UNA FLOR EN…
A los ocho años nos convocan, a mí y a mis dos hermanos, en el salón parisino de Granny. Gran violinista, no pudo desarrollar todo su talento después de su matrimonio, porque al duque Joe no le gustaba mucho el «ruido». Ella posee un violín pequeño y un piano Steinway entronizado en la sala de baile. Granny nos reúne a los tres, a Reynier, a Alain y a mí. El inmenso piano negro me fascina, lo reclamo. Alain se rinde admirado ante el violín minúsculo y su complejidad. Reynier, por su parte, como ya no ve más instrumentos disponibles, se desentiende de la música, lo cual le brinda numerosas ocasiones de burlarse de nosotros cuando Alain y yo intentamos tocar a dúo. Concibe hasta qué punto estas audiciones pueden resultar penosas. Conservo en la memoria la mortificante humillación de un concierto ofrecido con Alain en su internado. Le acompaño en una sonatina de Beethoven. Alain acomete el fragmento en un extremo del estrado y termina abucheado por los internos en el otro extremo. Desde entonces no ha vuelto a tocar en público. Hoy ya no toca nunca.
Granny orquesta muchos conciertos en la sala de baile; asisto desde los primeros palcos a esos eventos musicales de gran calidad. Más tarde, ella organiza un festival musical en nuestro castillo de la Punta, que domina Ajaccio. Béatrice se encarga de la publicidad; yo pego los carteles por toda Córcega.
Este castillo sirve de museo y repasa la vida de CarlAndrea Pozzo di Borgo. Me acuerdo del guarda que muestra a los visitantes la suntuosidad de los salones, de la biblioteca y de las habitaciones. En la biblioteca hay dos cuadros grandes que se miran de frente: uno de Carl-Andrea Pozzo di Borgo en toda su majestad, triunfante, pintado por Gérard; el otro de Napoleón, justo antes de su partida hacia la isla de Elba, con el rostro marcado por la decepción y la amargura, pintado por David. El guía concluye siempre la visita diciendo, con su fortísimo acento corso: «Y los aseos son de la época. ¡No se olviden del guía!»
Ningún Pozzo ha vivido en el castillo. Lo construyó un antepasado para atraer a su mujer a la isla. Compró las piedras del pabellón María de Médicis, murallas del castillo de las Tullerías antes del incendio de la Comuna en 1871.
Tras una breve estancia en Ajaccio y una noche en el castillo, la esposa se negó en redondo a volver a la isla.
El abuelo Joe prefiere restaurar una vieja torre genovesa que se alza sobre el castillo a una altura de unos doscientos metros y enclavada en el corazón del viejo pueblo Pozzo di Borgo. Le gusta mucho subir a esta torre con Granny. Allí apresa el tiempo que pasa y que se despliega ante su mirada. Desde la torre se divisa una capilla en la ladera de una montaña. Todos los miembros de la familia están enterrados en ella y allí será enterrada Granny, duquesa de Pozzo di Borgo, fiel consorte de Joe. Del mismo modo que a mí me sepultarán allí con Béatrice.
Mi padre se forja una idea muy temprana sobre cada uno de sus hijos. La expresa con brutalidad, a pesar de ser sumamente bondadoso. Sus juicios se resumen en pocas palabras: «Reynier no vale para los estudios». Irá interno a la escuela de Roches. Es el único internado en Francia organizado según el modelo anglosajón: los mayores enseñan a sus jóvenes condiscípulos a ocuparse de sí mismos; el deporte y las actividades que no son intelectuales ocupan un lugar predominante. Reynier cursa allí estudios mediocres y nunca llega a aficionarse al deporte, pero desarrolla una pasión por el dibujo heredada de nuestra madre. Alain sigue a Reynier a Roches «para hacer lo que pueda». Nuestro padre dudó mucho tiempo de la capacidad intelectual de mi gemelo, que mantiene un cuasi mutismo. En cuanto a mí, me envía a seguir la estela que fue la suya y la de su padre, porque soy «el menos idiota de los tres». Tengo ocho años cuando me lleva a París: apruebo el examen de ingreso en el liceo Montaigne. El día de los resultados, mi padre me aferra la mano mientras busca nuestro nombre en las listas. Obtengo un «Bien»: estoy admitido. Abandono, por tanto, a mi familia. Solo les vuelvo a ver en las vacaciones escolares.
Éliane de Compiègne, hermana de mi padre, su marido, Philippe, y los tres hijos de ambos viven en el palacete familiar de París. Mi tía me recibe los fines de semana y los jueves por la tarde. En estas ocasiones tomo el autobús en los Jardines de Luxemburgo. Me instalo siempre en la plataforma trasera. El más bonito de los pasatiempos: las calles desfilan a través del calor y el olor de los tubos de escape; el revisor se apoya displicente en la barandilla, con la gorra levantada y la mano sobre el pomo del timbre de parada. Los Compiègne se convierten en mi segunda familia. Me acomodan bajo el tejado, en el lavadero. Duermo en una cama que se despliega al abrir un armario. Descubro otra Francia.
Philippe de Compiègne habría podido pertenecer al séquito de Du Guesclin; su familia se remonta a aquella época. Es un guerrero y un gran cazador. Tras su matrimonio, divide su vida entre París, donde dirige una pequeña fábrica de cartonajes de lujo, y su pobre señorío de La Chaise, lo que queda de una aldea anexa a un castillo en ruinas. Se las arregla para acondicionar algunas habitaciones que se parecen a una madriguera. El castillo se encuentra en el centro de dos mil hectáreas de bosques donde pasa la mayor parte de su vida cazando en solitario.
Murió en medio de sus animales; se negaba tercamente a cuidar su cuerpo.
Me enseña a disparar y me contagia el gusto de las guardias prolongadas, solo entre los árboles. También me enseña a pescar con mosca, otro deporte solitario, que requiere agudeza visual y elegancia de gestos. El tío Philippe habla poco. Incluso a veces llega a utilizar los puños antes de expresar su punto de vista. En Normandía, el guardabosques acabó de bruces entre las lechugas, derribado de un gancho. El tío creyó captar en aquel buen hombre una falta de respeto hacia su suegra, la duquesa. Un hombre de mundo fatuo es igualmente víctima de su carácter. La aristocrática brutalidad del tío soporta mal la estupidez de sus pares.
Aparte de sus partidas de caza, solo frecuenta a una quincena de fieles, siempre los mismos. Se reúnen como mínimo una vez a la semana en el palacete Pozzo para jugar a las cartas. La suya constituye la hermandad más perfecta. Si alguno se encandila de una persona que no es su cónyuge, todo transcurre con la mayor sensibilidad, la mayor deferencia. Las partidas endiabladas de gin-rummy comienzan hacia las cinco de la tarde. A ambos lados de una mesa larga y estrecha, dos clanes formados por cinco o seis jugadores las prolongan hasta tarde por la noche. La partida se interrumpe a las ocho. La cena se organiza en torno a la tía Éliane, capaz de contar las historias más picantes como si no las comprendiera. ¡Nunca me he reído tanto como con esa familia, con aquel grupo! Los años siguientes esas fiestas continuas me producen un gran placer. La tía Éliane me inicia rápidamente en el gin y me incluye en la mesa de jugadores. Llego a ser un buen compañero. He conservado el gusto por el juego. En casa de los Compiègne descubrí las delicias de la vida, hecha de despreocupación, de amistad sólida y elegancia de ánimo. Una atmósfera a la vez ruda y sensible.
El hijo mayor, François, dos años mayor que yo, es mi compañero de juegos durante todos aquellos años de la adolescencia. Brutal y gigantesco, como todos los Compiègne, denota una torpeza inaudita. ¡Hoy debe de tener un centenar de puntos de sutura! Me acuerdo todavía del recorrido en bicicleta en nuestro bosque de Dangu. Encabezo la carrera por los senderos, me lanzo cuesta abajo entre los árboles ¡y recojo varias veces a François lleno de cortes por culpa de las caídas! Adulto, sigue siendo aquella frágil fuerza de la naturaleza.
Un día me descarrié. Aprendí soledad. Después la busqué. Quería ir cada vez más rápido, cada vez más lejos, cada vez más alto. ¡Me sentía inmortal! Ni siquiera la avalancha que me barre en los Arcs me deja la menor huella; reemprendo la marcha, impasible, tras salirme muchas veces de la ruta. Sin embargo, algo se me escapa. No encuentro en mi memoria el momento en que volvió a atraparme mi condición terrenal.
Cuando François tiene doce años, el tío Philippe le regala un Citroën 2CV de Correos, de color amarillo anaranjado, comprado en las subastas accesibles al público. Durante varios años, el estupendo cacharro es nuestro compañero de juego. Desde mis catorce años, practico grandes derrapes en las curvas embarradas del bosque. Más adelante encontré fotos de aquel coche: en ellas se ven a los adolescentes que éramos, triunfales, posando con las manos en los bolsillos, el pitillo en los labios, alrededor de nuestro «carro». El mundo es nuestro. Somos niños mimados.
Desde mi habitación tengo una vista dominante de la de la señorita que cuida a los hijos de mi tío Cecco, el hermano menor de mi padre, y de su mujer, Tania: Odile Versois en la pantalla. Durante tres años, la institutriz es para mí la mujer más bella del mundo. La vislumbro a través del cristal opaco de la puerta del baño. Me acompaña en mis sueños el resto de la noche. Una noche, loco de deseo, bajo de puntillas los dos pisos que nos separan. Al llegar al fondo del pasillo, entro en su habitación. Se dispone a acostarse. Veo transparentarse su cuerpo a través del camisón. Me quedo confuso, desorientado. Le digo, avergonzado: «Me duele la cabeza». Ella me da una aspirina. Subo los dos pisos con el rabo entre las piernas.
Durante la semana vivo en la escuela Bossuet, internado de religiosos vestidos totalmente de negro. Por la mañana asistimos a misa, comemos en el refectorio y tenemos estudios vigilados por la noche. Seguimos los cursos del liceo Montaigne, y luego los del liceo Louis-le-Grand. De vez en cuando hago de monaguillo, sin entusiasmo. Una mañana robo con algunos compañeros todas las hostias no consagradas. Las devoramos antes de llegar a nuestro banco. ¡Gran éxito cuando el viejo padre canónigo se dispone a celebrar la eucaristía, y horas de castigo colectivo!
El superior de la Bossuet, el canónigo Garand, tiene más de ochenta años. Fue profesor de mi abuelo y era ya director en la época de mi padre.
Apostado en una ventana del séptimo piso, armado con una bomba de agua, rodeado de mis compañeros, apunto al superior. Atraviesa el patio. Quizá viene de meditar sobre las incertidumbres de la vida. Psss… ¡Plaf! Tras una hermosa trayectoria, el proyectil estalla y le empapa la sotana. ¡Atentado exitoso!
Informado de la «hazaña», mi padre no se opone a mi expulsión. Ya ha decidido sacarme de la Bossuet: se ha enterado de que paso la mayor parte del tiempo en un café donde me apodan «el rey del flipper».
Me mandan a la escuela de Roches, donde me reúno con mis hermanos. Llego allí al final de la primaria. Desarrollo rápidamente una conciencia política en violenta oposición con los valores dominantes en esta escuela. La onerosa escolaridad limita el reclutamiento a la élite económica, y el crecimiento de los años de posguerra permite el ingreso de una nueva población escolar, con mucha pasta y una base cultural a veces rudimentaria. Me acuerdo de niños malcriados que llegaban con chófer. Uno de ellos hace su entrada en el parque inmenso en un Rolls-Royce viejo, con un criado en librea de pie sobre el estribo lateral. Siento vergüenza propia y ajena. Hasta entonces nunca había tenido conciencia del concepto de clase. Me aíslo en esta escuela, veo poco a mis hermanos, paso varias horas al día sentado al piano, fumo un cigarrillo tras otro en el pequeño cubículo de estudio que me han asignado.
Posteriormente, abrumado por la injusticia social, trabajé más de lo razonable para que al menos las personas de las que soy responsable puedan conseguir su independencia.
Cuando nos pidieron centenares de despidos, habría podido empuñar las armas. Temblando de indignación, cercado por las leyes glaciales de la economía, probablemente habría podido volverlas en mi contra para que no me cogieran vivo.
Descubro a Marx, Engels, Althusser. Estudio en mi cuchitril a estos autores «rojos» escuchando las Veinte miradas sobre el niño Jesús, una partitura para piano de Messiaen. Esta música me aísla de la podredumbre circundante. Mi rebelión es de tal calibre que me niego a participar en las reuniones colectivas. A la hora de entregar los premios, recibo el mío «por contumacia». ¡Algo inédito en los anales de esta escuela!
Desde el accidente me vino a la memoria un hecho que entonces apenas me llamó la atención: el señor Mortas, el profesor de matemáticas, se mata en un accidente de automóvil. Circula la noticia de que creció veinte centímetros después de ser aplastado por un tractor. Hoy día resurge en mí este recuerdo, desde la parte baja de mi postura yacente, en la que todos me encuentran más alto.
Mayo del 68 me sorprende en este centro anacrónico. Decido escaparme para ir a París. Me dejo arrastrar por el entusiasmo general que reina desde el Odeón hasta el Panteón. Estoy convencido de que estos días frenéticos causarán una injusticia mayor: en lo sucesivo, la decencia y el respeto regirán las relaciones humanas.
Vivo también unos días de flotación total, embriagado por la excitación general y el olor a pólvora, sin idea preconcebida, como no sea el advenimiento inminente de una fraternidad romántica. Paso las noches en casa de antiguos compañeros de Louis-le-Grand. Hablamos de nuestros proyectos sociales hasta altas horas.
¡No acepto la transacción, pobre Idiota de los tiempos modernos!