23

En abril sucedió lo impensable.

Zunzunegui regresó de su viaje y, al entrar a buscar su llave, le dijo a mi padre:

—Nicolás, esta vez será la última cuenta. Me voy.

Mi padre, en lugar de protestar, en lugar de frenarlo diciéndole que no podía marcharse de casa, le preguntó:

—¿Te vuelves a Bilbao?

—No. Me voy a vivir a Grecia.

Abandoné corriendo mi habitación y llegué a la recepción justo en el momento en el que mi padre salía de detrás del mostrador y abrazaba a Zunzunegui.

—Así que nada de un amor en cada puerto.

El vasco respondió solemne:

—Para mí solo habrá un puerto, Atenas.

—¿Tienes trabajo?

¿Por qué le preguntaba mi padre esas tonterías? Tenía que decirle que en Barcelona también había un puerto y que no podía marcharse de casa.

—Una naviera española me ha ofrecido trabajar allí para ellos ahora que hablo un poco el idioma.

—¿No echarás de menos salir a navegar?

—Heleni tiene un barco de pesca que fue de su padre. Con eso me bastará.

Heleni. Así se llamaba la que nos arrebataba a Zunzunegui.

—¿Y nosotros? —pregunté desde la puerta.

No me habían visto y se sobresaltaron al oír mi voz.

Zunzunegui me miró.

—Pues vendréis a verme, ¿no?

No había entendido mi pregunta.

—¡No iremos! —grité.

Me acerqué al mapa de mi padre y empecé a arrancar alfileres.

—Tampoco iremos nunca a Galera ni a Chodos ni a Socuéllamos ni a Teruel ni a ninguna parte.

Salí del piso y me marché corriendo escaleras abajo, pero estaba llorando y no quería que me viera nadie, ni en la calle ni en Luciano. Volví a subir de puntillas. Pasé de largo de nuestra puerta. Seguí hacia arriba, hasta el tercer piso y me quedé sentada en el último escalón ante el rellano, como si quisiera impedir que Zunzunegui pasara para llevarse sus cosas.

Unos minutos más tarde escuché que se abría la puerta de nuestra casa y las voces de mi padre y el vasco. Hablaban en voz baja, hablaban de mí. En el rellano los pasos se separaron. Los que bajaban eran los de Zunzunegui. Los que subían eran los de mi padre.

Cuando llegó al penúltimo rellano se quedó mirándome con tristeza. Se había puesto el parche con el 47 bordado. Incluso desde esa distancia podía apreciar que no estaba muy bien hecho y que era algo ridículo. Tendió la mano hacia mí.

—Ven, Lali, que vas a coger frío ahí sentada.

Me levanté. Cuando llegué a su altura, me dio la mano y bajamos. No cabíamos bien por la escalera, así que yo quedaba siempre un escalón por encima, pero no quería soltarle la mano. Entramos en casa.

Los alfileres estaban colocados encima del mostrador.

Sin que él me dijera o pidiera nada, los cogí y uno a uno los clavé de nuevo en su sitio. Él estaba detrás de mí, mirándome, y yo no podía dejar de sentir cierto orgullo por ser capaz de colocar cada alfiler en su lugar exacto sin vacilación. Cuando terminé, mi padre se puso a mi lado.

—Un día iremos de Galera en Granada a Socuéllamos en Ciudad Real y de Socuéllamos a Chodos en Castellón y finalmente pasaremos por Teruel. El viaje se llamará la Ruta Lali. Y ¿sabes lo mejor? Después volveremos a Barcelona y desde aquí cogeremos un barco hasta Atenas para ir a ver al profesor Zunzunegui. ¿Qué te parece?

—Muy bien —respondí tragándome las lágrimas.

Mi padre me pasó la mano por el pelo y dijo también:

—Muy bien, Lali.

En su última estancia en Pensión Leonardo, Zunzunegui no contó historias sacadas de los libros, sino historias viejas y verdaderas. Cada noche, historias reales de sus viajes, como la de los perritos de porcelana en Hamburgo.

—¿Sabéis lo que me llamó la atención en todos mis viajes a Hamburgo? Que en muchas ventanas, no hubiera cortinas y la gente pusiera allí perritos de porcelana.

—No los hacía tan cursis a estos alemanys —dijo Nin.

—Los perritos lo parecen, pero no lo son. Los traen de Londres donde, cuando prohibieron la prostitución, las putas escondieron el negocio diciendo que vendían perritos de porcelana. Los clientes siempre se llevaban uno y así, además, tenían un regalo para la mujer al volver, para hacerse perdonar, supongo. En este mundo todo acaba por tener un sentido.

Las risas de los que jugaban la partida celebraron la historia.

La palabra «puta» era otra de las que me confundían. Sabía lo que era una puta, sabía que Dorita lo era, pero me perdía cuando en otras conversaciones que, como esa, no estaban destinadas a mis oídos, se decía de alguna mujer del barrio que lo era o que lo había sido después de la guerra.

La palabra estaba en la lista de expresiones que, según mis padres, Luciano y Peret, no debían pronunciarse en el bar en mi presencia; por eso mientras Zunzunegui contaba sus historias de putas en Inglaterra traté de fingir que estaba muy atenta al televisor. Daba la espalda al grupo de jugadores y tenía la cabeza levantada como si mirara la pantalla, cuando en realidad estaba echando las orejas hacia atrás. Supongo que me delató la poca naturalidad de mi postura, ya que cambiaron de tema, no sin que antes Zunzunegui le pusiera colofón:

—Nunca sabe uno de dónde procede lo que nos regalan. Pero no tienes que olvidar que siempre hay detrás una razón de ser.

Me acordé dolorosamente de la casa de Julia, de las figuritas de porcelana. ¿Qué querría hacerse perdonar su padre con esos regalos? También me pregunté qué me podrían regalar a mí para hacerme olvidar o paliar un poco el dolor de la pérdida de Zunzunegui. Aún creía, como él, que el mundo tenía algo similar al sentido y empecé a abrigar la esperanza de que me llegara alguna compensación, un regalo.

Al día siguiente, camino del colegio le conté a Amado lo de los perritos de porcelana y las putas inglesas. Lo que no le dije era que entre los nombres de mujeres del barrio que había oído denominar así estaba el de su madre.