17
—¡El carnicero! ¡El carnicero está subiendo!
Pensaba que lo estaba susurrando al lado de la cama de Mercedes, en realidad se lo estaba gritando. Se dio la vuelta y se incorporó de un salto.
—¿Qué dices?
—Felipe, el carnicero, ha subido por la escalera: va a matar a los huéspedes del segundo.
Llegaron voces desde la habitación de mis padres, pero el primero en entrar en nuestro cuarto fue Jaime.
—¿Qué pasa?
Al momento apareció mi madre y encendió la luz.
—Lali ha tenido una pesadilla —empezó a decir Mercedes.
—No es verdad. Estaba despierta y lo he oído, el carnicero ha subido y va a matar a alguien.
—¿Qué carnicero? —preguntó mi madre.
—Felipe. Es un asesino sonámbulo.
Primero me miraron con incredulidad, después Jaime soltó una especie de hipo y a continuación empezó a reír. Aunque trataron de contenerse, mi madre y Mercedes acabaron secundándolo. Jaime repitió «Es un asesino sonámbulo» y fue presa de un ataque de hilaridad aún más agudo, que también se les contagió.
Me senté en la cama y los miré. De izquierda a derecha, Mercedes, con los brazos cruzados sobre el pecho agitado por las carcajadas, Jaime y mi madre en el marco de la puerta con las caras descompuestas por el súbito despertar y la risa. El último, mi padre, clavando en mí su mirada. No llevaba el parche y en su lugar estaba la cicatriz de la cuenca vacía y cosida. No me impresionaba, conocía desde siempre lo que se ocultaba detrás del trozo de tela negra; me impresionaba la seriedad, la concentración de esa mirada que, por lo menos, me concedía el beneficio de la duda, por lo que me atreví a repetir:
—Lo he oído, he oído sus pasos. Caminaba como de puntillas y silbaba.
—¿Silbaba? ¿Un asesino sonámbulo que, además, silba? —La voz de Jaime tenía el tono algo histérico de los que han de interrumpir la risa para hablar.
En ese momento un llanto nos hizo callar a todos.
Bernardo se había despertado, las voces y las risas lo habían asustado. Antes de dirigirse a su cuarto, mi madre nos pidió silencio a todos llevándose el índice a los labios. Mis hermanos siguieron riendo sin hacer ruido, expulsando el aire como si fueran dos fuelles gigantescos. Finalmente, mi padre sacó a Jaime y me dejó a solas con la mirada burlona de Mercedes. Apagué la luz para dejar de verla. Por suerte, Mercedes no tenía resistencia ante el sueño; en cuanto nos quedamos a oscuras, volvió a hundirse entre las sábanas.
—¡Uuuuh! Soy el asesino sonámbulo —llegó a decir en un murmullo. Lo siguiente fue un leve ronquido.
Esperé a que mi madre hubiera tranquilizado a Bernardo, esperé a que todos hubieran regresado a sus habitaciones, esperé a que se callaran las voces de mis padres, y me levanté. Las figuras no aparecieron; se habrían escondido desconcertadas por la escena y la irrupción de tantas personas. Salí descalza del cuarto, fui hasta la recepción y sacudí con suavidad la puerta. No se movió.
De pronto, escuché los pasos de nuevo.
Alguien bajaba despacio, con sigilo, la escalera y silbaba muy quedamente la misma melodía que había percibido en la subida. Aunque el pánico me atenazaba y los músculos se me contrajeron, no perdí la lucidez. En ningún caso debía gritar. Lo sabía bien gracias a las narraciones espeluznantes de Ifigenia Rafecas: si despertaba a Felipe, si despertaba a un sonámbulo, podría volverse loco, aún más agresivo, tal vez lograra abrir la puerta y nos mataría como a conejos. No. Tenía que guardar un silencio absoluto, controlar mi respiración entrecortada y hacerme inaudible.
Los pasos se acercaron a nuestro rellano. Los dedos de los pies se me tensaron como si quisieran enroscarse, un calambre se anunciaba en cuanto cambiara la posición de la pantorrilla derecha. No logré evitarlo y se me escapó un gemido. Al otro lado de la puerta los pasos se detuvieron. Me había oído. Me apreté con fuerza contra la madera, si el carnicero la empujaba, no se movería ni un milímetro y el sonámbulo la abandonaría. Si lo había despertado y acuchillaba la puerta, yo, en pleno ataque de terror, estaba dispuesta a frenar la hoja del cuchillo con mi cuerpo.
Uno, dos, tres segundos de silencio, más largos que los cuatro segundos eternos de encender la luz en Comidas Luciano. Y de pronto, un clic metálico. Cerré los ojos. El sonido se repitió dos veces más. Clic, clic.
Era un mechero.
Después otra vez pasos discretos, sin el silbido.
La puerta de abajo se cerró de un golpe.