LA ODISEA
Wijdane está colgada de mi arnés de parapente. La vela —la misma que yo tenía hace veinte años, azul cielo y amarillo sol— está desplegada detrás de mí en la explanada del castillo de la Punta. La brisa cálida sube del golfo de Ajaccio.
—¿Vamos allá, hija?
Khadija está al lado:
—¡Tened cuidado!
—No hay problema —respondo, muy al estilo Abdel.
Me lanzo, la vela se infla sobre nuestras cabezas, un ligero toque de freno y ya estamos en el aire. «¡Wijdane! ¡Mira cómo sube ese cernícalo a la izquierda! ¿Le echamos una carrera?»
Inclino la vela. Abajo veo a Béatrice en la escalinata con su vestido blanco, transparente, su sombrero de paja con una cinta fucsia. Me ha acompañado así durante todos estos años de ausencia. Sostiene en el brazo una cesta de rosas del jardín. Laetitia empuja el cochecito de su hijo recién nacido, protegido por una sombrilla. Sabah no levanta la vista de su libro. Robert-Jean se inclina sobre su novia, al amparo de los castaños en flor. Más bajo, la torre de la capilla mortuoria.
Trazamos círculos al ascender. Wijdane se ríe a carcajadas.
—¡Hija mía, qué loca es la vida!
…
—¡Qué buena es la vida!
Esauira, agosto de 2011