BÉATRICE
Béatrice tiene hemorragias cuando está embarazada de cuatro meses de nuestro primer hijo. Ya no me acuerdo del hospital, ahora los confundo todos. Estoy viendo al joven profesor; se llama Pariente. De esto estoy seguro. Con una gran gentileza nos dice que no debemos preocuparnos por el próximo hijo. Lloro junto a la cabecera de Béatrice. ¿Por su sufrimiento, realmente? Es ella la que me consuela. Vivimos en Porte d’Orléans, en una vivienda de protección oficial; Béatrice ya ha reanudado con mucho ímpetu su vida de estudiante.
En el siguiente embarazo, las hemorragias comienzan en el tercer mes. Me entregan el feto en un bocal y me piden que lo lleve al laboratorio. ¿Por qué conservo el recuerdo de que estaba situado en medio del bosque de Bolonia? Me veo entrando en un pabellón. Me recibe una mujer de blanco. Deposito el frasco en el mostrador. Ella no parece sorprendida. Me marcho, desorientado.
Empiezan a hacernos todo tipo de análisis. Me mandan hacer un examen de esperma en un laboratorio especializado. Joven casado, me quedo indeciso cuando la enfermera me entrega un tubo vacío y me indica una puerta. La franqueo, pensando que voy a encontrar a un médico. Me encuentro en un retrete provisto de revistas pornográficas.
Tras una eternidad de vergüenza, cumplido mi deber, devuelvo el tubo.
Nuestros exámenes de laboratorio resultan satisfactorios.
Nos licenciamos en Ciencias Políticas y decidimos preparar la ENA.
Béatrice tiene veinticinco años. En el mes de marzo vuelve a quedarse embarazada. Esta vez el embarazo se desarrolla con normalidad.
El bebé debe vivir; pero Béatrice sufre una embolia[12]. Resiste. Parece que el feto no se ha visto afectado. Ella quiere tener este niño aun a costa de su salud. El director de la clínica la defiende rudamente de su colega, que quiere ensayar un anticoagulante con el riesgo de ocasionar malformaciones. La conversación, ruidosa, tiene lugar en el pasillo. Béa está asqueada. ¿Cómo dos médicos pueden olvidar que en la cama número 21 hay una mujer hermosa, inteligente, que ama y que, fuera de esta cárcel, vale tanto como ellos? Cuando por fin puede ponerse en pie, hasta se da cuenta de que es más alta que ellos.
Estoy allí. La habitación está siempre repleta de flores. Hay fruta, libros, música y una nevera llena.
Yo había abandonado mi preparación para la ENA, olvidado las necesidades de la economía política, las últimas estadísticas, la vida cotidiana exterior. Nuestra vida, la auténtica, la de carne y hueso, está aquí. Debemos afrontarla juntos. Gracias a las homologaciones, me matriculo en historia. Le hablo a Béatrice de la vida de los primeros navegantes árabes y le refiero la historia del Océano Índico en los siglos XIII y XIV.
Son cómodas, las homologaciones: conocemos a IbnBatuta pero ignoramos la cronología de los reyes de Francia. Obtengo la licenciatura, pero perdemos al niño. En el séptimo mes de gestación, la hipertensión acaba con los movimientos del feto. Empezaba a hacerse sentir; debía de ser un chico. Dejó de moverse.
El mes siguiente es una pesadilla. El feto tiene que encogerse lo suficiente para que Béatrice «dé a luz naturalmente». Los médicos le prescriben largas caminatas. Yo siempre la acompaño. Está cansada, aturdida. Ya no habla, se pone las gafas de sol, evita los encuentros. Por la noche le acaricio las sienes durante un largo rato; ella llora hasta el embrutecimiento. A veces llega a emitir gritos de odio y de rebeldía.
Después de una cena empiezan los dolores; vamos a urgencias de la maternidad. Béatrice dice que el bebé ha muerto. Nada que hacer: el mismo tratamiento que para las que, tras unas horas de dolor, conocerán la felicidad.
Es el momento angustioso en que ese vientre se desgarra. Me mira. Yo la miro y la animo. Ella no quiere que yo lo vea. Pide una sábana. Tenemos nuestras cabezas cerca, aisladas. Al cabo de unos aullidos interminables, el cuerpo de Béatrice se relaja. Se hermanan los sordos dolores del corazón y del cuerpo. Se le hunden los ojos, anegados de lágrimas.
No tenemos tiempo de reponernos; un personaje grisáceo entra sin presentarse. Pregunta, con osadía: «¿Cómo se llama el difunto?» Béa se queda sin respiración. Me abalanzo sobre el intruso, le obligo a salir al pasillo. Me explica que un bebé nacido después del séptimo mes tiene que estar inscrito en el registro civil, aun cuando haya nacido muerto. Respondo dócilmente a todas sus preguntas absurdas, firmo todos los documentos; se da por satisfecho. Lloro a solas en el pasillo, disimulo mis sentimientos y vuelvo al lado de Béa. Le hablo serenamente para diluir su dolor y ocultar el mío. Termina durmiéndose. Me quedo a su lado, en una butaca sin edad. Cuando Béa solloza, le poso la mano en la frente y le cuchicheo palabras tiernas.
La noche siguiente nueva embolia, nueva reanimación. Permanezco a su lado. Le da vueltas la cabeza. Ruidos, luz, conversaciones vagamente audibles. Una noche en blanco, fatigosa, sin mañana. En ningún momento le suelto la mano.
Nos vamos a Estados Unidos para emprender una nueva vida.
Nos recomiendan a un buen tocólogo, que nos prepara profesionalmente para nuestra cuarta tentativa. Es un hombre agradable. Su clínica es lujosa. Nos ilusiona la idea de estar en un lugar protegido en donde no entran las desdichas. Para gran sorpresa del especialista, el embarazo solo dura cuatro meses.
Nuestro primer hijo americano está a punto de largarse. Le hablo con suavidad a Béatrice. Después, ya nada. Cuando recobro el conocimiento, las enfermeras me hacen rabiar. Hasta Béa ha recuperado un brillo guasón en sus ojos cansados.
Béatrice sufre dos embolias pulmonares. Al cabo de varios meses, por fin la liberan. Es la sombra de sí misma, solo están vivos sus ojos. Viajamos a Martinica. Apenas descendemos del avión, corremos a alquilar un barco, lo llenamos de provisiones, zarpamos.
Béatrice está tendida sobre la banqueta. Se ríe a carcajadas cuando cae una lluvia cálida; lanza una exclamación, encantada, cuando el barco escora demasiado. Nos detenemos en medio del mar, Béa se baña durante horas. La única vez en que nos cruzamos con otra embarcación se pone a bailar desnuda. Al cabo de varios días recobra formas y colores; sus ojos están siempre igual de risueños. Solo recuerdo de ella estos momentos de confianza.
El sabio médico americano nos convence de que lo ha comprendido todo y de que la única solución es comenzar de nuevo.
Un año después ya está. Ha muerto un bebé a los siete meses. Si fracasábamos, habíamos decidido adoptar. Iniciamos gestiones para obtener el acuerdo previo al dictamen positivo que podría abrirnos las puertas de una adopción… dentro de cinco años. Redactamos la solicitud de adopción probablemente más bella que el instituto religioso de Bogotá haya recibido nunca.
Un médico procede a establecer nuestro estado de salud. Descubre que el análisis de sangre de Béatrice es anormal. La envía en ambulancia al hospital de Cook-County para profundizar los análisis. Confirman el diagnóstico. Ostenta un nombre bárbaro que todavía hoy no logro memorizar. Es vulgarmente conocido con el nombre de enfermedad de Vaquez: un cáncer de la médula ósea. Aparece en personas mayores, a menudo en hombres. El jefe de la clínica sabe que hay menos de un centenar de casos de esta afección en una mujer joven como Béatrice en Estados Unidos. No sueltan a su cobaya. Los médicos de los diferentes hospitales siempre la acogerán con el mismo interés. Los viejos fallecen por esta causa. Sin embargo, consiguen prolongar su vida una decena de años: «Algo es algo».
Es un cáncer de los glóbulos rojos. La hemoglobina se desarrolla a una velocidad y con una intensidad tales que la sangre coagula. Lo más frecuente es morir de una embolia pulmonar o cerebral. Hay que someterse a quimioterapia para aniquilar los glóbulos rojos.
Estoy estupefacto. Me han hablado de cáncer.
Ella está destrozada por su último aborto.
Cuando me informan de su cáncer, pierdo el norte. Todo se vuelve negro como esas noches en que me evado con mujeres, todas las mujeres, cualquier mujer.