20
Unos días después sonaron de nuevo los pasos extraños en la escalera. Esta vez me levanté de un salto de la cama, me acerqué a la entrada y pegué el oído a la madera de la puerta. Percibí el clic del mechero y la cancioncilla. No la silbaba, no podía hacerlo con un cigarrillo en la boca, sino que la hacía resonar en la garganta como un zumbido. Subió hasta el segundo piso, donde una de las puertas se abrió sin que tocara. Lo esperaban. No se oyeron voces. La puerta se cerró y la escalera quedó en silencio.
Decidí permanecer allí de guardia hasta que bajara de nuevo. Pero tardó tanto que en algún momento me dormí apoyada en cuclillas contra la puerta. Me desperté desconcertada y entumecida al darme un cabezazo contra la madera. Me levanté con dificultad; las piernas me dolían y no me respondían. Al entrar en nuestro dormitorio, tropecé con una de las patas de la cama de Mercedes. La desperté.
—¿Qué haces?
—Escuché un ruido.
—Tú y tus ruidos. ¿Quién era esta vez? ¿La charcutera loca?
Mi hermana no podía ver la mirada fulminante que le lancé.
Se había sentado en la cama, lo que significaba un breve lapso de lucidez. Tenía dos opciones para aprovecharlo, mandarla al diablo o hacerle unas preguntas antes de que se hundiera de nuevo en el sueño:
—Mercedes, si mamá le tiene tanta tirria al abuelo, ¿por qué le pusieron su nombre a Bernardo?
—No fue idea de ella, fue papá. Como era niño, se le ocurrió ponerle el nombre del abuelo materno. Mamá quería que se llamara Benjamín.
El nombre que te hace para siempre hermano pequeño y último. Habría sido un buen nombre, Bernardo era la quintaesencia del hermano pequeño como Jaime lo era del primogénito.
—¿Y por qué mamá no le dijo nada?
—Después del parto estuvo muy mal, muy débil. ¿No te acuerdas de que pasó muchos días enferma?
Vagamente. También que Bernardo había nacido en un hospital, no en casa como nosotros tres.
—La comadrona la mandó al hospital porque el parto era complicado y la tuvieron ingresada más de tres semanas. Hasta tuvieron que hacerle transfusiones.
—¿Y cómo se le ocurrió a papá ponerle el nombre del abuelo Bernardo?
—Porque papá no sabía.
—No sabía, ¿qué?
Con Mercedes cuando se despertaba del sueño era como con los genios que salían de las lámparas mágicas. Solo tres deseos, solo tres preguntas. La última la había contestado con los ojos casi cerrados; a la cuarta, si es que llegó a escucharla, le siguió un sonido que empezó como si me chistara para hacerme callar y acabó en una inspiración profunda de sueño.
Mi madre siempre se opuso con vehemencia a que a mi hermano lo llamaran Bernardito. Frenó cualquier intento de diminutivo, contra el impulso natural de reducir ese nombre. Bernardo es un nombre que necesita que su propietario haya superado por lo menos el metro y medio. Era demasiado para un bebé recién nacido. Ber-nar-do. Todos los nombres que empiezan con «be» son densos, barrigones: Berta, Basilio, Bibiana. Si además tiene tres sílabas y acaba en «do», resulta tan pesado que aplasta a quien lo lleva, a no ser que este tenga cierta consistencia.
Bernardo no la tenía. Fue un bebé tardío, fruto de un cuerpo más experimentado en la maternidad, pero también más desgastado. Fue un bebé pequeño, delicado, calvo por completo y con unos ojos tan enormes que no parecían caberle en la cara. A ese pedacito de carne lo llamaron Bernardo en un momento de debilidad por su parte. Ella, que nunca estaba enferma ni cuando lo estaba, había aflojado en el momento crucial, había bajado la guardia y alguien había cometido un error irreparable.
Ahora entendía que mi madre se negara a que lo convirtieran en un Bernardito, un Bernardo segundo. Habría significado otorgarle a su padre el primer lugar. Y eso no podía ser. El primer Bernardo era su hijo. El abuelo Bernardo no era ni el primero ni el segundo, para ella era una perturbación.
No solo le molestaba la presencia, algunas de las costumbres del abuelo Bernardo, como la de recoger objetos que encontraba por la calle con los que iba llenando su cuarto, la enfurecían.
—Parece un trapero —decía rabiosa.
Nunca había ocultado su menosprecio por esa profesión, un desdén al que los rumores en el patio de la escuela habían soldado la sospecha de que el trapero que recorría nuestro barrio era, además, un raptor de niños, el hombre del saco en persona.
—Traperoooo. Compro papel, botellas, trapos, paraguas, muebles. El traperoooo.
Era la cantinela con que se anunciaba por las calles; lo acompañaba una campana que colgaba en el carro que sonaba al vaivén del paso de la mula roñosa que tiraba de él. El grito del trapero parecía haber dictado la recolección del abuelo Bernardo.
Eran trastos feos que ni con la mejor voluntad podían adquirir una dimensión evocadora: un cesto de la compra medio desfondado, una silla coja de enea en la que apilaba la ropa, revistas, para recortar suponía yo, incluso un paraguas al que le faltaba una varilla. Mi madre lo toleraba a regañadientes, hasta que una vez lo vio subir las escaleras con una jaula de pájaros.
—¡No! Animales no quiero en casa.
—Si no…
—Vacía tampoco. ¡Qué asco! Si todavía hay restos de mierda de pájaro dentro. No, padre.
Él salió otra vez a la calle con la jaula y la devolvió al lugar en el que la había encontrado.
Esos momentos de debilidad del abuelo Bernardo, sus claudicaciones me desasosegaban y procuraba negarlos. En él quería ver al hombre grande y fuerte, el capitán pirata que, además de escucharme, prometía nutrirme con más historias. Aún no me había contado apenas nada ni de su vida ni de mi madre ni de la familia en el pueblo. Me faltaba mucho. Seguía con hambre.
Como si quisiera aprovechar los días que aún nos quedaban antes de que acabaran las vacaciones escolares, el abuelo Bernardo buscaba nuevos lugares para pasear conmigo. No solo íbamos al mercado de San Antonio, sino también a los Encantes en la plaza de las Glorias, con los puestos llenos de todo tipo de objetos, muchos de dudosa procedencia.
—Tienes el alma de trapero de tu abuelo —decía mi madre cuando le mostraba entusiasmada algún hallazgo que él me había regalado.
—Sí —respondía yo con una sonrisa de felicidad.
En una ocasión fuimos a la plaza Real y recorrimos los puestos de sellos y monedas, pero no prendió la chispa de la acumulación obsesiva:
—Tenemos almas de traperos, Lali, no de coleccionistas —dijo él.
En esos largos paseos, más dilatados porque no cogíamos ni el autobús ni el metro para así tener más dinero para las compras, se produjo por fin el milagro: empezó a contarme cosas de él, del pasado.
Me habló del pueblo, cuya imagen creció como si desdobláramos un mapa, no muy grande, pero cada vez más completo. Me habló de la guerra, de sus padres, de su mujer, de su otra hija. Y de un hijo, Joaquín, el mediano, que había muerto de niño de meningitis. Con seis años, la edad que tenía Bernardo.
—Tu tío Joaquín tendría ahora cuarenta años.
Como la mano infantil de Peret soldada en la chapa de algún autobús, me perturbaba la imagen de tener un tío de seis años, ya que, por más que el abuelo Bernardo calculara qué edad habría tenido en la actualidad, había muerto en la infancia. De meningitis, la misma enfermedad que había dejado la mente de Dorita también perdida en algún lugar de la niñez mientras su cuerpo se había convertido en el de una mujer. Entendí entonces por qué mi madre la toleraba en el bar.
—Como se nos murió Chimo, tuvimos a Carmen. Otra niña. Después ya no vinieron más.
Lo dijo en un tono resignado, amargo, que dejó una mancha de vinagre en el tejido del pasado, que ya no era un lienzo blanco, sino una tela sobre la que las historias del abuelo Bernardo bordaban día a día nuevos motivos.