LA PITANCE

El grupo Moët & Chandon me propone un puesto confortable en Champaña.

Partimos para la bella Pitance. Adosada a la abadía benedictina de Hautvillers, del siglo VII, está rodeada por un parque exuberante. Se prolonga hasta el Marne, a través de las humaredas de las viñas trabajadas sin cesar. La luz juega con la sombra de las estacas de viñas como un reloj de sol multiplicado hasta el infinito.

Represento a la generación undécima de la familia fundadora. La duodécima, un bebé al que llamamos RobertJean, se une a la familia desde nuestra llegada a Champaña. Esta vez, Laetitia forma parte del viaje a Bogotá. Sigue marcada por la miseria de los niños de su edad, que mendigan por las calles en harapos.

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Pasamos once años en la Pitance. Béatrice es la reina del lugar, Laetitia la princesa y, muy rápidamente, RobertJean es el heredero.

A pesar de la enfermedad de Béatrice y del trabajo agobiante, los cuatro pasamos unos años felices. Las estaciones se suceden en torno a la chimenea, el piano, los cultivos en el jardín, las cerezas que cosechar, los centenares de rosas que podar, las mermeladas de ciruela, de albaricoque y de peras de diversas especies que a Laetitia le gusta morder en el frutero.

Me nombran director delegado de Pommery, en Reims. Por la mañana llevo a Laetitia por una pequeña carretera tortuosa y deslizante que atraviesa el bosque. Cuanto más rápido voy, más amplia es su sonrisa. Nuestro juego consiste en frenar en las curvas en el último momento, en superar los ciento sesenta kilómetros por hora en la menor línea recta y en adelantar a todo lo que rueda. No me permiten depositarla delante de la escuela con mi hermoso automóvil. La dejo en la esquina de la calle para que se presente anónimamente ante sus compañeros. Algunas noches viene a verme al despacho. La presento al equipo. Se instala enfrente de mí y «trabaja». Somos inseparables. Béatrice sufre por ello.

La última fiesta se desarrolla con motivo de los trece años de nuestra hija. Organizo unos fuegos artificiales que dejan pasmados a Laetitia y sus amigos. Ninguno de los adolescentes duerme esa noche. Sus gritos resuenan en la viña.

Para entonces Laetitia es ya una pianista consumada. Tiene que pasar un examen de selección. Me habría gustado asistir, debería haber asistido. Pero no pude. Retenido el día D por imperativos profesionales, me parto el cuello.