EL MANDATO DE LOS CLÁSICOS

La lluvia ya había hecho su trabajo. El domingo estaba perdido y con él también la chance de jugar el partido. Al confirmarse la suspensión del clásico ante Central, la decepción fue generalizada. Sin embargo, la rutina del descanso en la tarde no se alteraba. Todos estaban en sus cuartos.

Fernando Gamboa compartía la habitación del Liceo de Funes con Eduardo Berizzo, y la ansiedad era su principal enemiga a la hora de la siesta.

—¿Qué pasa, Negro, no podés dormir?

—No. No puedo con la siesta. Además, si la hago, esta noche no duermo. Me voy al pasillo.

El juvenil defensor abandonó su cama y para pasar el rato se puso a jugar con uno de los videogames que estaban en el largo corredor, quebrando el silencio del lugar.

De repente, se abrió la puerta de la habitación del técnico. Bielsa atravesó el lugar, se sentó frente a Gamboa mientras este seguía con su rutina del Mrs. Pacman y tuteándolo, por la confianza de los años vividos, le dijo:

—¿Cómo estás? ¿Tenés ganas de jugar?

—¡Estoy desesperado por jugar, profe! ¡Tengo unas ganas terribles!

—¿Te puedo hacer una pregunta?

Gamboa no abandonaba su mirada hacia la pantalla, lo cual generó el fastidio del técnico.

—¿Te puedo hacer una pregunta, o no?

—¡Sí, profe, dígame!

—¡Pero no me estás entendiendo! ¡Dejá el juego y mirame! —lo conminó—. Decime Fernando, ¿qué das por ganar el partido de mañana?

—¡Todo, profe! Si usted me conoce a mí…

—¿Pero qué es todo?

—Y… si me tengo que tirar de cabeza, lo hago. Para mí mañana es la vida, es así de simple.

—¡Pero no! ¡Vos tenés que dar más! Pensá que tenés que dar más.

—¿Más? La verdad es que no lo entiendo.

—¡Más! ¡Tenés que dar más! —su enojo por no encontrar la respuesta esperada era evidente.

—Profe… ¿más que eso? Trabar con la cabeza. Jugar cada pelota como la última. Apoyar al equipo y tratar de sacar la pelota bien desde abajo…

—No… Te estoy pidiendo otra cosa. ¡No me entendés!

—Y bueno, no sé, dígame usted.

—Para que vos te des una idea: nosotros tenemos cinco dedos en cada mano. Si a mí me prometen ahora que ganamos el clásico… ¡me corto un dedo!

—Pero profe… ¡Cómo me va decir eso! ¡¡Cómo que se va a cortar un dedo!!

—Ya sé. Recién terminé de hablar a mi casa y mi señora me dijo lo mismo. Pero no importa, yo te digo que me corto un dedo.

—Pero profe… cuando ganemos cinco clásicos se queda sin la mano.

—¡Me parece que vos no entendés un carajo de qué se trata todo esto!

Bielsa se paró, dio media vuelta y se fue. El joven defensor se quedó asombradísimo, empezando a comprender de verdad qué significaba para el técnico enfrentar al tradicional rival. Cada clásico era una final y en la semana de trabajo previa al partido se lo veía diferente.

El estadio de Rosario Central, el Gigante de Arroyito, estaba a tope. Es que el canalla llegaba al partido como líder del torneo. Newell’s tenía como pasado cercano la derrota ante River. Para Bielsa y sus muchachos era un choque decisivo.

«La charla fue una maravilla. Con todo lo que nos dijo y la información que teníamos de los rivales no podíamos perder de ninguna manera», recuerda Darío Franco.

A la hora del calentamiento previo, los muchachos volaban. Las palabras del técnico habían marcado a cada uno de los jugadores. La gloria, las familias, la tradición ñulista y todos los temas que apoyan el costado emocional se pusieron de manifiesto en esos minutos en los que la oratoria y la emoción de Bielsa resultaron trascendentes.

El encuentro fue inolvidable. Central llegaba, además de puntero, invicto, pero Newell’s dio una exhibición de presión, rotación y contundencia para terminar imponiéndose por cuatro a tres. Por lo que había en juego, por la importancia del rival, fue el mejor rendimiento del campeonato. La diferencia debió ser más amplia y el dominio resultó por momentos abrumador. Los goles de Gamboa de cabeza (tras una jugada preparada de las tantas que se ensayaban con pelota parada) y de Zamora (definiendo con calidad un gran pase de Ruffini) llevaron al descanso la ventaja, que sólo fue mínima, por un gol de tiro libre de Bisconti.

Al inicio del complemento Ruffini volvió a estirar las cifras y Sáez y Bisconti, en otras dos ocasiones, completaron un resultado a todas luces mentiroso. Todos reconocieron la superioridad aplastante del equipo rojinegro, que primero le sacó la pelota a su rival y después fue dinámico e implacable en ataque. Franco, Zamora y Ruffini resultaron las figuras de una victoria que cambió el desarrollo del campeonato. Muchos creyeron ver en esa jornada la gestación de un futuro campeón, y aunque las luces apuntaban a River como el gran candidato, el equipo rosarino comenzaba a ejecutar los principios fundamentales del estilo que el entrenador pregonaba.

«No hay ningún título que valore más que un triunfo en el clásico. Yo entregó cualquier consagración por una sola victoria ante Central, aunque sea medio a cero», repetía Bielsa con pasión rojinegra.

Fue el paso fundamental para su consolidación como técnico del plantel profesional, por si a alguien le quedaban dudas de su capacidad. Eso sí, ganarle a Central no era sólo placer, sino también una obligación. Por eso, y aunque pocos lo sabían, el gusto de la victoria lo compartía con sus amigos íntimos obsequiándoles el dinero del premio. Para pelear el campeonato, el triunfo poseía un valor incalculable. Para cumplir con el mandato de ganar el clásico, la alegría no tenía precio.