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Final
Mis compañeros vienen a visitarme a la clínica con frecuencia. Marín lo hace todos los martes. Me cuenta los casos que llevan, por si se me ocurre algo. Es así desde el día en que vino a verme por primera vez.
—¿Podrías decirle algo a Alina Vlasceanu de mi parte? —le pregunté.
—Claro.
—Dile que las arañas no deben mezclarse con los gusanos. Ella lo entenderá.
—Ella tal vez sí, pero yo no.
—Dile que su novio la engaña, que es él quien les robaba las arañas valiosas.
—¿Cómo?
—Las mete en las cajitas de caramelos que siempre lleva consigo.
—¿Cómo se te ha ocurrido?
—Porque no tiró la cajita cuando Vlasceanu le dijo que no le quedaban caramelos de fresa.
Fue así de simple, e igualmente elemental era el mensaje que transportaba ese caso. Marín hubiera podido resumirlo en una máxima que podría rezar: «Sólo te puede traicionar quien está cerca».
Y así había sido.
Un día, Marín trajo un artículo de un periódico. Lo metió de contrabando porque los médicos me tienen prohibidas las noticias. Ni prensa, ni radio, ni televisión. Por eso Marín metió el recorte bien doblado en el interior de la solapa de un libro. Lo abrió cuando estábamos sentados en uno de los bancos del jardín. ¿Saben cuál? Exacto, el banco número 8, al lado de la papelera donde siguen vomitando las bulímicas. Algunas que, como yo, repiten y otras nuevas. Unas se lo cuentan a otras, si no, no se podría explicar que siempre escojan esa papelera. Estábamos, pues, sentados en el banco número 8. Marín miró con discreción a nuestro alrededor y, tras comprobar que nadie nos miraba, sacó el recorte de periódico de su escondrijo. Mi vista ha mejorado mucho, así que leí los titulares antes de que terminara de desplegarlo: «Nuevos implicados en la trama de tráfico con menores rumanos. Dos funcionarios de Menores detenidos».
Miguel está empeñado en aclarar cómo llegué a poner demasiado nerviosos a Juárez y Ferret.
—Sólo hay una cosa peor que un sistema que no funciona, uno que funciona y no sabes por qué.
Según él, Víctor descubrió que algunos de sus compañeros habían cazado en una redada a un capo rumano y que éste, a cambio de que hicieran la vista gorda, les había ofrecido hacerles partícipes de un negocio más lucrativo. Niños para pederastas. Los «nuevos» para los prostíbulos caros, los «usados» y los feos para los colchones de carretera. Que Víctor empezó a sospechar, a hacer preguntas, a volverse incómodo. Investigó sólo pero un día confió a Valentín Juárez, su compañero, lo que había descubierto. Y éste le tendió una emboscada.
—Ramón Ferret lo sabía y se dejaba pagar bien por hacer la vista gorda. Han descubierto que en el asunto andaban también metidos un par de Protección de Menores. Toma. Lee esto.
—Después lo leeré. Déjalo aquí. Le pediré a Rodrigo que me lo lea.
—Pero tú ya ves otra vez, ¿no? —me había preguntado Rodrigo.
—Sí. ¿No te apetece leerme?
—Pues claro. Sólo quería saber.
Rodrigo viene los domingos, el peor día para los detectives solos y solitarios. Si hace bueno, nos sentamos en un banco y me lee algo. Ya me ha leído los tres libros del Corsario Negro.
—Rodrigo, ¿cómo acaba El conde de Montecristo?
—¿Por qué?
—No sé si leerlo. ¿Acaba bien o mal? ¿Es feliz después de la venganza?
—No, creo que no.
—Me lo temía. Bueno, lo leemos de todos modos.
Sarita también viene a verme. Me enseña fotos que le saca con el móvil a la plantita que me regaló y que cuida desde el mismo momento en el que me la dio.
—Para que veas cómo crece.
También me trae fotos del barrio. Entonces yo digo:
—El Poble Sec es un barrio feo. Siempre fue feo y seguirá siéndolo, por los siglos de los siglos.
Siempre nos reímos.
Hasta Flavia vino una vez. Me destrozó la mano con otro apretón brutal. No tuve tiempo de pensar si por fin le daba el puñetazo que hacía tanto tiempo que le debía porque al soltarme la mano me dijo:
—Eres legal, Irene.
Y entendí que era una disculpa.
Me contó que habían encontrado el cuerpo del abogado Sotelo en un descampado de las afueras de Montcada cosido a puñaladas. ¡Pobre! Pensaba que estaría en Guayominí, contándoles cómo perdió el ojo de cristal a las viejas dementes y a los hijos fugitivos.
Estoy bien. No se preocupen. Varias veces al día soy trombonista en el tercer movimiento de la sexta sinfonía de Tchaikovski. He visto tantas veces las películas de Bugs Bunny que recito los diálogos en voz alta, los de Bugs, claro. Los compañeros me han regalado una caja de 120 colores de Faber & Castell y Rodrigo me trae cuadernillos para colorear. Mi letra a pluma mejora cada día.
No me falta nada. Estoy bien.