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El viernes, cuando volví de la escuela a mediodía, el cartelito que anunciaba que teníamos habitaciones libres seguía colgando de la puerta, pero al entrar en la recepción, vi que la alcayata de la que colgaba la llave de la 22 estaba desnuda.

La recepción era en realidad la entrada de nuestro piso, donde había un mostradorcito con una lámpara, el teléfono, el llavero de la pensión, la foto del Fiat y un calendario Myrga, que mi padre compraba cada año, acabado de salir, en la propia imprenta en la calle Salvá y traía a casa como si fuera una barra de pan recién hecha. A su lado, un timbre metálico con el que estaba prohibido jugar. En el mostrador había varios cajones en los que se guardaba, entre otras cosas, el libro de registros y la llave maestra de la pensión. La recepción era una estancia diminuta separada por una puerta de cristales oscuros del resto de la casa, un típico piso barcelonés, con las habitaciones dispuestas a lo largo de un pasillo estrecho, al final del cual estaba el comedor, una habitación grande con una galería acristalada. A un lado, la cocina y el baño.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse el nuevo de la veintidós? —le pregunté a mi madre en la cocina.

—Cuatro semanas.

No dijo un mes sino cuatro semanas. La semana era su unidad temporal. La mía era más larga y tenía que ver con el esfuerzo que costaba conocer a un huésped nuevo. Y conocer significaba más que saber su nombre, la procedencia y qué hacía en Barcelona. Significaba que quedaba bajo mi amparo.

Cuatro semanas, ¿valía la pena cuidar de alguien que viviría cuatro semanas en la pensión? Tampoco era propiamente vivir en la pensión si permanecía tan poco tiempo. Durante un mes no se vivía en ninguna parte, se dormía y se comía, pero no se vivía. ¿Merecía que me hiciera cargo de él? ¿Valía la pena el esfuerzo? Una buena parte de los huéspedes eran emigrantes que venían a buscar trabajo en las fábricas y que se marchaban cuando decidían quedarse definitivamente y se traían a la familia, por eso solían permanecer por lo menos tres o cuatro meses, por lo general medio año, aunque a algunos los derrotaba la añoranza y decidían regresar a su pueblo. Recibíamos también viajantes comerciales y algunas veces huéspedes pasajeros que pernoctaban uno o dos días. Pero todos, incluso los que solo dormían una noche en la pensión, tenían algo que me interesaba.

—¿De dónde es? —quise saber, imponiendo mi voz a la del locutor de la radio.

—De un pueblo de Albacete.

—¿Cómo se llama el pueblo?

—Lali, hija, míralo tú en el registro.

A mi madre le era indiferente de dónde provinieran los huéspedes, para ella solo era importante saber cuánto tiempo permanecerían porque suponía tranquilidad económica. A mí me interesaba más de dónde venían porque mi padre los coleccionaba desde que había abierto la pensión.

Había sido el 20 de septiembre de 1945, un mes después de su boda y de que mi padre colgara el cartel, algo torcido, de Pensión Leonardo. Mi madre ya estaba embarazada de mi hermano Jaime. Yo nací un 20 de septiembre, a los ocho años de la fundación. El primer huésped fue un viajante comercial de Madrid. El primero venía de la capital, mi padre vio un buen signo en ello.

Compró entonces un enorme mapa de España en el que aparecían también los nombres de muchos pueblos y lo colgó en el pasillo, justo detrás de la puerta de acceso al piso, donde los huéspedes no pudieran verlo. Para ello habrían tenido que ir más allá del mostradorcito de la recepción, algo que no sucedió nunca. Jamás un huésped entró en nuestra casa. El mostrador era una frontera inviolable. Tal vez Eladio Nin llegara a cruzarlo en sus últimos años, pero entonces yo ya no vivía en el piso de la calle Magallanes. En todo el tiempo que puedo recordar, los huéspedes, incluso los más queridos, se quedaron siempre al otro lado. No creo que ninguno de ellos supiera del mapa que se escondía en un rincón oculto a su vista.

—Hay gente a quien puede que no le guste ser un alfiler —decía mi padre.

Por eso siempre esperaba a que el nuevo huésped hubiera abandonado la recepción antes de clavar un alfiler en su localidad de origen. San Nicolás del Puerto, Trujillo, Jaca o La Almunia de Doña Godina eran nombres familiares en casa.

Lo anotaba también en un cuaderno, ya que podían venir hombres de la misma población y entonces usaba alfileres de colores para indicarlo. Blanco era uno, verde eran de dos a cuatro, amarillo eran de cinco a nueve, rojo diez y negro eran quince. Solo Badajoz y Huesca habían alcanzado ese color.

El cuaderno de mi padre era muy diferente a mis libretas del colegio. Las páginas de las mías eran pautadas, lineadas o cuadriculadas y el papel se arrugaba o se rompía cuando se borraba por segunda vez. El cuaderno de mi padre tenía las hojas en blanco, lo que desde mis primeros intentos de escribir me pareció la máxima expresión de la escritura adulta. Las tapas eran negras, de cartón grueso, y el lomo estaba recubierto por una tira de lino recio de color azul oscuro. Era una libreta para toda la vida, un registro eterno de nombres efímeros. El nombre con los dos apellidos se anotaba a la izquierda; en el centro de las columnas de líneas invisibles, las fechas de entrada y de salida; la población la apuntaba a la derecha. Debajo del pueblo o de la ciudad un numerito que indicaba cuántos más había ya de ese lugar. Los nombres de los viajantes que volvían regularmente a la pensión se repetían, pero no añadían números a la población a no ser que cambiaran de domicilio.

Hubo uno al que mi padre llamaba el Zíngaro porque se mudó muchas veces, nunca supimos por qué. Era un representante de productos cosméticos que primero fue de Soria, después de Cocentaina, más tarde de Navalmoral de la Mata, de Cuéllar y de Burgos.

Y una vez, cuando era de Burgos, aunque había reservado una habitación, no apareció y nunca más volvimos a saber de él. Fue una pena. Por más que a mi padre todos esos movimientos casi le dieran vértigo, también le proporcionaron algunas alegrías con lugares que le faltaban en el mapa.

Me gustaba ver su cara de satisfacción cuando podía clavar un alfiler nuevo en una zona poco cubierta o en una población desnuda entre alfileres de varios colores. Salí rauda de la cocina para mirar en el libro de registros de la pensión de dónde era el huésped nuevo de la habitación 22.

—No te entretengas mucho, que hay que poner la mesa.

Fecha de entrada: 26 de enero de 1965. Nombre: José Manuel Sánchez Royo. Población: Yeste. Provincia: Albacete.

Miré en el mapa. Yeste no tenía alfiler. Saqué uno blanco de la cajita donde los guardaba mi padre para dejárselo preparado, pero después pensé que a él le gustaría poder llevar a cabo el ritual completo. Lo metí de nuevo en la caja y la devolví al cajón para que el momento de clavar la aguja aún se retrasara unos segundos más.

Eché un vistazo al mapa, al hueco de Yeste, que se había convertido en el lugar más atractivo. Cerca había un alfiler blanco en Riópar. La capital, Albacete, tenía uno verde. Uno amarillo estaba clavado en Murcia. Estaba algo torcido, lo puse recto. Recorrí con el dedo la distancia entre Albacete y Murcia y señalé el alfiler virtual que marcaría Yeste.

A veces trazábamos rutas con el dedo sin tocar las cabezas de los alfileres y nos preparábamos para un supuesto viaje con los exámenes sorpresa de mi padre, quien, en cualquier momento y sin aviso, nos podía preguntar:

—¿Dónde está Tomelloso?

—En Ciudad Real.

—¿Dónde está Madroñera?

—En Cáceres.

Teníamos un catálogo de los viajes posibles. A veces nos decía que haríamos uno a los pueblos de alfiler rojo; otras, que recorreríamos los amarillos; otras, que seguiríamos un trayecto multicolor, una localidad roja, después una amarilla, después una verde.

—Como un semáforo —decía mi padre.

Y después otra vez rojo, amarillo, verde.

Sabíamos que no sucedería nunca, pero no lo decíamos. Cada familia guarda su repertorio de silencios compartidos.

Regresé al comedor para poner la mesa, atenta todo el tiempo a escuchar los pasos de mi padre subiendo la escalera.

Por fin abrió la puerta, dejé caer los cubiertos sobre la mesa y le salí al encuentro gritando:

—¡De Yeste! ¡El nuevo es de Yeste!

Mi padre ni detuvo el paso al responder:

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué no has puesto el alfiler?

—No he tenido tiempo de subir en toda la mañana.

—¿Lo ponemos ahora?

—Ahora no. Primero comemos.

—Pero…

—¡Lali! ¡Bernardo! ¡A la mesa!

La llamada de mi madre no me dejó terminar mi conato de protesta. Tampoco habría servido de nada porque mi padre ya se estaba lavando las manos. Las comidas en nuestra casa eran en extremo puntuales. Al terminar, mis padres tenían que bajar para atender a los parroquianos de Comidas Luciano, de modo que tampoco hubo tiempo para el alfiler tras el almuerzo. Mercedes y yo recogimos la mesa. Después también ella desapareció. Me tocaba a mí fregar los platos, algo que detestaba hacer en casa tanto como me gustaba en Comidas Luciano. En casa me dejaban sola con los platos sucios de toda la familia, mientras que en Luciano siempre había gente que me veía haciéndolo y a veces me alababan por ello.

Habría sido más fácil y cómodo que nosotros comiéramos también en Luciano, pero mi padre no lo quiso. Ni los huéspedes entraban en casa ni la familia compartía su vida con ellos.

Tras fregar los platos me entretuve un rato mirando el mapa. Saqué otra vez el alfiler blanco de la caja, lo acerqué al punto que marcaba la ubicación de Yeste, después al inicio del nombre del pueblo, rocé la palabra «Yeste» con la punta del alfiler, pero no me atreví a clavarlo. Estuve jugueteando así hasta las tres menos cuarto, cuando tuve que aceptar que mi padre no iba a subir a poner el nuevo alfiler.

Ofendida, me marché sin pasar por Comidas Luciano para despedirme.

—Tenemos uno nuevo —le dije a Amado a modo de saludo en la esquina.

—¿Cómo es?

—Aún no lo he visto. Espero hacerlo esta noche.

Ese día a la salida no me quise demorar porque quería estar pronto en casa y poner el alfiler en un pueblo nuevo con mi padre. Dejé a Amado, no sin antes prometerle que le contaría todo lo que pudiera averiguar del nuevo huésped, y me marché rápido a casa.

Entré en la recepción, me acerqué al mapa y descubrí que en algún momento mi padre había clavado el alfiler blanco en Yeste. No me había esperado.

Habría querido castigarlo con mi ausencia y no bajar a Comidas Luciano, pero dos razones me disuadieron de ello. La primera era la posibilidad de que no la notara, como cuando en una ocasión decidí hacer voto de silencio y lo tuve que romper a las pocas horas porque nadie parecía darse cuenta de la falta de mi voz. La segunda eran las tostadas con aceite y azúcar que me preparaba Luciano para merendar.

Bajé.