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El Corsario Verde y el Corsario Rojo

«Mira allá arriba: el Corsario Negro llora».

Recuerdo aún los libros. Editorial Molino. Portadas oscuras, el Corsario Negro de pie en una balsa. Letras blancas, sobre una franja roja. El Corsario Negro. La venganza.

Después de salir de la agencia había regresado a casa para descansar un poco. Esa noche tendría vigilancia. Me eché sobre la cama. Dormí incluso, me desperté sudorosa y decidí ducharme.

Cerré la puerta del baño, como si Víctor y Alicia aún estuvieran allí. Cerré la puerta y lloré mientras me duchaba porque la puerta ya no me separaba de nadie, porque ya no la necesitaba.

Víctor y yo nunca nos mostramos todo el uno al otro. No éramos de esas parejas en las que uno se ducha mientras el otro está sentado en la taza del váter. Siempre preservamos una intimidad pudorosa. Víctor y yo no nos lo mostrábamos todo. Por desgracia tampoco nos contábamos todo y ahora tenía que empezar mi búsqueda desde cero, sin saber detrás de qué estaba cuando lo mataron. Porque una cosa estaba clara, su muerte tenía que ver con su trabajo, su muerte tenía que estar relacionada con alguno de los asuntos de drogas que investigaba su departamento. Pero ¿cuál? No tenía modo de averiguarlo. Ramón Ferret, su superior, no me lo iba a decir, de modo que ni se lo pregunté cuando me llamó pocos días después de que me soltaran.

—Suenas bien, Irene.

—Gracias. Estoy cada día mejor.

—Si necesitas algo, ya sabes que puedes contar conmigo.

—Por supuesto. Seguís sin tener nada, ¿verdad?

—Lo siento.

Me había visitado algunas veces durante mi estancia en la clínica.

Fue él también quien trajo a casa las cosas personales que Víctor tenía en el despacho que compartía con Valentín Juárez y Josep Bou. Tres cajas de cartón pequeñas que revisaba con regularidad esperando que por fin hablaran conmigo.

En sus visitas a la clínica nos había observado siempre un médico, y aun así él había conseguido pasarme información —lo tenía prohibido— sobre la investigación del asesinato de Víctor.

Yo preguntaba levantando las cejas; él respondía cerrando los ojos. Nada, los Mossos no tenían nada.

Ramón me acompañó en el entierro. En los entierros. El de Víctor y el de Alicia. Los enterré con sus tesoros. Cuando me dejaron a solas con los féretros, metí en el ataúd de Víctor una cajita de madera que la niña le había hecho en la escuela.

—Para guardar tus secretos.

Había pintado en la tapa la palabra «secretos», entre una flor algo contrahecha y curiosamente una bandera de Gran Bretaña. Guayominí.

—Tú tampoco puedes mirar dentro —me había dicho.

Con el «tampoco» mostraba su firme decisión de no curiosear en la caja. Ambas nos mantuvimos firmes. Hasta el final. Metí la caja sin haberla abierto nunca.

En el ataúd de Alicia metí los libros del Corsario Negro.

Los libros del Corsario Negro habían sido de mi padre. Él había establecido sus propios criterios sobre los regalos que les correspondían a sus dos hijas. A mí, por ejemplo, me tocaban los libros de aventuras, los tres volúmenes de Emilio Salgari. Los recibí con orgullo, con devoción. Para perpetuarlos los cubrí con un forro de plástico adhesivo que ahora, con los años, los había vuelto pegajosos. Los leí de forma apasionada nada más recibirlos. No en vano los había esperado desde que mi padre me los había mostrado y me había dicho:

—Un verano más y ya serás lo bastante mayor para leerlos.

No sabría decir cuántas veces los leí y releí aquel primer verano. Imaginando los espectros, las visiones de los cuerpos de los hermanos ahorcados por el gobernador flamenco Wan Guld, los cuerpos del Corsario Verde y el Corsario Rojo fosforescentes y horizontales flotando en el agua negra y reclamando la venganza, que era lo único que daba sentido a la vida del hermano vivo, el Corsario Negro.

Víctor siempre se reía de esos nombres, el Corsario Verde, el Corsario Rojo, el Corsario Amarillo, el Corsario Lila, decía… Pero Alicia, no. Ella esperaba con impaciencia el día en que por fin sería lo bastante mayor para leerlos.

—Un verano más —le había prometido yo.

Un verano más y mis tres libros hubieran tenido una nueva dueña.

Ya era de noche.

«Carmaux se había acercado a Wan Stiller, y señalándole el puente de órdenes, le dijo con voz triste: “Mira allá arriba: el Corsario Negro llora”».

Mira.

La figura del corsario se recortaba en la oscuridad.

Mira.

Me acerqué a la ventana.

Miré.

Mis fantasmas no salían a flotar en la oscuridad, no eran cuerpos horizontales, no eran fosforescentes.

Mira.

Veía mi reflejo en el cristal. Vestida de oscuro, mi rostro era una mancha pálida.

El Corsario Negro llora.

Salí de casa y me dirigí a la casa de Peyró. Tenía la certeza de que pronto daría con una información clave. No me preocupaba ni me asustaba lo que fuera a descubrir. Sólo temía no verlo.