EL GRUPO DE LA MUERTE

Tarde bochornosa en la prefectura de Ibaraki. El sol y el calor hacían estragos. El Mundial ya estaba en marcha y le tocaba el turno al equipo argentino. Los jugadores hacían el calentamiento previo de forma gradual, evitando sorpresas. El Profe Bonini generaba el clima ideal para que todos fueran descargando tensiones. A la hora de agregar el balón, los jugadores trabajaban en parejas y así se iban descontando los minutos para llegar al debut. Roberto Ayala le pasó la pelota a Batistuta y en ese mismo instante sintió que un músculo de su pierna, en la parte posterior, se endurecía como una roca. Intentó estirarlo pero nada. El médico, Donato Villani, lo ubicó en una camilla boca abajo, y las pruebas para corroborar su estado dieron resultados negativos. El defensor era la postal del desconsuelo. Tirado en la camilla, con los ojos cerrados y con todo el dolor del mundo, veía cómo se le evaporaba la posibilidad de jugar ante Nigeria.

El comienzo del partido se venía encima. Era necesario decidir con velocidad, sin margen de error. Los imponderables se hacían presentes y también había que ganarles. Bielsa llamó a Diego Placente y le comunicó que sería el reemplazante. No quedaba tiempo para más, salvo las palabras finales del entrenador:

—¡Se nos lesionó el capitán! ¡Tenemos que superar esta adversidad y salir a ganar! ¡Por nuestro capitán, carajo! ¡Y por todo el esfuerzo que hicieron en sus vidas! Piensen en cuando eran pibes y soñaban con ser futbolistas… Ahora tenemos que entrar ahí y ser protagonistas. Podemos darle una alegría grande a toda la gente que nos está mirando desde la Argentina y no la está pasando bien. ¡Vamos con todo!

La línea de fondo estaba muy aceitada. La velocidad de Ayala era clave, y su salida implicó varios movimientos. El primero fue el corrimiento de Samuel desde la izquierda hacia el centro, para ocupar la posición del Ratón. El segundo, el ingreso de Placente para jugar por la izquierda. La línea de tres quedaba integrada con dos zurdos.

Mostrando una vez más su enorme personalidad, el equipo se sobrepuso al impacto de la inesperada ausencia y salió a ganar el partido. En el primer tiempo fue dominador y tuvo la posesión. En el segundo llegó al gol desde una pelota parada trabajada en los entrenamientos. Un centro de Verón encontró a Batistuta por el sector opuesto y con un cabezazo cristalizó la victoria. Sin jugar un partido brillante, fue superior a su rival y se impuso por uno a cero. En el complemento, luego de la conquista, dispuso de un par de situaciones que le hubieran permitido ampliar el marcador. No hubiese estado mal. Los africanos jamás asumieron un papel diferente del de la espera, mientras que los argentinos, lejos de aguardar el error rival, buscaron con su estilo tradicional.

El comienzo era bueno y el técnico hacía su análisis: «Estoy sereno, tranquilo. Ganar siempre aporta paz y ahora esperaremos que el próximo partido se dé igual que éste. Fue una actuación suficiente, un triunfo merecido. Que debió ser más holgado y, si así hubiera sucedido, habría sido justo. Y nos habría dejado más conformes también. Es un triunfo legítimo, con recursos que tienen valor».

Además, el empate entre Inglaterra y Suecia sumaba al optimismo y en el campamento argentino todo estaba bajo control. Los muchachos festejaron con efusividad la primera victoria, por la complejidad de saltar la primera valla. Sorín lo remarcaba en los días posteriores: «El gran festejo fue por empezar bien. Cumpliendo con la expectativa que tienen todos los argentinos. Empezar bien nos da alegría. Hicimos todo para ganarlo y creo que hasta por más goles de diferencia. Nos faltó eso: definir. Pero el triunfo es importante. Fuimos los protagonistas».

Mientras tanto, la única mueca de inquietud pasaba por las lesiones. Caniggia no lograba salir de su problema en la rodilla y su retorno se hacía desear. Para Bielsa era siempre una alternativa valiosa, por su capacidad para jugar por los costados. Por el lado de Ayala, los estudios invitaban a pensar que solo tendría acción a partir de octavos de final.

Para el segundo partido era necesario viajar. El mundial en tierras asiáticas tenía la particularidad de obligar al desplazamiento en cada partido. El estadio cubierto de la isla de Sapporo sería testigo de un verdadero clásico: Argentina e Inglaterra repetían el enfrentamiento del mundial anterior. Desde los goles de Diego Maradona en México 86, los enfrentamientos ante los británicos siempre tuvieron un condimento especial. En este caso, jugarían un partido que podía marcar el futuro del grupo, debido a que Inglaterra sólo había empatado en su primera presentación ante Suecia y estaba obligada a obtener un resultado positivo.

Diego Simeone había sido un protagonista destacado en el duelo de Francia 98: un encontronazo con David Beckham había significado la expulsión de la estrella inglesa. El jugador argentino relativizaba aquel incidente y le daba justa dimensión al duelo futbolístico: «Soy consciente de que los condimentos del partido me tienen como una pieza bastante entretenida para los medios, pero estoy mucho más allá de eso. Es un partido especial. Se hizo un clásico con los años, por eso ganarles no es un título del mundo, pero es diferente. En este partido la camiseta no se cambia».

Bielsa planificaba un encuentro distinto del debut. Inglaterra debía salir a atacar, con lo cual podría verse un partido de otra exigencia. Además, el horario nocturno favorecería el andar de los futbolistas. El ingreso del Kily González por Claudio López era la única modificación respecto del conjunto que le ganó a Nigeria.

A la hora de la verdad, el encuentro fue complicado para Argentina. El delantero Michael Owen fue la gran figura de la cancha y se transformó en una pesadilla para la defensa albiceleste. Ejecutó un remate que fue devuelto por el palo, fue víctima de un penal que Beckham transformó en gol y con su velocidad hizo estragos.

El equipo nacional jugó un partido desparejo y mejoró sensiblemente en el complemento, con la frescura que posibilitó el ingreso de Pablo Aimar, que reemplazó a un errático, desconocido Verón. El nivel de la Brujita en ambos partidos había sido bajo y todo el equipo lo sentía. Ese fútbol suyo, de gran dinámica y notable pegada, brillaba por su ausencia. Era la principal víctima de la agotadora temporada que había vivido la mayoría de los jugadores argentinos. Con más empuje que juego, Argentina tuvo chances de empatar el encuentro, sobre todo con un cabezazo de Pochettino que fue salvado en la línea. En cualquier caso, no se podía discutir demasiado la legitimidad del triunfo inglés, aunque la visión de un Bielsa algo abatido al arribar a la conferencia de prensa apuntara a las posibilidades de igualdad de su equipo: «Estábamos en condiciones de empatar, e hicimos lo suficiente para conseguir el resultado. En el segundo tiempo, luego de los diez minutos iniciales en los que tuvimos alguna inestabilidad, logramos situaciones que autorizan a pensar que debimos haber empatado. En ese lapso dominamos el juego, pero no nos alcanzó. No conseguimos los tres puntos que buscábamos; ahora, lógicamente, esto dificulta las cosas».

Inglaterra hizo la diferencia en el primer tiempo y luego se dedicó a defenderla con ahínco. Sus jugadores en el campo y sus fanáticos en las tribunas festejaron largo un triunfo vital para sus aspiraciones de clasificación.

Los argentinos acusaron el impacto. La derrota propia y la victoria de Suecia sobre Nigeria obligaban en el último encuentro a lograr un triunfo para seguir en el Mundial. Parecía increíble, pero todo el trabajo desarrollado a lo largo de tres años con las eliminatorias como obra cumbre se ponía en juego en noventa minutos. En un país como la Argentina, poco se valoraría el trayecto si el final no era el esperado. Contra eso se rebelaba Bielsa, pero sabía que si no se obtenían los resultados la pelea estaba perdida, sobre todo ante algunos medios que lo esperaban agazapados.

En los días previos al choque decisivo, el ambiente del J-Village era agradable. Los jugadores aguardaban el partido con optimismo, aunque conscientes de la necesidad de una victoria. Batistuta le explicaba al periodismo su intención de continuar en el Mundial y alargar su capítulo final con la celeste y blanca: «Estoy preparado para enfrentar una derrota, pero esto no quiere decir que me dé lo mismo. Quiero ganar y quiero seguir acá. No quiero jugar contra Suecia mi último partido con la Selección».

La derrota ante Inglaterra le dejó al entrenador algunas conclusiones. La tarea de Placente no había resultado tan satisfactoria como ante Nigeria y por eso pensaba incluir a Chamot con su experiencia en la línea de fondo, ya que Ayala aún no estaba apto. En la mitad Almeyda ya estaba pleno en el aspecto físico y jugaría como reemplazante de Simeone. El rubio mediocentro recibió de Bielsa toda la confianza y la confirmación de que a partir de allí comenzaba su momento en el Mundial. Si el equipo accedía a octavos, continuaría jugando en el equipo titular. Tuvieron una charla y el técnico le anticipó su rol: «Me acuerdo que me dijo que enseguida se daba cuenta si yo iba a jugar bien o mal. Que si al inicio tomaba una pelota y con la cara externa la daba un buen pase al lateral derecho, se quedaba tranquilo, porque eso indicaba que iba a tener un buen partido. Tenía razón. Sabía perfectamente mis virtudes y defectos».

Claudio López volvería a ser el extremo izquierdo en el ataque reemplazando al Kily, ya que el partido pedía un jugador de esas características. Caniggia evolucionaba y sus piques en los entrenamientos lo acercaban cada vez más al estado óptimo, por lo que no era descabellado imaginarlo sentado en el banco.

Finalmente, en el movimiento más profundo, Aimar jugaría desde el inicio reemplazando a Verón. El cambio no implicaba demasiado en la función, ya que ambos conducían al equipo, pero Aimar, más rápido, podía aportar esa chispa en ataque que hasta el momento no había aparecido. El objetivo era lograr que la transición entre defensa y ataque fuera menos cadenciosa, aun a riesgo de perder precisión, pero impidiendo el reagrupamiento defensivo del rival. Bielsa demostraba una vez más que lo importante era el equipo, incluso si eso implicaba quitar del mismo a ese jugador que le imprimió durante tres años y medio el sello y el ritmo de juego.

Para el rosarino lo fundamental era sostener una identidad en momentos de adversidad. Ser consecuente, paciente con el proyecto, en especial en momentos en los que la inmediatez parecía ser lo único que servía. El día previo al encuentro enfrentó a los cronistas y se la jugó por su estilo y sus jugadores. Combativo y apasionado, fiel a su costumbre, dejó claro su pensamiento: «La actitud de Argentina tiene grandeza. Podríamos jugar quedándonos en nuestro campo y tirando la pelota por lo alto al campo rival. El rival puede hacer lo mismo. Y ahí estaríamos evaluando la falta de grandeza del equipo argentino, la falta de estar a la altura de la historia del fútbol argentino y la falta de coraje para enfrentar el fútbol. Éste es el partido más importante desde que yo conduzco al grupo».