CANTOS DE BUENA FORTUNA

El gato ha muerto de sida.

Fa: se llamaba Fa Sostenido (más cerca de sol), perdió el tono. Llevaba días sin comer, como yo. Ya no tenía fuerzas para encaramarse a mi cama. Le veía a través del cristal de la puerta de mi cuarto, acurrucado en el pasillo. Maullaba extrañamente, sin levantar siquiera la cabeza. Una sola vez aceptó un poco de atún tierno. Laetitia me dijo que lo lleváramos al veterinario y me quedé pasmado. Abdel se brindó a llevarlo. El veterinario me llamó: «Probablemente es un virus, pero hay ganglios que debo examinar». Abdel trajo a Fa, que pasó conmigo su última noche. A la mañana siguiente estaba condenado.

Ni una palabra sobre Fa Sostenido, el gato que había acompañado mi insomnio habitual.

Soledad, te hamo. Voy a entrar deliciosamente en la negrura, ligera. Comparto el frescor de su tumba. Toca mi frente, quédate a mi lado esta noche, quiero oírte respirar. Ayer, un bebé echó la siesta contra mí. Le hablé. El cuerpo está solo, la cabeza también. Apaga mi cigarrillo. Tengo sed. Más tarde será peor. Hay que seducir, sonreír; un muro de lágrimas. Silencio blanco, incandescente.

La soledad me acosa. Ella es la que más oscurece mi futuro. Encerrado en la parálisis, los sufrimientos físicos y morales, mantenido a distancia por la mirada del prójimo, ¿cómo sobreviviré cuando mis hijos se hayan ido, aun cuando en mis sueños formo parte de su escenario familiar? Ya hoy aspiro muchas veces a vivir aislado en un centro especializado, a recibir un tratamiento contra los dolores, en detrimento de la lucidez que me queda.

¿Qué ocurrirá cuando, dentro de unos años, una nueva soledad se añada a la presente, cuando mi estado físico se haya deteriorado? Tienen que concederme un porvenir. Sabrya no puede seguir siendo un sueño.

*

Imaginen que Él tenga razón. La noche del Gran Banquete se produce la resurrección de entre los muertos. No es una reencarnación cualquiera. Es una auténtica resurrección del cuerpo; el Cristo resucitado con su cuerpo humano, las llagas que hace tocar a Tomás con el dedo. Ojo, nada de bromas, Tú no me resucites con mi cuerpo de paralítico. No: transfigurado, como Tú. Hasta a María Magdalena le costó reconocerte.

Era bello y luminoso. Yo soy bello como en la foto que hay en la habitación de Laetitia, con la camisa azul celeste abierta, sin cuello, sobre un fondo de mimosas a la orilla del lago Ginebra, en Indiana. Teníamos allí una casita de madera.

Durante tres días me dejaron en el mismo meridiano que Béatrice, con mi traje gris antracita, una camisa blanca de cuello inglés, la corbata cuadriculada gris y blanca de abuelo, el pañuelo negro firmado en blanco por Christ Lacroix, el pelo corto como de costumbre. Me molestó que me cubrieran con un abrigo escocés que sentaba como un tiro con el traje; además, da aspecto de paralítico y tampoco tengo frío. Cuando Jesucristo se aparece a los apóstoles, se quedan sorprendidos porque no ha entrado por la puerta ni por la ventana. Es la ventaja de nuestro cuerpo humano transfigurado. Cómodamente tendido sin parálisis ni sufrimiento, puedo moverme pero ellos no lo ven. Incluso me parto de risa sin que se den cuenta cuando Raymond tropieza con su bastón en la alfombra de la sala y se agarra a su canapé roto. Causó desorden ver al conde caerse de su canapé[25]. Hubo un grito de espanto. Solo Béatrice y los niños me oyeron reír.

En un momento dado, pero yo no sabía qué hora era, Laetitia y Robert-Jean quisieron quedarse a solas conmigo; entonces me vieron sonreír, pero quedó entre nosotros. Ahora saben que estoy con Béatrice, sin sufrimiento; que los dos velamos por ellos con un amor sin límites. Hijos míos, cuánto os hemos amado, cuánto os queremos.

Veo desfilar a todos, algunos con el corazón encogido. Sabrya, espejismo; papá, fidelidad; mamá, ternura; Granny, respeto. La tía Éliane lleva su bonito traje sastre azul celeste que va tan bien con sus ojos hoy enrojecidos por la pena.

Durante la misa, Nicolas y Sophie cantan las mismas partituras que para Béatrice. Hay también los pensamientos azul claro del amigo encima de mi ataúd y un parterre inmenso de flores blancas.

Mi delicada suegra se apoya en el brazo de Anne-Marie y Jean-François para subir al cementerio de Dangu. Me alegra ver a todos estos niños a mi alrededor. Los sepultureros colocan sobre mí la placa en forma de mosaico de crisantemos amarillos e iris violeta. Se sostiene sobre cuatro puntas para que Béatrice y yo no estemos encerrados. No es necesario, pero es un gesto amable.

—¡Hola, loca!

»¿Estás aquí, Pozzo? ¡Pozzolette, soy yo! Béa, mi niña, Béatrice querida, ¡soy yo!

No hay respuesta. Los ruidos de los vivos se atenúan.

—Respóndeme, no puedo quedarme solo en esta oscuridad.

Las tinieblas se iluminan, Béatrice está más guapa que nunca. Lloro al reencontrarte. Te he echado tanto de menos; no deberías haberme dejado estas páginas negras. ¿Sabrya, dices? Sí, era hermosa, dulce y tierna; ella fue nuestro amor fénix para este paréntesis terrenal cerrado para siempre. Ahora que soy cenizas tendrás que compartir mis ardores de resucitado. ¿Quieres empezar ya mismo? No, tengo tantas cosas que contarte. ¿Ya las sabes? Ah, sí, es verdad. Vamos a pasear bajo las estrellas, caminaremos fundidos el uno en el otro. Paremos, quisiera recuperar los besos que me faltan. Los niños están bien, ya sabes. Eternidad… Abrazo…