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Detectives Marín
La agencia Detectives Marín está ubicada en el barrio del Poble Sec, en la calle Poeta Cabanyes, una calle ni bonita ni fea, una calle de barrio. Miguel Marín es del barrio. «Un chico de barrio», como le gusta decir cuando recibe visitas o sale a tomar un café. Pero la fidelidad al barrio de su infancia se limita al ámbito laboral. En cuanto termina la jornada, cambia de montaña. Deja el Montjuïc proletario, cruza toda Barcelona y llega a su casa en el exclusivo Tibidabo.
—El Poble Sec es un barrio feo. Siempre fue feo y seguirá siéndolo, por los siglos de los siglos.
—Pero tiene su encanto —le replica mi compañero Rodrigo Carrasco en esta conversación que mantienen por lo menos una vez a la semana.
Conocí a Rodrigo Carrasco pocos minutos después de pisar la agencia en mi primer día de trabajo. Su aparición vino acompañada del ruido de una cisterna de váter. No es precisamente la banda sonora más elegante. Eran las nueve de la mañana. Sarita Picó aún no estaba allí para recibir. Su jornada empezaba a las nueve y media. Entré en la recepción de la agencia, que sin la presencia de Sarita era un mero recibidor en un piso viejo del Poble Sec. No sabía quién me había abierto la puerta. Me quité el abrigo y la bufanda, los colgué de un perchero de la época en la que todavía se llevaba sombrero y me quedé plantada en el centro del cuarto. Me llegaban rumores tanto de la izquierda, donde se encontraba el despacho de Marín, como de la derecha, donde todavía no sabía que se encontraban los despachos de los empleados. Los sonidos del lado derecho ganaron en intensidad. Los de la izquierda también, pero menos.
Después, un momento de silencio durante el cual permanecí en el recibidor esperando equidistante hasta que, de pronto, se oyó el súbito sonido de una cisterna torrencial acompañado de una tos seca, los pulmones inconfundibles de un fumador. La puerta de un lavabo se abrió a mi derecha y apareció un hombre en la treintena con cara soñolienta secándose las manos con una toalla enorme, de las que se llevan a la playa. Iba descalzo, llevaba los pantalones sin abrochar y una camiseta interior de tirantes. Tosió. Al verme, se echó la toalla sobre los hombros y se subió de un golpe seco la cremallera de los pantalones. Creo que murmuró algo, pero el ruido de diplodocus engullendo que venía de la cisterna cubrió su voz. Su segundo intento de decir algo lo cortó Marín, que había salido de su oficina alertado por ese sonido animal.
—Rodrigo, ¿has pasado otra vez la noche en el despacho?
—Hombre, Miguel…
—¿Te crees que esto es un hotel?
—Es que se me hizo tarde y no quería volver a casa.
—¿Por qué? ¿Te esperaba alguien para darte las gracias por alguna de tus heroicidades? ¿Es que no aprendes? Deja en paz a la gente. Todo el mundo tiene derecho a tener secretos.
—Parece mentira que lo digas precisamente tú, que vives de desvelarlos.
—Ahí está la diferencia, Rodrigo, que me pagan.
—¿Y eso es mejor que lo que hago yo?
—Mira, no tengo ganas de repetir esta discusión. Sólo te digo que si te metes en más líos, vas a perder la licencia de nuevo y ni yo ni nadie va a poder ayudarte esta vez. Así que deja esas bobadas de justiciero. Y quítate la toalla de los hombros, que pareces un supermán de baratillo.
—Miguel, que no estamos solos.
Señaló con la cabeza en mi dirección mientras se colgaba la toalla de un brazo.
—¿Y qué? Así la nueva compañera ya te va conociendo. Irene, te presento a Rodrigo Carrasco.
Nos dimos la mano y los dos balbuceamos algunas palabras cordiales.
Rodrigo no tuvo una entrada gloriosa, pero con el tiempo descubrí en él a un noble compañero. Compartimos el despacho, así que pronto me di cuenta de que detrás del tipo algo ordinario, que también es, se esconde una especie de moralista de férreos principios. Rodrigo odia toda doblez hasta extremos maniáticos. Normalmente sublima su odio visceral al engaño en una colección de seudónimos. Cantantes, actores, toreros, escritores… Cuando escucha un nombre por primera vez, se pregunta de inmediato si es el nombre real o el falso, el «postizo», para usar sus palabras. Lo comprueba, y si caza un seudónimo, lo anota en su lista. No se separa de un cuaderno alfabético negro en el que guarda todos sus descubrimientos. Hablar con él de películas, música o libros exige una tarea de desciframiento. A veces solo el argumento permite averiguar que la película con Issur Danielovitch Demsky, Bernard Schwartz y Jeanette Helen Morrison de la que habla es la misma con Kirk Douglas, Tony Curtis y Janet Leigh que yo también conozco.
Todavía tendrían que pasar unos días para que averiguara a qué se refería Marín con las escapadas de justiciero de Rodrigo.
Pero esa primera mañana en Detectives Marín sólo veía a un tipo desaliñado, con una incipiente barriguita asomando sobre la cintura de los pantalones tejanos y unas entradas pronunciadas en el pelo oscuro que profetizaban una calva. En el Rodrigo de treinta y cuatro años se transparentaba el Rodrigo de cincuenta y cuatro. ¿Cómo le quedarán entonces las letras japonesas que lleva tatuadas en el antebrazo izquierdo? Siempre olvidé preguntarle qué significaban. Aún hoy sigo sin saber qué dice ese texto. Se lo preguntaré tal vez la próxima semana.
—En cuanto Rodrigo ventile el despacho, te lo enseño —dijo Marín.
Rodrigo entendió el mensaje y desapareció por la derecha. Marín se dirigió hacia la izquierda y me hizo una señal para que lo siguiera.
—Nos quedan un par de formalidades.
Me gustó que no aludiera a la escena anterior, ni para explicarla ni para quitarle importancia. Mientras firmaba algunos papeles, se escucharon pasos diferentes en el recibidor. Unos minutos más tarde, los tres pares de pies que había percibido entraron en el despacho. Eran Rodrigo, Sarita y otra mujer bastante joven, a quien le eché menos de treinta. Marín se levantó. Lo imité. Con un gesto del brazo que nos abarcaba a todos se dirigió a mí en tono solemne:
—Irene, aquí tienes a la plantilla de Detectives Marín.
—Falta el sobrinísimo —dijo la mujer joven.
—Flavia, tú siempre tan puntillosa…
Detrás de los tres puntos que quedaron suspensos en el aire se podía escuchar la frase que hubiera seguido: «… pero más te vale que no vuelvas a interrumpirme, cielo».
—Irene. —El jefe reanudó el discurso—. A Sarita, mi asistente, ya la conoces del otro día. A Rodrigo lo has conocido hace un momento, así que sólo te falta Flavia Irigoyen, la otra detective de la agencia. Mi sobrino, Félix, llegará dentro de una hora. Él se encarga de ayudarnos en los asuntos de informática.
Los tres me dieron la mano al ser presentados. Tres fuertes apretones, el de Flavia excesivamente fuerte, de trabajador portuario, de Brutus desafiando a Popeye, de qué se te ha perdido a ti aquí. Después, todos me acompañaron hasta mi escritorio, me lo mostraron con la mirada mientras Marín seguía introduciéndome en la filosofía de su agencia.
—Siempre les digo a los clientes que el escritorio es nuestro mejor instrumento de trabajo. Los detectives de las películas sólo necesitan la mesa para poner el teléfono y los pies mientras esperan que suene. Y sólo necesitan los cajones para guardar una botella de whisky y la pistola. Los detectives de verdad tenemos los cajones llenos de papeles, bolis y fotos. A los detectives de verdad nos duele la espalda como a los oficinistas, y el culo como a los taxistas, y las detectives tenéis muchas veces varices en las piernas, como las dependientas. Encima, no llevamos pistola. La botella es opcional.
Mi escritorio tenía ya sus años. Supe más tarde por Sarita que había tenido el honor de heredar la mesa de Lola Morera, la exmujer de Marín. Mi escritorio tenía sus años, pues, y no los pudo ocultar hasta que, a los pocos días de trabajar en la agencia, el ordenador y una capa de papeles y carpetas maquillaron su superficie. Además de la planta que me regaló Sarita al día siguiente de mi entrada en la agencia y que ella misma cuida.
La recepcionista y asistente personal de Marín me gustó desde el primer momento. Tal vez porque tiene más de cuarenta años y sigue llamándose Sarita; tal vez porque a pesar de las tópicas expectativas nunca ha tenido ni tendrá una aventura con Marín. O tal vez porque aunque tengo la impresión de que adivinó pronto que no me iba a quedar mucho en la agencia, nunca dijo una palabra a nadie. Ni siquiera a mí.
Rodrigo lo intuyó más adelante, después de compartir despacho durante un tiempo. Pero eso fue otro día, así que a ustedes también se lo contaré más adelante.
En mi primera jornada en la agencia, Rodrigo se limitó a acompañarme con los otros a mi lugar de trabajo y, una vez cumplidos sus deberes de anfitrión, escuché por primera vez la conversación con Marín, que el tiempo acabó convirtiendo en una especie de basso ostinato del despacho.
—El Poble Sec es un barrio feo. Siempre fue feo y seguirá siéndolo por los siglos de los siglos.
—Pero tiene su encanto.
—Para nostálgicos de la Barcelona canalla. Para los que confunden la vida de barrio con la mugre.
—Tuvo sus tiempos gloriosos, cuando el Paralelo era el Broadway de Barcelona —replica Rodrigo.
—Gloria y mugre. Esos tiempos tú no los has llegado a vivir y te crees lo que te cuentan los novelistas nostálgicos. Aquí lo que había era lumpen o ganas de medrar a cualquier precio. Cualquiera de los que vivieron aquí en esa época se hubiera largado de haber podido hacerlo. Después, como pasa siempre con los tiempos difíciles, todo se idealiza. La gente se acuerda sólo de lo que quiere: de la vecina que les regalaba golosinas, pero no de su marido, que intentaba meter mano a las niñas de la escalera; del ancianito melómano que no se perdía una representación en el gallinero del Liceo, pero que se murió de frío en un cuartucho de mierda; de las entrañables tiendecitas de barrio, detrás de cuyos mostradores se juzgaba y sentenciaba a los vecinos. Nuestro pasado, Rodrigo, es la historia que hacemos de él.
—Muy bonito, Miguel. En el escritorio te he dejado también una historia. Ilustrada, además. El tipo se la pega a su mujer.
—La llamaré hoy mismo.
Dar los resultados de nuestros trabajos a los clientes suele ser tarea del jefe, quien, además, revisa y corrige personalmente todos los informes. Los informes de Detectives Marín no tienen faltas de ortografía y pasan siempre por su estricta corrección de estilo.
Miguel Marín Caballero es un hombre dotado de una sensibilidad estética sorprendente en alguien de su profesión. Sé, porque lo dijo una vez como quien no quiere la cosa, que es como se dice lo que realmente nos importa, que hubiera preferido llamarse Caballero Marín, por sonoridad, pero que aun así está satisfecho con la combinación de sus apellidos, cosa que además no puede cambiar.
Lo que sí podría cambiar, pero tampoco lo va a hacer, es el nombre de la agencia. No le había desagradado hasta que se separó de su mujer, también detective, y ésta abrió su propia empresa, Nora Charles. Investigaciones. Un golpe muy duro para él. No fue en sí el nuevo nombre, aunque algo anticuado, mucho más glamuroso que Detectives Marín. Fue, me contó Sarita, lo que éste significaba: ver cómo se desmoronaba la imagen idealizada que tenía de su vida. Marín hubiera dicho «la historia que podía contar como su vida». En los años de su matrimonio y trabajo común, Miguel Marín y Lola Morera eran la versión barcelonesa de los elegantes Nick y Nora Charles en El hombre delgado. Incluso el perrito que decora las tarjetas de visita de Detectives Marín es Asta, el terrier de Nick y Nora.
Nick y Nora Charles, William Powell y Myrna Loy.
No sé qué aspecto tendría ella, si se parecía o no a Myrna Loy. Pero él no se parece en nada a William Powell. Hoy en día nadie se parece a William Powell, por lo menos en Barcelona, tal vez sea diferente en Madrid. Marín sólo comparte con muchos actores de esa época un rostro que hace difícil adivinar su edad. Conserva aún una abundante cabellera de color rubio oscuro y los trajes bien cortados saben poner en su lugar las flacideces que acechan incluso a un cuerpo delgado y cuidado en la mitad de la cincuentena. En esos trajes siempre impecables, en su despacho de una elegancia intemporal, en su leve tono irónico al hablar, se nota que es todavía la mitad escindida de ese dúo imaginario en el que se inspiraron él y su mujer, que cuando empezaron no eran Miguel y Lola, sino Nick y Nora.
Y yo era Irene, la nueva. Preparada para recibir mi primer trabajo, el primer paso para averiguar quién mató a mi marido y a mi hija, quién les disparó en ese terraplén en la Carretera de las Aguas cuando volvían de la casa de los padres de Víctor. Quién lo dejó a él muerto en el suelo al lado del coche en el que Alicia, nuestra hija, quedó malherida en el asiento del copiloto. No estaba muerta. Murió una semana después en el hospital.
Sólo diez días después de abandonar la clínica, había encontrado un trabajo y podía empezar a investigar. Los detectives privados no investigan asesinatos. Yo sí. Porque soy la viuda de un policía, de un policía que fue asesinado.