HORIZONTE
Hace tres días que estoy en la cama, ardo. Tres días de tormenta en París y ni una gota de agua que me alivie. Abdel me refresca la frente y los ojos con un guante de aseo; aguardo. De vez en cuando, me pone un guante de esponja empapada de agua fresca y plegada contra el cuello, en el lugar donde late la arteria. Acojo esta pauta con paciencia.
Pasé la noche del sábado en vela; los faros de los coches en el techo acompasaban el tiempo.
Un moscardón ha venido a distraerme; ha habido una especie de cambio de ambiente: antes y después del moscardón. Me habría gustado que otras moscas me distrajeran, pero solo hubo un antes y un después de esta. Hoy día ya no hay moscas que choquen contra los cristales, se posan en un recoveco unos segundos y reanudan su ruido. Esta solo ha hecho un vuelo; he esperado su regreso desesperadamente.
La oscuridad se instala; los contornos se difuminan, el cuerpo flota en el ronroneo de la cama que se ondula. La quemazón ha invadido este lecho sin límites. Me acuerdo de la suavidad de su cuerpo y de las sábanas. He cerrado los ojos enrojecidos, la garganta oprimida, las contracturas trastornan el ritmo de la cama y el gato. Ya no hay lágrimas que me aturdan. Adivino la barra metálica en mi cuello que une este cuerpo naufragado, insoportable, a esta cabeza que ya no quiere adormilarse. No rememorar el pasado; encontrar una imagen fresca que se imprima detrás de mis párpados. Siempre Béatrice. Vuelvo la cabeza hacia el costado donde ella debería haber estado. Los oídos zumban en el silencio; se sienten los latidos cardíacos. Revivo los últimos segundos de mi caída, debería haber… Concentrarse en los niños. Lo demás es una esperanza dolorosa; aguantar. No dormirse definitivamente. Esperar a la enfermera de la mañana.
El domingo, Abdel me despierta a la una de la tarde. Creían que ya no respiraba.
Un amigo al que no veía desde hacía veinte años se ha invitado a comer. Veinte años o ayer, qué más da.
Hay que esperar.
Los del Vietcong enterraron vivo a mi tío François, misionero en Vietnam. Solo le dejaron fuera la cabeza y le torturaron hasta la muerte. Como yo, estaba paralítico, pero la masa de tierra le mantuvo fresco. Lo que ardía era su cabeza. Se evadió mediante la oración. Yo aguardo que me caiga el cielo encima.
El amigo ha venido, como los que han pasado estos tres últimos días, como las llamadas telefónicas a las que no he contestado.
Se ha marchado, después de haberme relatado sus veinte últimos años sin que yo dijera nada. Él no sabía muy bien de qué hablar; a veces algunos días de su vida ocupaban minutos interminables y escamoteaba un año en unos segundos.
Permanezco gravemente en el fondo de mi cama.
Marc, el fiel fisioterapeuta, ha pasado hoy a verme; ni siquiera he seguido los movimientos que imprimía a este cuerpo inerte. Quería hacerme reír.
Alain de Polignac, el amigo príncipe, me ha hablado de la Champaña. Ya no me acuerdo.
Abdel me ha encendido un cigarrillo. El ardor en los pulmones es delicioso.
La frescura del agua del torrente de Vizzavona, más arriba de Ajaccio, me inunda como cuando nos bañábamos de niños o más tarde, desnudos, con Béatrice. La quemazón y la tenaza del frío se confunden.
Aguardo la oscuridad.
Conforme pasan días y semanas, pierdo el hilo de la memoria, el pasado se aplana. Es inerte, como yo.
El vivaracho, el que no se está quieto, el ambicioso, el glotón, ya no tiene ganas. Es culpa mía. Las he matado. He hecho polvo a mis hijos. El futuro solo puede ser peor. Ya ninguna mujer me estrechará en sus brazos. Soy feo, ella se ha ido. ¡Desconectadme! No me pidáis nada, ya no tengo fuerzas.
El cuerpo ya no reacciona. 34°C de temperatura, seis de tensión. Levanto la cabeza, me muero. De vez en cuando las enfermeras intentan ducharme. Me sumerjo entonces en la negrura. Ya no me apetece salir.
Estoy acostado. La cara me pica de nuevo por culpa de la alergia. Escucho en mi cadena las Variaciones Goldberg, demasiado fuertes.
Quizá termino este relato porque hay una mujer a mi lado y he recuperado un nuevo aliento. Su presencia me devuelve al mundo de los humanos.
Tienen que hospitalizarme. Al despertar ya tengo frío.