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Il corsaro nero piange
Aunque Yolanda no me lo hubiera dicho, hubiera sabido de inmediato que alguien había estado allí. Era el trabajo de un profesional, pero yo también lo era. Los cojines del sofá estaban en su lugar, pero algo desplazados. Los libros se encontraban unos centímetros más adentro en la estantería; los papeles, el boli y el lápiz estaban en el mismo sitio pero algo mejor apilados sobre la mesa, y cuando me marché los cuadernillos de problemas de matemáticas no estaban dispuestos con tal simetría. De eso estaba cien por cien segura. Me había pasado media hora con la vista clavada en ellos después del desayuno hasta que el día se había decidido por fin: iba a ser soleado. Entonces había buscado la polaroid correspondiente y me había vestido para salir a la calle.
Alguien había registrado mi casa. No era sólo mi impresión, Yolanda había escuchado algo. Todas las dudas que me habían aplastado hacía unas horas desaparecían, me desprendía de ellas como una serpiente que cambia de piel. La nueva era como la anterior pero más ancha, más flexible. Empezaba a entender de nuevo.
La sombra me había abandonado para meterse en mi casa, para entrar en mi territorio y hurgar en mis cosas, buscando algo. Pero ¿qué?
Las cajas de Víctor.
Los cartones mostraban las arrugas de la apertura que no era la mía. Conocía su contenido de memoria. No faltaba nada. Lo que la sombra buscaba no estaba ahí. Alguien se estaba poniendo muy nervioso.
Recordé entonces el paquetito que me había dado Yolanda. Era de Kono Berger.
Rasgué el envoltorio. La fecha aún no quería darme una tregua. Lo había recibido porque era 2 de junio.
En el interior, una postal que mostraba a Heinrich Berger; era la misma foto que había visto en su casa. Kono Berger había escrito algo:
Querida Irene: hoy es un día muy especial para la familia Berger. El 2 de junio de 1872 Heinrich Berger llegó a Honolulu. No quería dejar pasar esta efeméride sin compartir con usted este gran día, este día especial.
Sí, el 2 de junio era un día especial. Hacía justo un año que habían matado a Víctor.
La postal iba acompañada de un CD. Lo puse. No reconocí al momento la melodía porque se trataba de una grabación muy antigua. Berger había anotado en la funda que era una de las grabaciones más antiguas que se conservaban de la Royal Hawaiian Orchestra interpretando Aloha’Oe. Era una grabación hecha con un fonógrafo y la voz de una mujer llegaba cansada después de más de un siglo. Era un sonido agónico, rasposo, a veces metálico. Entrecortado.
De pronto entendí. Las piernas me flaquearon y me senté en el suelo al lado de uno de los altavoces. Escuché la grabación de nuevo y me eché a llorar. El caso Berger sí había tenido sentido. Berger acababa de enviarme la clave.
—Tenías razón, mi niña, tenías toda la razón. Fue un marciano, fue un marciano de La guerra de las galaxias. Fue Darth Vader.