26
Dos semanas después de su partida ya había recibido la primera postal de Zunzunegui, pero todavía no habíamos puesto el cartelito. La habitación 34 seguía libre. Era una habitación de huésped fijo. No era una habitación para cualquiera. La persona que la iba a ocupar tampoco lo era.
La anunció otra llamada.
El teléfono sonó poco antes de la comida, cuando ya estábamos todos en casa. Mi madre salió corriendo de la cocina, secándose las manos con un trapo y fue al recibidor, donde estaba el aparato. Normalmente mi padre habría protestado por esa intromisión que retrasaba el sagrado horario del almuerzo; en esta ocasión no dijo nada, se limitó a cerrar los ojos con la expresión de resignación que se pone ante el primer trueno de una tormenta. Desde el comedor escuchábamos inmóviles lo que decía mi madre, por más que se esforzaba por contener la voz.
—¡No podéis hacerme esto! —le gritó mi madre a su interlocutor al otro lado del teléfono—. ¡No podéis hacernos esto! No tenéis ningún derecho.
Por lo visto sí, porque nos llegó el golpe violento del auricular contra el aparato. En ese momento todos empezamos a movernos. Al entrar en el comedor, nos encontró sumergidos en actividades fingidas. Mercedes por lo menos dobló tres veces la misma servilleta, mi padre pasaba las páginas del periódico como si buscara algo concreto, Jaime se refugió en alisar una de las láminas de metal de la persiana de la galería, yo ponía y ajustaba la posición de los platos en la mesa con precisión de maníaca. Bernardo, el único que no había espiado la conversación telefónica, también se contagió de nuestra súbita aceleración y empezó a mover el cochecito más deprisa por el suelo, de la derecha a la izquierda, de la izquierda a la derecha. Brum, brum. Como un autómata.
Ella ni nos miró.
—Bernardo, Lali, lavaos las manos.
A Jaime y a Mercedes ya no se lo decía.
Cinco minutos después estábamos sentados alrededor de la mesa. La voz del moderador del concurso leyó la primera pregunta y mi padre pronunció la frase equivocada:
—No sé por qué te pones así. Solo serán unos meses.
Mi madre se levantó de la mesa y se metió en la cocina. Nos quedamos en silencio. Desde la cocina nos llegaba un sonido rítmico, un roce rasposo que se repitió tal vez siete u ocho veces. Después, otra vez silencio, hasta que apareció con una panera en la que las rebanadas de lo que había sido una barra de medio se extendían como la columna vertebral de un animal de miga sobre el trapo que yo había bordado toscamente. La dejó sobre la mesa, se sentó y nos miró por orden de edad. A Jaime, a Mercedes, a mí, a Bernardo.
—¿Qué pasa? ¿No os gusta el estofado?
Los cuatro clavamos a la vez el tenedor en una patata y empezamos a comer. Entonces se dirigió a mi padre con voz glacial:
—No lo quiero en la casa ni para dormir ni para comer.
—¿De verdad quieres alojarlo en la pensión?
—Y comerá y cenará en Luciano.
—Pero es tu padre…
Su padre. Mi abuelo.
Las llamadas, el malhumor de mi madre, sus discusiones en el dormitorio… Todo cobró sentido, aunque había algo que no entendía. ¿Por qué no se alegraba de ver a su padre? Peor aún, ¿por qué el anuncio de su venida la enfurecía de tal modo?
No me importaba.
—¿Cómo se llama el abuelo? —pregunté a mi madre.
—Bernardo.
Mi hermano se quedó paralizado con el tenedor clavado en un trozo de carne. Después lo levantó muy despacio, se lo acercó aún con mayor lentitud a la boca y empezó a mascar morosamente. No había entendido que en esa ocasión «Bernardo» no significaba «no comas tan rápido».
Pocas semanas después de que se marchara Zunzunegui, como si hubiera esperado a que quedara una buena habitación libre, la iba a ocupar Bernardo Oltra, el padre de mi madre, el abuelo Bernardo.
Mi regalo.