Capítulo 15

Ahmose llegó a Het-Uart en ocho días, tras comprobar que los puestos de mensajeros que había situado a lo largo de la ruta por tierra a Egipto eran seguros y eficientes. Se detuvo brevemente para consultar con los generales Iymery y Neferseshemptah, cuyas tropas ocupaban la muralla de los Príncipes y patrullaban el Delta oriental, satisfecho de ver que se imponían la paz y el orden por todas partes en los campos recién sembrados y los huertos que rodeaban las aldeas. Incluso Het-Uart parecía industriosa como un panel de abejas. Las murallas de ambos montículos ya semejaban las ruinas de algún monumento antiguo, aunque no quedarían demolidas por completo hasta pasados varios meses, y del palacio quedaba escasamente alguna señal, salvo una gran área de tierra roja arrasada por el fuego, unos cuantos árboles ennegrecidos y el muro construido por el antepasado de Ahmose, Senwasret, que se alzaba orgulloso pero sin sentido, entre el edificio desaparecido y el camino de la puerta de la Entrada Real.

Muchos ciudadanos habían vuelto, pero la mayoría de las casas de adobe estaban ocupadas por soldados de la división Montu. Las tropas de la división Horus, de Khety, también se habían ido instalando en casas abandonadas en el montículo norte. Ahmose advirtió la ventaja estratégica de la ciudad para el comercio y como base militar para cualquier futura incursión que decidiera hacer en Rethennu. «Construiré un nuevo palacio fortificado en el lugar del antiguo —decidió—. No como mi capital, por supuesto. Weset continuará siendo el centro del poder administrativo de Egipto. Pero Het-Uart será mi bastión en el norte».

Tres embarcaciones esperaban para llevarle al sur con su comitiva y, con sensación tanto de inquietud como de alivio embarcó en el Norte, la antigua nave de Abana, con Ankhmahor, Ipi y Khabekhnet; saludó al capitán Qar y se inclinó sobre la baranda para observar cómo cargaban las otras dos embarcaciones. Había hablado con Paheri y Baba Abana, que se ocupaban de coordinar los envíos de agua para las tropas en Sharuhen desde el Delta. Había pasado revista brevemente a sus oficiales de las divisiones y la flota. No quedaba más que hacer que esperar a que Qar diera la orden de soltar amarras.

El viaje a Weset, que ordinariamente hubiera llevado al menos un mes, se hizo en poco más de la mitad de ese tiempo. Paheri había previsto dos equipos de remeros y, mientras Ahmose dormía, el Norte continuaba su lento avance hacia el sur. Khemmenu quedaba aproximadamente a medio camino entre Het-Uart y Weset, y Ahmose se sintió tentado de detenerse allí. Extrañaba a Ramose y tenía curiosidad de ver a la chica setiu, Hat-Anath, en la vieja casa de Teti, pero superaba su intriga la creciente sensación de urgencia y resistió la tentación.

Una mañana brillante de finales de primavera, el Norte pasó la curva que anticipaba la llegada a Weset y, con una mezcla de excitación y cobardía, Ahmose vio la extensión familiar de casas construidas a lo largo de la orilla y más allá del camino del río, a la sombra de las palmeras y sicómoros que adornaban el pueblo. El templo de Amón, de un cálido beige, se alzaba sobre los árboles que lo protegían. La nave se acercó a la orilla oriental y llegaron al embarcadero, viendo el viejo palacio como una mole gris que sobresalía por encima del muro nuevo que rodeaba toda la finca y, un poco más allá, las puertas cerradas de su jardín flanqueadas por la guardia. Qar dio una sucesión de órdenes. Los remos se alzaron a la vez del agua y el Norte se deslizó graciosamente hasta chocar suavemente contra los postes de amarre. Los marineros cogieron la rampa y se prepararon para bajarla. Ahmose estaba en casa.

Los soldados a cada lado de la puerta se habían puesto firmes a la vista de la bandera real flameando en el mástil del Norte. Observaron con atención el trío de hombres que esperaban para desembarcar, pasando su mirada del Norte a las dos embarcaciones que iban detrás, pero al acercarse la nave su expresión se aclaró.

—¡Es Su Majestad! —exclamó uno de ellos—. ¡Es su bandera! —Dejaron caer las lanzas y corrieron a sostener la rampa.

La puerta detrás de ellos se estaba abriendo. Ankhmahor y los Seguidores bajaron por la rampa y Ahmose les siguió. No dio órdenes. Los Seguidores le rodearon cuando entró rápidamente en sus dominios, encontrándose con el aroma de las flores y la hierba mojada; la sombra matutina de la casa creaba en el césped formas que él recordaba y, más allá, los lotos, con sus flores blancas y azules, se movían en forma casi imperceptible en la superficie brillante del estanque.

Habían instalado un toldo allí y dos figuras estaban lado a lado, con una montaña de rollos de papiro. Alertados por la conmoción alzaron la vista y, entonces, Ahmose-Onkh se separó de su maestro y fue corriendo por el camino. A medio camino se detuvo y empezó a caminar lentamente, con paso digno, pero Ahmose veía el esfuerzo que estaba haciendo el muchacho para controlarse. Cuando se acercó, se detuvo e hizo una profunda reverencia.

—Estoy muy feliz de verte tan inesperadamente, padre —dijo.

—Y yo a ti, mi pequeño Pichón-de-Halcón —respondió Ahmose. Extendió la mano y enderezó la coleta juvenil que formaba una trenza reluciente cayendo en su hombro—. ¿Eres ya demasiado mayor para permitirme abrazarte?

—Por supuesto que no —dijo el niño seriamente, entonces se le formó una gran sonrisa y se lanzó sobre Ahmose. Por un momento se colgó de su pecho, todo brazos y piernas, antes de que Ahmose le pusiera de nuevo en el suelo—. Sabemos que ese impostor se escapó a un fuerte llamado Sharuhen —comentó—. ¿Lo has capturado, Majestad?

Ahmose observó los pequeños rasgos solemnes. Habían cambiado desde su partida. Los ojos eran mayores, la línea de la mandíbula más amplia, las mejillas más finas. «Está empezando a dejar atrás la infancia —pensó Ahmose con una sensación de amor y orgullo—. Pronto será un buen mozo».

—Pa-She y yo hemos estado observando Rethennu —decía Ahmose-Onkh—. Pasado Sharuhen hay pastizales y bosques, y montañas que a veces tiemblan, y las langostas se comen los cultivos. Parece un lugar horrible. ¿Has visto temblar las montañas, padre?

—No. Todas esas cosas ocurren en el nordeste. Y no, aún no capturé a Apepa. Sharuhen es un fuerte muy bien defendido, hijo mío. No lo derrotaremos pronto. —Apoyó la barbilla del niño en la palma de su mano—. He vuelto para ver a tu madre y a tu hermana —explicó afablemente—. Vuelve ahora con tu tutor. Hablaremos más tarde.

—Está muy enferma —susurró Ahmose-Onkh—. Mi madre piensa que hay un maleficio.

«¿Contra la niña o contra ella?», se preguntó Ahmose.

Ahmose-Onkh se inclinó nuevamente y volvió a donde le esperaba Pa-She. Ahmose le saludó de lejos y el tutor le contestó con una reverencia.

El capitán de los guardias de la casa había salido de la misma y le esperaba en la entrada lateral.

—Bienvenido a casa, Majestad —dijo—. De haber sabido que venías habría hecho desalojar el camino del río y puesto más hombres en el embarcadero. Avisaré al resto de la casa de que has llegado.

—Gracias, Emkhu —contestó Ahmose, ocultando su impaciencia—. Aprecio tu preocupación. Pero quiero ver a la reina de inmediato. ¿Dónde se encuentra?

—Su Majestad pasa la mayor parte del día en la habitación de los niños, una vez cumplidas las audiencias de la mañana —le dijo Emkhu. Vaciló—. Majestad yo… nosotros… estoy muy contento de verte aquí.

—Entiendo —dijo Ahmose en voz baja—. Asegúrate de que no nos interrumpan.

Atravesó rápidamente la casa, sobresaltando a los sirvientes que apenas tuvieron tiempo de reconocerle e inclinarse antes de verle pasar, y un creciente murmullo de sorpresa y especulación ya había comenzado a crecer a su paso cuando llegó a los aposentos de las mujeres. Vio a Uni alzarse de su taburete a las puertas del cuarto de Aahmes-Nefertari, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—Estoy muy aliviado de verte, Majestad —dijo el mayordomo, su rostro volviendo rápidamente a la expresión habitual— mente amable. —Tuve la esperanza de que la carta de tu madre te hiciera venir.

—¿Exageró? —le preguntó Ahmose en tono perentorio. Uni negó con la cabeza.

—De ningún modo. La princesa se debilita cada día y la reina se desespera. Ha logrado continuar con sus deberes oficiales gracias a la ayuda de Khunes, pero está al borde del colapso. Ha sufrido mucho por los niños. —No había ninguna señal de condena en el tono de Uni. Ahmose no la esperaba. Uni, al igual que Akhtoy, conocía los pensamientos y sentimientos de las personas a su cargo mejor que ellos mismos.

—¿Está aquí?

—Ha hecho quitar la puerta entre su dormitorio y la habitación de los niños —explicó Uni—. No permite que ningún sirviente o niñera toque a la princesa, lo que significa, por supuesto, que se despierta cada vez que ella llora. Y llora mucho. He tratado de razonar con Su Majestad, pero no ha servido de nada.

—Entraré ahora —dijo Ahmose—. Trae vino y algo de comer dentro de una hora. No me anuncies. —Uni abrió la puerta y él entró.

No estaba en su pequeña antecámara ni en su dormitorio. Ahmose los atravesó silenciosamente. La oía cantar, con su voz suave y baja, pero con tal tono de ternura y angustia que Ahmose se detuvo, por un instante renuente a irrumpir en su privacidad. Se acercó a la puerta. Podía verla, inclinada sobre un camastro alto en el que habían puesto un canasto. No había nadie más en el cuarto y el único mueble era una silla sin brazos.

Debió de notar que estaba allí porque de pronto dejó de cantar y alzó la vista, al principio sin reconocerle. Su rostro estaba pálido, los ojos hinchados. Tenía manchas oscuras bajo los párpados, como si fueran borrones de tinta. Las clavículas desnudas sobresalían debajo de su garganta y los brazos se notaban delgados. Ahmose veía poco de su cuerpo, porque su túnica se había inflado al estar inclinada sobre la canasta. «Dioses, ella también se está muriendo», pensó, mientras el amor y el miedo le dominaban como una oleada caliente. Ella le miró fijamente mientras se enderezaba, y el blanco de sus ojos se hizo visible un instante cuando advirtió quién era.

—¿Ahmose? —dijo con voz ahogada; entonces rodeó el camastro, y corrió y se arrojó contra él, con los puños cerrados. Comenzó a golpearle, gritando su nombre. Logró abrazarla, sosteniéndola sin apretar, no intentando esquivar sus golpes, hasta que de pronto ella se aflojó y, apoyando la cabeza en su pecho, se quedó encogida, llorando amargamente—. Te odié, he estado tan enfadada contigo, me dejaste sola, no puedo soportarlo, no aguanto más —a medias balbuceaba y a medias lloraba, las uñas clavándose en su piel, la frente caliente y apretada contra sus costillas. La abrazó con más fuerza y la meció, abrumado por su fragilidad y su completa falta de control.

Durante mucho tiempo se quedaron así, apretados, hasta que el torrente de su dolor e ira comenzó a ceder y sus sollozos se hicieron intermitentes; entonces se separó suavemente.

—Cada mañana me pongo una máscara para los escribas y los ministros —dijo—. Ha sido el desafío más difícil al que me he enfrentado jamás. Creo que estoy volviéndome loca, Ahmose. ¿Qué haces aquí? —En su voz aún había histeria. Él pasó los pulgares por sus mejillas, borrando las lágrimas, y besó su boca húmeda.

—Nuestra madre me envió una carta, querida mía —le dijo—. Me llenó de remordimiento y preocupación, y supe que debía venir. Ahora, muéstrame a mi hija. —En respuesta, ella le cogió de la mano y le llevó hasta el canasto. La acción fue casi tímida y, aunque ella iba delante, tuvo la impresión de que él era quien la guiaba. Le sorprendió que su violenta reacción no hubiera despertado a Sat-Kamose. Cualquier niña sana hubiera llorado. Pero al mirar dentro del canasto de mimbre advirtió de inmediato que su princesa estaba muy débil para responder a cualquier estímulo.

Estaba acostada de espaldas, con los brazos extendidos a los lados, los ojos negros medio cerrados, y respiraba rápidamente. Ahmose bajó la pequeña sábana que la cubría y tuvo que reprimir un grito de horror al ver las costillas, el estómago hundido y las caderas apenas cubiertas por la piel.

—Parece desnutrida —murmuró.

—Está desnutrida —contestó Aahmes-Nefertari—. Bebe con gran voracidad, pero luego vomita y encoge las rodillas, y llora. Oh, Ahmose, mi corazón está partido por su sufrimiento. Si hubiera algo que pudiera hacer, incluso dar mi vida, lo haría. Los médicos se confiesan impotentes. He consultado a cuatro. Nuestro propio médico real quiere darle amapola, pero yo me negué. Podría causarle más daño. ¡No sé qué hacer!

Ahmose alzó el pequeño cuerpo, que era más liviano que su pectoral. Sat-Kamose lloriqueó, volviendo la cabeza hacia él, y en el momento en que su suave pelo tocó su pecho se enamoró de ella. Fue hasta la silla, se sentó y la meció lentamente. Un puño pálido se alzó y encontró su pecho, descansando allí con una aceptación inmediata tal que quiso llorar.

Pero Aahmes-Nefertari se había hundido en el suelo junto a él, los brazos en tomo de sus pantorrillas, la cabeza contra su muslo. Aún temblaba y él no se atrevió a sumar su agonía a la de ella.

—Perdóname por mi amargura y mi silencio —susurró—. He sido cruel y lo siento.

—No —dijo él con pesadumbre—. Soy yo el que ha sido terriblemente insensible. Te amo, esposa mía, y amo a mi hija.

Se quedaron así un tiempo, sintiéndose emocionalmente exhaustos, ella recibiendo la fuerza y reconfortada por el calor de su carne, y él buscando los límites de su nueva y extraña pasión y sin poder encontrarlos. Sus ojos no abandonaron el rostro de la niña. Vio el parecido con Aahmes-Nefertari en la forma de la mandíbula, y su boca se doblaba del modo que lo hacía la de Seqenenra. Con dolor advirtió que las orejas seguían las curvas y los valles de las suyas. Pero más que nada era consciente de su palidez, el tinte grisáceo de su piel, las marcas que ya había dejado la angustia en las diminutas sienes. Quería poner sus labios en los suyos y lanzar el aliento cálido a su boca para darle vida, aplastarla contra su pecho para que el latido de la vida, tan constante bajo sus costillas, la inundara de su vitalidad. «Soy el rey —pensó angustiado—. Soy el Hijo del Sol, la encamación de Amón en Egipto. Cada espiga de trigo, cada buey abrevando en los bajíos del Nilo, cada campesino, soldado y noble, todos existen para obedecerme. Y, sin embargo, soy impotente para ordenar que sane mi niña».

Por fin Aahmes-Nefertari se movió.

—Ponía otra vez en el canasto, Ahmose —dijo atontada—. Está dormida.

Ahmose advirtió repentinamente que la niña había cerrado sus párpados hundidos. Con cuidado se alzó y la dejó con ternura. Ella hizo un pequeño sonido de succión pero, fuera de eso, no se movió y sus miembros fláccidos cayeron en el colchón. Ahmose la cubrió con la sábana y se volvió hacia su esposa.

—Ordené a Uni que trajera comida —dijo, acallando su protesta cogiéndole las manos—. Comerás y beberás, y luego irás a la casa de baños y Senehat te bañará. Yo me quedaré aquí hasta que vuelvas. —Vio la consternación en su rostro y sacudió sus dedos—. Tengo que hablar con el médico real y con nuestra madre, pero volveré después —le aseguró—. Voy a hacer que traigan mi cama aquí. Mantendremos juntos esta terrible vigilia, Aahmes-Nefertari, y de ahora en adelante la audiencia de la mañana será mi responsabilidad.

Ella empezó a llorar nuevamente pero ahora con una gratitud silenciosa.

—No te he preguntado por Sharuhen —empezó a decir, pero él la interrumpió.

—Sharuhen hoy es un espejismo —dijo—. Sólo me importáis tú y Sat-Kamose.

Llamaron a la puerta y Uni entró con Senehat y Hekayib detrás de él. De las bandejas que llevaban emanaba un vapor fragante. Esta vez fue Ahmose quien condujo a Aahmes-Nefertari y la sentó junto a la mesa, vertiendo vino para ella mientras los sirvientes servían la comida.

—Mira, amor, hay lechuga fresca, seguramente la primera de la temporada —dijo—. Sopa de lentejas que huele a cilantro, carne asada con granos de pimienta y pan de centeno caliente con semillas de sésamo. ¡No debemos desperdiciar nada! —le acercó los platos, indicando a Uni que se retirara. La puerta se cerró y él se sentó junto a ella—. Come, Majestad, te lo ordeno —dijo con severidad—. O haré que te encierren en la cárcel de Kamose. —Ella premió su esfuerzo con una sonrisa tenue y, para su alivio, cogió un tallo delgado de cebolla tierna, haciéndolo girar entre sus dedos antes de morder un pedazo.

—Gracias, Ahmose —murmuró—. Creo que hoy sí tengo un poco de hambre. ¿Atenderás a Sat-Kamose si despierta? —Él asintió. Poniendo los codos en la mesa, apoyó el mentón en la palma de la mano y la observó con satisfacción, pero mucho antes de que terminara de comer se oyó un llanto débil. Indicándole que se quedara donde estaba, se alzó y fue a atender a su hija. Sintió como si caminara hacia su ejecución.

Cuando Aahmes-Nefertari volvió de la casa de baños, Ahmose la dejó y fue al despacho de su padre. Akhtoy e Ipi se habían reunido con Uni frente a la puerta de Aahmes-Nefertari, y Ahmose envió a su mayordomo en busca del médico real y a Ipi a Aahotep con el alerta de que iría a sus aposentos pronto.

Una vez dentro del cuarto, que aún consideraba de Seqenenra, se sintió más tranquilo. Allí perduraba algo de la serenidad de su padre, y Ahmose le recordó extrañándole. «Nunca parecías perturbado o agitado, Osiris —le dijo mentalmente—. Siempre eras reflexivo en tu modo de hablar y digno en tu actitud, incluso después de que el salvaje ataque de Mersu te dejara lisiado y paralizado. No importa lo que sucediera en tu interior, nunca se revelaba en tu actitud. Que Amón me dé la misma gracia y el mismo dominio de mí mismo, y el coraje para cargar con la desesperación de mi esposa y mi propio dolor cuando esta tragedia llegue a su inevitable final».

Cuando entró el médico y saludó, Ahmose ya había recuperado su equilibrio. El hombre parecía casi tan cansado como Aahmes-Nefertari. Esperó impasible.

—No hay esperanzas para mi pequeña hija, ¿verdad, doctor? —le requirió Ahmose sin preámbulos. El médico se pasó la lengua por los labios.

—Ninguna, Majestad —dijo con franqueza—. Lo siento. La princesa no retiene la leche de su madre ni la de su nodriza, ni la leche de cabra que tuve que recomendar. Me avergüenza decir que no sé por qué.

—¿La reina dio de mamar a Sat-Kamose? —exclamó Ahmose, sorprendido.

—Sí, al principio, cuando la leche de la nodriza no logró alimentarla. Pero fue en vano. —Ahmose pensó un momento.

—La reina me dice que deseabas dar amapola a la niña, pero que se negó. —El médico alzó los hombros bajo la túnica amarilla.

—La princesa muere lenta y dolorosamente de inanición —dijo—. La amapola no prolongaría su vida, pero aliviaría su dolor y le daría el regalo de la inconsciencia.

Sus palabras eran vacilantes y Ahmose las cogió al vuelo.

—¿Por qué piensas que la reina rechazó tal ayuda para una niña cuya aflicción está consumiendo su vida?

El médico miró al suelo.

—No podría decirlo, Majestad.

Ahmose se acercó.

—¡Sí puedes! —dijo tajante—. Eres mi médico. Eres sabio y hábil en tu profesión. ¡Contéstame!

El médico alzó la cabeza a su pesar.

—No tengo ninguna conclusión clara —admitió—. Pero me parece que su Majestad se está castigando a sí misma por algo al negar la amapola a la princesa. Quiere empaparse del sufrimiento de la niña como expiación. Quizá tú sepas más que yo, Majestad. —Ahmose le miró, con el entrecejo fruncido. «Una expiación», reflexionó. «Claro. Mi pobre Aahmes-Nefertari. ¿Te culpas por tus hijos muertos y moribundos, no es cierto? Temes que te rechace por lo que consideras tu fracaso y te flagelas en forma inmisericorde con la culpa».

—Quizá sea así —dijo reflexivamente—.

—Prepara la amapola y ven a los aposentos de la reina esta tarde. Espérame allí. Puedes irte. «Siento como si hubiera pasado ya al menos una semana desde que volví», pensó al ir al cuarto de su madre. «Pero sólo son unas horas. Y, sin embargo, no creo que esté impaciente por partir nuevamente, como la vez pasada, ni temo el aburrimiento que me dominó entonces. Sat-Kamose ha capturado mi corazón y debido a ella mis dominios brillan con la luz de la satisfacción. No la tendré mucho tiempo. Estoy resignado a perderla en el momento que descubro la alegría de amarla. Abrazo lo amargo con lo dulce, porque sospecho que ha comenzado a mostrarme aspectos de mí mismo ante los que estaba completamente ciego. ¿Cómo me habría cambiado Hent-ta-Hent si hubiese estado con ella cuando murió?».

Se le ocurrió vagamente que sus dolorosos y recientes encuentros con Tani podrían haber tenido algo que ver con aquel casi instantáneo reconocimiento de su hija como algo precioso, que la defección sin vacilaciones y poco esperada de Tani le había hecho tomar conciencia de lo impredecible de la vida de un modo que nunca lo habían logrado sus experiencias militares. Ponderaba la cuestión cuando el mayordomo de su madre le vio llegar, saludó y le hizo pasar.

Le sorprendió encontrar a Tetisheri también allí, sentada en la silla junto al lecho de Aahotep, los pies descansando en un taburete y las manos rugosas en la falda. Creyó haber ocultado su sorpresa, que era casi alarma, muy bien, pero al acercarse e inclinarse para besar sus dedos llenos de anillos, ella gruñó.

—No esperabas verme, ¿verdad, Majestad? —dijo—. Pero hace mucho que no nos vemos y cuando supe que habías dispuesto ver a Aahotep, me apresuré a venir aquí. —Su tono era de leve reproche. Significaba: al menos podrías haberme mandado saludos, si no pensabas visitarme. Y Ahmose acalló lo mejor que pudo la irritación mezclada con vergüenza que sus críticas implícitas conjuraban siempre.

—Tienes buen aspecto, abuela —murmuró, obligándose a mirar a los ojos feroces y sabios que aún brillaban inteligentes, aunque ya tenía cerca de setenta años.

—Me duele la espalda y no duermo mucho —respondió ella—. Fuera de ello, estoy bien. Lamento que las circunstancias te hayan obligado a volver, Ahmose. Realmente no hay nada que puedas hacer por Sat-Kamose, y en cuanto a Aahmes-Nefertari… —Se encogió de hombros elocuentemente y los huecos llenos de arrugas de sus clavículas se ahondaron con el gesto—. Tu esposa ha perdido el control del modo más lamentable. La amo, pero siempre le faltó energía. De niña se asustaba fácilmente y lo que esa niña necesita es el cuidado de una mujer fuerte y equilibrada. La nodriza era admirable en ese sentido, pero Aahmes-Nefertari la despidió. —Ahmose se enderezó y la observó, tratando de calmarse. Su lengua se había hecho más punzante con la edad, pero se obligó a recordar que efectivamente amaba a Aahmes-Nefertari, aunque su visión de la reina se conformaba casi enteramente con los recuerdos a los que se aferraba.

—No me vi forzado a volver a casa —dijo con firmeza—. Vine a ver a mi hija antes de que muera y a dar apoyo a mi esposa. Ninguna mujer ha soportado tanta tensión sin hundirse, Tetisheri, excluyéndote a ti, por supuesto. A ti nada te hunde. —A ella no le pasó desapercibido el sarcasmo de sus palabras, pero no respondió. Por el contrario, dijo inesperadamente:

—El asesinato de Kamose me hundió. La muerte de tu padre en la guerra casi me hundió. Mis palabras a veces son crueles, Ahmose. Perdóname. Simplemente, es tan frustrante… —Se fue quedando en silencio y él se volvió hacia su madre con alivio. Al menos en ella había un eco de Seqenenra, equilibrada y competente en sus acciones sin estridencias, e intuitiva en sus decisiones. Cogiendo su mano y apretando su mejilla con la de ella, le sonrió.

—Gracias por la carta —dijo simplemente. Ella le devolvió la sonrisa.

—Sabía que vendrías —contestó—. Ha sido terrible, Ahmose. No quería traspasarme las riendas del gobierno porque le habías confiado la dirección del país a ella. Era una cuestión de orgullo. Pero si llegas a demorarte más, creo que se hubiese hundido por completo. Yo no tengo autoridad para darle órdenes. —Señaló el vino de granada y las tortas de cereal en la mesa—. Ahora siéntate y háblanos de Tani —le invitó—. Tu informe decía poco y gritaba mucho.

Ahmose se sintió desanimado. Sabía que llegaría aquel momento, pero aun así le molestaba. Vertió el líquido rojo brillante en una copa y bebió un trago antes de sentarse con desánimo en una silla. Pese a sus esfuerzos desesperados no pudo encontrar una manera de suavizar el golpe para Aahotep, ninguna mentira piadosa para cerrar una herida sangrante. De modo que les habló de la negativa de Tani a decirle adónde había ido Apepa y a coger una embarcación y volver a Weset, su deseo declarado de entrar a Sharuhen y estar con su marido, con un lenguaje claro y sin barnices. Sin embargo, no repitió la evaluación tan realista de la recepción que su hermana esperaba de las mujeres de la familia. Aahotep escuchó inmóvil, observando el rostro de Ahmose, alzando su copa de vez en cuando para beber, pero sin decir nada. Cuando terminó, fue Tetisheri quien expresó su desagrado.

—La persona que describes es irreconocible como la niña que se fue de aquí tan valientemente con Apepa —resopló—. Permitió que los setiu la corrompieran. ¡Pequeña cobarde! Gracias a los dioses que su padre no vive para ver su traición. La habría cogido a latigazos y devuelto a Weset atada a la pared de su cabina. No hablaremos más de ella. Ahora, cuéntanos de Sharuhen y del sitio. Esas noticias son más interesantes. —Había explotado iracunda con su voz cascada, pero Ahmose vio cómo escondía las manos entre los pliegues de la túnica para ocultar el temblor, y sintió pena por ella. Rápidamente empezó a hablar de la fuga de Apepa, la quema del palacio, la captura de los setiu por Abana y cómo les había obligado a revelar el destino de Apepa, todo el drama y la emoción que la entusiasmaba, y ella le premió con una serie de resoplidos, risas y exclamaciones al quedar cada vez más atrapada en el relato. Finalmente golpeó el brazo de la silla.

—¡Ja! —chilló—. Ahora le tenemos, ¡ese hijo de Sutekh! Sólo es cuestión de tiempo que caiga Sharuhen y puedas cortarle la cabeza. ¡Bien hecho, Majestad! —No quiso amargarle la alegría recordándole lo inexpugnable que era Sharuhen. Vació su copa y se alzó, y les hizo una reverencia a ambas.

—Fuera de las audiencias matutinas, pasaré todo el tiempo en las habitaciones de Aahmes-Nefertari —dijo—. Ocupaos de Pa-She y Ahmose-Onkh. ¿Sigue escapándose a jugar con el barro de los ladrilleros?

—Los ladrilleros se han ido, Ahmose —dijo Tetisheri—. El viejo palacio no necesita más que ser blanqueado y la decoración. Hasta los jardines han sido re dibujados, aunque todavía son muy recientes y no muy graciosos. ¿Lo harás bendecir pronto? —«He soñado con ese momento desde que Kamose y yo navegamos hacia el norte para reconquistar Egipto», pensó Ahmose con tristeza. «Ahora está aquí y sólo puedo pensar en Sat-Kamose. No me siento feliz, no tengo ninguna sensación de triunfo. El destino me la ha robado».

—No lo sé —contestó con pesar—. Quizá.

Se volvió hacia la puerta, pero la voz de su madre lo detuvo.

—¿Ella esta bien? —preguntó Aahotep.

Ahmose hizo una pausa.

—Está bien y más bella que nunca —respondió sin mirarla. Dio un golpe en la madera. Kares abrió de inmediato y, enfermo de tristeza, Ahmose salió al pasillo.

El médico y Uni le esperaban fuera del cuarto de Aahmes-Nefertari, y entraron con él. A Ahmose le pareció que ella debía de estar yendo de un lado a otro en su antecámara, esperando impaciente su vuelta, con la niña en sus brazos, porque casi corrió hasta él cuando Uni cerró la puerta y su expresión se aclaró. Pero cuando vio el frasco y la cuchara que llevaba el médico se detuvo súbitamente.

—No —dijo. Ahmose le puso una mano con firmeza en el hombro.

—Si has de culpar a alguien por la debilidad de nuestros hijos, culpa a los dioses, y no a ti —le dijo en voz baja—. Yo no te culpo. ¿No lo sabes? ¿Cómo puedes creer que estas pérdidas tan horribles pueden erosionar mi amor por ti? Somos uno, querida hermana. Hemos sobrevivido a muchas pruebas. Hemos estado enfadados el uno con el otro. Pero hay un vínculo que no se rompe. —Delicadamente cogió a Sat-Kamose—. Estás usando su sufrimiento para torturarte y eso es egoísta.

—¿Ella está bien?

—Debemos tratar de aliviar su dolor y facilitar su paso a la presencia de Osiris.

—Lo vomitará —protestó Aahmes-Nefertari débilmente, pero no hizo otra objeción. Se había puesto muy pálida, pero algo en sus ojos cambió cuando él le habló. Era una prueba escasa, pero sabía que la batalla contra su locura estaba ganada. Haciendo una señal al médico, bajó las telas que cubrían a la niña y descubrió su boca. Sat-Kamose le miraba. Notaba su aliento cálido en los dedos. Su cabeza, con su escaso pelo negro, parecía haber crecido, apoyada en su brazo. «Es una ilusión producto de la reducción de su pequeño cuerpo— pensó Ahmose con una compasión amorosa que le atravesó como una espada. —Amón, has dado mucho con tu mano derecha omnipotente, pero has quitado mucho con la izquierda».

El médico se acercó, la cuchara llena del líquido lechoso. Cuidadosamente la introdujo entre los labios secos. Sat-Kamose arrugó su nariz del tamaño de un guisante, tragó convulsivamente, tosió débilmente y empezó a llorar. Ahmose la meció, susurrando una canción a medias olvidada de su infancia, y todos los allí presentes esperaron a verla vomitar la droga. Pero no lo hizo. Al cabo de un momento se cerraron sus ojos. Ahmose notó que se relajaba su cuerpo tenso. Se durmió.

—Vendré dos veces al día y una vez por la noche para repetir la dosis, Majestad —dijo el médico—. Un ro cada vez, no más. —Haciendo su reverencia, retrocedió y dejó el cuarto. Ahmose le pasó la niña a Aahmes-Nefertari, que fue al cuarto vecino con ella. Ahmose se volvió hacia Uni.

—Trae todas nuestras comidas aquí —le ordenó—. Hazlas atractivas y apetitosas para que la reina se sienta tentada. Beberemos cerveza en vez de vino. La cerveza es más nutritiva. Que no se acerque nadie que no sea Akhtoy, Ipi y Khabekhnet, y déjales pasar sólo si es algo urgente. —Uni sonrió.

—Entiendo, Majestad —dijo—. Es una decisión sabia. —«¿Sabia?», reflexionó Ahmose en el momento en que salió Uni y su esposa aún no volvía. «No es sabiduría, mi buen mayordomo, sino temor ciego. ¿Qué haría sin Aahmes-Nefertari? Sería como una vela sin viento».

Las siguientes semanas siguieron un patrón rígido determinado por las necesidades de Sat-Kamose, cuyos colores sombríos los pintaba la muerte. Cada mañana Ahmose se levantaba con el Himno de Alabanza, costumbre que retomaron a su vuelta. Iba a la casa de baños a que le lavaran, rasuraran y masajearan, luego a sus aposentos para que le pintaran y vistieran, y luego, con Ipi y Khunes, a la sala de recepción principal donde atendían los asuntos que siempre se acumulaban de un día para otro.

Otra vez en las habitaciones de Aahmes-Nefertari, saludaba al médico y juntos le daban a la niña el gran regalo de los dioses que tenía el poder de quitar el dolor y llevar la inconsciencia. Sat-Kamose siempre lloraba por el gusto amargo y a veces vomitaba, pero con el tiempo su estómago llegó a estar demasiado débil para el espasmo que expulsaba la amapola. Alentado, el médico había intentado alimentarla nuevamente con la leche de cabra, pero no pudo retenerla. Estaba en brazos de Ahmose o de su madre casi continuamente. Ahmose, cargando con su peso de pluma, yendo de un cuarto a otro, muchas veces creyó que ya había muerto, por la laxitud de su cuerpo y su respiración inaudible.

Al principio, volvía de las audiencias y se encontraba con su esposa sentada junto al lecho, con la comida de Uni sin tocar en la mesa y Sat-Kamose en el regazo. Cuando el médico se iba, se sentaba junto a ella y la convencía de que comiera un bocado y después, quizá, otro. Ella aceptaba indiferente, con los ojos hinchados y la espalda curvada, y dos veces ella misma vomitó lo que había comido en un ataque de violento rechazo, pero gradualmente su apetito mejoró hasta que Ahmose, al entrar en sus habitaciones, a menudo se sentía feliz de ver las fuentes vacías, donde sólo quedaban algunas migajas. Senehat la acompañaba hasta la casa de baños, mientras Ahmose vigilaba el canasto que contenía un dolor tan preciado y tan penetrante para los dos.

Por insistencia de Ahmose, Aahmes-Nefertari se sometió al examen del médico y su dictamen fue alentador.

—Ha ganado algo de peso, sus ojos tienen menos del uk-hedu amarillo y su aliento ya no apesta —le dijo a Ahmose—. No le prescribiré nada. Todo lo que necesita es comida sana y descanso. ¿Duerme bien? —Ahmose le aseguró que sí. Al principio sólo dormitaba a ratos, con largos períodos de vigilia agitada durante los cuales intentaba calmarla con juegos de tablero y cuentos, a la luz de la lámpara que siempre estaba encendida. Pero lentamente se fueron alargando sus horas de descanso y su sueño se hizo más profundo. Una noche ni siquiera despertó cuando el médico entró silenciosamente para darle a Sat-Kamose su ro de amapola.

Ahmose, despierto, pasaba muchas horas sentado junto al lecho de Aahmes-Nefertari, observándola, volviendo a descubrir el placer de la armonía de su cuerpo, el pelo oscuro caído por encima de las sienes, el tinte azul delicado de los párpados cerrados, las pestañas gruesas, que temblaban con los sueños, el perfil aguileño de la nariz de su padre y los labios llenos, similares a los de su madre. La luz constante de la lámpara creaba sombras agradables en el cuello, aumentaba la hendidura entre los pechos y hacía brillar los hombros como si hubieran cubierto de aceite su piel. No sentía deseo. Los días estaban demasiado cargados de preocupaciones para algo tan elemental y fuerte. En aquellos momentos le llenaban la ternura y la conciencia de que ella era única como esposa, su amada, dándole la paciencia y el desprendimiento que necesitaba para cuidar de ella y de su hija.

Una vez, poco después de la medianoche, cuando el médico se había ido y Aahmes-Nefertari estaba dormida, dejó los aposentos de las mujeres y, dando una indicación a Uni, acostado en su colchón junto a la puerta por si ella despertaba, salió solo, con la idea de ir al templo. La luna estaba casi llena y el jardín, pacífico, envuelto en sombras bajo sus rayos pálidos. Sintiéndose mareado por su largo encierro, Ahmose se detuvo a aspirar el aire cálido antes de dirigirse al embarcadero, rechazando la escolta que le ofrecían los guardias y siguiendo el camino del río, una cinta gris bajo sus pies, rumbo a los oscuros troncos de las palmeras.

El cielo bañado en la luz de la luna era un dibujo de hojas y ramas que apenas se movían y, junto a él, el Nilo estaba plateado y silencioso. El pueblo de Weset, ahora casi una ciudad, parecía un espejismo más allá de los arbustos; las oscuras casas de barro, las calles sólo transitadas por unos cuantos perros callejeros y una ocasional chispa de luz donde algún ciudadano estaba sentado, sin dormir, como su rey. Había sonidos apagados, su pulso era una mezcla de toda la vida humana y animal que componían su existencia. Lejos, en el desierto, una hiena ladró y el sonido hizo eco en dunas invisibles antes de desaparecer. «Amo este lugar —pensó Ahmose mientras caminaba—. Todo lo que soy ha sido moldeado por su impacto, que se multiplica lentamente por todos mis sentidos. Soy el rey de Egipto, pero antes que nada soy hijo de Weset y siempre lo seré».

El atrio del templo estaba desierto. Ahmose lo cruzó rápidamente. El atrio interior, con su tejado de grandes losas de piedra, estaba a oscuras. Un guardia apareció de entre las sombras y le ordeno detenerse, pero viendo quién era, se retiró con una rápida disculpa. Quitándose las sandalias, Ahmose se acercó al santuario. Estaba cerrado y sellado, por supuesto, pero eso no importaba. Un leve perfume a incienso flotaba en el aire y se mezclaba con el olor del polvo y las flores marchitas.

Ahmose se arrodilló y luego se postró, con los brazos extendidos. Con los ojos cerrados rezó por Sat-Kamose, por Aahmes-Nefertari, por sí mismo, y las palabras le llegaban con facilidad, pues tenía la mente clara como hacia mucho tiempo que no sucedía. Al rato percibió un movimiento detrás, pero no alzó la vista. Alguien se acomodó a su lado y comenzó a rezar también, y con alegría reconoció la voz de Amonmose. Cuando terminó de decir al dios todo lo que quería se alzó, y el Sumo Sacerdote lo hizo junto con él.

—Supe que habías vuelto, Majestad —dijo, y su voz se oía apagada en el lugar cerrado—. Tu madre me envía regularmente a Yuf con informes de los asuntos de la casa. La reina me pidió que nombrara un sustituto para cumplir con las obligaciones de la Segunda Profeta hasta que la pequeña princesa se recupere o muera, y lo he hecho. He sabido que ella también está mal. —«¡Qué rígido sentido del deber tiene Aahmes-Nefertari!», se admiró Ahmose en silencio. «Egipto podría estar hundiéndose bajo un lago de fuego y ella seguiría preocupada de no poder asumir sus responsabilidades».

—Siempre he valorado tu tacto, Amonmose —contestó Ahmose—. Ella carga con un peso tremendo y se siente aplastada, pero se está recuperando. Me alegro de volver a verte. Por el momento sólo cumplo mis deberes con Amón en el corazón y no pido disculpas por ello. —El rostro de Amonmose era un óvalo que salía de la oscuridad. Aun así, Ahmose pudo leer su expresión sombría.

—Por supuesto que no —dijo el Sumo Sacerdote—. No tengo nada para reconfortarte, Majestad, salvo una predicción del Vidente. Sharuhen caerá y Apepa será tuyo.

—No hay nada que me reconforte en mi actual dolor —dijo Ahmose pesadamente—. Pero no dudo del don del Vidente. A fin de cuentas, predijo la actual tragedia.

—Es sólo un instrumento del dios —dijo Amonmose—. Por favor, transmite mis respetos a la Segunda Profeta.

—Lo haré. Y te agradezco tu compañía. —El atrio exterior era un rectángulo gris. Ahmose se volvió hacia allí, recuperó sus sandalias y comenzó a caminar hacia la casa.

Sat-Kamose murió durante la noche del día treinta de Pharmuthi. El médico hizo su visita acostumbrada después de la medianoche. Aahmes-Nefertari había dormido brevemente pero se despertó, levantándose del lecho y yendo a sentarse en el borde del camastro de Ahmose, donde él también se preparaba para dormir.

—Me perturbó un sueño —dijo a modo de disculpa—. No sé lo que fue. No puedo volver a descansar, Ahmose. Necesito tener a mi hija. —Ahmose sabía que eso no importaría. La niña sólo estaba semiconsciente la mayor parte del tiempo y ni siquiera lloraba cuando la alzaban. Hizo a un lado la sábana y se puso de pie.

—Te la traeré —dijo—. Acomódate con almohadones en mi lecho. ¿Quieres agua? —Ella asintió. Antes de ir al cuarto de la niña, le sirvió una copa y se la pasó.

—Has sido maravilloso conmigo —dijo impulsiva—. Más de lo que merezco. Te amo tanto, Ahmose. Perdóname todo.

—¿Todo? —sonrió, advirtiendo que los efectos de su sueño aún la perturbaban. Aún así, su rostro ya no tenía aquel aspecto decaído y volvía un color saludable a su piel—. No puedo imaginarme qué es todo. Si estás cómoda, iré por Sat-Kamose.

Fue hasta el cuarto apenas iluminado y se inclinó sobre el canasto, pero se detuvo. Había visto la muerte muchas veces en los últimos años, incluso en los rasgos de soldados sin desfigurar: su marca era inconfundible. «O más bien, la ausencia de marca», pensó sintiendo una terrible premonición. No importa lo compuesto que esté el rostro, no importa lo engañosa que sea la imagen, una mirada basta para confirmar que el ka ha volado y sólo queda una cáscara vacía.

Los ojos entornados de la niña brillaban, pero con la luz que les prestaba la lámpara. Su boca estaba parcialmente abierta, los huesos diminutos de su pecho totalmente inmóviles. Ahmose la alzó apretándola contra su pecho. Su cuerpo aún estaba tibio, pero con el calor de cualquier cosa inanimada dejada al sol, un almohadón, una manta, no generado por la escasa chispa de vida que había habido en ella. Mordiéndose ferozmente el labio en el intento de controlar las lágrimas que ya le quemaban los ojos, la llevó al dormitorio.

Aahmes-Nefertari profirió una exclamación cuando vio su rostro y le tendió los brazos. Reverente, Ahmose le tendió el cadáver diminuto y luego se sentó a su lado, cogiendo una de las manos de Sat-Kamose y rodeando a su esposa con el otro brazo. No hablaron. Se quedaron acurrucados en el lecho, llorando, mientras la noche se hacía más profunda a su alrededor y el cuerpo de la niña gradualmente se iba enfriando en su abrazo luctuoso.

Ahmose llevó a Sat-Kamose a la Casa de los Muertos. Envolvió el cadáver en una tela limpia, envió a Uni a que ordenara el envío de su litera y caminó silenciosamente por los pasillos callados de la casa. De pie junto al camino que atravesaba el jardín, advirtió que la luna desaparecía, que se había levantado viento y agitaba las palmeras oscuras, y que algo, un insecto o una rana, movía la hierba a sus pies. «El mundo no ha cambiado —pensó—. Ninguna estrella cae para señalar tu muerte, pequeña. Los árboles no dejan de moverse para susurrar tu nombre. El río no nos cubre de lágrimas mientras espero aquí, con tu cascarón en mis brazos. Hacemos el mapa de las estrellas, usamos los árboles y el río, cultivamos la tierra y domamos a los animales, pero nada de eso puede expresar conmiseración por la agonía de los humanos».

Llegó la litera, llevada por cuatro sirvientes somnolientos. Ahmose les dijo a donde llevarle, subió y cerró las cortinas. La Casa de los Muertos estaba pegada al templo de Amón y no era grande la distancia. En la soledad de la litera, descubrió la cara de su hija y besó su boca laxa, pero era su alma la que deseaba abrazar, la esencia que contenía todo lo que hubiese podido ser, y al fin la volvió a cubrir con una sensación de frustración.

Los portadores de la litera le dejaron a cierta distancia de la entrada de la Casa, donde había una guardia muy numerosa.

Entendió su renuencia a acercarse más y no protestó. Sosteniendo a Sat-Kamose con fuerza, caminó hasta los guardias del templo y pidió ver a un sacerdote sem, esperando calmo mientas uno de ellos desaparecía en la oscuridad del edificio. El otro había cruzado la lanza frente a la puerta, un gesto ceremonial, aunque Ahmose sabía que era perfectamente capaz de usar la fuerza para impedir entrar a nadie. Aunque nadie en su sano juicio querría pasar el lúgubre portal. Salían aires fétidos de allí, imbuidos de olores no identificables, que provocaron a Ahmose un escalofrío de aprehensión.

Hubo un ligero movimiento en las sombras y apareció un hombre. No pasó el dintel de piedra, pero se inclinó.

—¿Qué deseas de nosotros, Majestad? —inquirió. Ahmose mostró su pequeña carga.

—Te traigo a mi hija, la princesa Sat-Kamose, para su embalsamado —dijo con la voz temblorosa.

—Lamentamos su muerte —respondió el hombre—. Déjala en el suelo y aléjate unos pasos. —Había llegado el momento de soltarla pero, por un instante, Ahmose no pudo hacerlo. Con un quejido, la alzó hasta su cuello, descansando su mentón en las envolturas, cerrando los ojos con fuerza, notando las lágrimas que corrían calientes por sus mejillas. El sacerdote sem esperó impasible. Por fin, Ahmose hizo lo que se le ordenaba, dejándola delicadamente en el suelo y alejándose. El sacerdote de inmediato salió, la alzó y rápidamente retomó su lugar al otro lado del dintel.

—Mi túnica no te tocó, pero mi aliento o las emanaciones de mi cuerpo pueden haberte transmitido impurezas —continuó—. Ve al lago sagrado y purifícate. —Tras otra leve inclinación, desapareció, y a Ahmose no le quedó más remedio que retroceder a su litera. Se sentía yermo, como los cadáveres secos y eviscerados en cuya compañía pronto se encontraría la niña.

Se hizo transportar al lago de Amón. A su vera se quitó el shenti y el tocado y se metió en el agua fresca hasta quedar completamente sumergido, permitiendo que su boca, oídos y nariz se enjuagaran con el agua del dios. Salió, se vistió rápidamente y dio la orden de volver a la casa. «Me he limpiado la corrupción de su muerte —pensó—. Pero mi alma siempre llevará cicatrices por su breve vida. ¡Que los dioses te reciban con felicidad, mi pequeña inocente!».

La noticia de la muerte ya se había extendido por la casa cuando dejó la litera y volvió a los aposentos de Aahmes-Nefertari. A pesar de la hora avanzada, unos cuantos sirvientes se encontraban en los pasillos. Le hicieron reverencias cuando pasó junto a ellos, con expresiones de tristeza en el rostro, pero se sentía demasiado abatido para agradecer sus muestras de compasión. Aahmes-Nefertari estaba sentada en el suelo, con la frente en las rodillas, cuando por fin cerró la puerta a sus espaldas. Ella alzó la vista.

—Ya está —dijo, y la alzó. Por unos instantes se quedaron abrazados y luego ella le soltó.

—Quédate conmigo esta noche —le rogó ella—. Quiero notar tu calor, Ahmose. Tengo tanto frió. —En respuesta, alzó las sábanas y ella se metió debajo. Él no se molestó en desvestirse. Sintiéndose de pronto agotado, se dejó caer junto a ella, que de inmediato le rodeó con los brazos. «Esta noche no habrá ningún sonido en el cuarto de los niños», pensó, y junto con la tristeza sintió una brisa de alivio.

Al día siguiente volvió a sus habitaciones y se iniciaron los setenta días de duelo por Sat-Kamose. Ahmose siguió atendiendo los asuntos del gobierno cada mañana. Consultó con Pa-She acerca de los progresos de Ahmose-Onkh y dedicó varias horas al día a estar con el muchacho. A menudo se encontró con su madre y Tetisheri en el jardín, al final de la tarde, ya que aumentaba el calor al pasar de la primavera al verano. No había música ni fiestas.

Suponía que Aahmes-Nefertari sufriría una recaída de su depresión e insomnio e, incluso, extrañaba las horas intensas que habían pasado juntos cuando se convirtió en su enfermero, pero ella se ocupaba de sus asuntos con calma y, según su mayordomo, comía y descansaba bien. Ahmose la veía poco. Ella no le evitaba. Se encontraban a menudo, cruzándose fuera de la sala de recepción o yendo en direcciones opuestas por la casa, y una vez la invitó a navegar por el río para disfrutar de la puesta del sol. Ella estaba tranquila y sonriente, pero algo distante, y él sentía que tenía que dejarla.

Llegaban informes de Sharuhen, uno similar al otro. El ejército estaba estratégicamente colocado en tomo de la ciudad. Los hombres se encontraban bien. El agua llegaba en cantidades escasas pero suficientes bajo la supervisión de Abana.

No había escaramuzas con las tribus de las montañas y Sharuhen parecía totalmente ajena a la presencia egipcia. Ahmose suspiraba con cada sello que rompía Ipi y expresaba su disgusto después de cada lectura. «Se necesitará un acto de los dioses para abrir esas puertas —reflexionó abatido—. Amonmose me habló de la predicción del Vidente, que Sharuhen caerá y Apepa será mío, pero el Vidente no me dijo exactamente cuándo sucederán estas cosas. Puede que sea cuando tenga sesenta años y Apepa sea un anciano. Los Videntes me irritan. Hablan en acertijos y esperan que se les pague». Pero recordó las palabras desalentadoras del hombre acerca de Sat-Kamose, cuando aún no había nacido y no tenía nombre, y acalló sus pensamientos sacrílegos.

Su atención se concentró en el final de las obras del palacio viejo. No quería entrar en él hasta que fuera capaz de revivir los muchos recuerdos que sus habitaciones llenas de ecos le llevaban. Su gloria pasada le había llevado sueños melancólicos, sus fantasmas le atemorizaban como cuando, de niños, Kamose y él entraban de noche, el tejado cubierto de escombros donde su padre fue atacado, todo le hacía sentir el peso de la ira y la pérdida. Pero durante las semanas de duelo por su hija, se encontró a menudo en el jardín y lo miraba desde allí, sin el impedimento del muro que antes separaba a la casa del palacio. «Es mío por derecho de nacimiento —se dijo—. Es la mansión de un rey, y mudarme a él significará el restablecimiento de la ley de Ma’at en Egipto después de tantos años de ocupación setiu». Pero no se decidió hasta que una mañana luminosa y cálida vio a Ahmose-Onkh correr en tomo del edificio y luego lanzarse, riendo y gritando, al estanque, con un sonriente Pa-She detrás de él.

Mandó a buscar al príncipe Sebek-Nakht, y se encontró con él a la sombra de una de las columnas monumentales del atrio que ahora se alzaba recta hacia el azul deslumbrante del cielo de comienzos de verano.

—Algunas de las paredes interiores ya han sido blanqueadas, Majestad —le dijo el príncipe mientras caminaban hacia el interior—. Pero, por supuesto, no puede proseguir el trabajo hasta el funeral de la princesa. Estoy satisfecho con el resultado. Espero que lo apruebes.

Ahmose no contestó.

En silencio recorrió los suelos pulidos que escapaban hacia las umbrosas cavernas, pasó la punta de los dedos por las paredes suaves que hacían eco de sus pisadas, se quedó pensativo en los charcos de luz blanca que caían de los altos tragaluces, subió por escaleras anchas que conducían a habitaciones más altas y finalmente se encontró en el tejado, con Weset extendido a sus pies, el bosque de palmeras y el Nilo brillando entre las orillas arenosas. Un grito desde abajo le hizo asomarse. Ahmose-Onkh le había visto y saludaba, un niño de juguete en mitad de un pequeño jardín. Ya había cambiado su sentido de las proporciones. Él también agitó la mano.

—Verás que he cumplido tu orden respecto a la pequeña escalera que conduce a la parte del tejado que está sobre las habitaciones de las mujeres —decía Sebek-Nakht—. Hay puertas al pie y en la cima de la escalera, y no se han quitado los escombros de los escalones ni han sido reparados. ¿Quieres inspeccionar las nuevas oficinas administrativas al fondo, Majestad? Ya están terminadas. —Hablaba con un orgullo que se le podía perdonar. Ahmose negó con la cabeza.

—Estoy impresionado por tus logros, príncipe —dijo—. El palacio mantiene su aire de antigua autoridad y, sin embargo, es más liviano, mayor, lo nuevo está en armonía con lo antiguo. —Extendió las manos—. No puedo expresar el sentido de lo que pienso más que diciendo que estoy encantado. —Sebek-Nakht sonrió.

—Es una morada para un dios y será un marco adecuado para tus descendientes divinos —le aseguró a Ahmose—. El palacio de Apepa en Het-Uart era una choza comparada con esto. La reina ha contratado a los artistas más renombrados del sur para decorar las columnas y paredes. También ha ordenado baldosas de lapislázuli para el suelo de la sala del trono, y láminas de oro para las paredes. Me dice que está entrando suficiente plata y oro en la Tesorería Real para forjar las puertas del embarcadero con plata y oro, como deseas. Brillarán con la gloria del sol y cegarán a todo timonel que intente pasar.

—¿Aahmes-Nefertari hizo eso? —Ahmose estaba atónito. Sebek-Nakht bajó el tono.

—Dio la orden antes de que la princesa naciera —dijo— su corazón está en este edificio, Majestad. Insistió en participar personalmente en cada decisión que se tomaba.

Ella y tu madre incluso consultaron con los jardineros respecto a la situación del césped y las flores, y han traído escultores de Swenet para las fuentes. Ahmose no se atrevió a hacer un comentario por temor a que el nudo en su garganta evidenciara la emoción que le dominaba. «Estoy avergonzado», pensó. «No me importaban los informes que llegaban de Weset mientras sitiaba Het-Uart y marchaba sobre Sharuhen. No les dedicaba más que unos momentos impacientes. Mi esposa, mi familia, eran menos para mí que una noche de vino y conversación con mis generales junto a los fogones de los cocineros del ejército. Que Amón me perdone». Asintiendo bruscamente, tragó y se volvió para bajar al patio soleado.

El onceavo día de Epophi, dos meses y medio después de que Ahmose llevara a Sat-Kamose a la Casa de los Muertos, ésta fue acompañada a través del río por toda la corte y el personal del templo, y puesta en su diminuto ataúd junto a Hent-ta-Hent. Ahmose no pudo evitar la comparación de ese funeral con el anterior. Aparentemente era igual. Las mujeres llevaban el azul del luto, lanzaron tierra sobre sus cabezas y se lamentaron. Los bueyes rojizos ceremoniales, arrastrando el trineo en el que yacía Sat-Kamose, avanzaron lentamente hacia las tumbas en la orilla occidental en medio de nubes de polvo. Amonmose blandía el pesesh-kefy el netjeri-blades para abrir la boca de la niña y restaurar la vida a sus cinco sentidos. El incienso se alzó en el aire caliente y los cantantes y bailarines giraban.

«Pero esta vez cada sonido y movimiento, cada palabra del ritual, me duelen —pensó Ahmose—. El funeral de Hent-ta-Hent no penetró mi insensibilidad. Ahora estoy huérfano de felicidad, estoy herido, y todo debido a la pequeña criatura que podía sostener cómodamente en las palmas de mis manos». Mientras comía en el festín con Aahmes-Nefertari, observó a Ahmose-Onkh acercarse a la tumba de Kamose, donde Behek continuaba su vigilia. El perro se alzó con dificultad para saludar al muchacho, que se arrodilló y empezó a acariciar la cabeza gris. «Behek se está haciendo viejo y entumeciéndose —pensó Ahmose—. Algún día los sacerdotes que atienden las tumbas vendrán a ofrecer sacrificios a Kamose y lo encontrarán muerto. Tengo que alertarles que se le tiene que embalsamar y enterrar con honor, cerca de Kamose. Tal fidelidad merece un premio».

Aahmes-Nefertari no dijo una palabra en los días en que se llevaron a cabo los ritos. De vez en cuando lloraba, y Ahmose la abrazaba, pero la mayor parte del tiempo estaba con las manos cogidas delante, mirando fijo el suelo. Ya no estaba preocupado por su salud o seguridad. Sabía que no había desesperación en su pesar, porque lo compartían. Pero también sentía que ella estaba pensando, profunda y ferozmente.

Al volver a la casa fue consciente de que había cambiado el ambiente. Siempre era así después de un funeral. Comenzaba el luto y todos sentían la opresión, que se evaporaba cuando los barcos que volvían de la orilla oeste chocaban con los escalones del embarcadero. Desembarcaron, y Aahmes-Nefertari y Ahmose, cogidos del brazo, caminaron hacia las columnas de la entrada seguidos por los demás miembros de la familia.

De pronto, ella le retuvo y esperó a que Aahotep, Tetisheri y Ahmose-Onkh, que bostezaba, pasaran junto a ellos. Entonces le soltó.

—Tengo algo que decirte, Majestad —dijo con voz aguda y apresurada—. Siempre he sido un poco cobarde. Cuando era más joven temía casi todo: un mal agüero, el pinchazo de una espina, una palabra dura. Esperaba constantemente que los dioses me atacaran. Entonces comenzó la guerra y me vi obligada a enfrentar peligros reales, separándolos de los fantasmas de mi mente. —Se mordió el labio—. No tuve mucho éxito. Hasta que mataron a Kamose y te hirieron a ti no descubrí una chispa de auténtico valor y temeridad en mí. Me liberó. Pero con la muerte de Hent-ta-Hent todos los antiguos terrores regresaron. —Cruzó los brazos, cogiéndose con fuerza, como si tuviera frío—. Los tapé. No luché. Cuando me quedé embarazada de Sat-Kamose las aguas oscuras de la compasión por mí misma y la extrema cautela me anularon por completo, y cuando nació yo estaba tan enferma que no podía comer, dormir o caminar sin odio por mí y por ti. —Ahmose pretendió cogerla, pero ella se alejó.

—No —dijo—. Déjame terminar. Nada de eso fue culpa tuya. Nada. Entonces volviste a casa y fuiste amable y amoroso, y la viste, y la quisiste por los dos, y algo en mí empezó a sentir vergüenza. —Le caían lágrimas pero sonreía—. He reencontrado mi coraje, Ahmose. Hemos perdido a nuestras hijas, pero tendremos más niños y no volveré a temer. No me negaré a vivir. ¿Vendrás a mí está noche a hacerme el amor? Ha pasado tanto tiempo. —Asombrado y profundamente conmovido, Ahmose la acercó, acunando su cabeza caliente contra el pecho.

—No toda la culpa es tuya, querida hermana —dijo con voz ronca—. He sido imperdonablemente egoísta. Me encantaría ir contigo esta noche. Nada me placería más. —La oyó suspirar. Teniéndola todavía contra su pecho, volvieron hacia la casa.

Se preguntaba si su desahogo había sido simplemente una reacción a la tensión del funeral de Sat-Kamose, pero al pasar los días ella siguió alegre y afectuosa y él se convenció de que los fuegos de penitencia y revelación que se habían encendido en ella estaban apagados, y que había cambiado definitivamente. Estaban más próximos de lo que jamás habían estado, haciendo el amor felices cada noche, atendiendo las audiencias juntos, observando a Ahmose-Onkh aprender a nadar y presidiendo las fiestas cada vez más sofisticadas para los dignatarios, embajadores y ricos comerciantes extranjeros que habían comenzado a llegar a Weset como mineros que descubrieran una veta de oro en lo que había sido una cueva oculta.

Ahmose se hubiese sentido muy contento si no fuera por el problema de Sharuhen. Cada vez que un heraldo llegaba con los rollos enviados por sus generales, se escondía en el despacho de su padre hasta que se disipaba la nube de frustración que le causaban. Sharuhen era una tarea inconclusa. Apepa era algo maligno que crecía dentro de un monstruoso capullo, pegado a las fronteras de Egipto, que debía ser extirpado, aplastado, y Ahmose sabía que pronto debería dejar Weset una vez más y tomar el Camino de Horus.

Esperó para comentar la cuestión con su esposa hasta comienzos de Tot, cuando terminaban las celebraciones del año nuevo y comenzaba la inundación. Había habido una rica cosecha. Los escribas y gobernadores enviaban la nueva del regreso de todo Egipto a la fertilidad y la paz junto con sus ofrendas al rey. El Tesoro se llenaba. Las rutas del oro estaban seguras. Ahmose reflexionó que era un buen momento para partir y Aahmes-Nefertari gobernaría con calma eficiencia mientras estuviera lejos. Eligió una noche, cuando no había invitados y pudieron sentarse en el jardín, compartiendo una última copa de vino antes de ir a sus aposentos. El calor había sido intenso aquel día. Habían nadado en el río al atardecer y ahora se envolvían en el silencio de su mutua compañía, mientras las sombras llenaban las copas de los árboles y se alargaban por el césped. Aahmes-Nefertari estaba sentada en un taburete y Senehat le peinaba el pelo mojado. Ahmose estaba reclinado a sus pies, recorriendo sus huesos delicados con un dedo pensativo. Acababa de juntar suficiente coraje para hablar cuando ella se le adelantó.

—Tengo buenas nuevas para ti, Ahmose —dijo ella—. Estoy embarazada nuevamente. El bebé nacerá en primavera, al final de Pharmuthi. ¿Te hace feliz? —Él levantó la mirada. Ella le miraba sonriente. Se obligó a cogerle el pie, concentrándose en la acción de su mano para que la preocupación no pudiera leerse en su rostro.

—Por supuesto que me hace feliz —dijo con firmeza—. ¿Estás segura?

—Totalmente. Y totalmente feliz. —Le empujó juguetona con el dedo del pie—. Fui a ver al Vidente en busca de una predicción. Dice que nacerá un varón sano que vivirá una larga vida. —«¿Miente el Vidente?», se preguntó Ahmose y luego se sintió avergonzado. Se puso de pie y la besó suavemente en la boca.

—Oh, Aahmes-Nefertari, te lo mereces —dijo—. Los dos lo merecemos. Iremos mañana al templo para hacer una ofrenda a Amón. —Ella indicó a Senehat que les dejara y, volcando su pelo hacia delante, comenzó a trenzarlo rápidamente, con movimientos hábiles.

—Tengo un favor que pedirte, Ahmose —dijo ella, sin mirarle a los ojos—. Puedes negarte si quieres.

—No quiero negarte nada —protestó—. ¿De qué se trata? —Aún no la miraba.

—Quiero que te quedes conmigo hasta que nazca el niño —dijo—. No me entiendas mal, no estoy asustada. Pero te necesito aquí. ¿Te quedarás? —Se congelaron las manos en la trenza y ella se quedó inmóvil. Ahmose podía notar la tensión.

De pronto advirtió que todo lo que era importante para ella dependía de su respuesta. No era una prueba. No se había propuesto fríamente poner a prueba su lealtad con ira o tranquilidad. Ella arriesgaba todo su futuro bienestar en aquel momento y había elegido el momento perfecto para hacerlo. Ella sabía que sus hombres no le necesitaban, podrían no necesitarle nunca en Sharuhen. Tampoco se requería su presencia en Weset, donde los engranajes del gobierno podían seguir sin él, siempre que hubiera alguien con autoridad para guiarlos cuando fuera necesario. Sólo ella le necesitaba realmente y le preguntaba si él la necesitaba de manera igualmente vital. Arrodillándose, alzó las manos y las colocó bajó su mentón. Su rostro ya se esfumaba en la creciente penumbra y sus ojos parecían muy grandes y oscuros. Él sonrió lentamente.

—Por supuesto que me quedaré —dijo.