23
Vals en Hawai
Al día siguiente me planté delante de la casa de Berger. Llamé. La puerta tardó en abrirse. Berger apareció envuelto en un albornoz granate, las perneras del pijama asomaban por debajo hasta unas zapatillas de fieltro gris. Me miró interrogante.
—Me llamo Irene Ricart y soy detective privada.
Suspiró con resignación.
—La manda el señor Solís, ¿verdad?
Se hizo a un lado y me invitó a pasar. The Merry Monach King Kalakaua y The Princess Lili’Uokalani me dieron esta vez la bienvenida de forma oficial.
Seguí las zapatillas de Kono Berger arrastrándose hasta la galería que daba al jardín. Me invitó a acomodarme en un sillón de mimbre cubierto de cojines blancos. Él hizo lo mismo en otro sillón similar, sólo que el suyo estaba cubierto de varias telas de color púrpura sobre las que reposaban cojines del mismo color. Por el brillo supuse que era raso. Los dos sillones crujieron bajo nuestros cuerpos. El mío bastante menos. No he conseguido recuperar el peso que tenía antes de lo de Víctor y la niña.
Esperé a que se hubiera acomodado. Señalé su cara.
—No parecen los síntomas habituales de una infección intestinal.
—Me pegaron unos skins.
—Eso explica su cara y su cara explica que no haya ido a trabajar, pero no la infección intestinal.
—Es la mejor enfermedad para estar de baja en un restaurante.
—Sigue faltándome información. ¿Por qué no le ha dicho a su jefe que ha sido víctima de una agresión?
Berger me miró a los ojos con fijeza mientras respondía:
—Porque esos tipos me pegaron cuando salía del local en el que actúo tres veces a la semana después del trabajo en el restaurante.
—Club Nomi. Ayer vi su actuación.
Se sorprendió primero. Después me preguntó:
—¿Qué le pareció?
—Me gustó mucho.
Se echó hacia atrás en su sillón.
—¿Le puedo preguntar algo? —me dijo.
—Bueno.
—¿Qué sabe usted de Hawai?
—Que es un archipiélago.
—Más de veinte islas, siete de ellas habitadas —añadió Kono Berger.
—En el Pacífico.
—En el centro del Pacífico Norte —volvió a intervenir Berger en un tono que dejaba claro que, a pesar de la interrupción, esperaba de mí que siguiera exponiéndole mis escasos conocimientos.
—La capital es Honolulu.
—En la isla de Oahu.
—Es un estado de Estados Unidos —seguí.
Hice la pausa esperando que corrigiera lo que tuviera que corregir, como así fue:
—Desde el 21 de agosto de 1959, pero fue anexionado ya en 1898 por los norteamericanos, por su valor estratégico en la guerra contra los españoles. Antes, en 1894, estos usurpadores habían destituido la monarquía y habían instituido la república de Hawai, a cuyo frente estuvo el «rey de los plátanos», Sanford Dole. En 1895 abdicó la última reina. La reina Lili’Uokalani.
Esta vez sonrió al decirlo. Y añadió en tono de disculpa:
—Perdone esta manía por las precisiones. Me viene de mis antepasados prusianos.
Miré con fijeza su cara de rasgos decididamente polinesios. Hablaba en serio.
Mientras escrutaba a Berger en busca de algún atisbo teutón, noté que él esperaba que siguiera.
—Música. Hula —dije entonces.
La cara de Berger resplandeció.
—The Royal Hawaiian Orchestra.
Lo pronunció con arrobo. Se levantó de la butaca y empezó a moverse por la sala. Bailaba al compás de una música que al principio sólo escuchaba en su cabeza, pero que poco a poco se fue haciendo audible. Berger canturreaba un vals.
—¿Sabe qué melodía es ésta? —preguntó sin dejar de mecerse al compás de tres por cuatro.
—La cantó usted ayer.
—Hawai Ponoi, el himno nacional hawaiano. Compuesto por mi tatarabuelo, Heinrich Berger, a partir de un texto del rey Kalakaua.
Me tendió una mano. Me levanté, él dejó caer con suavidad la mano libre en mi cadera, yo le puse la mía sobre el hombro y me dejé llevar por ese cuerpo voluminoso pero firme en el que la voz retumbaba como en una enorme caverna. Girando, salimos de la galería y recorrimos el pasillo hacia el recibidor, sin rozar una sola vez las paredes. Berger cantaba, el roce de sus zapatillas de fieltro marcaba el compás. En el recibidor, detuvo la rotación pero siguió moviéndome en un suave balanceo. Apuntó con la cabeza hacia el retrato del hombre.
—El rey David Kalakaua, el último rey de Hawai, el primer monarca que emprendió una vuelta al mundo.
Un giro rápido hacia la derecha. Berger se apartó con suavidad de mí, pero siguió sujetando mi mano mientras hacía una leve genuflexión ante la imagen de la reina.
—Mi tatarabuela, la reina Lili’Uokalani, la hermana de Kalakaua, a quien sucedió. Autora de la más bella melodía hawaiana, Aloha’Oe.
Me abrazó de nuevo y empezó a cantar otra melodía, también a ritmo de vals. Por supuesto, no le dije que a mí esa melodía me recordó alguna de las espantosas películas de Elvis que a veces programaban en televisión los sábados en la sobremesa. ¿Ustedes también habían conseguido enterrarlas en algún oscuro lugar de la memoria junto con las de Maciste y las de Manolo Escobar? ¿Ahora se acuerdan de todas ellas? No saben cómo lo lamento. Porque nosotros, girando de nuevo, abandonamos el recibidor y entramos en una de las habitaciones que jalonaban el pasillo. Nuestro baile se detuvo ante el retrato del hombre en uniforme blanco que había sido testigo en mi incursión clandestina.
—El gran Heinrich Berger, mi tatarabuelo.
Dejó que yo misma sumara sus informaciones. Regresamos en silencio a la galería y nos acomodamos de nuevo en los sillones.
—¿Es esto lo que lo mueve, señor Berger?
—Sí.
—¿Adónde?
—A que en algún momento se me reconozca como quien soy, un descendiente de la familia real hawaiana y, por tanto, pretendiente a la corona. Y que, como heredero de Heinrich Berger, se me restituya la parte del patrimonio familiar que, por tanto, me corresponde. Tendrá que permitirme un breve excurso. Para entender la historia de mi familia es necesario que me remonte al año 1871 cuando el rey de Hawai, Kamehameha V, enamorado de la música inmortal de los Strauss, pidió al emperador alemán que le enviara un músico que se ocupara de la capilla real. Y ese músico fue Heinrich Berger, músico y oficial prusiano de Potsdam, que en 1872 llegó a Hawai después de embarcarse en Hamburgo, cruzar toda Norteamérica en tren y una larga travesía en barco. Berger hizo del vals la música nacional hawaiana. Para ello contó con el entusiasmo musical de la familia real. Muchos de sus miembros tocaban instrumentos y componían.
—¿Y Heinrich Berger y la reina?
—Cuando Heinrich llegó a Hawai, tenía veintiocho años; ella treinta y cuatro, estaba casada pero Heinrich pasaba mucho tiempo con la familia real y la afinidad musical que había entre él y la entonces princesa desembocó en algún momento en amor.
—¿Cómo sabe todo esto? ¿Está documentado?
—Mi familia, la rama bastarda de la casa real hawaiana de la que soy el último representante, conserva varias cartas que se escribieron.
—¿Puedo verlas?
—Ahora están en manos de los abogados que llevan este asunto. Se trata de un tema de dimensiones políticas, puesto que no sólo exijo que se me haga partícipe del patrimonio musical, sino que reclamo la vuelta de la monarquía ilegalmente destituida por los intereses bélicos de Estados Unidos. Y no estoy solo en esta empresa, son muchos los que reclaman la recuperación de la monarquía hawaiana, a cuyo frente me encontraría. Mi abogado…
—¿El señor Westlake? —Recordé el segundo nombre que había mencionado cuando lo llamé para poder salir de la casa.
—¿Cómo…?
—Soy detective. Las cartas que demuestran su parentesco con la familia real, ¿son auténticas?
—¡Por supuesto!
—O sea, que no lo sabe con certeza.
—No están firmadas, pero en ellas él, Henry, se dirige a su receptora como «mi princesa». Alude también al fruto de sus veladas musicales, a la «más bella composición que pueden escribir un hombre y una mujer que se aman».
Berger tenía suerte de que la persona con quien hablaba fuera una detective. Rodrigo no hubiera vacilado ni un segundo en comentar esa cita de las cartas. Yo, en cambio, me limité a asentir con la cabeza. Él siguió hablando con embeleso de su supuesto tatarabuelo.
—¿Sabe que Heinrich había tocado una vez a las órdenes de Johann Strauss hijo en Berlín en 1865? Strauss estrenó en ese concierto benéfico su composición Die Morgenblätter, que era la tercera de un programa de catorce piezas, y el público enloqueció de tal modo al escucharla que el resto del concierto sólo fueron bises de Die Morgenblätter.
Oyendo a Berger era fácil imaginar a esa princesa ataviada a la última moda europea en pleno Pacífico deslumbrada por un joven oficial prusiano. Un músico. Un músico que llenó sus horas de valses y polonesas. Sí. Podía verlos, a la princesa y al músico que había tocado en la orquesta de Strauss, que le podía contar, una y otra vez, cómo había sido el concierto en Berlín. ¡Berlín!
Kono Berger estaba también muy lejos, en Berlín, en Viena o en Honolulu, donde fuera que lo hubieran transportado sus evocaciones.
—Heinrich o Henry, que es el nombre que adoptó en 1879 al obtener la ciudadanía hawaiana, fue, además, testigo de hechos que cambiaron la historia de la música. Uno de sus maestros fue Wilhelm Wieprecht, el músico militar prusiano inventor de la tuba. ¿Se da usted cuenta? ¡La tuba! ¿Cuántas personas pueden jactarse de haber visto nacer un instrumento? La tuba. El instrumento que Heinrich escogió para sí.
Berger interpretó la especie de hipo con que disimulé el arranque de hilaridad como una señal de admiración. Pero ya el nombre del instrumento me daba risa. Tuba.
Los instrumentos nos parecen, como los animales, fruto de la evolución, por eso cuesta imaginar que alguien concreto los haya inventado y también por eso mismo los instrumentos de los cuales sabemos el nombre del inventor son instrumentos de segunda, advenedizos. La tuba aún tiene la suerte de que su inventor no siguió el ejemplo de Adolphe Sax y se esconde detrás de un nombre latino. Tal vez ese tal Wieprecht lo intentó y se dio cuenta de que un instrumento llamado wiprectofón no iba a llegar muy lejos.
Berger andaba sumido en reflexiones similares.
—No crea que reclamo mi parte del patrimonio familiar para darme a la vida muelle —prosiguió—. Cuando todo se aclare, quiero dedicarme a desarrollar los instrumentos musicales, algunos de los cuales, hay que decir, dejan bastante que desear. ¿Ha escuchado usted algo más imperfecto que el sonido de una flauta travesera? Hay que pulirlo hasta que dejemos de percibir el tubo que es. Y quién sabe, quizá llegue a inventar un nuevo instrumento, que haga aún mayor el prestigio musical de nuestra familia… a la monarquía hawaiana, al pueblo de Hawai.
De pronto tuve a mi padre sentado en el sillón de mimbre. A mi padre, a quien como a Berger lo movía una sola cosa, ambos eran personas de un solo objetivo. El de mi padre había sido la búsqueda de algo en lo que ser el primero y que acabó arrinconando a su trabajo, a mi madre, a sus dos hijas.
Mi padre despreciaba a los segundos. Era una de las pocas personas que no adoraba a Raymond Poulidor, tres veces segundo y cinco tercero en el Tour de Francia. Mi padre no fingía interesarse por Jane Russell en Los caballeros las prefieren rubias. Despreciaba la plata, y el bronce tenía para él el valor de un trozo de papel higiénico.
—Mira, Irene, hay muchas personas que invierten su vida en hacer alguna cosa bien. Eso a mí no me interesa. Yo quiero ser el primero en hacer algo. Te pongo un ejemplo, es como viajar a la Luna. Todo el mundo sabe el nombre del primero, pero el tercero podría haberse quedado tranquilamente en su casa.
Berger reclamó mi atención al moverse en el sillón y mi padre se esfumó. ¡Puf!
Pero entendí el mensaje que había venido a comunicarme. No él, mi subconsciente. Berger, como yo, estaba inmerso en una búsqueda que no admitía soluciones intermedias. Su búsqueda era tan legítima como la mía y tenía que ver con la mía. No sólo porque ni él ni yo podíamos permitirnos ser los simpáticos segundones en esa carrera, nuestra única opción era ser los primeros. Teníamos que ser Neil Armstrong. Edwind Aldrin, Charles Conrad, Alan Bean y como quiera que fueran los nombres de pila de Shepard, Mitchell, Scott, Irwin, Young, Duke, Cernan y Schmidt se podrían haber quedado en casa.
—No me puedo permitir perder el empleo hasta que se aclare mi situación —me dijo Berger implorante.
—Eso no sucederá. Tiene que mantenerse a flote hasta que se le reconozcan sus derechos.
—Entonces, ¿usted me cree?
—Sí.
No sabía todavía adónde me llevaba este caso, pero sí atisbaba que sus dimensiones eran mucho mayores de lo que apuntaba al principio.
Lo primero, tenía que averiguar quiénes eran los tipos que habían golpeado a Berger.
Y volviendo a Hawai 5-0, Kam Fong como Chin Ho era realmente chistoso.