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El sobrinísimo

Las viejas historias, los rumores, los cotilleos se extienden como una red invisible en las ciudades, en los barrios, en los bloques de casas; son cuerdecitas que salen de una boca y quedan prendidas de otra, que las arrastra consigo y después las lanza a la siguiente, y después a otra y a otra. Si fueran hilos de metal, cortarían cabezas; son hilos de palabras, cortan secretos. Para sacar a la luz esos textos escritos con tinta invisible, necesitaba una llama que los hiciera visibles. La vanidad. Decidí que me haría pasar por periodista y que recorrería las tiendas del barrio preparando un supuesto reportaje.

Me preparé el atuendo y los enseres que se espera de una periodista. Me acerqué a una cadena de televisión local y me llevé todo el material publicitario que me quisieron dar: bolígrafos, blocs de notas, una pegatina con la que decoré mi aparato de grabación, al que, además, pegué una falsa etiqueta de inventario y pedí a Félix, el sobrinísimo, que me falsificara un carnet de periodista.

Creo que todavía no les he hablado de Félix Caballero, el sobrino de Miguel Marín, nuestro experto en informática, también llamado el sobrinísimo. ¿Cómo se lo imaginan?

Se lo digo: treintañero, gordo, con gafas, piel y pelo grasientos, con barba para esconder los granos, camisetas de Star Trek o de algún videojuego y la mesa llena de envoltorios de barritas de chocolate, latas de Coca-Cola y vasos de cartón del Starbucks. ¿A que sí?

¡Cómo se han equivocado!

Félix tiene veinticuatro años y un rostro digno de una pintura renacentista. También hay retratos de feos en el Renacimiento, dicen ustedes. Sí, pero menos. Félix hubiera sido un perfecto san Juan Bautista de Leonardo. Debajo de sus camisas impecablemente planchadas se percibe un cuerpo proporcionado, ni muy delgado ni inflado en el gimnasio. El pelo rubio hubiera hecho palidecer de envidia a Durero si no lo hubiera llevado corto.

Este aspecto tenía Félix, el sobrinísimo. Y, con todo, en el fondo también tenían ustedes razón. Porque a los pocos días de trabajar en Detectives Marín me di cuenta de que por dentro era un chico gordo, con gafas, piel y pelo grasientos. Tímido hasta el autismo. A partir de aquí, si les parece bien, dejaré de llamarlo «el sobrinísimo». Creo que ese sobrenombre tan feo fue idea de Flavia.

Ensayé mi papel en el despacho.

—Buenos días. Le llamo de parte del programa de TV3 La historia cotidiana, de Marta Rius. Estamos preparando un programa sobre las tiendas que pasan de padres a hijos y nos gustaría hacer algunas entrevistas a los dueños de negocios de este tipo en el Prat. ¿Es éste el caso de su tienda? ¿Le interesaría participar?

Cuando Félix entró tras golpear la puerta levemente, había repetido la frase tantas veces que el programa ya había devenido real.

Félix me había preparado una carpeta que presentaba el supuesto programa para el cual yo, la periodista Marta Rius, llevaba a cabo estas entrevistas.

—Para los más suspicaces —dijo.

—Gracias, Félix. Muy buena idea.

Conseguí que enrojeciera y estuviera a punto de abandonar el despacho a la huida, pero lo retuve pidiéndole que me mostrara el material que había metido en la carpeta.

Mientras Félix pasaba las páginas de su trabajo, lo estuve observando, algo que podía hacer con impunidad porque, cautivo de su enfermiza timidez, no levantó ni una vez la vista para mirarme. Aunque su forma de ser, su comportamiento evasivo y a veces algo torpe lograban que no la percibiéramos, la asombrosa belleza de Félix asomaba a veces por unos segundos. En esos casos no podía dejar de preguntarme qué había hecho de ese hombre tal amasijo de inseguridades. Lo más probable es que nunca llegara a saberlo, ni era ésa mi tarea, pero necesitaba un cámara y tal vez Félix pudiera echarme una mano.

—¿Nunca has tenido ganas de hacer un poco de trabajo de calle para la agencia?

Me miró con tal estupor que temí haber dado por casualidad con la causa de su forma distorsionada de percibirse. Pero no, sólo había topado con otro síntoma.

—¿Yo? ¿En la calle? —Se echó a reír con la risa artificial de un actor de series de sobremesa, de lo que deduje que no rechazaba la idea de plano.

—No tendrías que hacer gran cosa. Te harías pasar por mi ayudante, te encargarías de la cámara, tomarías algunas fotos a la gente y pondrías cara de interés durante las entrevistas.

Estaba visiblemente halagado.

—¿No lo has hecho nunca? ¿No te lo han pedido nunca los compañeros?

Negó con la cabeza, lo hizo con la tristeza de los gordos y los torpes de la clase, con la mirada derrotada de los que se van quedando como restos mientras las filas de los equipos se llenan con chicos que no son ellos y lo único que les cabe desear es no ser el último nombre que suene después del «Bueno, tú».

—Pues a mí me ayudarías mucho.

Teníamos que hablar sobre todo con mujeres mayores que pudieran contarnos viejas historias de Laieta Despuig, la madre de Rovira. Me podía imaginar que la mera presencia de Félix, su timidez que lo hacía parecer tan inofensivo, podría abrirnos muchas puertas. Félix no asustaba, no provocaba ningún deseo más que el de protegerlo.

—Tendré que preguntarle a mi tío si puedo hacerlo. —Fue su manera de decir que sí.

—Ya se lo diré yo.

—¿Cuándo empezamos?

—Mañana. ¿Tienes una americana?

—Sí.

—Póntela y hazte un carnet como el mío. Nada de corbata.

Salió entusiasmado de mi despacho. Tropezó con una silla, tropezó con la mesa y escuché que en la recepción tropezó con algo más, algo pesado a juzgar por el sonido sordo que llegó.

Marín no tenía ningún inconveniente.

—¿No parece nepotismo si además le pago las horas? —preguntó bromeando.

—Es nepotismo en todo el sentido de la palabra —respondí en el mismo tono—. Es un asunto nepotisísimo.

Como muestra de la satisfacción porque sacara a su sobrino de la madriguera, Marín me obsequió con una máxima para que se la transmitiera.

—Dile que sea cuidadoso y preciso con sus observaciones porque ya lo dice la ley de Segal: «Un hombre con un reloj sabe qué hora es, uno con dos no puede estar seguro». Recuérdaselo.

—Por supuesto, jefe.