10
El segundo
El nuevo caso me llevó a conocer no a un marciano, sino a Màrius Rovira, cuyo rostro me recordó en primer lugar a un axolotl, un anfibio mexicano que también tiene los ojos muy separados. A Alicia le fascinaban los anfibios, y los axolotl, rosados y con aspecto de larva perpetua, eran sus favoritos. Se quedaba pegada al acuario en el zoo y el único medio para apartarla y que fuera, como los otros niños, a ver los leones o las panteras era una advertencia extraña de Víctor.
—Ten cuidado. Un hombre que los miraba demasiado se convirtió en axolotl.
Entonces ella se apartaba lentamente del acuario. No porque tuviera miedo de convertirse en un anfibio, sino porque esperaba que su padre le explicara cómo podría hacerlo ella también.
Màrius Rovira, el hombre que iba en camino de convertirse en un axolotl, había llamado a la agencia un par de días antes.
—Prefiere que vayas a su casa porque quiere enseñarte fotos —me dijo Marín al encomendarme el caso.
—¿De qué se trata? —le pregunté.
—Una historia familiar. No quiso dar más detalles por teléfono.
Marín tampoco me dio muchos más. Aunque él recibe los casos y lleva a cabo la primera entrevista con el cliente, apenas nos cuenta de qué han hablado. La entrevista le sirve para decidir a quién le va a confiar el trabajo. Después nos pasa una carpeta con los datos más importantes, una carpeta amarilla con el logo de la agencia. Cuando hablamos con los clientes no sabemos mucho del asunto.
—De este modo —dice— la historia no os llega filtrada por mí. Es muy importante que escuchéis la voz real y no un discurso referido. Es fundamental que escuchéis cómo os cuentan lo que quieren. No es lo mismo si alguien os dice que le falta algo o que lo ha perdido.
La agencia estaba extrañamente desierta la mañana en que recibí la carpeta amarilla con el caso de Màrius Rovira. Flavia estaba en una observación, Rodrigo todavía no había aparecido y el sobrinísimo lo haría por lo menos una hora más tarde.
—¿Dónde está Sarita?
—Salió a buscar un par de cosas a Correos.
Desde el día de mi entrevista de trabajo, no había vuelto a estar a solas con Marín sin el ruido de fondo de mis compañeros.
El jefe me pasó la dirección de Rovira. En teoría no había nada más, podía marcharme, pero Marín no acababa de despedirme, parecía que algo le impedía cortar el hilo de la conversación, me retenía sin acabar de decidirse a decirme por qué.
Hice entonces el amago de levantarme de la silla.
—Irene —interrumpió mi movimiento. Me senté de nuevo—, ¿estás a gusto entre nosotros?
—Claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Para estar seguro. —Hizo una pausa—. Y porque quiero que sepas que estoy muy satisfecho con tu trabajo.
—Gracias, jefe.
—Con tus compañeros parece que has congeniado muy bien.
—Así es.
Que Flavia ni me hablaba y me dirigía miradas torvas no se lo conté. Ésas son las cosas que los jefes tienen que averiguar por sí mismos.
—¿Te gusta el despacho?
—Sí.
—¿No te molesta compartirlo con Rodrigo?
—No. Todo lo contrario.
—Pues bien.
—Sí.
Cerró la conversación recordándome:
—¿Recuerdas el epitafio de la tumba de Bette Davis?
—Pues no, jefe.
—«She did it the hard way».
—Gracias.
Salí sin saber qué había querido decirme realmente y me preparé para el nuevo caso. Esta vez tenía que salir de la ciudad. El cliente vivía en el Prat y me iba a ayudar a encontrar lo que estaba buscando.
Rovira me recibió en su casa en el casco viejo de la ciudad. Dos plantas de vivienda y un jardín. La planta baja la ocupaba una tienda de ropa para bebés.
—Era el negocio familiar. Lo regentaron mis padres hasta que decidieron jubilarse, pero a mí no me iba.
Viendo el tamaño de sus dedos, se entendía. Había contemplado uno de los escaparates en el que habían dispuesto calcetines diminutos en un abanico de colores. Esos tubitos de lana hubieran parecido dedales en sus manos.
—¿A qué se dedica usted, señor Rovira?
Era director de una sucursal bancaria.
—Es muy distinto dirigir un banco en Barcelona o aquí, en el casco viejo de una ciudad pequeña. Conozco a muchos de mis clientes desde hace años, conozco sus negocios, a sus familias. Aquí nos conocemos todos. Cuando algunos de ellos han pasado apuros, les he echado una mano y ellos, salvo raras excepciones, siempre han correspondido a esta confianza.
En ese momento pensé, ustedes también lo habrán hecho, que el asunto que lo había llevado a Detectives Marín tendría que ver con alguno de esos clientes de confianza, probablemente un pariente, ya que el jefe me había mencionado que era un asunto de familia.
Nos habíamos sentado frente a frente en la mesa del comedor. No en el comedor de diario, sino en el de los festivos. La oscura mesa de roble olía a limpiador de muebles, el centro estaba cubierto por un mantelito de ganchillo sobre el que reposaba un ornamento de flores secas. No era la decoración que se espera en la casa de un hombre solo, pero tampoco la de la casa en la que viviera una mujer a mitad de la treintena, que era la edad que tenía Rovira.
—¿Sus padres viven con usted?
En realidad le quería preguntar si él vivía con sus padres, pero consideré mejor expresarlo así.
—Mi madre. Mi padre murió hace dos años.
—Lo siento.
Se encogió de hombros al aceptar mi condolencia.
—Mi madre no está en casa. Ha ido a visitar a su hermana. Lo hace dos veces a la semana. Un segundo.
Se levantó y desapareció en una habitación. Volvió con una vieja caja de metal y una pila de álbumes de fotos. Mientras abría las páginas que había dejado señaladas con hojitas de papel, me iba contando:
—Como le he dicho, mi trabajo se basa en buena parte en la confianza que los clientes tienen en mí personalmente y la que yo tenga en ellos. Esta confianza deriva del hecho de que en esta parte de la ciudad todos nos conocemos, algunos estamos incluso emparentados, otros llevan viviendo en el Prat desde su fundación, cuando era una población agrícola, antes de que llegara la gente del sur.
Sacó algunas fotos de la caja y la alineó sobre la mesa.
—La gente confía en mí, pero desde hace un tiempo quien está perdiendo la confianza soy yo.
—¿En la gente?
—No, en mí mismo. Es que ya no sé quién soy ni lo que soy. Mire.
Señaló la hilera de fotos. Lo mostraban a él, desde que era un bebé recién nacido hasta una foto que no tendría más que unos meses. Cuando se hubo cerciorado de que las había visto todas, me enseñó varias páginas de los álbumes con fotografías más antiguas.
—Son mis padres de niños. Aquí, mi padre el día de su comunión; aquí, mi madre en el colegio; aquí cuando se casaron…
La diferencia de edad entre sus padres era patente. En la foto ella tenía veinte años; él, no menos de cuarenta.
Me mostró la evolución de los rostros de sus padres con los años y al hacerlo se dibujaba una expresión de dolor en el suyo.
—¿Lo ve?
Negué con la cabeza.
Empezó a señalarme las fotos de nuevo oprimiéndolas con un índice enorme que me guiaba la mirada: Rovira el día de su bautizo, Rovira en un triciclo, Rovira en el equipo de baloncesto escolar, Rovira bebé con mamá, Rovira bebé con papá, papá sin Màrius Rovira, mamá con papá. Fui poniendo títulos a las fotos con la esperanza de que esto me ayudara a entender qué me quería mostrar. Así repasamos todas las fotos de nuevo. Al terminar, entrelazó las manos sobre la mesa y me preguntó:
—¿A quién me parezco?
—De pequeño se parecía usted muchísimo a su madre —respondí sin volver a mirar las fotos, como si estuviéramos jugando al Memory.
—¿También lo ve así?
Sonaba entusiasmado. Yo, por mi parte, creía empezar a entender de qué se trataba en su caso. Nada original, la verdad; extraño era solo lo que le había llevado a albergar sospechas. Rovira me lo fue mostrando despacio, socráticamente, para que pudiera recorrer el mismo camino que le había llevado a las dudas.
—¿Y después?
—Después, ¿qué?
—¿A quién me parezco después?
En las fotos de juventud, hacia los veinte años, los rasgos de Rovira iniciaban una transformación imparable hacia lo que era su rostro actual. No tuve que mirar las fotos una tercera vez. Ni mamá ni papá tenían esos pómulos altos, la barbilla ancha, las cejas prominentes, los ojos separados, la boca tan amplia, aunque lo que más se le había ensanchado era la nariz.
—¿A quién me parezco? —repitió.
—A nadie.
—Así es. Al principio apenas se nota, pero cuando se observa la evolución con la perspectiva del tiempo, es innegable, ¿no?
Aun a riesgo de equivocarme y ofender profundamente a Rovira, lancé mi hipótesis:
—Que su padre no era su padre.
—No sólo eso. Mucho peor. Que mi padre era negro.
Señaló su rostro dibujando un marco con el movimiento de las manos y se quedó inmóvil como un retrato para que tuviera tiempo de contemplar la evidencia. Me recordó los rostros solemnes de las fotos antiguas, cuando los retratos dejaron de ser privilegio de los reyes y nobles pero conservaban todavía el carácter pomposo de lo suntuario y la gente posaba muy seria y digna. En el retrato imaginario, Rovira tenía algo de rey, un rey de la casa, hijo único a juzgar por las fotos. Un rey que ahora se cuestionaba su legitimidad.
—¿Sabe usted lo curioso? Creo que lo llevo sospechando desde hace tiempo, pero no me he atrevido a reconocerlo hasta hace pocos días.
—¿Hubo algo que lo llevara a dar este paso?
—Mi madre empieza a mostrar un comportamiento extraño. Desde hace un tiempo se interesa por cosas nuevas.
—Eso no es malo.
—En principio no. Depende de las cosas. En el caso de mi madre, es que se ha metido en un grupo que busca mejorar las condiciones de vida de los inmigrantes africanos en la región. No me vaya a malinterpretar. Considero muy loable hacer actos de caridad. En la iglesia tenemos colectas y ayudamos a parroquias en África, para los niños y los huérfanos y los refugiados y el sida y eso… Pero los de mi madre son los que están aquí, ¿sabe? Así no me extraña que no se quieran volver a sus países, si les buscan hasta piso y trabajo.
—De momento no veo nada anormal —corté antes de que Rovira dijera algo que me llevara a tomar su caso con repugnancia. No podía rechazarlo, hubiera roto la cadena, el hilo que había conseguido coger se me escurriría entre los dedos como la mano mojada de un náufrago.
—Es que no es sólo eso. Es que le noto una fijación con los negros. Es todo, son los discos de Nat King Cole, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong; es cómo siguió la campaña de Obama; es que el otro día, mientras mirábamos un película en la tele, me dijo sin que viniera a cuento: «¡Mira que es guapo este Denzel Washington!».
—Será porque es guapo.
—No, no era eso. Es que después me dirigió una mirada extraña, como si hubiera estado a punto de contarme algo y se hubiera arrepentido en el último segundo.
—Y usted cree que tal vez quería decirle precisamente eso.
—Que todos esos comentarios, la música, Obama… es su manera de darme pistas. O tal vez lo haga de una forma inconsciente. Pienso que lo del grupo de ayuda a los inmigrantes no lo hace por convicción sino por mala conciencia.
—¿Nunca le ha preguntado usted nada?
—¿Cómo? ¿Cómo se le pregunta una cosa así a una madre?
—Me hago cargo. Pero ¿no prefiere esperar a que ella quizá decida contárselo?
—Me temo que no lo hará nunca.
—¿Es consciente de que mi investigación supondrá hurgar en la intimidad de su madre?
—Sólo en su pasado.
—El pasado de una persona es también parte de su intimidad.
—Es usted una detective muy rara. Siempre pensé que a ustedes les importaba bien poco el tema de la intimidad ajena porque en realidad se pasan la vida husmeando en ella.
—Y no siempre huele bien, es cierto. Pero eso no significa que no sepamos el valor que tiene. Y no me refiero a que nos paguen por desvelarla.
—Entonces, ¿tiene reparos en tomar mi caso?
—No. Si no los tiene usted, yo tampoco. ¿Los tiene? ¿Está seguro de que necesita conocer esta parte de la historia de su madre?
La respuesta verbal no mostraba dudas, seguramente había abandonado su cerebro antes de que yo hubiera terminado de formular mi pregunta, pero los ojos sí dudaron. Tal vez por primera vez se preguntó si sería capaz de aceptar lo que pudiera descubrirle.
—Tengo que saberlo —dijo, sin embargo.
—De acuerdo. Estudiaré el asunto y mañana le contaré cómo voy a proceder. ¿Me puedo llevar algunas de las fotos? Las escanearé y se las devolveré enseguida.
Me entregó las fotos con la seriedad de un agente secreto pasando documentos en plena guerra fría. Me fijé de nuevo en sus manos, que crecían desproporcionadas a partir de las muñecas, como las cabezas de los polluelos de las cacatúas. Y su cara me resultaba vagamente familiar. No es que sus rasgos se me hicieran conocidos, sino la forma en que estaban distribuidos por la cara, un pentágono con la punta en la barbilla en las fotos de su juventud, que mutaba en un hexágono en la cara actual.
Eso ya lo había visto en alguna parte.
—¿Me podría dar una foto reciente de usted?
—Sólo tengo de carnet.
—Ya me sirve. Necesito también un número de teléfono seguro al que pueda llamarlo sin despertar sospechas.
Recogí toda la información que necesitaba y salí de esa casa, que desde hacía un rato olía a aire estancado, a humedad, a recelo.
Regresé a Barcelona sin dejar de dar vueltas a lo que me había contado Rovira.
Por el camino empecé a notar una pérdida de visión, los coches se me difuminaban en cuanto se alejaban unos metros del mío. Lo extraño era que con las caras me sucedía lo mismo a pesar de la cercanía. Los rostros de la gente con la que me cruzaba me parecían borrosos, desdibujados. Un problema grave para una observadora profesional.
Decidí acudir a mi oculista antes de iniciar los preparativos del caso. Mientras esperaba en la sala de espera, descubrí que los números impares pueden tener ventajas al darme cuenta de que podía tomar el tubo central del viejo radiador como eje a partir del cual organizaba los otros diez en cinco a la derecha y cinco a la izquierda. Un descubrimiento tardío e inútil que me habría deparado un gran alivio en la clínica, cuando la imparidad me molestaba y que ahora sólo me servía para matar los minutos sin gastar apenas energía.
Cuando por fin me atendió, le conté que los rostros me aparecían difuminados. Me miró con cara de preocupación.
—Para eso que cuentas no hay una causa orgánica, sino neurológica —me dijo muy seria.
Empezó a explicarme algo sobre shocks postraumáticos y sus posibles consecuencias, y casi sin transición empezó a hablarme de su hijo mayor que se había metido en asuntos sucios con un compañero de la universidad. Algo de una estafa en internet. Su hijo estudiaba Económicas y ahora no sólo pendía sobre él la amenaza potencial de la cárcel, sino otra mucho más real de unos matones que ya habían encontrado a su compañero y le habían dado una paliza brutal.
Apreciaba a esa oculista, pero mientras me contaba esa historia llena de decisiones estúpidas y, por supuesto, erróneas, resolví cambiar de médico. Lo que hice aun antes de que me diera la receta para unas nuevas lentillas. Había perdido una dioptría más. Ya eran doce.
La siguiente consulta, una semana después, trece dioptrías. Fue con un doctor cerca de Detectives Marín.
A ella, a pesar de que la historia que me contó era un lastre molesto del que tuve que deshacerme, le di la tarjeta de la agencia y la recomendación de que pidiera a Marín que encomendara el caso a la detective Flavia Irigoyen.
Así fue.
En las superproducciones de cine de catástrofes se puede aceptar que el protagonista se detenga un momento a salvar a un perrito en peligro. Después ya tendrá tiempo para ocuparse, con el perrito bajo el brazo, de oprimir el botón que detiene la cuenta atrás de la bomba o dejará el perrito en el suelo y tomará el hacha para reventar la puerta detrás de la que están inconscientes las personas a las que salvará de las llamas. Entre ellas, quizá, la dueña del perrito. En la vida real, en mi vida, no había tiempo para el perrito. Si no se movía él por su cuenta, acabaría ahogándose en el río embravecido o lo aplastaría el edificio en llamas al derrumbarse.
Lamento darles la impresión de crueldad cuando afirmo que cada uno tiene que resolver sus problemas, pero no podía permitirme dedicar tiempo a asuntos que me desviaran de mi objetivo. Cualquiera de ellos abría un abanico de posibilidades que amenazaba con desorientarme.
Viendo el avance de la degeneración de mi vista, no valía la pena hacerme gafas nuevas. Encargué las lentillas de trece y, para ahorrarme una visita al oculista, ya las de catorce. Compré unas gafas de una dioptría para compensar mientras esperaba. En la oficina me podía mover bien sin llevarlas y en caso de que Marín me sorprendiera con las gafas puestas, eran tan finas que no le llamarían la atención.