apepa permitió a Ramose reunirse con Tani a cambio de esa información y que Ramose descubrió así que Tani se había casado con Apepa y era conocida por los setiu como la reina Tautha. Siento muy poco dolor cuando pienso en mi hermana ahora —pensó Aahmes-Nefertari—. Lo que se rompe de tal manera no puede arreglarse. Cuando Ahmose tome Het-Uart, ¿qué hará con ella? ¿Se volverán a abrir entonces nuestras heridas?».
—Es hora de dormir, Ahmose-Onkh —dijo—. Raa te espera.
El niño suspiró aparatosamente, pero se levantó de inmediato.
—¿Puedo nadar cuando despierte? —preguntó.
Ahmose le dio un tirón a su mechón juvenil.
—Iremos a ver a la cría de hipopótamo, si quieres —dijo—. Un largo rato contigo en el río es lo que necesito.
A Ahmose-Onkh se le iluminó la cara.
—¡Gracias Majestad padre! —exclamó—. ¡Y puedo practicar con mi jabalina!
—Puedes lanzarla a los patos, no a los hipopótamos —dijo Ahmose, animado. Miró al muchacho irse a la carrera hacia la casa y se volvió hacia su esposa—. ¿Tiene una jabalina? —Aahmes-Nefertari metió los dedos en el recipiente de agua y los secó con la servilleta que le ofrecieron, antes de contestar.
—Emkhu hizo que le construyeran una pequeña —dijo—. Aún no logra hacer blanco. Emkhu me dice que los patos estarán seguros durante unos cuantos años.
Ahmose no sonrió.
—Casi tiene cinco años —comentó—. A partir de ahora cambiará y crecerá muy rápido. Debemos tener más hijos, Aahmes-Nefertari, una hija para legitimar el acceso de Ahmose-Onkh a la divinidad. Es todo lo que se interpone entre la estabilidad de Egipto y una vuelta al caos. Le encerraría para protegerle de todas las vicisitudes de la vida, si pudiera.
Nunca había hablado tan directamente de un temor que ella sabía que le obsesionaba y de inmediato se sintió invadida por una sensación de fracaso.
—Lo sé —murmuró—. Lo siento, Ahmose. Pero si pudieras quedarte aquí más de uno o dos días quizá podríamos comenzar a dar habitantes a esas nuevas habitaciones de las que habló Sebek-Nakht.
Tuvo éxito en el esfuerzo por mantener un tono ligero. Él rió y la besó en la nuca.
—Quizá —concordó con un brillo en los ojos—. Deberíais intentarlo con todas nuestras fuerzas, mi hermosa guerrera. En realidad esta noche… —Se interrumpió, viendo a su madre salir de la sombra del fondo de la casa en dirección al estanque, con Kares a su lado llevando un taburete—. ¡Aahotep! —exclamó—. ¡Te has perdido una buena comida!
Ella saludó y pronto se detuvo bajo la protección del toldo. En su frente había gotas de sudor y una hebra de cabello oscuro estaba pegada a su nuca húmeda. Tras hacer una pequeña reverencia a Ahmose, hizo un gesto a su mayordomo que colocó el taburete en el suelo y chasqueó los dedos al sirviente que sostenía la jarra de cerveza. Aahotep se sentó y vació la copa que le alcanzaron.
—Es un día muy cálido para ser primavera —dijo—. No tenía hambre, Ahmose. Estuve con Tetisheri en la huerta. La hice agrandar este año para responder a una mayor demanda. Hubo que llevar allí mucho barro de la inundación y mezclarlo con la arena, y regarla se ha vuelto problemático, es tan grande. Quiero cambiarla de lugar, convertir en huerta uno de los campos del norte dedicados al grano, de modo que pueda regarse directamente desde un canal que conecte con el Nilo. —Kares le alcanzó un cuadrado de tela de lino y ella se lo pasó delicadamente por la frente, teniendo cuidado de no correr el kohl—. Se acabaron los tiempos en que bastaban con unas cuantas hileras de ajos, lechugas y cebollas. Estoy cansada.
—¿No habrás estado arrancando malas hierbas? —se quejó Aahmes-Nefertari, y Aahotep le dedicó una sonrisa agria.
—Por supuesto que no. Pero me encontré enredada en una discusión con Tetisheri acerca de los pepinos. —Aahmes-Nefertari parpadeó, confundida, y luego su sonrisa se hizo mitad risa, mitad quejido—. Tetisheri desaprueba los pepinos porque vinieron a Egipto con los setiu. No quiere que aumentemos los cultivos. Le dije que no fuera ridícula, que los pepinos son frescos y jugosos y, en todo caso, toda comida permitida es un regalo de los dioses. Pero se mantuvo firme. Tuve que indicarle al escriba del jardín que no cumpliera sus órdenes. Se ha ido a dormir a su cuarto.
A Aahmes-Nefertari no le pareció graciosa la situación y tampoco, obviamente, a Ahmose. Se quedó pensativo.
—Aunque está envejeciendo, conserva todas sus facultades —dijo Ahmose—. Se la debe reverenciar y respetar por ambos motivos y desearía darle alguna tarea que absorbiera esas energías extraordinarias que tiene, pero ¿cómo puedo hacerlo cuando trata de convertir la más mínima responsabilidad en el derecho a decidir el futuro de Egipto? La amo por ser mi abuela. Por lo demás, me exaspera.
—Quiero hacer el viaje a Djeb en cuanto termine el funeral de Hent-ta-Hent —dijo Aahotep—. Pensaba mandar a Yuf solo para inspeccionar la tumba de mi antepasada, la reina Sebekemsaf, pero he llegado a la conclusión de que necesito un cambio de aires. —Lanzó una mirada dura a su hijo—. Sin duda me aburro, Ahmose, cuando no tengo nada más que hacer que investigar el estado del huerto y pelearme con otra reina por los pepinos. Déjame llevar a Tetisheri conmigo. —Vaciló—. Será algo positivo, con dos barcas, todo mi personal. Ella disfrutará. Nos detendremos en Esna y Pi-Hathor, y también Nekheb, por supuesto. Nos prepararán banquetes y entretenimientos.
—Así que piensas que Esna y Pi-Hathor necesitan que se les recuerde que ahora están bajo mi gobierno —dijo Ahmose. Era una afirmación más que una pregunta y Aahmes-Nefertari se admiró de la lucidez de su marido. «Como tanta gente, de vez en cuando aún pienso en Ahmose como alguien simple y directo— pensó para sí. —Debí haber aprendido hace tiempo que ésa es una falsa impresión». Aahotep la miró a los ojos.
—Los espías nos dicen que siempre hay quejas en esos dos pueblos, pero últimamente ha habido más —dijo con franqueza—. No será malo que nos vean allí. Pero no voy al sur simplemente para conocer el estado de ánimo reinante. La inspección de la tumba de mi antepasada no es una excusa.
—Pregúntale a la abuela si quiere acompañarte —accedió Ahmose—. Pasar un tiempo en el río y en las salas de recepción de los alcaldes reverentes la divertirá, y quizá vuelva de mejor humor. ¿Cuánto tiempo te irás?
—No lo sé. Un mes o dos, quizá más —Ahmose alzó las cejas.
—Por supuesto que tienes que estar aburrida, madre —dijo lentamente—. ¿También te sientes infeliz?
Aahotep se mordió el labio, un gesto extrañamente chocante en una persona habitualmente tan controlada.
—Ahmose, tengo cuarenta y un años —admitió—. He vivido muchas experiencias que corresponden al mundo de los hombres. He dominado rebeliones. He matado a un traidor. Me ha sido difícil volver a las tareas mundanas del manejo del hogar, a pesar de la bondad de Aahmes-Nefertari, que me ha permitido compartir algunos de sus deberes más importantes. El Oro de las Moscas está en la mesa junto a mi cama. A veces lo cojo cuando me despierto de noche y recuerdo que me hiciste ir al templo con la túnica manchada con la sangre de Meketra, la sangre que derramé, y que pusiste la condecoración en torno de mi cuello. —Se puso la mano en el pecho, como si los tres preciosos insectos dorados, símbolos de su valor, descansaran allí—. No te confundas —continuó con más fuerza—. No volvería a ese momento por todo el oro de Kush. No tengo deseos de ser general. O ejecutora. —Sonrió por su broma—. No estoy descontenta pero sí inquieta. Un viaje por el río me curará.
—¿Quieres que te busque otro marido, Aahotep? —inquirió su hijo impulsivamente y entonces ella sí rió plena y musicalmente.
—¡Dioses, no! —se ahogó—. Tendrías que ir más allá de los límites de Egipto, porque soy una reina, esposa de un rey y madre de otro. Además, estar en Weset a medida que se va transformando me intriga, y dormir en paz sola es una bendición.
«¿Lo es? —se preguntó Aahmes-Nefertari mientras observaba el rostro elegante de su madre—. Siempre has sido una mujer sensual, Aahotep. Se ve en tus huesos, en tu manera de caminar, en la gracia de tus movimientos. ¿Tu cuerpo no desea?». Como si Aahotep le hubiese leído la mente, su mirada se volvió hacia ella y en los ojos grandes y oscuros había un mensaje. Parecía estar diciendo: «Sí, deseo, pero es Seqenenra a quién extraño, y en esta vida no podrá satisfacerse ese deseo. No soy feliz pero estoy aprendiendo a contentarme».
Un mes después, el diminuto ataúd de Hent-ta-Hent cruzó el Nilo y Amonmose cumplió con los ritos funerarios. El día era agradable y estaba despejado. En el cielo no había más que las alas extendidas de los halcones que se deslizaban lánguidas por las corrientes ascendentes del templado aire primaveral. El olor del río se mezclaba con una esencia casi indefinible que emanaba de los cultivos a medio crecer que iban atravesando con fuerza ciega el suelo húmedo. Se cumplieron los rituales indicados. Las plañideras profesionales aullaban y se cubrían de arena la cabeza. Tocaron el cadáver envuelto en vendas con la azadilla sagrada y el pesesh-kef, para abrir la boca, los ojos y los oídos de Hent-ta-Hent. Nubes de incienso la envolvían.
Sin embargo, para Aahmes-Nefertari, que lloraba en silencio junto a su marido, en los procedimientos había algo de descuido e incluso de falsedad, una sensación de sorprendida impaciencia respecto a que la niña tuviera que contar con toda la parafernalia de un funeral. «No vivió lo suficiente para dejar impresa su personalidad en los demás —pensó Aahmes-Nefertari—. Ni siquiera en mí ni, por supuesto, en Ahmose. El no llora. Está allí de pie, con los ojos secos, pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro, respirando pesadamente. Está aburrido. Sólo yo la lloro realmente. Ahmose tuvo su fiesta de bienvenida en la que hubo música y danzas y canciones, todo lo cual está prohibido en los setenta días requeridos para el embalsamado. No le importó. Ni siquiera se le ocurrió respetar los edictos de Ma’at en esta cuestión. Pero mi cuerpo contuvo el suyo. Mis pechos le dieron de mamar. La tuve junto a mí día tras día, observando su cara, meciéndola a la hora de dormir, viendo sus ojos abiertos y su sonrisa cuando me reconocía. La calmaba cuando lloraba, su cabeza con suave pelo apoyada en mi cuello. La única angustiada soy yo».
Después del banquete funerario Ahmose indicó a la gente que se retirara, pero él no volvió a la orilla oriental. En vez de ello se fue con un guardia y el portador del parasol a deambular entre las otras tumbas dispersas por el desierto arenoso como monumentos a lo inevitable del destino. Aahmes-Nefertari, envuelta en su tristeza y no deseando enfrentarse a la vida ruidosa de la finca por un rato, se sentó bajo la protección de un toldo y le observó aparecer y desaparecer, andando con misterioso propósito. Se detuvo un tiempo fuera del monumento de su padre, muy quieto, los brazos en jarras, el shenti azul de luto agitado por el viento, el sol brillando en el oro que le adornaba el pecho marrón y las muñecas.
Cuando al fin avanzó hacia el pequeño patio de su hermano, una forma gris se separó de la sombra de las piedras y fue bamboleándose hacia él. Aahmes-Nefertari le vio agacharse y acariciar las orejas del perro antes de volverse hacia ella. Cuando llegó a la escasa protección del toldo se dejó caer en la arena junto a su taburete.
—¿Qué hace Behek aquí? —preguntó—. No la miró. Sus ojos, entornados para protegerse del fulgor del mediodía, estaban fijos en el panorama austero que se extendía delante de él. Más allá del conjunto de tumbas, el suelo subía lentamente hacia el templo funerario de Osiris Mentuhotep-neb-hapet-Ra, que anidaba entre las graderías afiladas del acantilado de Gurn, con paredes pálidas casi indistinguibles de las rocas.
—Cruzó el río solo —contestó Aahmes-Nefertari—. Hay muchos esquifes entre las orillas. Vive junto a la puerta de la tumba de Kamose. Le he ordenado a un sirviente que le lleve comida y agua todos los días, porque no quiere irse de allí.
Ahmose no hizo ningún comentario. Siguió con la mirada fija en la aridez silenciosa que parecía tener su propio y peculiar sentido de aislamiento exclusivo. Se movió y le puso a Aahmes-Nefertari una mano en el pie.
—Hent-ta-Hent no logró nada, no se convirtió en nada —dijo con voz queda—. No se le dio tiempo para salir del capullo. Y sin embargo está aquí, entre los que lucharon y sufrieron, amaron y odiaron, murieron de vejez en la cama o en lo mejor de su vida en la punta de una lanza. Cuando enterramos a nuestro padre y a Kamose lo hicimos en medio de una turbulencia de la vida que hizo que sus muertes parecieran simplemente una parte de esa gran agitación. Incluso Si-Amón, que se mató por la culpa y el remordimiento de habernos traicionado y entregado a Apepa, incluso su suicidio estaba imbricado en el flujo de nuestras vidas. Pero Hent-ta-Hent… —Retiró la mano y se rodeó las rodillas con los brazos—. Su muerte me parece no natural, algo irreal, algo grotesco y ajeno en este tiempo de paz y nueva prosperidad. No pertenece al flujo común de la existencia, no encaja, no como las otras pérdidas que hemos soportado. —Alzó rápidamente la mirada hacia ella y luego en otra dirección—. Lo siento, Aahmes-Nefertari. Lo estoy diciendo de modo torpe. Quisiera poder ser más claro, porque es la razón de que no sienta emoción por la muerte de nuestra hija.
—Al menos logras reconocer esa falta —contestó con voz pesada—. Tu silencio me ha herido profundamente, Ahmose.
—Lo siento —repitió él—. No es que me faltaran recuerdos de ella, aunque fueran pocos, ni que no la quisiera. Ella estaba aquí. Ahora se ha ido a los dioses. Yo era su padre y claro que su partida ha dejado una marca en mi ka. Pero es una marca de acontecimientos, no de sentimientos. La muerte ya no está tejida con la vida como lo estuvo durante la lucha de nuestra familia. Es algo separado, aparte.
—Nunca está separada —contestó ella salvajemente—. Si crees eso te engañas, Majestad.
Nuevamente hubo silencio, quebrado sólo por el chillido de un halcón girando en las alturas y el crujido de cuero cuando uno de los guardias acomodó su cinto. Entonces Ahmose dijo:
—¿Extrañas a Si-Amón alguna vez, Aahmes-Nefertari? ¿Piensas en él a menudo? A fin de cuentas, era el mellizo mayor de Kamose, tu marido antes que yo, el verdadero padre de Ahmose-Onkh. ¿Aún tiene un lugar en tu corazón?
—¡Por supuesto que sí! —explotó ella—. Era bien intencionado y débil y su destino fue cruel y oscuro, pero yo le amaba. Igual que tú. En cuanto al amor de una esposa por su marido, ahora el mío te pertenece a ti y sólo a ti. Cuando pienso en Si-Amón es como si mirara por un largo túnel a un punto de luz en el extremo opuesto, donde se ve un hombre sin rasgos, borroso e indefinido. No le extraño. Si a veces lamento algo, son las brutales necesidades del pasado en las que Si-Amón cumplió su papel. —Se alzó en un movimiento agitado—. ¿Qué te pasa hoy?
Él seguía sin mirarla.
—Sé que te obligo a ir a la orilla del río —dijo en voz queda, usando la expresión que describía el sufrimiento de mujeres que quedan sin marido y sin hogar por la guerra—. Temo estar perdiendo tu estima.
Una docena de respuestas amargas se atropellaban en su garganta. «El día de hoy es para Hent-ta-Hent, no para la compasión por ti mismo. Me has tratado sin tacto ni ternura desde que volviste a casa. Tu inseguridad tiene sus raíces en un temor egoísta, no en amor por mí». Pero se las tragó todas con un esfuerzo que le secó la garganta y la boca. Haciendo un gesto con la cabeza al guardia y al sirviente, fue con paso inseguro hacia la litera que descansaba a los pies de un anciano sicómoro. Los portadores se alzaron prestos cuando se acercaba.
—Volvemos al embarcadero —dijo cortante, e instalada en los almohadones cerró las cortinas.
Con el mes de Phamenoth, comenzó el período de crecimiento del río. A lo largo de la estrecha franja de tierra a cada lado del Nilo, los campos estaban densos de cultivos frondosos de trigo, cebada y lino, alfombras de un verde brillante cuyos perímetros irregulares, rodeados de palmeras, se encontraban con la arena desértica al este y el oeste, en una marcada división entre la fertilidad y la aridez. En campos menores había frondosas tracerías de verduras y hierbas. Todo estaba cruzado por canales de irrigación cuyas superficies plácidas hervían de insectos. En todas partes se veía a los campesinos embarrados y descalzos, con las espaldas dobladas sobre los azadones o metidos hasta las pantorrillas en la tierra, mientras los pescadores en sus falucas iban de aquí para allá en el río, y el sonido de sus cantos y de sus tambores hacían de acompañamiento a la silenciosa melodía que cantaba Egipto.
Aahotep, Yuf y Tetisheri salieron rumbo a Djeb con un gran séquito de sirvientes y guardias, cajas, cofres, regalos oficiales para los alcaldes de los pueblos donde se detendrían, el médico personal de Aahotep e instrucciones privadas de Aahmes-Nefertari de contactar con los espías en Esna y Pi-Hathor para obtener las noticias que tuvieran.
—Me intranquilizan esas ciudades y no sé realmente por qué —le dijo a su madre—. Trata de evitar que la abuela sospeche de nuestras actividades clandestinas. Sólo creará confusión. Usa tu intuición, Aahotep, y que las plantas de tus pies estén firmes.
Todos los habitantes de la casa salieron a despedir a las mujeres. Tetisheri, inusualmente efusiva, abrazó a Aahmes-Nefertari y subió a la cubierta de la barca de Aahotep con entusiasmo nada característico en ella. Su saludo de despedida resultó más afable de lo esperado.
—Supongo que disfrutaréis de deshaceros de mí por una temporada —protestó, pero la sonrisa que siguió a la dureza de sus palabras suavizó el momento. «Se equivoca», pensó Aahmes-Nefertari al ver las embarcaciones alegremente decoradas avanzar lentamente hacia el sur, las banderas reales de azul y blanco agitadas por la brisa sobre el agua y los remos hundiéndose en cascadas. «La voy a extrañar, y también a mi madre. Más que nada a mi madre. Su equilibrada presencia da salud mental a la casa, pese a que pocas veces se pone en evidencia».
Antes de irse, Aahotep había ido a pedirle a su sacerdote un tutor apropiado para Ahmose-Onkh, y al cabo de una semana se presentó un hombre joven en uno de los consejos matinales que Ahmose ya presidía con más confianza. Su nombre era Pa-She. Era nativo de Aabtu. Su padre era un comerciante que también servía en el templo de Osiris, en el turno rotativo de tres meses de los sacerdotes menores, pero a Pa-She le interesaban las tumbas antiguas y, tras ser aceptado como escriba, solicitó ser admitido en el templo de Amón en Weset, para poder estar cerca de la Ciudad de los Muertos en la orilla occidental. Yuf y él se habían hecho amigos, pero Aahmes-Nefertari sabía que la recomendación para un puesto tan importante como el de tutor real no podía basarse sólo en la amistad.
Pa-She llegó a la sala de audiencias portando varias muestras de su escritura, una carta del Sumo Sacerdote, otra de su maestro en el templo de Osiris de Aabtu y una pequeña historia sobre varias de las tumbas más antiguas que compilaba en sus tiempos libres. Esperó a que se concluyeran los asuntos más vitales del día y a que los ministros se dispersaran por sus despachos provisionales. Entonces Ahmose le indicó que se adelantara, extendiendo una mano para recibir sus referencias y leyéndolas rápidamente antes de pasarlas a su esposa. Aahmes-Nefertari le ofreció una sonrisa alentadora.
—Las cartas que traes son muy laudatorias —dijo—. Pero un tutor debe tener algo más que inteligencia. Debe ser capaz de ganarse la confianza y el respeto de sus pupilos. ¿Has tenido algo que ver con niños, Pa-She?
—No, Majestad —contestó Pa-She—. Pero la oportunidad de formar a una mente joven, particularmente la mente del que reinará en Egipto algún día, es un desafío precioso. Mi padre me crió con mano firme pero suave y yo quisiera la misma mezcla de bondad y disciplina para mi pupilo.
—El príncipe Ahmose-Onkh necesita más disciplina que bondad —comentó Ahmose—. Su aya le ha malcriado y se le ha permitido hacer prácticamente lo que ha querido.
—Preveo un período de mutua adaptación, Majestad —contestó Pa-She—. He oído que el príncipe es indisciplinado, pero un poco de espíritu a menudo denota una naturaleza noble e inteligente que simplemente requiere ser dirigida.
Ahmose se inclinó.
—Parece que estás listo para domar al muchacho. ¿Cómo empezarás a hacerlo?
Se iluminaron los ojos de Pa-She.
—El príncipe aún no ha cumplido cinco años —dijo entusiasta—. Sugiero un rato de lecciones por la mañana y por la tarde los primeros seis meses, durante los cuales le enseñaré los elementos de la escritura hierática más simple, antes de empezar con los jeroglíficos más explícitos. Hace setecientos años se compiló la obra llamada Kemyt con ese propósito. Me atrevo a decir que su Majestad también comenzó con este antiguo texto antes de pasar a las Instrucciones de Osiris Amenemhat Primero y al Himno del Nilo escrito por Khety, hijo de Duauf.
—Lo recuerdo —dijo Ahmose sombrío—. Cada palabra iba acompañada de una amenaza de golpes. Mi tutor era severo.
—Golpear será mi último recurso —dijo Pa-She indignado y Aahmes-Nefertari rió.
—¡Puede que cambies de opinión en poco tiempo! —dijo—. Y si lo haces tendrás que enfrentarte a su aya, Raa. Ella se queja de su desobediencia pero le protege mucho.
Pa-She vaciló.
—Majestad, quisiera que consideres la posibilidad de darme una habitación junto a la del príncipe —dijo—. Tiene que verme como un amigo y guardián, además de su maestro. Quiero estar con él cuando coma, nade, rece. Cualquier actividad suya será una oportunidad para educarle.
—Es una petición fuera de lo corriente —dudó Ahmose—. Pero supongo que si quieres castigarte a ti mismo se puede arreglar. Aahmes-Nefertari, ¿qué piensas?
Ella observó el rostro de Pa-She largo tiempo antes de contestar.
—Es un método particular de enseñar —dijo lentamente—. Sin embargo, estoy dispuesta a acceder a la petición de Pa-She por el momento. ¡Khabekhnet! —El heraldo principal se le acercó desde su puesto en el fondo del salón y se inclinó—. Encuentra a Ahmose-Onkh y tráelo aquí. Que conozca al hombre que le hará desgraciada la vida. —Volvió su mirada a Pa-She—. Nunca olvides que tienes que cuidar a un Pichón —de-Halcón. Cada palabra tuya que oiga determinará su aptitud para reinar como dios cuando se siente en el Trono de Horas. Una vez por semana me darás cuenta de sus avances.
Pa-She se arrodilló para luego postrarse.
—Mil gracias, Majestades —dijo con la nariz pegada al suelo—. Cargaré con esta responsabilidad como Khnum acunó en sus manos divinas la arcilla con la que se creó al hombre en la rueda del alfarero celestial.
Ahmose dejó su silla.
—Tienes mi permiso para reírte también de vez en cuando, Pa-She —dijo secamente—. Te deseo buena suerte. Aahmes-Nefertari, encárgate de este encuentro augurador.
Y tras hacer una seña a Ipi y Akhtoy salió el salón.
A mediados del siguiente mes de Pharmuthi, llegó una flotilla de embarcaciones del norte que llevaba a los mercaderes keftianos a los que Ahmose se había dirigido en el montículo del norte. Había en total unas quince familias completas con sus bienes y sirvientes, y Aahmes-Nefertari arregló a través de Uni su instalación en Weset. La tarea no fue fácil. Todos querían fincas a orillas del Nilo y cuando Aahmes-Nefertari oyó la voz preocupada de Uni recitando sus quejas, advirtió de qué manera tan indulgente Apepa les había tratado.
—Sabemos que los setiu están enamorados de los productos y el arte de los keftianos —le dijo al mayordomo—. El rey me dijo que esta gente habitaba las mejores propiedades en un montículo atestado de gente. Pero no debemos provocar su ira, Uni. No sólo nos traerán buen comercio, bronce, espadas y dagas incrustadas en oro, vasos, lámparas y, lo más importante, amapola y tintes, sino que también nos darán la oportunidad de crear vínculos políticos con su isla. También estoy tratando de atraer a los comerciantes de Asi a Weset. Atiéndelos lo mejor que puedas.
Uni se quejó visiblemente en una rara muestra de irritación y accedió.
Poco después, Aahmes-Nefertari recibió el mensaje de que Keftiu había despachado un embajador a la corte de Ahmose que esperaba quedarse de forma permanente en Weset. Fue un triunfo para ella. Había iniciado las negociaciones con el gobernante de Keftiu algunos meses antes, recordándole en los términos más amables y diplomáticos que su anterior aliado, Apepa, no era ahora más que un escorpión sin aguijón y sin esperanzas de recuperar el poder en Egipto, pero que el verdadero rey del país graciosamente aceptaría continuar la relación tradicional entre Egipto y Keftiu.
Había llegado una carta igualmente amable en respuesta, llena de palabras afables pero sin contenido. No había insistido pero, optimista, había solicitado a Sebek-Nakht que agregara a su carga aplastante de tareas el proyecto y construcción de una serie de casas grandes con jardín para uso de cualquier embajador extranjero que fuera atraído al nuevo asiento del poder. Los edificios, encantadores, se habían erigido al sur, entre el muro exterior protector de su finca y los ahora concluidos cuarteles que alojarían las dos divisiones permanentes de Ahmose.
Pero el rey keftiano obviamente se había tomado su tiempo para investigar la suerte de Apepa, y al advertir que era irremediable, decidió transferir sus compromisos a un régimen más sano. Cuando llegó el embajador con toda la pompa y su familia, Ahmose le agasajó generosamente y pasó largas horas comentando con él una renovada amistad entre las dos naciones, pero fueron la reina y Neferperet, el tesorero real, quienes concretaron los términos de los acuerdos comerciales. Aahmes-Nefertari también se aseguró de que uno de los sirvientes de la cocina y uno de los jardineros de la residencia del embajador se escogieran entre la gente que había pasado un tiempo aprendiendo a espiar en Esna.
Aahmes-Nefertari y Ahmose habían llegado a una tregua insegura y no declarada, a un acuerdo respecto a los deberes y ocupaciones de la administración que se extendía dolorosamente al trato entre ellos. Tiempo atrás compartían cada alegría y preocupación, pero ahora se encontraban esquivando cuidadosamente las regiones de sus almas aún dolidas, conscientes de que algunas heridas eran muy recientes para tocarlas. Habían vuelto a hacer el amor, pero con la misma cautela que empleaban en sus conversaciones privadas, y su pasión se había convertido en un ejercicio practicado en silencio.
Aahmes-Nefertari trataba de no recordar la inconsciencia feliz que había imbuido su unión sexual en el pasado. Tales pensamientos sólo podían servir para frotar sal en heridas ya sangrantes. Al final de Pakhons descubrió que una vez más estaba embarazada y que llevaba en su vientre no sólo la esperanza de nueva vida que crecía allí, sino también la esperanza de que con su final expulsión podría terminarse la amargura entre ella y su esposo. Cuando le dio la noticia él sonrió con evidente alegría, la besó y abrazó y fue al templo a dar gracias a Amón.
Pero entre ellos se interponía la muerte de dos de sus hijos, Hent-ta-Hent y el primer hijo de Si-Amón, y sus esperanzas se veían atemperadas por el temor.
Llegaban regularmente los informes del ejército y de la flota, aún detenidos en el Delta. La situación allí no se había alterado. Het-Uart seguía cerrada en sí misma. Ahmose y Aahmes-Nefertari leyeron las cartas en el despacho de Seqenenra, sentados de espaldas a la luz del sol que entraba entre las columnas. Hor-Aha estaba con ellos. Su pelo había vuelto a crecer. Aún era muy corto para trenzarlo del modo que Aahmes-Nefertari lo recordaba, pero ya le llegaba a los hombros en gruesas ondas brillantes que se alisaba hacia atrás con mano impaciente.
Ella le había visto poco desde que volviera a Weset. Hor-Aha había repartido su tiempo entre los medjay en su aldea, cruzando el Nilo, y largas expediciones de caza en el desierto, donde acechaba hienas, antílopes y leones. Se inclinó sobre la mesa cuando Ahmose dejó que el papiro recién llegado se enrollara antes de pasarlo a Ipi, sentado a sus pies.
—¿Cómo está todo, Majestad? —quiso saber—. Cuando dejamos la ciudad estaba plagada de enfermedades y falta de agua. Tendría que haber capitulado en semanas.
—Las epidemias siguen su curso y después desaparecen —dijo Ahmose—. Sin duda murieron muchos cientos de ciudadanos. Vimos el humo de sus piras funerarias. Es una evaluación práctica y fría, general, pero supongo que esas muertes permitieron que el agua fuera suficiente para los supervivientes, que sin duda cavaron nuevos pozos. En cuanto a la comida, hacen huertas en los tejados de sus casas. Una dieta reducida, pero quizá suficiente para mantener unidos el cuerpo y el ka.
—Se han vuelto una pesadilla recurrente —intervino Aahmes-Nefertari—. ¿Terminará alguna vez?
—Por supuesto que sí —le aseguró Ahmose—. Las divisiones del este controlan el Camino de Horas y los fuertes de la Muralla de los Príncipes sin ningún esfuerzo. Es sólo cuestión de tiempo. —Tamborileó un instante en la mesa—. Se habrá completado la rotación de las tropas para fines de Epophi —continuó—. Creo que entonces puedes llevar a los medjay a Wawat durante unos meses, Hor-Aha. Se han ganado una visita a sus familias. Abana puede traer una parte de la flota aquí, y Turi y Kagemni pueden llevar las divisiones de Amón y Ra a los cuarteles nuevos al sur de esta finca. Trataremos de hacer caso omiso de Apepa y de lo que queda de su poder hasta que nos obligue a hacer otra cosa.
Hor-Aha observó pensativo su rostro.
—No será una decisión sabia dejar a los medjay en sus aldeas mucho tiempo, Majestad —dijo—. Rápidamente se volverán a integrar en la vida de sus tribus, y buscarles y volver a entrenarlos para que recuperen el nivel de disciplina egipcio será una tarea tremenda. ¿Has pensado en traer a sus familias aquí? Son criaturas del presente. Estarían más que dispuestos a convertir los cuarteles que habitan hoy en una comunidad si sus mujeres e hijos estuvieran con ellos.
—Si lo hago con los medjay, debo hacerlo con todos y cada uno de los soldados de mis dos divisiones de Weset —objetó Ahmose—. Se puede alojar a diez mil hombres sin mucho problema ni gastos pero si se suman sus esposas e hijos tendré que crear otro departamento más en la administración. —Hizo una mueca—. O mejor dicho, tú lo tendrías que hacer —dijo, dirigiéndose a Aahmes-Nefertari. El generoso reconocimiento de sus esfuerzos la hizo sentir feliz.
—Pero Ahmose, si quieres tropas permanentes estacionadas aquí, tienen que poder ver a sus familias —le recordó ella—. De lo contrario su moral se verá gradualmente erosionada.
Suspiró, un poco preocupado.
—Me sigue resultando difícil asimilar la idea de su permanencia —reconoció—. En los últimos años, mi vida ha estado marcada por el movimiento. Sin embargo, la permanencia se está afirmando a mi alrededor, a nuestro alrededor.
—Weset se expande casi a diario —acotó Aahmes-Nefertari—. Al convertirse en el asiento del poder en Egipto, la gente se siente atraída por la perspectiva de un avance en sus vidas o un mejor comercio o las ambiciones para sus hijos. Hay espacio para muchos más. Destina algunas tierras para las familias de tus soldados. Puede que algunos decidan no desarraigar a sus parientes, pero al menos serán ellos los que decidan. Puedo nombrar un inspector de asentamiento del ejército, si tú quieres, para que lo organice todo. Entonces la rotación significará una corta caminata de los cuarteles al pueblo y no un largo viaje por el Nilo hasta aldeas remotas. Tus hombres estarán disponibles en todo momento.
—Supongo que tenéis razón —dijo con renuencia—. Lo puedo hacer también con los medjay, Hor-Aha. No sé por qué estas cuestiones me hacen temblar el alma. Arréglalo como dijiste, Aahmes-Nefertari. No podría hacerlo yo.
«Es la pérdida del control total lo que te aflige, esposo mío —pensó Aahmes-Nefertari al salir del despacho cogida de su brazo—. Ya no puedes conocer cada acto de tus ministros y ya no salen todas las órdenes de tu boca. Estás obligado a confiar en la inteligencia y honestidad de otros y eso te enloquece».
De Pakhons se pasó a Payni y luego a Epophi. Se intensificó el calor del verano, imponiéndose con fuerza cada vez mayor a los hombres y las bestias, y el ritmo de la vida se hizo más lento. Los nobles y campesinos durmieron por igual las largas tardes calurosas, pero en las noches cálidas las calles de Weset se llenaban de vida cuando los ciudadanos salían para llevar sus asuntos o simplemente beber cerveza e intercambiar chismes.
Para Aahmes-Nefertari, dominada por las náuseas cada mañana, las horas de oscuridad suave eran una bendición. Al atardecer iba a la casa de baños para que le limpiaran el sudor y le aliviaran la fatiga del día; luego, vestida con una túnica suelta, subía al tejado de la casa donde Senehat había extendido alfombras, desparramado almohadones e instalado lámparas cuyas llamas en los vasos de fino alabastro brillaban doradas en la oscuridad. Había cuencos llenos de fruta y jarras con agua y vino, el juego del sennet y el de Perros y Chacales, y mantas para cubrirla cuando finalmente se quedaba dormida bajo el bosque de blancas estrellas del verano. Pero Aahmes-Nefertari se sentía sola. Extrañaba a las otras mujeres de la casa, su madre y abuela, que otros veranos habían ido allí, pasando el tiempo en conversaciones ociosas de mujeres.
Llegaron papiros de Aahotep y, con menos frecuencia, de Tetisheri. Las dos habían sido bien recibidas en Esna y Pi-Hator y se habían quedado unos días en cada pueblo, pero ninguna de las dos había disfrutado el tiempo que pasaron allí. Tetisheri protestaba porque los sirvientes de las casas de los alcaldes eran descuidados e ineptos y la gente común poco cuidadosa en su trato hacia ella cuando salía. Le recordó a Aahmes-Nefertari que el pene de Osiris había sido tragado por un pez en Esna «y, por tanto, no se permite comer pescado a nadie, incluyendo a tu madre y a mí —decía su carta ácida—. En mi opinión, hubiese sido mejor que el pene del dios hubiese aparecido en la orilla y que los peces hubiesen decidido comerse al pueblo».
Pero Aahotep escribía acerca de vagas corrientes subterráneas de descontento en ambos lugares. Había hablado brevemente con los espías y le habían dicho que los muelles y los almacenes estaban abandonados, al igual que las fincas de hombres que se habían hecho ricos bajo los setiu, y que una atmósfera de incertidumbre dominaba Esna y Pi-Hathor. «Estos pueblos compartieron el privilegio de construir, equipar y reparar embarcaciones para nuestros invasores —escribía Aahotep—. Esa fuente de prosperidad ahora se ha trasladado a Nekhbet. Otra fuente de ingresos para ellos era la ruta comercial de Kush. Están a medio camino entre Het-Uart y Kush. Pero dado que Weset, que se ha convertido en el centro de Egipto, está a sólo 200 estadios al norte, su situación geográfica ya no es una ventaja. Todo lo que les queda es la cantera de piedra caliza cerca de Pi-Hathor y, como Ahmose aún no ha comenzado a erigir grandes monumentos, los hombres de la cantera están ociosos y hambrientos. Advierto un posible peligro para nuestra nueva estabilidad y me alegro de que hayamos creado una red de espías tan eficaz. Mañana nos iremos a Nekheb con gran alivio. Esperamos quedarnos allí al menos un mes. Hará mucho calor y más aún a medida que nos acerquemos a Djeb, pero no hay salud ni paz en el aire de los pueblos sureños».
Aahmes-Nefertari mostró las cartas a Ahmose que las leyó y soltó un gruñido.
—Kamose tampoco confió en ellos —comentó—, pero al estar entre Weset y Nekheb están impotentes, Aahmes-Nefertari. ¿Qué pueden hacer más que resignarse a su destino? No puedo emplear a los hombres de las canteras sólo para que tengan pan y cebolla, aunque me dan pena, y los constructores de embarcaciones de Nekheb, bajo control de Paheri y los Abana, son más fiables que los de Pi-Hathor. Por lo menos Kamose no arrasó sus casas como hizo en Dashlut. —Le había dado un beso rápido en el mentón—. ¡Vosotras y vuestros espías! —se rió.
Aahmes-Nefertari se sintió indignada por la insinuación de que ella y Aahotep se habían estado divirtiendo frívolamente cuando tomaron su red de espías, pero no se enfrentó a él. «Ahmose no despreció tanto el esfuerzo cuando se lo dijimos por primera vez —pensó con rebeldía—. En aquellos tiempos estaba agradecido de toda protección, no importaba si era algo nebuloso. No volveré a discutir la cuestión con él».
A veces Ahmose se le unía en el tejado y, reclinados entre los almohadones, hablaban en voz baja o jugaban a juegos de mesa o se turnaban para nombrar las constelaciones que refulgían en el cielo, pero más a menudo él prefería sentarse en el jardín en sombras bebiendo cerveza con Turi, Kagemni, Hor-Aha y otros. Para comienzos de Mesore, las divisiones de Amón y Ra estaban en Weset, habitando con comodidad los nuevos cuarteles, y Paheri y Ahmose Abana pasaron por Weset camino de Nekhbet. Ankhmahor también había vuelto con su hijo Harkhuf, cuya herida no había dejado más que una cicatriz de bordes irregulares que se hacía cada vez menos notoria.
Aahmes-Nefertari, sentada por encima de los cientos de puntos de luz que indicaban los otros tejados habitados de la ciudad y oyendo las risas masculinas que llegaban desde el jardín, se sentía tan abandonada como una sandalia gastada. «La cosecha está en marcha —pensó tristemente—. Los cultivos caen bajo las guadañas de los segadores y el aire está lleno del polvo de la trilla. En los viñedos, los hombres y mujeres cantan al pisar las uvas y la miel de las colmenas cae como una gruesa luz del sol en los jarros. Los jardines están fragantes con el aroma de las hierbas: el cilantro y el comino, el tomillo y la frescura picante de la menta. Sin embargo, no noto movimiento en mi seno, ninguna señal de que mi hijo esté vivo. Es muy pronto, supongo. El próximo mes hará notar su presencia pero, por ahora, me siento estéril en medio de tanta fertilidad. ¿Es así como serán las cosas: Ahmose envuelto en un mundo de hombres, mientras yo me esfuerzo por adecuarme una vez más al mundo trivial de las preocupaciones femeninas? ¿Para esto trabajé todo los meses que él estuvo ausente?».
Un movimiento apenas perceptible le llamó la atención más allá de las palmeras, en cuyas hojas delgadas estaba atrapada la luna llena, y, mirando por encima del borde del tejado, vio un esquife que pasaba silencioso, con un remero en la popa y las figuras abrazadas de un hombre y una mujer totalmente atentos el uno al otro, cerca de la proa.
—Senehat —dijo aburrida. La chica dejó su sitio junto a la claraboya y fue junto a ella—. Recordé que aún no he recibido una evaluación de la cantidad de pescado que se tiene que salar y conservar para los comerciantes keftianos. Tenlo presente si puedes y recuérdamelo mañana. —Senehat murmuró su afirmación y se fundió nuevamente en las sombras. «Dioses— pensó Aahmes-Nefertari acostada de espaldas y cerrando los ojos. —La luna está llena, la noche tiene aromas de amor y yo me acuerdo del pescado». Se sentía demasiado vacía para llorar.