9
—Los suicidas siempre se quitan las gafas.
Mi madre se lo explicaba a mi padre. Repetía las palabras de la del colmado quien, a su vez, repetía lo que le había contado alguien en la pescadería, quien, por su parte, aseguraba que eran las palabras literales del policía.
—¿De qué policía? —preguntó mi padre.
—El que vino para bajar al muerto.
Quién era el muerto sí lo sabía mi padre, lo sabíamos todos. Era Ballester, el sastre de la calle Margarit, el que le había hecho los dos trajes que tenía.
Lo habían encontrado en la trastienda colgando de una viga del techo, ahorcado con una corbata de seda. Se decía que tenía muchas deudas. Como las deudas también implican acreedores, algunos lanzaron la idea de que lo habían matado.
—Por lo visto debía dinero a gente del hampa. Se lo gastaba en apuestas en el canódromo —contó Jaime durante la comida.
Como ya ganaba dinero, mi hermano tenía cada vez más opinión.
—Es absurdo. Si alguien te debe dinero, no lo matas. ¿Cómo te va a pagar si está muerto? —le replicó mi hermana.
Ella había heredado la lógica aplastante de mi madre.
Bernardo y yo comíamos y callábamos. Él, porque con cinco años, aún encontraba un plato de arroz más interesante que un muerto. Yo, porque prefería guardar el secreto de la verdadera razón de su muerte, la historia de amor que me había contado el viejo Costafreda.
El suicidio del sastre era también el tema de todos los parroquianos en Luciano y le había robado el protagonismo a Antonio con sus inflamados monólogos sobre la próxima celebración del 18 de Julio. El sastre se había colgado el jueves, el 15, lo habían encontrado al día siguiente, cuando uno de sus clientes se presentó por segunda vez para recoger un traje.
Detrás de la barra, mientras fregaba y secaba vasos, escuchaba los comentarios de los clientes:
—Pues lo tendrán que enterrar en un cementerio civil —decía uno con pesadumbre.
—El ataúd no puede entrar en la iglesia.
¿Sería uno de los del padre de Julia? Su familia era muy creyente, muy de misa. Pero no iban a dejar perder una venta. Igual le daban uno de un modelo especial, sin los trapecios de varillas alrededor de las asas.
—Menos mal que no dejó familia —comentó Peret, mientras retiraba los platos de una mesa.
—Igual por eso se mató, porque no tenía.
—Pero ¿es seguro que se mató? Ya sabéis lo que se decía de las deudas…
—Debía dinero a gente que no se anda con bromas.
—Pero se quitó las gafas —intervino mi madre mientras servía los segundos platos a un grupo de tres comensales.
—Eso suelen hacerlo las personas que se matan —añadió Peret.
—¿No podemos hablar de otra cosa? —preguntó el abuelo Bernardo desde la barra donde tomaba café.
—No —le respondió mi madre—. Si tenemos ganas de hablar de esto, hablamos.
Mi padre tal vez lo habría defendido, habría mirado a mi madre para pedirle que no fuera tan brusca con él y menos aún en público. Pero estaba en la cocina, así que el abuelo Bernardo no contaba con su aliado.
Cuando mi padre entró en el comedor con los platos para una de las mesas grandes, el abuelo Bernardo ya había subido enfadado a su habitación.
Yo me sentía culpable por no haberlo defendido, pero el sentido común me dictó que era mejor permanecer callada. Me imaginé que haría lo mismo que yo cuando estaba harta de todos y que dibujaría y recortaría figuras y vestidos. Se me ocurrió entonces cómo compensarlo.
Aún me quedé una hora en Comidas Luciano hasta que los detalles sobre el suicidio del sastre empezaron a repetirse demasiado incluso para la mente morbosa de una niña de mi edad.
Salí. El calor de julio aplastaba la ciudad, caminar por las calles era sumergirse en la humedad; la empapaba, desde el puerto hasta el Tibidabo, una fina capa de sudor que se pegaba en las manos dejando una pátina de suciedad.
Caminé a buen paso para llegar al teatro Apolo, la mala conciencia es un motor muy potente. Con el mismo impulso me dirigí a uno de los empleados y le expliqué lo que quería. Me miró muy asombrado. Una niña larguirucha, con el pelo recogido en una coleta y un flequillo demasiado corto, le estaba pidiendo fotos de una de las vedettes para su abuelo. Entonces añadí:
—No es para mí, es para mi abuelo, que se ha llevado un disgusto.
El hombre se echó a reír.
—Si es así, espera —me dijo.
Se marchó al interior. Me quedé en el vestíbulo. Al cabo de un rato volvió con otro hombre que me miró muy sonriente. El empleado le habría contado lo que le había pedido y se notaba que habían estado riéndose juntos. Permanecí impasible a pesar de la vergüenza y fui recompensada; el segundo hombre se acercó a mí con un sobre cerrado y me lo entregó.
—Toma, monina. Tu abuelo se pondrá muy contento. Ya verás cómo se le pasa el disgusto. Pero no abras el sobre.
Les di las gracias y me marché empujada por sus risas a mis espaldas.
«Pero no abras el sobre».
Lo peor que me podrían haber dicho.
Con el sobre en la mano, empecé a hacer el camino de vuelta. La advertencia de que no lo abriera me desvió. Como guiada por una mano invisible, llegué a casa de Amado.
Su madre me abrió con cara de enfado porque la había despertado de la siesta. Ni me saludó, dejó la puerta abierta, se dio media vuelta y se dirigió tambaleante a su dormitorio.
—Cierra bien. Amado está en su cuarto.
Estas pocas palabras dejaron un rastro de vino en el pasillo.
Encontré a Amado leyendo un libro de cuentos de fantasmas.
—Pensaba que hoy ya no vendrías.
Le enseñé el sobre y le conté la historia. Nos sentamos uno al lado del otro en su cama. Sin querer, roce con el tacón del zapato izquierdo el orinal que tenía debajo, tal vez con la esperanza de dejar de mojar las sábanas; ambos fingimos no haber oído el golpe.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
Primero, repitió lo que ya había hecho yo, tocó el sobre y lo dobló un poco para apreciar el grosor del contenido.
—Por lo menos hay tres fotos dentro.
—¿Por qué me habrá dicho que no lo abra?
—Porque no es para ti.
Ambos sabíamos que esa era solo la razón aparente. Mirábamos el sobre esperando que se nos ocurriera una buena excusa para abrirlo.
Amado tuvo la idea.
—Imagínate que han puesto fotos de hombres.
—¿Hombres?
—El ilusionista o un galán.
Una burla cruel. El abuelo Bernardo se sentiría humillado. Evitarle un chasco. Ya teníamos una razón de peso para abrir el sobre.
Lo hizo Amado y sacó cuatro fotos boca abajo. Las volvimos una a una. Las tres primeras eran perfectas, en cada una aparecía una vedette de cuerpo entero en mallas con los brazos en jarras, como las que parecían ser las favoritas del abuelo Bernardo. Al girar la cuarta, Amado enrojeció de inmediato y puso la foto boca abajo. Al momento se la quité de las manos, la miré y enrojecí también. La mujer de la foto, una de las vedettes del Apolo, estaba completamente desnuda.
A los dos nos ardía el rostro con tal intensidad, que si nos hubieran acercado una cerilla, se habría encendido del mero contacto. Noté entonces que mi rodilla izquierda tocaba la de Amado, la aparté en un movimiento brusco y golpeé otra vez el orinal. Se repitió el sonido y repetí también la pregunta:
—¿Qué hacemos?
Amado tenía los ojos fijos en el reverso de la foto, como si a través del papel pudiera ver los pechos desnudos de la mujer. Antes de que muriéramos de combustión espontánea, propuso:
—Llévale a tu abuelo solo estas tres.
—¿Y la otra?
—La otra no.
—Eso ya lo he entendido. Quiero decir qué hacemos con ella. ¿Romperla?
—Esconderla.
—¿Dónde?
—Yo me encargo.
—¿Y si te pilla tu madre?
Se encogió de hombros. ¿Qué le podía pasar? ¿Qué podía empeorar su situación? Nada.
Metí las fotos en el sobre y me marché a casa. Subí a la habitación del abuelo Bernardo. Ya se había marchado. Deslicé el sobre por debajo de la puerta. Después de hacerlo, caí en la cuenta de que no le había puesto ninguna nota. ¿Cómo iba a saber que era un regalo mío?
Volví a verlo después de la cena en Luciano. No me acerqué a él porque estaba en la mesa de Antonio.
Al levantarse para regresar a su habitación, se acercó a mí. Estaba secando vasos detrás de la barra. Me hizo un gesto para que me acercara con él a la puerta y pudiéramos hablar o solas.
—Gracias, Lali. ¿De dónde las has sacado?
Se lo expliqué.
Antes de marcharse me devolvió el sobre. Lo abrí al instante. Dentro había una hoja con una muñeca recortable. Lo mejor era que en otro papel me había dibujado un vestidito para esa muñeca, un vestido de princesa con lazos y puntillas, que se veía dificilísimo de recortar.
—A tu madre y a su hermana también les dibujaba muñecas y vestidos cuando eran pequeñas.
Esa noche las figuras no tuvieron la ocasión de darme miedo porque pasé los momentos de vela con los ojos cerrados, recorriendo en mi mente las filigranas del vestido que él había dibujado solo para mí. ¿Por qué mi madre nunca me había dicho que a ella también le gustaban las figuras recortables cuando tenía mi edad?
Porque tenía que ver con la larga ausencia de su padre en nuestra vida. Decidí que no le enseñaría lo que me había regalado el abuelo Bernardo.