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Terminó el curso, llegó el verano y con él los juegos en la calle. Con doce años, trece en septiembre, me quedaban muchos más. Pero el verano justo empezaba y todavía era eterno. Mientras la gente dormía la siesta aplastada por el bochorno y las tiendas se ocultaban detrás de las persianas bajadas, el barrio era nuestro. Juegos con niños, correr, esconderse, cazarse. Juegos con niñas, más verticales, saltar a la comba o las gomas, sudorosas y con caras enrojecidas. Al pasar la barca, pierna derecha arriba, me dijo el barquero, pasar la goma, las niñas bonitas no pagan dinero, cruzar las gomas, pasar la otra pierna, saltar, cruzar, dar la vuelta. Las niñas bonitas no pagan dinero. Una vez, dos veces. Salir jadeantes. A veces algún vecino se hartaba de oírnos, se asomaba al balcón y nos decía o nos gritaba que nos marcháramos. Nos desplazábamos o no según lo envalentonadas que nos sintiéramos. El calor nos hacía caprichosas.
También los Rafecas rondaban por las calles porque su padre estaba en Madrid. Formaba parte del tribunal de unas oposiciones, como su mujer no había dejado de pregonar por todo el barrio. La palabra «tribunal», aunque fuera uno académico, despertaba asociaciones tenebrosas. Los niños pequeños del barrio entendían, además, que, con el padre ausente, los Rafecas podrían salir con mayor frecuencia a capturar espectadores para su última obra, titulada El tribunal implacable de los vampiros asesinos.
La había presenciado una de las niñas pequeñas que jugaban en la plaza a cazar el pañuelo. Sangre por doquier y nuevos efectos especiales. Les habían comprado un tocadiscos y ahora las obras tenían banda sonora, discos puestos a setenta y ocho revoluciones. Karina y Raphael se convertían en dos voces de ultratumba durante el juicio de los vampiros asesinos.
A mí ya no me capturaban, sabía defenderme. Cuando me veían por la calle, ni siquiera se atrevían a hacerme los gestos amenazadores con que asustaban a sus víctimas potenciales entre cacería y cacería.
El curso escolar terminado, el verano por delante, las calles en nuestro poder, pero faltaba alguien. Ya no era Julia.
Su ausencia me limité a constatarla; un triunfo para mí, olvidarla había sido en buena parte un acto de voluntad y no solo el efecto del tiempo. Durante semanas había evitado su calle, sus posibles caminos por el barrio, incluso nuestro quiosco.
La señora Amparo, la dueña, perdió una buena cliente. A veces tenía mala conciencia por comprar las chucherías y los recortables en otro quiosco, cruzando el Paralelo y, como temía que la señora Amparo me viera, escondía los tebeos debajo de la ropa. Pronto tuve que usar el mismo truco para ayudar a Amado.
Porque era él quien faltaba desde el inicio de las vacaciones. Su madre lo había castigado, no podría salir de casa hasta que dejara de mojar la cama. Pero las sábanas con la mancha amarilla, la «bandera de Meoncia», seguían apareciendo por la mañana en el tendedero, golpeando con las puntas las cabezas de unos geranios rojos del piso de abajo, que parecían estar allí, despampanantes, con el único fin de que los transeúntes levantaran la vista para contemplar el balcón más florido de la calle. Y, por si alguien ignoraba la llamada de los geranios, a pocos metros, dos periquitos a los que todos los días sacaban en una jaula se encargaban de llamar la atención chirriando el himno de Meoncia.
Cada mañana, desde que habían empezado las vacaciones, me acercaba hasta allí; cada mañana veía ondear el círculo amarillo: Amado no saldría.
Podía, por lo menos, visitarlo en casa, eso sí lo permitía su madre, y conmigo entraban libros y tebeos de contrabando. Como quien visita a un enfermo en el hospital, aparecía yo a diario a la misma hora, a las dos y media. Ellos ya habían acabado de comer y su madre solía echarse a dormir la siesta en su dormitorio.
Entraba en la casa procurando que la madre de Amado nunca me viera la espalda. En invierno habría sido mucho más fácil, pero con la ropa de verano los contornos de los cuadernillos y de las tapas se marcaban debajo de la fina tela de la blusa.
La señora Jesusa me abría la puerta. Un par de vasos de vino durante la comida y el calor ya la habían amodorrado lo suficiente para que estuviera más atenta a volver a cerrar bien la puerta que a una niña que caminaba siempre dándole la cara por el pasillo, como si estuviera hablando con el emperador de la China, a quien no se le podía dar la espalda. Solo me hubiera faltado ir haciendo reverencias hasta el cuarto de Amado.
Después me sentaba muy tiesa en la silla delante del pequeño escritorio de Amado y esperaba a que ella entrara para decirnos que no hiciéramos ruido mientras dormía, que tenía que descansar ya que era ella con su trabajo quien los sustentaba. Mientras hablaba, yo mantenía la vista baja, como también hacía Amado. El cuarto de Amado estaba justo al lado. Como los tabiques eran muy delgados, a veces se oía llorar a la señora Jesusa. También nos llegaban sus quejas.
—¡Qué he hecho para merecer este castigo!
Entonces Amado se encogía tanto que parecía una cochinilla enroscada sobre sí misma y me recordaba lastimosamente la imagen que guardaba de mí misma el día en que Julia me echó.
—Igual no es tu madre.
Le dije uno de esos días en un intento de consolarlo. Esa forma de comportarse solo la conocía de las madrastras de los cuentos. Me miró sin entender. Se lo repetí y, mientras lo hacía, yo misma me daba cuenta de la estupidez de mis palabras.
Amado me miró como si fuera mayor que yo. No uno o dos años, sino un adulto. Me dirigió una sonrisa de adulto, una sonrisa de ojos tristes.
—Es mi madre. No hay ninguna duda.
Teníamos que hablar en voz baja o nos íbamos al comedor, donde, de todos modos, también hablábamos en susurros. Antes habíamos retirado de la vista el botín de contrabando, los tebeos o los libros que transportaba ocultos bajo la blusa, sostenidos por la cinturilla de la falda.
Cuando por fin nos dejaba solos, yo sacaba las lecturas, las escondíamos y le contaba qué habíamos hecho el día anterior en la calle. Mejor dicho, le fabulaba el día anterior, pues gran cosa no había que contar, pero a Amado le construí un verano de historias, del mismo modo en que había llenado la pensión de seres extraordinarios que él, muy sabiamente, se había negado a conocer.
Las primeras semanas del verano del sesenta y cinco fueron mi obra maestra. Alimenté al prisionero a base de encuentros y aventuras que a veces rondaban lo estrafalario o lo inverosímil. Los juegos en la calle adquirieron dimensiones épicas. La caza del pañuelo blanco tenía héroes esforzados y contrincantes astutos, si eran de mi bando, o taimados y tramposos, si eran del contrario. Las partidas de chapas no tenían nada que envidiar a un buen encuentro de fútbol de Primera División. Los juegos del escondite nos llevaban a rincones siniestros guardados por vecinos malévolos. Incluso nuestras huidas despavoridas cuando bajaban los chabolistas se las relaté como grandes aventuras y no como lo que eran, una desbandada gritona y conejil.
—¡Vaya! ¡Qué mala suerte! Tanto tiempo esperando para ver a la bruja de la calle Elcano y te la tienes que encontrar cuando no estoy yo.
Así día tras día.
A veces abrigaba la sospecha de que sabía que todo era pura invención y, por esa razón, enriquecía los relatos con detalles y descripciones con los que trataba de darles mayor verosimilitud para ahuyentar sus dudas.
Todos los relatos giraban alrededor del barrio, aunque algunas mañanas íbamos a la playa, a otro barrio, a la Barceloneta. Sin embargo, no guardo imágenes de baños o juegos en el mar. Hasta ese año el mundo era el barrio. No era el mundo entero, pero era un mundo entero. El escenario de mis narraciones.
Mientras recuerdo ese verano fatídico, siento mis historias de la calle como si fueran más reales que las que de verdad sucedieron, las veo con mayor nitidez, como cuando se mira desde el objetivo de una cámara, que centra y enmarca la imagen. En las historias que le contaba a Amado no había perturbaciones, no entraban las palabras burlonas de mis hermanos mayores ni los comentarios descuidados de mis padres ni mis escasos avances en ganarme la atención del abuelo Bernardo ni el bochorno ni el hedor de las calles. Los factores que afectaban mi estado de ánimo y teñían la experiencia cotidiana desaparecían cuando entraba en ese marco pequeño como el de un teleobjetivo.
En realidad, para hacerle más amenas las horas de encierro, acabé dándole la impresión de que se estaba perdiendo el mejor verano de su vida. Aunque hasta el momento el suceso más destacado de todos esos días había sido el suicidio del sastre.