VUELOS ALOCADOS

Estoy tendido contra la montaña, solo un poco abotargado. He debido de perder el conocimiento. Max e Yves, mis compañeros de parapente, han dejado la vela al lado de la mía. El doctor Max toma el mando de la situación: hace un agujero delante de mi cara para que pueda respirar y alerta a la estación por radio. No comprendo por qué no me tocan. Les hablo, respiro tranquilo, y entonces ¿por qué me preguntan continuamente si puedo respirar? Una brizna de hierba me cosquillea la narina, estornudo, me río. Max se encoleriza hablando por radio. Exige un helicóptero de Grenoble, no de Chambéry; sin embargo, Chambéry está más cerca. Yves me habla como a un niño; da la impresión de que tiembla. ¡Me parece que ya no puedo moverme!

Recaigo en la inconsciencia. Un alboroto me despierta. Es el helicóptero que intenta estabilizarse contra la fuerza del viento. Un médico y un bombero saltan del aparato, que gana otra vez altura y permanece en el aire. Yo no siento nada. Me trasladan hábilmente a una camilla de rescate, de espaldas; veo el cielo y el helicóptero. Van a llevarme, los amigos y los demás se quedan atrás. Llamo a Yves, he comprendido que hay un problema. Le pido que telefonee a Béatrice de inmediato, que le diga que no es grave, que la quiero, que en mi vida solo ha existido ella, que es la luz de la misma. «Llamad a mis padres, decidles que sean amables con ella, que no la dejen coger el coche sola». Durante diez años han rechazado ese parapente; un día llegaron a decir que no se ocuparían de los niños en caso de accidente. Béatrice llora, yo debería reaccionar pero soy culpable. Lloro al lado de Yves, quiero que repita este mensaje a mis padres: «Ocupaos de mi familia». Yves me calma, le doy el número de teléfono de mi secretaria para que anule todas las citas previstas esa misma noche en Italia, al día siguiente en Suiza, al otro en Alemania.

El helicóptero envía un cable. Antes de que me icen, pido perdón a Yves por haberle estropeado el día. Me balanceo en el aire, el copiloto se inclina para agarrarme y me sube a bordo. Ya no se oye nada en la carlinga. Me ponen una mascarilla de oxígeno.

Aterrizamos en la azotea del hospital, en Grenoble. Me trasladan a la carrera a la sala de anestesia, los rostros se inclinan hacia mí, conversamos. Un hombre, que debe de ser el cirujano, interrumpe nuestra cháchara con un «no es todo, esto es urgente». Son las últimas palabras que oigo en mucho tiempo.

Más tarde me enteraré de lo complicada que fue la operación. Béatrice y mis padres consiguen llegar al hospital en cuestión de unas horas; les recibe el cirujano. «Hay una posibilidad sobre cinco de que salga adelante».

Tras la operación, mi cuerpo se niega a respirar. Me sumen en un coma artificial durante un mes, a fin de que el respirador se imponga sin que lo rechace el organismo.

Durante todo ese mes, Béatrice permanece a mi cabecera, me cuenta historias, para gran disgusto de los cirujanos, que consideran que todo esto es inútil. Béatrice no se concede tregua. Organiza su ofensiva para sacarme de allí. Contacta con Fred Chandon, mi big boss, y André Garcia, el exjefe que se ha convertido en un amigo. Consiguen que me ingresen en el hospital de La Pitié-Salpêtrière de París. Paso allí más de dos meses.

Unos días más de coma y el profesor Viars opta por un «paréntesis médico». Consiste en suprimir de la noche a la mañana todas las medicinas prescritas, incluidas las veinticuatro cápsulas de Imovane que me mantienen en coma.

Es una conmoción violenta. Durante una semana oscilo entre los cuarenta y los cuarenta y un grados de fiebre. Se declara una hepatitis pero «recobro el conocimiento» poco a poco.

Vuelvo a la tierra ante los ojos de Béatrice inclinada sobre mi cuna de cristal; no me acuerdo de sus palabras, solo de su mirada. Durante varias semanas, floto en un mundo imaginario.

Béatrice pone orden en el desfile permanente de allegados. Se introducen en mis pesadillas.

*

La realidad de mis visiones es tan fuerte que todo se integra en un mundo virtual.

Estoy a bordo de una pequeña motora. Termino mi travesía a remo. Llego justo al otro lado de mi habitación de hospital. Luego, un ruido ensordecedor me traslada a la carlinga de un Mirage 40 pilotado por un español. Comprendo más tarde que la ayuda social ha contratado a un español para reducir sus gastos. El piloto tiene que hacerme franquear el muro del sonido en picado fuera del territorio francés. Todos los días subo a este avión. Regreso exhausto, pero descansado. Finalmente, el aparato me deposita en Egipto, al este de Alejandría.

El camillero del hospital me lleva a visitar los barrios de la ciudad. Me instala en un café que tiene todo el aspecto de una taberna medieval. Es una sala grande de madera ambientada como un centro comercial de varias plantas. La gente se agolpa aquí para comisquear cocina china y tomar baños turcos. Otros, como yo, están tumbados en un espacio reducido. Nos pasan el narguile.

El camillero me lleva al cuarto de baño, enteramente de cerámica blanca. Los chorros de vapor pasan por encima de mi cabeza. Trato de alzarme sobre los codos, pero resbalo hacia el desagüe en el centro del recinto. El camillero se ha ido. Grito para deshacerme de la aspiración, pero en vano.

*

Espejismos, delirios. ¡Cuando abro los ojos ya no tengo cuerpo!

*

Está allí mi hermanita Alexandra; algo la aterroriza. Conversa entre hipos. Va a desaparecer, lívida. En este preciso momento, su amigo Léo y una pandilla de drogadictos irrumpen en el lugar. Matan a la enfermera con un arma blanca, se precipitan hacia el botiquín y se apoderan de jeringas y otros productos. En un chirrido de uñas, todo el mundo se ha esfumado. He debido de soñar. Pero al día siguiente oigo en la radio que la policía tiene rodeado a un grupo de delincuentes peligrosos que bailan vociferando alrededor de una joven; tiene un cuchillo clavado en la espalda. Todavía no han podido acercarse a la víctima. Es Alexandra. Grito.

*

Ha venido el primo Nouns, vendrá todos los días durante mi encarcelamiento. Como de costumbre, me cuenta historias desternillantes. Me río tanto que revientan los tubos. Mi gemelo Alain viene después; taconazo, busto inclinado sobre la cama de cristal, saludo militar: «¡Aguanta, her-r-rmano!» Se endereza ligeramente, se restablece su mutismo, se mantiene en posición de firmes. Béatrice está presente. «¡Descanso!» Sé que estoy vivo por la calidez de su mirada. Me toca. Es la única que se inclina para besarme donde puede.

*

Estamos en nuestro parque de Champaña. Emmanuel, el padrino politécnico de mi hijo, y su deliciosa mujer china, Marie, están allí. La noche cae, temblorosa. De repente, de las orejas de Marie sale una multitud de chinitos. Ella los agrupa. Emmanuel esboza una sonrisita molesta. Explica que ha hecho una maniobra equivocada con su ordenador. Me da a entender que por medio de unos ordenadores se ha desencadenado una guerra mundial. Pulgas devoradoras se escapan de las pantallas y atacan a las maquinarias enemigas. Emmanuel da las últimas noticias del frente. De hecho, son los tibetanos los que han iniciado las hostilidades desde lo alto de sus montañas y lo bajo de sus sueldos. Emmanuel, Marie, sus huestes de chinitos y yo mismo decidimos ir al Tíbet. Quien ha iniciado esto es un joven sencillo que, secundado por su mujer y su madre, ha creado una pequeña empresa de pulgas de conducta revolucionaria. Los militares chinos les han encarcelado y los desdichados trabajan noche y día para abastecer a sus carceleros. Al cabo de unas aventuras inauditas, huimos del Tíbet y nos afincamos todos en Nueva York. La guerra parece decaer, a falta de pulgas. De pronto, A. B., director general de KULG, invade nuestras oficinas con una infinidad de gorilas. Es de una suavidad extrema. Se interesa por los trabajos de Emmanuel y nuestro amigo. Detrás de él, una mujer esmirriada, con fuerte acento español, le vocifera atrocidades. A. B. exige adquirir la mayoría de nuestra empresa. Negativa educada. Degüellan a la anciana madre. Nuestro amigo tibetano —cuyo nombre no recuerdo— se fuga con una sonrisa de compasión después de haberse hecho el haraquiri en versión tibetana. Apresan a los supervivientes. La guerra se reanuda.

Estoy colgado dentro de una jaula del techo del dormitorio de Isabelle Diange, la amante de A. B. La rodean jóvenes drogadictos; se desarrollan partidas finas a los compases de la música embrujadora de un protegido de A. B. A intervalos, accionada por un sistema de poleas, mi jaula desciende sobre la cama de Diange, que me aguarda con las piernas suntuosamente abiertas. La penetro sin salir de la jaula. Dios mío, ¿cómo he podido hacerlo? A veces me lanzan cacahuetes. Ella ama a otro, un cantante incomparable. A. B. está furioso y sobre todo arruinado.

De repente, una deflagración tremenda. Sigue un silencio opresivo. La ruina de A. B. ha debido de activar un átomo particular. El suelo está sembrado de cadáveres. Son azules, sin heridas visibles, como no sea su mueca monstruosa. Han muerto de frío, un frío que se apodera ahora de los supervivientes. Reencuentro a Béatrice y a los niños: huimos en tren, en busca de calor. Enfrente está sentado A. B., menos azul, vestido con una piel espesa. La helada ha despoblado todos los paisajes.

Tiran a los muertos por las ventanas. Béatrice deja enseguida de calentar a los suyos; tiene las ojeras y los labios violetas. Tiro de la señal de alarma, la llevo a la nieve dura; los niños nos siguen en fila india. Encuentro una choza de terracota, circundada de un inmenso cúmulo de leña. Permanecemos algunos años alrededor del fuego. A pesar del frío persistente, el tiempo mejora. Un día, nuestro hijo, que ha crecido desde entonces, descubre por una ventana una florecilla blanca. Una campanilla de invierno. Tendremos que esperar tres años para que la tierra se cubra de junquillos amarillos, el color preferido de Béatrice. Regresamos a París.

Nada ha cambiado, estoy de nuevo en mi cama de hospital. Un día creo ver a Reynier que entra en la sala llorando. ¿Llora por mí, por él o por estos terribles acontecimientos? No lo sé, no volvió nunca.

Recuerdo las circunstancias del accidente.

¿Quién es el hombre que se lleva a Béa de un chalet?

Mi prima Catherine me presenta a un par de investigadores. Los dos son delgados, parecen embargados por una profunda tristeza.

Han perfeccionado un complejo sistema electrónico que permitiría reconstruir las células medulares[15]. Solo han traído una parte de esta máquina extraordinaria que regenera talones y pies.

Quiero probarla inmediatamente. Me envuelven el talón izquierdo en un molde de plástico blanco: quedan sueltos numerosos hilos que nuestros dos científicos conectan rápidamente a una caja cuyo aspecto recuerda a un cargador de baterías. Cuando todo está listo aguardan mi señal. Yo ya no tengo nada que perder. «Adelante». Al principio no siento nada, después noto un ligero hormigueo. Se agudiza hasta convertirse en un picor que degenera en un chisporroteo. Cortan el contacto en el momento en que percibo el olor a carne chamuscada. Reponen el molde en su caja. La joven me masajea el talón con un ungüento verdoso. Ni una palabra. La prima Catherine tiene un aire aturdido. Un escalofrío se adueña de un dedo del pie; un instante después, puedo doblar los cinco y mover el pie alrededor del talón.

¡Qué maravilla!

—¿Cómo es posible que no se conozca esta técnica?

Estamos en una fase experimental —dice la joven investigadora—. No hemos terminado el prototipo completo para la tetraplejia, pero dentro de seis u ocho semanas deberíamos presentarla ante la comisión de los hospitales de París.

*

El tiempo discurre; comunico a Béatrice la inquietud que me inspira el silencio de los dos investigadores. A base de paciencia, ella comprende que he encontrado a dos personas por mediación de Catherine. Vuelve al día siguiente y me dice que Catherine no sabe de quién hablo.

Me ruborizo, como cuando de niño me pillaban mintiendo. Me falta el aire. Béatrice intenta reconfortarme declarando que profundizará en el asunto con Catherine.

*

Por la noche, la enfermera me explica que han cambiado mi tratamiento y aumentado la dosis de Prozac.

Al día siguiente me cuesta despertar; estoy entumecido. Ya ni siquiera reacciona mi pie izquierdo.

*

Béatrice trata de despertar mi interés contándome historias de la familia, leyendo periódicos, encendiendo el canal de televisión del hospital, pero es inútil.

*

Una noche salgo de mi letargia cuando veo en la tele a los dos investigadores expresándose con vehemencia. Tardo en comprender de qué hablan; tengo la impresión de que no hablan en directo, que la cinta de vídeo se superpone a un programa.

Están todavía más flacos. Se sulfuran contra la dirección de los hospitales de París, que no les permiten hablar. Intento conseguir de la celadora jefa una copia de la cinta emitida. Ella finge no entenderme. Sin embargo, no lo he soñado. El camillero me lo confirma: él también acaba de verles en la pantalla.

Por la noche, me aumentan de nuevo las dosis. Mis momentos de lucidez se espacian.

Pueden curarnos a todos nosotros, los que gemimos al respirar con nuestras traqueotomías. Todas esas personas que pasan meses en el hospital van a recuperar su libertad.

Una noche me cuesta respirar; el aire de la máquina ya no entra en la tráquea; llamo a la enfermera apretando el timbre con la cabeza. No viene nadie. Insisto. En vano. Voy a morir asfixiado.

He debido de perder el conocimiento. Cuando abro los ojos, amanece; dentro de una hora habrá cambio de turno. Tengo que resistir hasta que llegue el camillero. Cuando entra en la habitación reacciona enseguida, comprende la situación y restablece la circulación del aire.

Duermo todo el día. Por la noche, en la cama de cristal vecina, instalan a una joven de larga melena negra. Aúlla de dolor. Por lo que alcanzo a ver, ha perdido las piernas. Las inyecciones la acallan. Al fondo de la sala común se apaga una luz, luego otra. Vuelven a encender la primera.

Se encienden y se apagan luces a alrededor.

El juego termina cuando mi lámpara se apaga.

Compruebo con la mirada: el respirador sigue funcionando; la chica debe de estar conectada a una toma independiente. La joven de pelo negro y otros dos pacientes mueren.

Nada de todo esto debería filtrarse al exterior del servicio. Ya no me abandona la impresión de que soy objeto de una maquinación. Me siento culpable cada vez que el equipo médico observa el máximo silencio en mi presencia. Tengo la sensación, a mi pesar, de amenazarles. Han eliminado a la pareja de científicos, soy el único testigo de sus proezas.

*

Utilizo el ordenador para transmitir un mensaje a Béa. Dos horas después, extenuado, concluyo mi SOS. Me duermo. Me sorprende despertarme después de una noche tan apacible.

Viene Béa, le indico con una señal que coja el disquete y que lo lea fuera de estos muros: podrían sorprenderla. Transcurre el día. Empiezo a dudar de que mis inquietudes tengan fundamento. Me adormezco.

*

Después de comer, me despierta un alboroto ensordecedor. Oigo muchos ruidos de pasos. Gritos, órdenes, muebles zarandeados, hasta creo reconocer una metralleta. Mi puerta se abre violentamente, un equipo entra en mi cuarto y toma posiciones alrededor de la cama. Van vestidos de CRS[16]. Todos tienen los sesenta bien cumplidos.

Al final entra mi suegro. Antiguo prefecto, ha podido adoptar disposiciones rápidas para protegerme y recurrir a camaradas de la DST[17].

*

Ha venido Béatrice. Me habla de los niños.

*

Mi suegro sitúa a sus tropas en el pasillo y debajo de mi habitación. Se entabla una batalla, sus hombres no ceden terreno. Como medida de seguridad, me trasladan a lo alto del roble del jardín. Estoy colgado en una hamaca. Tiradores apostados en el tejado del hospital abaten a uno de mis guardias antes de que los elimine una granada. Ha llegado un montón de profesionales de los medios de comunicación. Rodean el campo de maniobras. Me explico por medio de un micrófono y pido la mediación del primer ministro; este llega, con una gran escolta. Ordena el fin de los combates. Exijo que los investigadores tengan la posibilidad de intentar operarme. Emiten un llamamiento internacional. Unos días más tarde aparece la joven investigadora, metamorfoseada con sus gafas negras y el pelo teñido. La izan hasta el roble con su instrumental. Está débil. Se reanudan las escaramuzas cuando ella se cerciora de que le han reservado un enchufe eléctrico en el hospital. Ya ha anochecido cuando, temblando, termina las conexiones. Haces luminosos alumbran la escena. Antes de que pulse el mando, beso a mi suegro, le doy las gracias, le pido que proteja a Béatrice y a los niños.

La joven baja la palanca, yo cierro los ojos. Nada. No sucede nada. Después, de repente, una bola fulgurante de chispas. Me desmayo.

*

Estoy en mi cama de hospital, inmóvil. Béatrice está allí y me habla de los niños. Los sollozos me sofocan. Béatrice me pregunta si me duele.

«No tengo una respuesta a tu mensaje, porque a causa de una torpe manipulación, he borrado lo que había en el disquete».

Todo se mueve. Entro en un mutismo profundo. Al final, una noche devorado por la culpa, incapaz de aceptar mi estado, aterrado por la locura que me invade, decido desaparecer. Pero para un tetrapléjico es difícil suicidarse.

Consigo enrollarme el tubo de oxígeno alrededor del cuello. Echo la cabeza hacia atrás. Pierdo el conocimiento. Un vivo resplandor me despierta. Las enfermeras, alertadas por la alarma del respirador, vuelven a conectarme como si no hubiera pasado nada. A partir de entonces comienza el silencio.