22
Kam Fong como Chin Ho
—Félix, ¿nos quedan tarjetas de visita de las que me hiciste para el caso de Rovira?
La mirada se le iluminó.
—Creo que sí, te las busco.
—Sólo necesitaré dos o tres.
Me dejó un par de tarjetas sobre la mesa y se quedó de pie esperando nuevas instrucciones.
—Es todo. Gracias.
No se movió.
—Ya está, Félix. Gracias.
Con el recorte del periódico sobre la mesa, empecé a buscar el nombre de Lili’Uokalani en internet. La última reina de Hawai había abdicado en 1895. Hawai.
En mi cabeza empezó a sonar la sintonía de una vieja serie policíaca de televisión, Hawai 5-0. La acompañaron de inmediato las primeras imágenes, olas gigantescas, playas. La cámara se acercaba en un rápido movimiento a un rascacielos; en el piso más alto, la figura de un hombre de pelo oscuro. Cuando la cámara llega a su altura, el hombre se vuelve y esboza la media sonrisa que se puede permitir alguien que se llama Jack Lord. Más imágenes. Agua, playas, gente exótica y hermosa. Aviones, ¿turbinas? Sí, lo recordaba perfectamente, turbinas. En algún momento, la cintura de una bailarina de hula. Y después de la luz azul de un coche de policía, los otros protagonistas. Recordaba todos los nombres, James MacArthur, con unos enormes ojos azules, Zulu en el papel de Kono y enseguida me vino a la mente algo que me producía una gran hilaridad, Kam Fong como Chin Ho. Recordé que no pasó una sola ocasión en la que no le hiciera el mismo comentario a mi hermana menor, que miraba la serie conmigo. «¿Para qué le cambian el nombre, por qué Kam Fong no hace de Kam Fong? Si suena igual de gracioso». Aunque nadie le encontrara el chiste, lo repetía cada vez.
Mientras me daba cuenta de que me seguía pareciendo gracioso y que tal vez eso solo me pasaba a mí, caí en que el nombre Kono era pues un nombre hawaiano.
Félix seguía ahí.
—¿No tienes nada que hacer?
Compuso un gesto de dolor como si le acabara de dar una bofetada, se dio media vuelta y se marchó. Considérenme cruel, si quieren, pero no tenía tiempo para él.
Leí un poco más sobre Hawai, contemplé las fotos de la reina, también las del rey Kalakaua y los retratos de otros reyes y príncipes.
Cuando salí de la agencia para ir a casa a cambiarme, Félix ya se había marchado. Mejor, pensé, no necesitaba un ayudante para esa noche.
El Club Nomi estaba en la calle Cardener, una de esas calles de Barcelona que más que encontrarse están escondidas. La calle adecuada al club, porque decir que «Nomi» era un local de aspecto semiclandestino sería en cierto modo mentir. Nomi no tenía aspecto de local. No tenía aspecto de nada. Se accedía a él por una puerta sin adornos, sólo una placa metálica que a primera vista parecía anunciar un consultorio médico, en el que, si una se acercaba, podía leer CLUB NOMI. TRANSFORMACIONES ARTÍSTICAS. Pero al cruzar esa entrada anodina me encontré transportada a un cabaré berlinés de los años veinte. Pequeñas mesas redondas con lamparitas, cortinas de raso, humo y un escenario pequeño enmarcado por pesadas cortinas de terciopelo.
Un chico vestido de frac sin mangas me recibió y me buscó acomodo en una de las pocas mesitas libres. A pesar de la poca luz, se podía distinguir las caras del público. No veía a Berger por ninguna parte. Pedí lo mismo que tomaban en la mesa de al lado para no tener que pensar y me quedé esperando a que apareciera la reina. Antes pasaron por el pequeño escenario todos los iconos del travestismo. Anulé la ansiedad por ver a la reina concentrándome en sus movimientos y puntuando las actuaciones. Lola, 7; Barbra, 5, aprobado justito; Marlene, 8; Alaska, 3 por la interpretación, pero 10 por medir más de un metro ochenta y conseguir parecer un tapón como el original. La Celia Cruz mereció un notable alto, 8,5. Aretha me pilló en los lavabos, desde donde escuché las voces del público gritando «Respect».
La reina era, por lo visto, el momento culminante de la noche. Cada vez estaba más segura de que también lo sería para mí.
Cuando Liza se marchó con el bombín en una mano y arrastrando una silla de madera con la otra, había llegado el momento de saber si mi conjetura era cierta.
No hubo presentación, pero un murmullo inquieto llenó el espacio. Los primeros acordes de la música lo acallaron y entonces apareció ella, la reina. Lili’Uokalani. Con el mismo vestido que había visto en la foto en el recibidor de Berger. Y con Berger dentro del vestido.
Un silencio reverencial se impuso en cuanto empezó a cantar. Con una voz profunda que hubiera resultado ridícula saliendo de ese vestido si no hubiera sido por la dignidad y la convicción con la que entonaba la melodía de un vals en una lengua para mí inidentificable. Al terminar, el público aplaudió con intensidad. Berger aprovechó ese marco sonoro para saludar con una majestuosa inclinación de la cabeza y, acto seguido, arrancarse de un tirón el vestido decimonónico. Quedó ante nosotros con una malla ceñida que imitaba la piel desnuda, con las anchas caderas cubiertas por una falda roja de fibra vegetal, los falsos pechos tapados con un sujetador del mismo material. Alguien salió corriendo por la izquierda entre las sombras del escenario y le puso un collar de flores en el cuello. Otra persona apareció por la derecha y le colocó una corona de las mismas flores en la cabeza. Jaleado por el público que antes lo había escuchado con reverencia, empezó a bailar una danza polinesia contoneándose y haciendo ondular los brazos como algas mecidas por el agua.
Mientras el público aplaudía y celebraba cada golpe de cadera, me concentré en la cara de Berger. Había conseguido ocultar los hematomas con maquillaje, no tanto las hinchazones.
Con las piernas separadas, Berger agitaba las caderas al compás del ritmo creciente de la música hasta que ese movimiento se convirtió en una vibración frenética y, dando pasos cortos y contundentes hacia atrás, abandonó lentamente el escenario. La luz se apagó provocando un aplauso unánime y los gritos del público. Regresó entonces al escenario y saludó. Estaba emocionado, un reguero de máscara de ojos le cruzaba el maquillaje. Una última, mayestática reverencia y se marchó.
Su actuación fue la última de la noche. Me quedé de todos modos sentada a mi mesa apurando la bebida, la tercera o cuarta que había pedido, y esperé suponiendo que el artista saldría a recibir los halagos, como habían hecho los anteriores.
Apareció al poco rato. Se había cambiado de ropa y otro maquillaje ocultaba las señales de los golpes. Noté por su forma de moverse y de saludar a la gente que no iba a quedarse mucho tiempo. Pensé primero en seguirlo, pero decidí finalmente que sería mejor quedarme en el local y preguntar un poco.
El recuerdo de los aplausos por la actuación de Berger aún estaba en el aire, prendido de los densos cortinajes, disuelto en las copas que tomaba la gente, y con toda seguridad clavado como un aguijón venenoso en el orgullo de alguno de los otros artistas. Repasé mentalmente las actuaciones. ¿A quién habría lacerado con más crueldad el éxito de la reina? ¿Quién podría ser la reina destronada?
Me debatía entre Barbra Streisand y Liza Minnelli. Busqué a los artistas entre el público. Barbra ya se había desmaquillado y charlaba en un corro alrededor de una de las mesitas. La nariz prominente era todo lo que le quedaba de su personaje. En otra mesa reconocí al que había sido Celia Cruz fumando, también sin restos de pintura. En cambio, de pie al lado de la barra con un par de admiradores, Liza seguía con la cara blanca, los labios rojísimos, la peca pintada y los ojos enmarcados por unas pestañas inmensas. Cada parpadeo era una llamada al aplauso, con cada caída de ojos apuraba su personaje todavía sediento de reconocimiento.
Ésa era la reina caída. Me acerqué con el vaso en una mano y la tarjeta de visita que me presentaba como periodista en la otra. El mismo nombre, otro programa.
La tarjeta, el título del programa Artistas de la Barcelona secreta y el ego algo maltrecho de Liza me allanaron el camino.
—En el programa presentaríamos el local y dos artistas representativos. Sería una combinación de la música y la biografía de cada artista. Después de ver las actuaciones, he pensado en ti y en la reina hawaiana.
Liza torció el gesto, pero era lo bastante inteligente para no empezar la conversación criticando a otro. La palabra «biografía» despertó en él una locuacidad imparable. Tuve que escuchar la historia de su vida. Una buena historia, créanme, si me hubiera estado documentando para escribir una novela. Con todo tipo de peripecias, una infancia triste pero con momentos luminosos, como tiene que ser; una juventud de superaciones y descubrimientos, un par de viajes, un par de momentos trágicos. Un Bildungsroman con todas las de la ley en manos de una novelista. Para mí, en cambio, sólo un cebo para preguntar con disimulo por Berger. Por eso no le presté la atención que toda historia de vida se merece.
—Fascinante —dije para interrumpirlo—. Si tiene fotos, podremos ilustrar la historia con imágenes.
Mientras Liza, que se llamaba Luis Cuéllar, repasaba mentalmente su álbum de fotos, pregunté lo que quería saber:
—¿Sabe usted cómo podría contactar a su compañero de escenario, el que representa la reina hawaiana?
—¿Puedo serle sincero?
Por supuesto. No esperaba otra cosa.
—Sí.
—Kono, que así se llama, puede ser más bien problemático.
Pregunté con la mirada. Liza-Luis siguió.
—No niego que sea un gran artista, pero como persona es complicado. Tiene el problema de que no está conforme con lo que es.
—Bueno, supongo que es una de las premisas para dedicarse al transformismo.
—Claro. Pero yo no me creo Liza Minnelli, sólo la represento.
—¿Y su compañero se cree Lili’Uokalani?
—No ella, sino que dice que es su bisabuela o tatarabuela, no recuerdo. Y que cuando canta, su espíritu toma posesión de él.
Me contó un par más de historias cargadas de veneno contra Berger pero poco interesantes para mí. El resto debería explicármelo mejor el propio Berger o la reina Lili’Uokalani al posesionarse de él, si era necesario.
Al despedirme de Liza, pensé en cuántas expectativas rotas iba dejando mi tarjeta de periodista. Sueños televisivos truncados.
Olvidé la mala conciencia tan pronto salí del local. Otra cosa ocupaba mi mente, la decisión de romper con la ley elemental del seguimiento. Tenía que hablar con Berger. No en el rol de la periodista pelirroja Marta Rius. Tampoco, ya me había reteñido del pelo de mi color natural, en el de la periodista no pelirroja también llamada Marta Rius, con quien había hablado Liza, sino como la detective Irene Ricart.