Capítulo 10

Todo Weset había celebrado la hermosa Fiesta del Valle en el mes de Payni, el día de la luna llena, y los Tao se habían unido a la multitud de personas que cruzaban el río con ofrendas de comida, aceite y vino para sus muertos. Ahmose no se había olvidado del día del nacimiento de su padre en Phamenoth, recordándole con los habituales rezos y el banquete de costumbre, que correspondía a cada miembro de la familia, vivo o no. Los cumpleaños llegaban regularmente como los días de los dioses y eran ocasiones para una feliz reflexión. Pero la Hermosa Fiesta del Valle era un acontecimiento de solemnidad y regocijo universal, mientras los sacerdotes pasaban de tumba en tumba con el incienso. Cuando terminaron las ceremonias, los parientes de los embalsamados se instalaron junto a sus muertos para comer en su presencia y hablar de ellos con amor.

«Tenemos muchos muertos —pensó Ahmose, mientras observaba a los sirvientes servir el banquete en el pequeño patio de Kamose—. El marido de la abuela, Osiris Senakhtenra, Seqenenra, mi padre, dos niños, Osiris Kamose y Si-Amón, a quién no podemos reconocer en este día. Vamos de una puerta sellada a otra dejando ofrendas, pero la vida es algo tan inmediato a estas alturas del año, una explosión de frutas y granos, la excitación e inquietud que causa la espera de la cosecha, y luego el llanto de Isis, las preparaciones para las festividades del año nuevo. Sólo pueden llorar los que llevan un luto reciente. Y tampoco es que la Fiesta se considere algo triste. Se celebra para la santificación de los muertos y para conjurar su recuerdo. Behek es el único que aún siente como actual y dolorosa su tristeza. ¿Cuánto puede sentir un perro? ¿Qué límite tiene la capacidad de razonar de Behek? ¿Espera en este lugar árido que aparezca Kamose o sabe que se ha ido la esencia de mi hermano y considera que su deber es velar su largo sueño?».

Ahmose-Onkh estaba arrodillado en la arena con los brazos en torno del cuello de Behek. Su tutor, Pa-She, estaba de pie junto a él, explicándole algo que Ahmose no podía oír por el barullo de las conversaciones de los sirvientes y el entrechocar de los utensilios de comida. «Esa asociación funciona bien, —continuó pensando Ahmose—. Hubo algunos berrinches al principio, cuando Ahmose-Onkh se dio cuenta de que ya no podría correr por la casa y el jardín con la exasperada Raa detrás, pero ahora parece no sólo haber aceptado la disciplina de Pa-She, sino que le está tomando confianza. Los informes semanales de Pa-She sobre los avances del niño no incluyen ese hecho, por supuesto, pero es evidente por el modo en que ha mejorado la conducta del muchacho. Aahmes-Nefertari ha triunfado en esto como en todo lo demás».

Echó una mirada en dirección a su esposa, sentada silenciosa en una silla cercana. Últimamente estaba en guardia, solía contestarle con un sí o no abrupto y tenía una expresión laxa que lograba ocultar sus pensamientos. Otro podría haberlo interpretado como un retorno a la timidez de su juventud, pero Ahmose sabía que no era así. Estaba profunda y constantemente enfadada con él, una ira mezclada con desilusión y orgullo herido y, aunque él deseaba que no fuera así, también tenía que luchar con su orgullo herido. Trató de tender un puente entre ellos, yendo a veces con ella al tejado de la casa en las noches cálidas que estaban imbuidas de una invitación sensual al amor, pero las palabras que debía decir no le salían y ella le había rechazado pidiéndole con dureza que no fuera condescendiente. Él hubiera perseverado, desesperado por recuperar la intimidad que en un tiempo compartían, pero sus divisiones volvieron, Ankhmahor y Harkhuf llegaron al mismo tiempo que Paheri y Ahmose Abana, y él se vio obligado a concentrar su atención en el ejército.

Evitaba reconocer el alivio que le daba esa distracción. Sentado en el jardín, con lámparas colgantes, rodeado de los hombres con los que había luchado, discutiendo el futuro y reviviendo el sitio y la batalla de Het-Uart, disfrutaba de sus risas y de su conversación franca. Era consciente de su esposa, sentada en lo alto, sola y lamentándose, pero por primera vez desde que se unieron como esposos no sentía urgencia de estar con ella. Se preguntaba si el nuevo embarazo exageraba su estado de ánimo. Estaba contento de que fuera a nacer otro niño, pero temía la ansiedad que crecería con el nuevo hijo.

Había ido en secreto al templo a hacer leer los augurios, de pie, a distancia respetuosa del joven sacerdote con el don de Ver. El hombre se agachó sobre un cuenco donde una fina película de aceite nadaba en el agua, y esperó conteniendo el aliento a que le dijera cuál era su visión. Su corazón había dado un salto de temor cuando se completó la ceremonia y leyó el desastre en la manera que el sacerdote sacudía su cabeza.

—Busca un mensaje del oráculo de Amón, Majestad —dijo—. El aceite no siempre manifiesta lo que será pero la voz del dios es infalible.

—¿Es enfermedad o muerte? —alcanzó a decir Ahmose.

—Tanto enfermedad como muerte para el niño —fue la respuesta impiadosa, y Ahmose había dejado el cuarto en penumbras y subido a la litera para que lo llevaran a casa, desesperado. Hasta entonces simplemente había aceptado que los niños eran vulnerables a las fiebres y a las enfermedades. Los niños morían fácilmente. Pero comenzó a preguntarse si quizá había una malformación en el vientre de Aahmes-Nefertari, algo invisible pero mortal para los niños a los que daba a luz. La posibilidad aumentó su angustia. A pesar de su alejamiento, la amaba con un sentimiento constante que aún le llenaba el corazón y no había variado.

Se le ocurrió, la idea entró en su mente como una serpiente que avanzara hacia la sombra húmeda bajo una roca, que otra mujer podía darle descendencia sana. A fin de cuentas, tenía derecho a tomar otras esposas. Incluso concubinas. No podía imaginarse hacer el amor con nadie que no fuera Aahmes-Nefertari. Sabía que era la clase de hombre que se une a una sola mujer y es feliz con ello. La sensación de su piel bajo los dedos, los olores de su cuerpo durante el sexo, el gusto de su boca, todo significaba seguridad y plenitud para él. Una carne extraña no podría reemplazar aquellas cosas preciosas ni ser sustitutivo de la confianza mutua y la comprensión que habían creado. Pero la carne extraña quizá pudiera producir futuros reyes, y a sus reinas, que vivieran lo suficiente para alcanzar la edad de la razón. Horrorizado, Ahmose trató de dar de lado tales deliberaciones incómodas, pero la serpiente, una vez que encontró un lugar oscuro y fresco, se enrolló y no se dejó echar.

Ahmose-Onkh había estado tratando sin éxito de alejar a Behek de su puesto. Se dio por vencido y, a la llamada de Akhtoy, fue corriendo a ponerse bajo la protección del toldo de sus padres. Pa-She, luego de hacer una reverencia en su dirección, caminó de manera más tranquila para unirse a los demás miembros del personal de la casa, donde habían sido instalados sus esterillas y parasoles, fuera del ámbito de la tumba.

—¡Hace tanto calor! —exclamó Ahmose-Onkh, cogiendo la jarra de agua—. ¿Por qué tiene que celebrarse esta fiesta en verano?

—Porque durante el invierno la Inundación hace difícil cruzar el río, y en primavera todos están ocupados plantando y sembrando —le contestó su madre—. Es un momento apropiado para recordar a los muertos.

Ahmose observó con aprobación al muchacho limpiarse los dedos en el cuenco de agua sin que se lo dijeran, antes de que un sirviente pusiera un plato de comida en sus rodillas.

—Pa-She te ha estado enseñando buenos modales —dijo.

Ahmose-Onkh asintió solemne.

—Mi tutor lo sabe todo —afirmó—. Majestad padre, ¿sabías que hay seiscientos símbolos sagrados que el poderoso dios Tot le dio a Ptah para que pudiera dar vida con su voz a todo lo que existe en el mundo?

—Es cierto —dijo Ahmose con la mayor seriedad—. Y nosotros los usamos en nuestra escritura oficial. ¡Pero no los estás aprendiendo aún!

—Aún no. —Ahmose-Onkh desprendió un pedazo de pato asado frío de un hueso y lo mordió con energía—. Estoy practicando la escritura hierática en la arcilla que Pa-She me hace traer de la cocina. Hasta ahora sólo he logrado dibujar doce letras.

—¡Doce! —exclamó Aahmes-Nefertari—. Muy bien, Ahmose-Onkh. ¿Me mostrarás tu trabajo pronto?

—Lo haré cuando pueda dibujarlas todas —dijo, lamiendo la sal de una rodaja de pepino antes de metérselo en la boca. Entonces la miró—. ¿Ha sido de mala educación, Majestad madre? Acabo de aprender la admonición del escriba Ani. —Frunció el entrecejo, masticando pensativo—. «Recuerda cómo te trajo tu madre al mundo y con qué ternura te dio de mamar —recitó titubeante—. Nunca le des motivos para acusarte y elevar sus manos al dios en señal de condena de tu conducta y nunca des al dios motivos para escuchar las quejas de tu madre». —Resopló por el esfuerzo que le exigió la tarea y quedó feliz. Aahmes-Nefertari sonrió encantada a Ahmose, «la primera sonrisa no forzada que he recibido de ella desde que llegué a casa», pensó.

—Excelente —le dijo a Ahmose-Onkh—. Tienes buena memoria.

Ahmose-Onkh aplaudió feliz, pero luego estropeó la impresión de obediencia y erudición que se esforzaba por presentar, al decir:

—¿A qué dios se refería el escriba, Majestad madre? Tenemos tantos. ¿Puedo llevar estos huesos y restos a Behek?

—Estoy muy contento con el cambio que veo en él, Aahmes-Nefertari —comentó Ahmose, con los ojos puestos en la pequeña figura de su hijastro mientras éste caminaba por la arena—. Pa-She nos ha dicho lo rápido que entiende y retiene lo que se le enseña.

Aahmes-Nefertari asintió.

—Pa-She preguntó si podía llevarlo al tejado una de estas noches y enseñarle las constelaciones —dijo—. Mi primera reacción fue de temor, Ahmose. Pensé en nuestro padre, allí arriba del viejo palacio, y luego en cómo Kamose fue asesinado y tú herido. ¿Verdad que es una estupidez? Nunca hemos estado más seguros y, sin embargo, aún me asustan las sombras.

—A veces a mí también —admitió él—. Pero los dos estaréis seguros con un guardia que os siga. —Chasqueó los dedos llamando a Akhtoy—. Es hora de volver a casa —dijo—. Quiero ver a Abana y Paheri antes de que se vayan a Nekheb. Les he dado un mes con sus esposas antes de volver al Delta. —De inmediato el rostro de ella se volvió una máscara.

—Me quedaré aquí un poco más —dijo con frialdad—. Quiero dejar una ofrenda a Si-Amón y no me importa que no esté permitido.

—A mí tampoco me importa —respondió él afablemente a su gesto desafiante—. Recuerda su funeral, Aahmes-Nefertari. Todos nosotros, incluido Amonmose, nos atrevimos a santificar su cuerpo al mismo tiempo que enterrábamos a nuestro padre. —No recordaba si ella había honrado a Si-Amón en otras Fiestas Hermosas y se preguntó si insistía en hacerlo ahora para incomodarle—. Akhtoy, busca al príncipe y haz que traigan las literas —ordenó—. La ceremonia ha terminado.

Pasado Mesore, el primer día del mes de Tot marcó el comienzo del año nuevo, el ascenso de la estrella Sopdet y el inicio del invierno. Todo Egipto lo celebraba, la gente se apiñaba en los templos, se instalaba en las orillas del Nilo, donde los vendedores de dulces y los que vendían figurillas baratas de los dioses anunciaban sus productos, e invadía las aldeas para bailar, beber e intercambiar chismes. Los nobles y los ricos salían a navegar por la noche, al son de los tambores, las flautas y los laúdes, mientras los reflejos de sus antorchas iluminaban las ondas que nacían al paso lento de sus esquifes y barcas.

Ahmose se levantó antes del amanecer para que le cantaran el Himno de Alabanza en el templo de Amón, y luego él mismo ofició la apertura del santuario y la alimentación, el vestido y el perfumado del dios. Esperaba reconfortarse con el rostro apenas sonriente de la divinidad que había sido venerada durante generaciones por su familia y que fue la compañera de sueño de Kamose, pero los rasgos dorados parecían ajenos a él en aquel día trascendente, creando en el santuario un ambiente de misterio encerrado en sí mismo que los rezos de Ahmose no podían penetrar.

No había hablado a nadie de la visión condenatoria del Vidente. Y tampoco se había acercado al oráculo de Amón. «Mientras no busque la confirmación de la predicción puedo dudar y, por tanto, tener esperanzas —se dijo sombrío al inclinarse y postrarse, los brazos subiendo y bajando y la boca pronunciando palabras de alabanza y súplica, rodeado de hombres vestidos de blanco—. El niño está vivo. Aahmes-Nefertari lo notó moverse dentro de ella. Colocó mi mano en su vientre y yo mismo noté el leve movimiento de sus miembros. Puede ser que todo salga bien. El aceite del Vidente puede haber atraído demonios que quieran engañarme, envenenar mi amor por ella y la gran promesa del futuro». Pero era un hombre honesto y tales pensamientos le sonaban huecos.

Caminó hasta su litera por el atrio exterior del templo, donde le acaloró y cegó un sol feroz, y luchó contra el abatimiento. «Esta noche la llevaré a navegar —se juró—. Dormiré con ella en el tejado. Haré de mi cuerpo un instrumento de reafirmación para ella cuando mi lengua se niegue a pronunciar las palabras que quisiera decir. Hoy los sacerdotes inician su vigilancia del Nilo, listos para registrar el alza de las aguas. Hoy comienza otro año con todas sus alegrías y terrores desconocidos y sólo los dioses saben cómo acabará, pero sin duda está en nuestras manos preservar el afecto que sentimos el uno por el otro, o lo veremos perderse como arena entre los dedos». Haciendo una señal con la cabeza a Ankhmahor y a su escolta militar, subió a la litera e inició el camino de casa.

Egipto suspiró aliviado cuando comenzó la inundación anual. La cosecha había concluido, se fijaron los impuestos correspondientes y Ahmose se reconciliaba con la ronda diaria de consultas, audiencias y pequeños dilemas de los que se componía su vida ahora. La familia de Sebek-Nakht arribó a Weset con todas sus pertenencias, señal para Ahmose de que el príncipe se comprometía final y completamente a su servicio. Ahmose le nombró arquitecto jefe y le dio una casa junto a las de los embajadores extranjeros, que habían comenzado a llegar poco a poco al pueblo que se convertía rápidamente en ciudad. Ahmose empezó a desear cada día la llegada de la hora en que se encontraba con Sebek-Nakht en el viejo palacio. Al seguir elevándose al nivel del Nilo, para luego derramarse sobre la tierra con su preciosa carga de limo, el palacio también cobró nueva vida. Lentamente salía de su largo sueño de abandono, como si los cientos de albañiles, artistas y arquitectos menores que lo cubrían cumplieran la función de sacerdotes sem en la Casa de los Muertos. Eliminadas sus entrañas, con su cascarón restaurado a su antigua gloria, en vez de transformarlo en un cadáver embalsamado, se le embellecía para que recuperara su grandeza.

Aahmes-Nefertari seguía presidiendo con Ahmose las audiencias de la mañana, pero participaba poco en las deliberaciones, y su escriba, aunque también estaba presente, no tomaba notas. Su embarazo comenzaba a hacerse notorio en una cierta redondez delicada de su abdomen y el rubor de la buena salud en su piel. Pasaba la mayoría de las tardes en sus habitaciones, cumpliendo con sus obligaciones en el templo como segunda profeta de Amón, visitando de vez en cuando el acantonamiento de la guardia de la casa, que seguía bajo el mando de Emkhu y, más tarde, descansando en la sombra del jardín.

Ninguno de los dos vio mucho a Ahmose-Onkh. Él y Pa-She habían formado un ejército de dos. Pa-She acompañaba a su pupilo al campo de entrenamiento, donde el muchacho había iniciado su instrucción en el uso de su diminuto arco y su espada en miniatura. Iban juntos a la ciénaga para que Ahmose-Onkh pudiese lanzar la jabalina a los patos que graznaban. Y Ahmose-Onkh iba de la mano de su tutor cuando Pa-She atendía a sus asuntos, acompañándole a ver los fabricantes de papiro y en sus excursiones a la orilla occidental para avanzar en su estudio histórico entre los muertos. Ahmose le había dicho a Pa-She, durante uno de sus informes semanales, que un tutor no era responsable de su pupilo fuera de las horas de instrucción, pero Pa-She objetó.

—A veces las lecciones más valiosas se aprenden cuando el tiempo de educación oficial ha concluido, Majestad —señaló—. A menudo la oportunidad de enseñar los buenos modales, honestidad y bondad requeridos por un hijo de Ma’at no surge en el dictado de los textos o en el cálculo del valor de dos khar de trigo. Cuando deseo estar solo, mando a buscar a Raa y ella se lleva al príncipe. Es así de simple.

—Raa engorda de tan ociosa que está —dijo Ahmose, sonriente—. Y tu príncipe se ha convertido en una fuente irritante de toda clase de conocimientos medio digeridos. ¡Paz! —Alzó una mano para contener la respuesta indignada de Pa-She—. Estoy muy contento con tu cuidado del Pichón —de-Halcón. Mira de no cansarte de tus esfuerzos.

Una tarea que Ahmose era renuente a abordar era la larga deliberación requerida para poner, junto a cada gobernador de las muchas provincias que ahora controlaba, un hombre que le enviara informes fiables de la situación de los distritos. Hacía mucho tiempo le había pedido a Aahmes-Nefertari que elaborara una lista de espías aptos, porque efectivamente eran espías, pese a su exaltado título de representantes del rey. Pero él ni la había mirado. Ahora le pidió que se la mostrara, en parte como un deber sin atender, pero principalmente como una oportunidad para hablar con ella. Su esposa y Khunes fueron a su despacho muy entrada la tarde y, como gesto de confianza, Ahmose despidió a Ipi. Aahmes-Nefertari se sentó en la silla enfrente de Ahmose. Al sentarse en el suelo junto a ella, Khunes le alcanzó un paquete de hojas de papiro. Ahmose se sintió desfallecer.

—Sólo hay veintidós provincias —dijo—. ¡Tú escriba no habrá necesitado tantas hojas para escribir!

Ella le sonrió con aire superior.

—Por supuesto que no —contestó ella—. Pero pensé que querrías saber también cómo marchan nuestras negociaciones comerciales. Has recibido oficialmente embajadores de Keftiu, Asi, Mitanni e, incluso, algunos hombres extraños y groseros de Kush. Neferperet y yo hemos estado ocupados tratando de aumentar las posibilidades de llenar el tesoro. A fin de cuentas, la remodelación en el viejo palacio ha significado el gasto de desmedidas cantidades de grano y verduras para los campesinos, y ése es sólo uno de los problemas. Alimentar a las dos divisiones es otro. Los campos que ararán han sido preparados, por supuesto, pero no se puede sembrar hasta que retroceda la inundación.

Ahmose se inclinó intrigado.

—¿Qué tratados has concluido? —quiso saber.

Ella buscó en la pila de hojas beige claro.

—Con Keftiu primero, por supuesto. Nos enviarán bronce, amapola y tintes a cambio de lino y papiro. Tienen otras cosas, jarrones, copas y demás, pero aún no necesitamos tales lujos. —Le pasó el papiro a Khunes—. Con Asi, plata sin trabajar, no mucha porque es escasa. Les daremos lino, papiro, cuero y grano. —Otra hoja fue a manos de Khunes. Ahmose oía el crujido de los papiros, pero no podía ver al joven—. Mitanni ha sido difícil. Está lejos, al oriente, más allá de Rethennu, y su embajador no está seguro de querer quedarse en Weset y perder su tiempo en un lugar tan distante. —Sonrió—. Pero vinieron varios comerciantes con él y Neferperet centró su atención en ellos. Los comerciantes quieren ganancia y huelen riquezas futuras. Nos proveerán de especias, maderas preciosas, oro y hojas de hierro para dagas, nada de lo cual podemos hacer o cultivar aquí en Egipto. Pero a cambio quieren cereales y oro.

—Los graneros están llenos, de modo que el cereal no es problema —acotó Ahmose—. Pero el oro de Kush y Wawat aún no está plenamente asegurado. ¿Cómo cumplirás este compromiso?

Ella alzó un dedo.

—Me tomé el trabajo de recibir en audiencia a los hombres de Kush. Han venido a Weset desde el sur, donde están sus tribus, buscando garantías de que no les molestarás. Temen a Teti-En y al grupo de tribus que componen su pequeño reino, y te temen a ti. Les dije que mientras nos provean de oro nos esforzaremos por protegerlos de Teti-el-Buen-Mozo, si él decidiera expandir el área de su influencia.

—¡Lo que me faltaba! —exclamó Ahmose—. ¿Tengo que enviar tropas a Kush cuando los trogloditas imaginen que sus miserables vidas están amenazadas? ¿Crees que vale la pena?

—Creo que sí —contestó ella fríamente, sin dejarse perturbar por su explosión—. Kush mantendrá activas las minas de oro y también nos enviará marfil, ébano, incienso, lapislázuli y pieles de animales exóticos.

—¡Ah! —asintió Ahmose—. Muy bien. Tanto a cambio de nada más que la promesa de protección. Esperemos que Teti-En siga contento con el curioso conglomerado de aldeas que llama su reino. Me sorprende que no nos haya enviado emisarios ahora que su «hermano». Apepa ha quedado impotente —suspiró—. Pero, Aahmes-Nefertari, necesito cedro de Rethennu para construir los mástiles de mis embarcaciones. ¿Cuándo caerá Het-Uart?

Hubo un momento de silencio en que su esposa lo miró con las cejas oscuras alzadas. Él advirtió de pronto que ella esperaba una felicitación. «Ha hecho mucho por mí y yo estoy sentado aquí como un idiota egoísta».

—Estoy impresionado por tu eficiencia y el éxito de tus esfuerzos —dijo finalmente—. Esperemos que todos los acuerdos den frutos. Ahora ¿qué hay de la lista de nombres?

Ella asintió, como si le satisficieran sus palabras, y en vez de leer deslizó el papiro hacia él.

—Negociar los contratos de comercio fue nada comparado con los meses que dediqué a preparar esto para ti —dijo secamente—. Investigué en los archivos en la Casa de la Vida, aquí, en Weset, buscando el linaje de los hombres aptos. Cuando empleé a Khunes, le envié a cada Casa de la Vida, desde Khemennu, al norte, a Swenet, en el sur, con el mismo objetivo.

Cuando volvió observé todo lo que habíamos averiguado. Edad, historia familiar y relaciones, capacidad, éxito o fracaso en el manejo de los escribas y campesinos, conducta durante los alzamientos de nuestro padre y de Kamose. Muchas de mis conclusiones fueron resultado de una serie de indicios respecto a cada candidato que se fueron reuniendo como granos de arena en un rincón olvidado de la casa. —Señaló con el mentón la lista que él observaba con el entrecejo fruncido—. Todo el juicio e intuición de que soy capaz están ahí-le dijo. —Estoy en condiciones de hacerme responsable de la lealtad de cada uno de los hombres que he seleccionado.

—¿De verdad? —dijo sorprendido—. Entonces debes de haber sido extraordinariamente exhaustiva en tu investigación y tener plena confianza en el resultado. —Sacudió el papiro y se alivió su expresión—. Veo que no sólo has creado una lista de nombres, sino que también indicas cuáles deben ir a cada provincia. Sólo reconozco a unos cuantos. —Su alivio era evidente. Casi no se había molestado en observar la lista—. Confieso que se me quitará un gran peso de encima cuando estén en su lugar enviándome comunicaciones regularmente. ¿Tengo que suponer que nuestra madre y tú habéis hecho esos arreglos ya?

Ella, en broma, hizo un mohín y cogió de nuevo la hoja. —Por supuesto— contestó con prontitud. —He contratado nuevos heraldos que esperan tu orden para convocarles a Weset para jurar su lealtad a tus pies antes de dispersarse a sus respectivos puestos—. Dudó. —Ahmose, quizá fuera ventajoso inventar un título para ellos. Oficialmente serán consejeros de los gobernadores y príncipes, pero saber que son poco más que espías puede ofenderles. Les he escogido por su honestidad y Habilidad.

—Te dije hace meses que en mi reinado ningún noble alzaría la cabeza por encima del nivel que yo determinara —dijo—. Y que no tendría inconveniente en darles tal cantidad de títulos que a sus sirvientes les llevara toda una mañana anunciarlos. Los títulos no significan nada a menos que vayan acompañados de poder, y poder no les daré. Por lo tanto, estoy de acuerdo contigo. —Miró al techo y con la sandalia empezó a golpetear la pata dorada de la mesa—. ¿Cómo les llamaremos? Veamos. ¿Qué tal «Heraldos de su Señor e Hijos del Rey»? El título «heraldo» hará que sus mensajes tengan una categoría superior a la de intercambio clandestino, por lo menos para ellos, y lo de «Hijos del Rey» les hará sentirse particularmente ligados a mí. ¿No crees?

—¡Eres un dios ingenioso y taimado! —rió ella—. Sí, has elegido un buen título. ¿No les darás ningún poder, Ahmose?

—No hablaré con ellos de otorgarles autoridad cuando estén arrodillados ante mí —contestó pensativo—. Pero estaré dispuesto a darles el gobierno de cualquier provincia que sea mal regida o cuyo gobernador fomente la rebelión.

—La excepción, por supuesto, es Ramose —señaló ella—. Le has dado la gobernación de la provincia de Un y pleno control de Khemmenu, Nefrusi, Hor y Dashlut. No puse ningún nombre secundario junto al suyo.

—No, No es necesario vigilar a Ramose. En él sí confío.

—Estás perdiendo tu cautela —aventuró ella.

—No por completo —dijo—. A veces sueño con la rebelión de los príncipes. Yo yacía inconsciente y herido y no la vi, ni tu gran coraje y el de nuestra madre al sofocarla, pero aun así tengo esa pesadilla. No quiero un cuchillo por la espalda cuando menos lo espere, Aahmes-Nefertari. Ni tampoco quiero dedicar mi reinado a correr de aquí para allá con mis divisiones sofocando insurrecciones.

—¿Ya no desconfías, verdad, esposo mío? —Él la miró a los ojos y vio afecto en ellos.

—No —dijo simplemente—. Has justificado plenamente la confianza que puse en ti, mi querida hermana, y eso me ha alentado a tener fe en los hombres que en mi ausencia has reunido a tu alrededor.

—Gracias, Ahmose —dijo Aahmes-Nefertari con voz temblorosa—. Necesitaba oír eso. Entonces ¿ya no tienes celos?

Él buscó una señal de humor en su rostro, esperando encontrarla, pero ella estaba totalmente seria. Ahmose no quería, pero se vio obligado a contestarle con igual sinceridad. Habían estado hablando como en el pasado, cuando tomaban decisiones juntos en perfecto acuerdo, y sintió el daño que podía hacer si contestaba livianamente.

—A veces me invaden, como a ti la ira —admitió apesadumbrado—. Pero te amo, Aahmes-Nefertari. Te amo como siempre lo he hecho. —Para su incomodidad, vio sus ojos inundados de repentinas lágrimas.

—Yo también te amo, hermano —dijo ella.

A su lado Khunes, sentado en el suelo, se movió.

—Perdona Majestad, supongo que no quieres que copie las palabras pronunciadas después de «los hombres que en mi ausencia has reunido a tu alrededor».

Aahmes-Nefertari rió, aún temblorosa.

—¡Por supuesto que no! —acordó ella. Ahmose la observó a medias esperando que palmeara la cabeza del escriba cubierta con una tela. Torpemente cambió de tema, alzándose al hacerlo.

—Hace tiempo que no recibimos un mensaje de nuestra madre o de la abuela —observó. Obediente, Aahmes-Nefertari también dejó su silla, pero, de manera brusca e inesperada, alzó los brazos sobre la cabeza, se estiró lentamente y bostezó, exponiendo su largo cuello, adornado de oro. El gesto felino sorprendió a Ahmose y, para su sorpresa, le excitó.

—Estoy segura de que están a salvo y con buena salud —contestó ella—. En su última carta, madre dijo que había arreglos por hacer en la tumba de su antecesora en Djeb, y que hasta que se completaran, ella y Tetisheri estaban instaladas cómodamente en una casa junto al río. Creo que disfrutan del ritmo lánguido de la vida del sur.

Ahmose rodeó la mesa y metió una mano bajo su pelo. Su nuca estaba caliente.

—Dejaré en tus manos convocar a los hombres de la lista —murmuró—. Mientras tanto vayamos a mis habitaciones, Aahmes-Nefertari, o a las tuyas, no importa. Te he extrañado en mi cama. Quiero hacer el amor contigo. —Se había tragado su orgullo al hacer su petición de modo tan desembozado y esperaba impaciente su respuesta. Por un instante ella se quedó inmóvil. Estaba a punto de retirar la mano, avergonzado, pero finalmente ella se volvió hacia él, primero con expresión de desconfianza, pero luego se iluminaron los rasgos con una creciente felicidad. «Sí, esta vez estaré totalmente contigo», le dijo en silencio. Aahmes-Nefertari debió de leer el pensamiento escrito en sus ojos, porque inclinó la cabeza hasta que descansó contra su pecho.

—Estoy a tus órdenes, Majestad —susurró ella—. Y tú, Khunes, puedes redactar una carta para enviar a los hombres que el rey ha aprobado. La leeré luego.

Fue el comienzo de una especie de reconciliación entre ellos, un proceso que tuvo sus retrocesos y heridas en su lucha por aceptar los cambios que se habían producido en ambos. La reconciliación se vio ayudada tanto por la compleja y, al mismo tiempo, cada vez más estable rutina de la vida en la corte, con la que Ahmose se estaba familiarizando, como por el embarazo de Aahmes-Nefertari. Al pasar las semanas, ella tuvo menos deseo de participar activamente en la relación con la gente que había nombrado o en las políticas que había propuesto, contentándose con que Ahmose le contara los acontecimientos y decisiones del día en las noches que pasaban juntos.

Al comienzo de Khoiak, recién terminada la Fiesta de Hathor, cuando el río había llegado casi hasta su punto más alto y el aire ya no hervía de calor, llegó Ahmose Abana. Había amarrado su esquife a un poste del embarcadero y, precedido de uno de los heraldos que estaban siempre de guardia junto a las puertas, atravesó el jardín donde Ahmose y su esposa, junto con su personal, disfrutaban del fin del atardecer. Pa-She y Ahmose-Onkh también estaban allí. La falda de Aahmes-Nefertari —la parte que dejaba a la vista su embarazo cada vez más avanzado— estaba cubierta de pedazos de arcilla, porque el muchacho había estado mostrándole con orgullo las lecciones que había inscrito en las tablillas. Ahmose les observaba a ambos con placer ocioso. El aire estaba lleno del fulgor rojo que se desvanecía rápidamente y les envolvía en su luz suave, y sus voces, la voz grave de su esposa y la estridente de su hijo, hacían eco, creando la alucinación auditiva peculiar que a menudo acompañaba la visión final del disco de Ra al hundirse en el horizonte.

Temblaban los mosquitos en la plácida superficie rosada del estanque y las sombras comenzaban a fundirse en una sola masa apagada bajo los árboles que rodeaban el jardín. Aún no se habían encendido las grandes lámparas que colgaban del marco que sostenía el toldo y Ahmose acababa de indicarle a Akhtoy que lo hiciera, cuando surgió de la penumbra un heraldo, seguido por otra figura, e hizo una reverencia.

—El almirante Ahmose Abana, Majestad —anunció.

—¿Qué? —Ahmose le indicó que se hiciera a un lado—. Abana, ¿qué haces aquí? No han pasado seis semanas desde que terminó tu licencia de un mes en Nekheb y volviste al Delta. TU aspecto es terrible. Akhtoy, pasa la vela a alguien y ve a buscar comida y vino.

Mientras el joven avanzaba y se inclinaba, con los hombros encogidos y el rostro, normalmente animado, con una expresión rígida, un espasmo de temor sacudió a Ahmose. «La Muralla de los Príncipes ha sido retomada por el enemigo —pensó alocado—. Los setiu han conseguido más tropas y en estos instantes están invadiendo el Delta a través del Camino de Horas. Se abrieron las puertas de Het-Uart y mi ejército no pudo resistir, y Apepa marcha sobre Weset». Respirando hondo, controló el pánico e hizo una señal a Pa-She.

—Ahmose-Onkh, es hora de irte a dormir —dijo—. No discutas. Pon tus trabajos en la bolsa. Bésanos a tu madre y a mí.

Con una expresión de desilusión mal disimulada, Ahmose-Onkh hizo lo que se le decía y se alejó de la mano de Pa-She. Ahmose se encontró en una especie de estupor, contemplando sus figuras recortadas a la luz de las antorchas que comenzaban a brillar desde la casa. Despabilándose miró alrededor.

—Ipi, quédate —ordenó—. El resto os podéis ir.

De inmediato, los sirvientes hicieron su reverencia y se dispersaron, todos menos Hekayib, que pasaba rápidamente de una lámpara a otra con la vela. A su paso iba dejando círculos de luz creciente, que proyectaban su sombra en la hierba. Ahmose vio cómo se iban definiendo los rasgos de Abana al iluminarse la noche. El hombre parecía exhausto, con los ojos hinchados y medio cerrados, los hombros cargados. Hekayib completó su tarea, apagó el candil, se inclinó y desapareció en la oscuridad circundante. Ahmose hizo una seña al almirante.

—Más vale que te sientes antes de que te desplomes, Abana —dijo—. ¿Estás solo? ¿Viniste en el Brillando en Mennofert?

Abana se dejó caer en la esterilla, suspirando aliviado.

—Vine solo, en la barca más ligera que pude encontrar, Majestad —contestó ronco—. Necesitaba velocidad. Fue un error no traer ayuda, porque tuve que remar en las aguas más altas y con los vientos en contra, pero quería darte mis noticias en persona, antes de que llegaran a Weset por otras bocas. —Se frotó un ojo con los dedos sucios y esbozó una sonrisa—. Luchar contra la inundación, incluso en una barca, no es poca cosa.

«Ten calma —se dijo Ahmose, mientras todo su cuerpo se tensaba—. ¿Por qué presupones que sus noticias son malas? ¿Cómo pueden ser malas cuando mis soldados rodean Het-Uart en filas tan compactas como las de los cultivos de granos?».

—Conozco tu habilidad en el agua —dijo irritado—, no tienes por qué recordármelo. Dime qué ha sucedido.

Abana alzó su mirada.

—Te hemos fallado, Majestad —admitió—. Tuvimos la oportunidad de capturar a Apepa y fallamos. Traigo disculpas de los generales responsables de mantener el sitio de la ciudad.

—¿Capturarle? —dijo Aahmes-Nefertari cortante—. ¿Nos estás diciendo que Het-Uart ha caído? —Se inclinaba y su expresión incrédula era muy notoria a la luz amarilla de las lámparas.

Abana negó con la cabeza.

—Que los dioses nos castiguen por nuestra desatención —dijo amargamente—. No nos disculparé pero sí diré que un sitio de años es muy cansado y que los hombres pueden perder la concentración aun en sus puestos y cumpliendo su misión. —Se tropezaba con las palabras y, pese a que Ahmose estaba desesperado por oír lo que pudiera contar, alzó una mano.

—Come y bebe antes de continuar —dijo—. Akhtoy está aquí. —El mayordomo se había acercado con un sirviente que dejó un plato junto a Abana y se retiró. Akhtoy sirvió vino. Abana lo cogió y bebió abundantemente antes de atacar la comida. Ahmose esperó. Por fin, Abana se limpió la boca con la túnica ya sucia.

—Perdona, Majestad… —comenzó, y por fin la paciencia abandonó a Ahmose.

—La humildad ante los dioses es altamente loable —rugió—. Pero ante un rey es un obstáculo molesto que mejor se deja a un lado. Tú, de todos los hombres, eres el menos propenso a ejercerla, almirante, por tanto, déjala a un lado y danos tus noticias.

—Aun así, Majestad, mi carácter presumido se ha visto apaciguado en alguna medida por mi propia idiotez, como oirás. —Abana rápidamente compensó su expresión con una chispa de su impertinencia habitual. Se cruzó de piernas y, asido a sus rodillas, comenzó a mecerse lentamente adelante y atrás. «Está auténticamente abatido», pensó Ahmose sorprendido «No es una actuación»—. El doceavo día de Athyr celebramos el último día de la Fiesta de Hapi —continuó Abana—. Por supuesto, todo el ejército participó, pero como Hapi es el dios del Nilo, los de la flota cumplimos los ritos con especial reverencia y alegría. —Dirigió una rápida mirada a Ahmose—. Cuando digo «todo el ejército» me refiero a los hombres que no estaban de servicio. Una parte de la flota seguía patrullando los canales en torno de Het-Uart, sobrios y correctamente.

—El resto de vosotros se emborrachó —dijo Ahmose secamente. Abana asintió.

—Como siempre en tales ocasiones. Paheri se había hecho cargo de la flota aquella noche. Mi tripulación y yo nos contábamos entre los que, habiendo sido relevados, estábamos en tomo de los fogones con la cerveza. Estábamos en el lado oriental de la ciudad, con el agua entre nosotros y las murallas. De pronto oímos una gran conmoción que venía del lado oeste, donde el afluente principal serpentea junto a Het-Uart y donde en una ocasión ya se abrió la puerta. Me levanté y comencé a correr. Cuando llegué a la puerta vi que una hueste setiu había salido silenciosamente en la oscuridad y atacaba a nuestros soldados. La puerta se había vuelto a cerrar. Nuestros hombres estaban sorprendidos y confundidos. No habían sido alertados.

—¡Por supuesto que no habían sido alertados! —protestó Ahmose—. ¿Esperaban los generales que los setiu se asomaran a la muralla con antorchas y gritaran: «Preparaos, que salimos»?

Abana se agarro más fuerte de sus rodillas.

—Estoy s… La ciudad había estado silenciosa tanto tiempo, fueron semanas, Majestad, como si se hubiese muerto. La salida fue totalmente inesperada. Nuestros soldados respondieron y vi a nuestras barcas acercarse para socorrerles. Volví corriendo a donde estaba el Brillando en Mennofer. Y mi tripulación conmigo. Estábamos frente al lado oriental de Het-Uart. Soltamos amarras con la intención de unirnos a la batalla, cuando vi movimiento en el sector de la muralla frente a mí.

Se golpeó la cabeza con la palma de la mano.

—¡Necio de mí! Yo no estaba de servicio. Me había emborrachado. Ya estaba recuperándome, pero no lo suficiente. La muralla y el cielo estaban muy oscuros. No pude ver bien, pero mi primo Zaa estaba junto a mí y señaló algo en la penumbra. «Hay hombres bajando algo», dijo. «Creo que es una embarcación». En el momento que hablaba llegó al agua. Yo estaba confundido. Si no hubiese estado lleno de cerveza, hubiera advertido más rápido que el combate en el oeste era nada más que una distracción, pero me quedé en la cubierta de mi barca sin entender. «Están bajando otra cosa», dijo Zaa. «Parece un gran canasto. ¿Qué está sucediendo, Ahmose?».

—Abana apretó los puños y golpeó el suelo. —Majestad, aún no me daba cuenta— exclamó.

—Si hubiese permitido que bajaran el canasto, si hubiese esperado pacientemente, estaría presentándome ante ti esta noche triunfal con tu vil enemigo atado a mi mástil.

—Apepa estaba en el canasto —dijo Aahmes-Nefertari en tono monocorde—. Trataba de escapar. Qué acto deshonroso, desertar de su gente y escapar como la rata que es. ¿Cómo supiste que era él? ¿Había alguien más con él?

«Tani», pensó Ahmose inmediatamente y buscó los dedos de su mujer. Sintiéndolos fríos los apretó suavemente.

—La lámpara del timonel estaba encendida en mi embarcación, Majestad —le contestó Abana—. Podía distinguir movimientos en el canasto mientras descendía lentamente junto a la pared. Sin pensar, aún confundido, cogí mi arco y lancé una flecha a las formas vagas que sobresalían del canasto. Dio en un hombre que gritó y cayó a tierra, arrastrando consigo una tela negra que cubría a los que se ocultaban en el interior. Se oyó un grito y subieron nuevamente el canasto. Lancé una flecha más, pero no di en el blanco. Un rostro apareció observando hacia abajo cuando el canasto fue subido por encima de la muralla. Era Apepa, sin lugar a dudas. Uno de mis marineros le recordaba de su avance por el río cuando vino a Weset a destruir a tu familia. —Los puños se abrieron lentamente y se le ofrecieron a Ahmose, con las palmas hacia arriba—. Ahora sabes por qué debo rogar tu perdón —dijo Abana—. El usurpador ha vuelto a su fortaleza y estoy avergonzado. Llevé mi barca a la muralla occidental, pero ya se había terminado la pequeña batalla. Perdimos treinta hombres, pero murieron todos los setiu. Cogí la mano del hombre que maté.

Se quedó en silencio y Ahmose se reclinó, con el rostro en las sombras, pensando rápidamente. Junto a él, Aahmes-Nefertari respiraba en forma acelerada y audible, no sabía si por ira ante la ineptitud de Abana o por la visión de Tani en el canasto.

«No, no se llevaría a Tani con él —se dijo Ahmose con firmeza—. Si se hubiese llevado a alguien sin duda sería a su hijo mayor, el segundo Apepa, y quizá a Kypenpen, su hijo menor. Se puede reemplazar a las reinas fácilmente, pero no es tan fácil crear un sucesor. No puede nacer maduro y sano de la semilla de su padre».

—¿Identificaron al hombre que mataste? —preguntó de repente. Abana negó con la cabeza.

—Llevaba una rica vestimenta de mayordomo —dijo—. Tenía el pelo blanco y barba al estilo setiu.

—Debería ejecutar a sus consejeros —replicó Ahmose—. Una distracción es lo último que tenía que intentar. Lo que logró fue alertar a todo el ejército y a la flota, mientras que un solo canasto que se deslizara silenciosamente por la muralla en la noche tenía posibilidades de no ser detectado. Se ha visto frustrado. ¿Qué hará ahora?

Abana resopló. Tras contar su historia sin una explosión de ira del rey, comenzaba a recuperar su aplomo natural.

:-Creo que lo intentará otra vez —dijo—, pero no pronto. La experiencia le habrá golpeado. Pero, Majestad, la situación dentro de Het-Uart debe de ser muy crítica si decidió abandonar a miles de ciudadanos a su suerte.

—Estoy cansado de conjeturar —suspiró Ahmose—. ¿Cuánta agua, cuánta comida, cuánta enfermedad, cuánta desesperanza…? ¿Qué importa si esas puertas nunca se abren para reconocer la derrota? Levántate, Abana.

El joven hizo lo que se le indicó. Viéndole de frente, Ahmose advirtió que la comida y poder contar su historia le habían hecho bien. Su rostro había perdido el aspecto de animal perseguido. «No deja de tener su sensibilidad —pensó Ahmose—. Debe de haber sido terrible su viaje frenético desde el Delta con tal peso en la conciencia, pensando que le castigaría».

—Si todo el ejército y la flota hubiesen estado de juerga y tú de servicio y borracho, mi ira sería suficiente para arrancar las narices y las orejas a mis jefes militares y desterrarles —dijo—. Pero no se ha dado tal conducta indisciplinada. Por tanto, no se requiere ninguna reprimenda, aunque parece que se debilita la vigilancia de los generales. Ve con Akhtoy. Él te dará una cama y hará que te bañen.

Abana se inclinó.

—Majestad, dices la verdad respecto al cuidado que pone el ejército en el desempeño de sus funciones —dijo—. Agradezco tu magnanimidad hacia mí, tu sirviente dispuesto y arrepentido. —Se retiró, aún inclinado, perdiéndose en la oscuridad entre las luces que rodeaban al trío del jardín y las lámparas que ardían en la casa.

—Ipi, ¿tomaste nota de todo lo que dijo el almirante? —preguntó Ahmose. El escriba asintió—. Entonces tú también puedes irte. —Ipi cogió sus plumas, cerró el tintero y se fue—. Creo que es hora de que vuelva al Delta —dijo Ahmose con pesadumbre—. Las tropas necesitan verme nuevamente. Su entusiasmo por una tarea que efectivamente es aburrida se desvanece. —Era plenamente consciente del perfil fijo de su esposa, de la tensa inmovilidad de su cuerpo desfigurado.

—Me sentí extraña cuando se me ocurrió que Tani pudiera estar en ese canasto —dijo deliberadamente—. Me importaba, y, sin embargo, no me importaba en absoluto. —Puso un brazo sobre sus hombros tiesos.

—Lo sé —dijo simplemente—. Tendríamos que entrar, Aahmes-Nefertari. Tienes frío.

Obediente, ella se alzó. No estaba seguro de que le hubiera oído decir que debía irse hasta que, envolviéndose en la capa, ella dijo:

—Harás lo que debas, ir al norte o quedarte. En cuanto a mí, soy prisionera de este cuerpo y debo dar a luz una vez más. —Su tono era irritado y, sabiamente, él no respondió.

Al entrar a la casa ella le besó y, deseándole que durmiera en paz, se retiró a sus aposentos. Pero Ahmose se quedó irresoluto en el pasillo, un poco más allá de la sala de recepción, oyendo su voz que le llegaba flotando cuando se detuvo para intercambiar unas palabras con el guardia de su puerta. No pudo discernir lo que decía, pero su tono era cálido. «Ama a los soldados que escogió y condujo —pensó—. Sabe los nombres de sus esposas e hijos. Sabe quiénes están de guardia y dónde. Todas las semanas va a su cuartel y si ve que falta algo lo soluciona de inmediato. Ese vínculo se creó en los días que yo me perdí, cuando estaba inconsciente y el destino de Egipto quedó en sus manos. Las suyas y las de Aahotep. Siempre faltará un pedazo de mi vida, pero la de ella continuó y estaré eternamente excluido de las muchas cosas que maduraron en torno a mí durante aquel tiempo».

Como si fuera en respuesta a su ponderación, comenzó a dolerle la cabeza, y un pulso sutil le avisó que debía acostarse, pero las noticias de Abana le habían perturbado. Sintió una ira postergada, no hacia el almirante, sino por el destino que le había burlado con la promesa de la captura de Apepa que le fue negada. Apepa atado a un carro de guerra y llevado en torno de las murallas para que le vieran todos sus habitantes, mientras Kjiabekhnet voceaba: «¡Vuestro rey ha sido hecho prisionero! ¡Rendíos!». Era una fantasía envenenada y tanto más dolorosa por el hecho de que casi se había hecho realidad. «Esta lucha ya está estancada y en descomposición, como agua que se deja mucho tiempo en una jarra —se dijo—. Sólo pensarlo me cansa».

Caminó hasta sus aposentos, pasando junto a los soldados en guardia de los pasillos y cuando se acercaba a la puerta, Akhtoy se alzó de su taburete y se inclinó. Ahmose hizo una pausa. Sabía que si no dormía aumentaría su dolor de cabeza, pero de pronto ya no podía enfrentarse a estar encerrado solo con su intranquilidad.

—Manda llamar al príncipe Ankhmahor —dijo—. Dile que se encuentre conmigo en el embarcadero y luego puedes irte a tu lecho, Akhtoy. Quiero estar un rato en el río esta noche.

—La inundación ha alcanzado su nivel más alto y la corriente está muy rápida —dijo Akhtoy dudoso—. ¿Crees que es una sabia decisión, Majestad?

—No —replicó Ahmose—. Tráeme una capa antes de irte. La presencia de Ankhmahor le tranquilizaba. El hombre tenía un control de sí mismo y una calma que relajaban a Ahmose y, al coger cada uno un par de remos y alejarse del embarcadero, sintió que su tensión y su desaliento comenzaban a disiparse. Ya casi había luna llena, un globo azulado y desfigurado cuya luz era lo suficientemente brillante para dibujar un rastro plateado en el seno oscuro y henchido del Nilo. Los árboles medio tapados por el agua en cada orilla conformaban un bosque oscuro y misterioso, y más allá, en la orilla oriental, la ciudad de Weset producía un fulgor naranja leve pero siniestro, recortado contra la profunda negrura del cielo nocturno. Un diminuto punto de luz en la altura señalaba el tejado del templo de Amón, y bailaban y titilaban los reflejos de luces similares, en tramos irregulares a lo largo del borde oriental de la inundación, donde tenían sus nuevos y elegantes amarraderos los ministros y nobles. Ahmose se adueñó de la belleza silenciosa aspirando lentamente.

—Desearía poder pescar —dijo nostálgico—. El rey no debe ofender a Hapi, pero extraño mi pasatiempo favorito.

—¿Adónde deseas ir, Majestad? —preguntó Ankhmahor amablemente al comenzar la corriente a tirar de la embarcación. Ahmose se encogió de hombros.

—Podemos dejarnos arrastrar corriente abajo un rato y luego remar —dijo—. Necesito el ejercicio y, además, simplemente no puedo dormirme aún, Ankhmahor. Het-Uart me está volviendo loco.

—La situación en el norte no puede mantenerse para siempre —dijo Ankhmahor, razonable—. Si tenemos paciencia, Majestad, la ciudad finalmente caerá.

—Pudo haber caído el mes pasado —se quejó Ahmose y, mientras el príncipe asía el timón y se deslizaban llevados por la corriente ciega del Nilo, le contó a Ankhmahor el relato de Abana. El príncipe escuchó, hizo comentarios y, antes de que pasara mucho tiempo, los dos estaban inmersos en una conversación que abarcó todas las estratagemas jamás concebidas para la caída de Het-Uart. Le hizo bien a Ahmose, pero tuvo cuidado de recordarse que no se había dicho nada nuevo. No había nada nuevo que decir o hacer.

El esfuerzo para volver al embarcadero fue grande y les quedó poco aliento para hablar. Los dos hombres estaban cansados y sudorosos cuando la barca quedó amarrada y se encontraron frente a las puertas del jardín de Ahmose. Deseando las buenas noches al príncipe, Ahmose pasó y, dando la vuelta a la casa, entró por el fondo. La casa de baños estaba a oscuras y vacía, con su aire húmedo perfumado levemente con aroma a loto y jazmín. Dejando abierta la puerta para que entrara la luz de la luna, Ahmose inspeccionó las altas vasijas de agua alineadas contra las paredes, hasta que encontró una llena. Cogió un puñado de natrón, se lo pasó por el cuerpo y luego se enjuagó con el agua fría, profiriendo exclamaciones cuando la notó en su piel caliente. Los sirvientes habían llevado a lavar toda la tela por lo que no encontró con qué secarse, pero no le importó. Le dominaba una fatiga agradable. Cogió el shenti y el manto sucios, abrió la puerta interior que daba a la casa y fue hacia sus aposentos, advirtiendo que había desaparecido por completo su dolor de cabeza.

Al acercarse a su puerta vio que estaba abierta y que salía luz al pasillo. Había voces nerviosas en el interior, la de su esposa y otra, y su corazón comenzó a latir deprisa. Oía pasos rápidos a sus espaldas. Se volvió para encontrarse con Emkhu.

—Majestad, mis hombres te han estado buscando por todas partes —dijo agitado—. Akhtoy dijo que estabas en el río, pero para cuando interrogué a los guardias de la puerta ya habías vuelto y desaparecido. La reina te necesita. —Cuando terminaba de hablar, la misma Aahmes-Nefertari inquirió:

—¿Eres tú, Emkhu? ¿Le has encontrado?

Ahmose atravesó la puerta a la carrera. Aahmes-Nefertari mantenía cerrada su túnica de dormir con las manos y caminaba de un lado a otro, y un hombre que Ahmose no había visto antes estaba junto a la ventana. Se inclinó cuando Ahmose se detuvo, parpadeando a la luz de la lámpara, y Aahmes-Nefertari se volvió hacia él.

—¿Dónde has estado? —inquirió en tono perentorio—. ¡Ahmose, estás desnudo y chorreando! Akhtoy dijo que saliste en una barca. ¿Acaso volcasteis?

No contestó de inmediato. Parecía preocupada, pero no enferma, de modo que su primer temor resultó infundado. Fue hasta su lecho, cogió una sábana, se cubrió y se dio la vuelta para mirarla.

—No volcamos —dijo tranquilo—. Cuando Ankhmahor y yo volvimos fui a la sala de baños y me lavé. —Su mirada se dirigió hacia el hombre, que se había alejado de la ventana y le observaba serio.

—Éste es Mereruka, el jefe de mis espías en Esna y Pi-Hathor —explicó Aahmes-Nefertari—. Te lo he mencionado. Tiene cinco hombres y mujeres trabajando para él y vive en Pi-Hathor, donde cría y vende burros.

—Una ocupación útil para un espía —comentó Ahmose. Sintiéndose de pronto muy cansado, se sentó en su silla. «Por unas cuantas horas preciosas volví a ser un príncipe— pensó. —Ahora una vez más soy rey».

—Tus noticias deben de ser importantes para que vengas en persona a Weset. —Mereruka inclinó la cabeza. Ahmose pensó que era el hombre menos llamativo que jamás había visto. Todo en él, desde su pelo negro corto hasta sus sandalias de junco gastadas, resultaba anónimo. No tenía rasgos distintivos. Incluso sus gestos eran poco llamativos, ni muy rebuscados ni muy simples. Ahmose se dio un instante para admirarse de la astucia de su mujer al elegir a alguien que no sería más que un rostro en la multitud aunque estuviera solo.

—Es una cuestión vital, Majestad —dijo Mereruka—. He estado transmitiendo a Su Majestad, la reina, informes orales acerca de la creciente inquietud de los ciudadanos de los dos pueblos de los que soy responsable. Estoy seguro, Majestad, de que no necesitas que te diga lo que han sufrido Esna y Pi-Hathor. Muchos setiu viven en esos dos pueblos. Y solían ser prósperos.

«Puede que tenga un rostro fácil de olvidar, pero su intelecto y su modo de hablar no lo son —pensó Ahmose—. ¿Dónde lo encontró Aahmes-Nefertari?».

—Lo sé —interrumpió impaciente—. Kamose logró acallarles con amenazas y un pacto.

—Ya no están callados —dijo Mereruka sombrío—. Hace dos días el alcalde de Pi-Hathor fue asesinado y su casa incendiada. Ayer también mataron a garrotazos al alcalde de Esna, cuando una multitud de ciudadanos enardecidos interrumpieron el paso del río con una barricada y mataron a uno de tus heraldos que venía de Djeb. Quieren asaltar los transportes de oro. Estaban desorganizados, pero ahora hay hombres que controlan y canalizan su insatisfacción en una fuerza coherente. Sólo 35 estadios distan entre los dos pueblos. Ya hay patrullas estacionadas al norte de Pi-Hathor para evitar que alguien pueda dejar el área y alertarte. Temo un alzamiento concertado.

—¿Cómo llegaste aquí? —quiso saber Ahmose.

Mereruka contestó sin dar importancia al hecho:

—Llevé algunos de mis burros hacia Esna con mi hijo, se los dejé por el camino y atravesé el río con una barca. Envíe mensaje a las reinas Aahotep y Tetisheri a Djeb de que se quedaran allí hasta que resolvieras la situación.

—¿De verdad? —dijo Ahmose, consciente de una irritación irracional—. Has hecho bien. ¿He de suponer que quieres darme tu consejo?

El hombre miró rápidamente a Aahmes-Nefertari, obviamente incomodado por el tono del rey. Aahmes-Nefertari se adelantó un paso.

—No supongamos nada —dijo con fuerza—. Pero haríamos bien en escucharle, Ahmose. —Con tacto había evitado acusarle de ingratitud arrogante y se terminó el resentimiento de Ahmose.

—Es cierto —dijo suavemente—. Dime lo que tendría que hacer, Mereruka. ¿Los descontentos se cansarán luego de unos cuantos actos de violencia, en cuyo caso puedo esperar y luego enviar jueces, o es necesario enviar un ejército al sur?

—Quizá no un ejército, Majestad —contestó Mereruka cautelosamente—. Pero en mi opinión tienes una pequeña rebelión en tus manos, que se convertirá en algo mucho más peligroso de lo que ya es si esperas. Mil hombres debieran bastar para sofocarla.

Ahmose se alzó, echando una mirada lánguida hacia su lecho.

—Gracias —dijo—. ¿Volverás a Pi-Hathor esta noche?

Mereruka hizo una reverencia. Ya iba hacia la puerta.

—Tengo que hacerlo —dijo—. He dejado a mi hijo y los burros en un lugar tranquilo junto al río, pero si está allí mucho tiempo la gente que los vea al pasar se preguntará por qué. ¿Puedo irme?

Ahmose asintió. Otra reverencia, esta vez en dirección a Aahmes-Nefertari, y Mereruka salió. A Ahmose le parecía que, si no fuera por sus palabras, nunca había estado allí.

—¡Qué hombre tan singular! —comentó Ahmose un tanto incómodo—. ¿De dónde viene?

Aahmes-Nefertari había ido hasta la mesa y ahora le miraba con la túnica aún cerrada en torno de su cuello.

—Un sirviente le habló de él a Uni y éste me lo comentó —contestó—. Vivía en Weset con su esposa e hija y trabajaba para un comerciante que lo contrataba para obtener información respecto a los negocios de otros comerciantes. Parece ser que a menudo el mayor soborno es el que logra los acuerdos comerciales más ventajosos y su amo quería saber lo que ofrecían los otros de su profesión. —Sonrió con frialdad—. Pero lo que me interesó fue el hecho de que si bien se había vuelto famoso entre los sirvientes de varias casas, nadie podía describir claramente su aspecto o sus hábitos. Ahmose, ¿qué vas a hacer?

—Voy a disciplinar Esna y Pi-Hathor, por supuesto. —Llamó a Akhtoy y luego se volvió hacia ella—. Debo darles una lección, Aahmes-Nefertari. Kamose les trató mucho mejor que a muchos otros pueblos en Egipto y pagan su magnanimidad con traición.

—Están empobrecidos y en la miseria —argumentó ella.

Él alzó las cejas.

—¿Les defiendes? La mayoría son setiu, recuérdalo. Podrían haber enviado a sus alcaldes y delegaciones aquí para explicarme su situación y pedir mi ayuda. Hubiera hecho todo lo posible, Aahmes-Nefertari, tú lo sabes. Pero no. Como todos los setiu, se comportan de un modo pérfido y sangriento. Su total falta de preocupación por las consecuencias de sus actos es una ofensa a mí. ¡No lo voy a tolerar! —Akhtoy había entrado y esperaba impasible—. Saca a Abana de la cama y envíamelo —ordenó—. Y detén al espía. Despierta al personal de la cocina. Quizá nos tengan que dar comida caliente. No creo que durmamos esta noche.

Cuando Ahmose Abana entró haciendo reverencias, con los ojos tan abiertos como siempre y aparentemente alerta, pese al pelo desordenado y al shenti mal puesto, Ahmose le contó lo que había dicho el espía.

—Irás al sur, a Nekheb —ordenó—. No tendrías que tener muchos problemas al pasar Esna y Pi-Hathor. Están en la orilla occidental del Nilo y Nekheb en la oriental. Puedes ir hasta allí con el espía. Os daré a los dos una escolta. Trae tres de los barcos que fueron enviados para reparar después de la batalla frente a Het-Uart. Eso debiera bastar para solucionar lo de la barricada, sea lo que sea. Puedes observarla camino a Nekheb. Yo iré al sur con mil hombres de la división de Amón. No tardaré más de un día en llegar a Pi-Hathor. Queda a poco más de 150 estadios de Weset. ¿Cuánto tardarás en traer las embarcaciones?

Abana calculaba con los ojos entornados.

—150 a Pi-Hathor, 24 a Esna, otros 190 hasta Nekheb —murmuró—. 364 estadios a pie. Tres días si todo marcha bien. Luego un día más para reunir a los marineros y los soldados que sean necesarios para esta pequeña tarea. —Su tono era cáustico—. Navegando a favor de la corriente, con el río alto y la corriente rápida, tendría que avistar Esna en un día más.

—Bien. Entonces en cinco días atacaré Pi-Hathor y luego me encontraré contigo cerca de Akhto y te presentará a Mereruka. —Cuando Abana dejó el cuarto, Ahmose se hundió en la silla—, maldita sea, Aahmes-Nefertari —se quejó—. ¡Esperaba no tener que matar más después de Het-Uart!

—Aún así, estás feliz de marcharte —respondió ella—. Te estabas aburriendo. Admítelo, Ahmose.

No pudo mirarla directamente a la cara, aunque podía verla por el rabillo del ojo.

—No, aburrido no. —Pensó en su defensa y luego la negó reflexivo—. Pero no logró dedicarme de lleno a las ocupaciones mundanas de la organización de Egipto con Het-Uart aún sin conquistar. Un hilo suelto que estropea la hermosa trama que estamos tejiendo juntos. —Ahora sí la miró a los ojos.

Esto será una distracción, una acción positiva, algo que hacer en vez de estar oyendo la leve pero constante pulsación de frustración que me viene del norte.

—No sabía que matar era una distracción —dijo ella enérgica, yendo hacia la puerta—. Estoy cansada y me iré a mi lecho.

—¡No quise decir eso! —gritó él cuando ella se iba. «Pero quizá sí— se dijo a sí mismo un rato después, cuando Hekayib dejaba delante de él un plato caliente de lentejas con ajo y Akhtoy se adelantaba para servirle. —Será una desviación bienvenida en el largo camino de las puertas abiertas de Het-Uart y me molesta menos de lo que debería matar setiu amotinados».

Abana y Mereruka, con veinte hombres de la división de Amón, se fueron antes del amanecer. Ahmose convocó a Turi y Ankhmahor, alertándoles de que debían estar preparados para marchar en pocos días, Turi con las tropas de su división de Amón y Ankhmahor con los Seguidores. Había decidido no llevar ningún medjay consigo. No creía que se necesitaría su habilidad con el arco y, además, habían vuelto de sus aldeas en Wawat con sus esposas e hijos y aún se estaban estableciendo en las chozas que Sebek-Nakht rápidamente les había proporcionado al borde del desierto, con el ruido y la excitación que parecía acompañar todo lo que hicieran. Hor-Aha, animado, le contó a Ahmose que se había visto obligado a tomar medidas estrictas para impedir que aldeas enteras juntaran sus pocas pertenencias y siguieran a los arqueros al norte, a Egipto. A Ahmose sus viviendas le parecían pobres y causó un paroxismo de excitación cuando pasó entre sus fétidos rebaños de vacas y cabras para darles la bienvenida. Hor-Aha le aseguró que estaban contentos con sus casas.

No hubo más cartas de su madre y abuela, pero Ahmose no esperaba recibir ninguna. Aahotep seguiría la recomendación de Mereruka de quedarse en Djeb por el momento.

—Tetisheri considerará tal consejo, no importa lo sensato que sea, como un cuestionamiento de su nobleza por parte de los campesinos de los pueblos —le comentó Ahmose a su esposa cuando estaban juntos en el lecho, la víspera de su partida—. Si hubiese nacido hombre, a estas alturas sería rey y los setiu no serían más que un recuerdo.

Aahmes-Nefertari cubrió sus pechos con la manta porque la noche era fresca y el fuego del pequeño brasero se estaba apagando.

—Tendrá curiosidad por saber qué pasa —comentó—. Quizá Abana debió detenerse en Djeb, camino de Nekheb, para explicárselo.

—Por suerte no se lo sugerí —respondió Ahmose—. Tiene mucha más autoridad que él. Tetisheri podría haber exigido que la recogieran las embarcaciones al pasar y Abana hubiera tenido gran dificultad para negarse.

—Quisiera ir contigo. —Aahmes-Nefertari habló, quebrando el pequeño silencio que se produjo—. No eres el único que a veces se aburre, Ahmose.

Él alzó la cabeza y besó su pelo ensortijado.

—Te necesito aquí como reina —dijo jovialmente—. Además, estás muy gorda: ya no cabes en mi carro.

Ella no se rió de su broma.

—Volverás antes de que nazca nuestro hijo, ¿no es cierto Ahmose? —insistió.

Él se alzó sobre un codo y miró su rostro preocupado.

—Esta cuestión se acabará en una semana, contando desde mañana —dijo—. Comparado con las grandes campañas que he llevado a cabo, esto es simplemente agitar un poco la espada. Estaré a tu lado en la celebración de la Fiesta de la Coronación de Horas, el primer día de Tybi, Aahmes-Nefertari, y el niño no nacerá hasta el mes que viene. No te preocupes.

A ella se le aclaró la mirada y cerró los ojos, pero él no se movió, y con la vista recorrió la curva agradable de su mandíbula, las largas pestañas negras, la sombra tenue entre los pechos, medio oculta por las sábanas. «Aquí estaré, hermana mía —pensó—. Pero no quiero estar. Si supieras lo desesperadamente que deseo encontrarme a diez mil estadios de Weset cuando des a luz, tu amor por mí se transformaría en desprecio en un instante. Si el Vidente tiene razón no hay más que dolor para ti y desesperanza para mí en tu vientre hinchado. Que Amón me ayude, porque aún te adoro y te libraría de este mal si pudiera».

Ella se había dormido, su respiración era lenta y regular, y él se acostó de espaldas con un brazo cruzado en la frente, mirando las sombras rojas que se dibujaban en el techo y tratando de contener las fantasías que invadían su mente.