10
A la mañana siguiente salí de casa y me acerqué a la calle de Amado; un ritual que repetía ya con desesperanza y del que regresaba apesadumbrada tras ver una vez más la odiosa sábana con la mancha amarilla.
Ese día no.
Anunciando que iba a ser una jornada de calor aplastante, sin brisa, la sábana colgaba lacia, y cubría los geranios más altos. Impoluta. Crucé a la acera de enfrente para cerciorarme. Nada. Ni una mancha ni un cerco. La sábana blanca era una bandera que anunciaba el inicio de una nueva era, la paz entre Amado y su madre. ¿Por qué, si no, la habría colgado la señora Jesusa?
Me fui dando saltitos a casa. Se lo conté a mi madre mientras la ayudaba en la casa. No compartió mi euforia.
—Ya era hora —fue su comentario—. La pobre Jesusa estará aliviada.
¿Cómo que la pobre Jesusa? ¿Y Amado? ¿De parte de quién estaba? ¿En qué quedábamos? ¿No era ella quien siempre reprochaba a la panadera que humillara de ese modo a su hijo?
Le dediqué el resto del tiempo un silencio hosco.
Ni se dio cuenta, estaba más pendiente de la radio, comentando lo que decían. La maldita radio. Siempre hablando o poniendo música y ella respondiendo. ¿Por qué creía mi madre que hablaban solo para ella?
Mi madre siempre fue una persona de la palabra hablada. Aunque a veces leía novelitas de amor, le gustaban más los seriales. Las noticias de la prensa le llegaban por el azar de las hojas de periódico que ponía sobre el suelo recién fregado. Apenas prestaba atención a la televisión, ni siquiera cuando años más tarde tuvimos una en el piso. El mundo le entraba por los oídos, pero para mí era difícil hacerme escuchar. Y cuando lo lograba, tenía que medir mis palabras, ya que alguna de las que ella cazaba al vuelo las afilaba en la muela del sarcasmo y me las arrojaba de vuelta. Preferí callar una vez más.
Después de la comida salí a la calle y me dirigí a casa de Amado a la hora habitual. Él lo esperaba y me salió al encuentro dos calles antes. Sonrió al verme. Estaba pálido y ojeroso.
—¿Por dónde empezamos? —me preguntó antes de que me diera tiempo a felicitarlo.
—¿Por dónde?
—Sí. ¿Vamos primero a jugar con Agus al pañuelo, salvamos niños de los Rafecas, vamos a espiar a los de las barracas, vamos a la casa de la bruja a robar peras, vamos…?
Las historias que le había contado durante sus semanas de reclusión retornaban aumentadas por la lupa anhelante de Amado. Le brillaban los ojos al recordarme que, en el juego de robar el pañuelo, Agus, un chicarrón grande y fuerte, que ejercía como una especie de maestro de ceremonias en muchas de nuestra actividades, hacía ponerse una careta de mono a los perdedores; volvía a reírse al acordarse de la nariz prominente de Inma, de la calle Salvá, asomando por el hueco de la careta de cartulina, amenazando con romper la goma elástica que la sujetaba. Quería conocer al chico nuevo que reventaba peonzas y afilaba la suya en los muros de la iglesia de Tapiolas. Se emocionaba ante la perspectiva de que los niños de las barracas nos persiguieran Montjuïc abajo y tuviéramos que escondernos entre los matorrales del parque o fingirnos miembros de alguna de las familias que paseaban o se dirigían al parque de atracciones. ¡Qué bien me había quedado esa historia! Contaba cuántas peras le robaría a la mujer de la Satalía, sin saber que el huerto no lo habíamos pisado nunca, que nos habíamos limitado a merodear por la tapia intimidados por el perrazo demente que al otro lado contaba nuestros pasos para ladrar siempre al tercero.
—¿Por dónde empezamos?
—¿Quieres un Cacaolat?
Recordé cuánto había disfrutado la atención de Luciano. Aceptó entusiasmado.
Entramos en el bar. Había muchos parroquianos comiendo todavía o tomando cafés, todas las mesas estaban ocupadas. Nos sentamos en dos taburetes a la barra.
—¡Hombre! El prisionero de Zenda —lo recibió Luciano—. ¿Qué te pongo, chavalote?
Amado resplandecía de orgullo.
—Un Cacaolat. Un Cacaolat frío —respondió con aplomo.
Peret se acercó a él por detrás mientras tomaba el primer sorbo y le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ya te han soltado. Bien, bien.
Todos sabían por qué había estado encerrado durante tantos días, se lo había contado yo. Ahora agradecía que nadie lo mencionara de manera explícita y se limitaran a felicitarlo. Hasta mi madre le dijo mientras servía:
—Muy bien, Amado. Luciano, el Cacaolat es invitación de la casa.
—Por supuesto.
Nunca lo había visto tan feliz.
Aún no sabía cuánto había luchado por ese momento de felicidad frente a un vaso de Cacaolat frío.
Cada minuto del júbilo de Amado postergaba tener que admitir mis fabulaciones y, a la vez, hacía que temiera más enfrentarlo con la realidad de los juegos de verano. El abuelo Bernardo me salvó.
—Chavalín, ¿sabes jugar al dominó? —gritó con su vozarrón de capitán de navío desde su mesa. Ya había terminado de comer y mi padre le había retirado el plato y los cubiertos.
Amado respondió que sí.
—Quiero decir jugar de verdad —añadió el abuelo Bernardo—. No poner las fichar unas detrás de otras, sino pensando, con estrategias.
Amado negó con la cabeza.
—¿Quieres aprender?
Otra vez sí.
—Pues venga. ¿Tú también juegas, Lali?
Nos bajamos tan rápido de los taburetes que casi los tiramos al suelo.
Esa tarde no salimos a la calle a jugar. Amado no averiguó que no había caretas de mono ni campeonato de peonzas ni aventuras emocionantes en las laderas de Montjuïc. En su primera salida a la calle hizo gala de nuevo de su sabiduría de niño envejecido y se conformó con tomar un Cacaolat en el bar y aprender a jugar bien al dominó. Yo también aprendí. Mi abuelo nos enseñó muchos trucos.
Pero no trampas. Usó otra de sus expresiones para advertirnos.
—Las trampas hay que dejarlas para los tahúres argentinos.
Tahúres argentinos. Tahúr. Tardé en encontrar la palabra en el diccionario por culpa de esa hache inesperada.
Nosotros no íbamos a ser tahúres, aprendimos a jugar contando. Después se nos unió Nin y jugamos hasta que tuvo que volver a la obra. Entonces Amado me sorprendió porque dijo que él también tenía que volver a casa.
—Estoy muy cansado.
Me fijé de pronto en las ojeras oscuras detrás de las gafas. No estaba tan pálido como cuando lo había encontrado por la calle, la emoción del juego le había enrojecido las mejillas. Había ganado tres partidas, el abuelo Bernardo lo había llamado «campeón», Nin le había dicho que era «más listo que una ardilla». Los ojos le brillaban como si tuviera fiebre.
—Te acompaño —le dije.
Se despidió de todos.
—Mañana, si vuelves, más —le dijo Luciano.
Vi que por un instante la expresión de Amado se había oscurecido. Esperé a que estuviéramos en la calle para preguntarle qué le pasaba.
—Es que no sé si lo conseguiré mañana.
—¡Pues claro! Si lo has podido hacer una vez, lo puedes hacer dos y tres.
—No puedo pasar dos o tres noches sin dormir. Y si me duermo, me volverá a pasar, como al hombre del cuento que se morirá si se duerme.
Me explicó entonces que para no dormirse se había sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Y que, por si se dormía y se orinaba encima, había quitado la alfombra para no mojarla.
—Si me hubiera pasado algo, habría cogido el mocho y lo habría fregado.
—Igual puedes hacerlo otra vez y después el cuerpo se te acostumbra.
—Lo probaré.
Se metió en casa. No le quedaban fuerzas para más actividades ese día.
Yo tampoco tenía ganas de ir a jugar por la calle. Volví a casa y me dediqué a vestir a las muñecas de papel y a recortar unas revistas viejas que me había dado mi madre. El sonido de las tijeras cortando el papel brillante de las revistas del corazón me tranquilizó como siempre, sin borrar por completo el malestar, la inquietud que me causó recordar las palabras de Amado.
A la mañana siguiente, la sábana con la mancha amarilla ondeaba de nuevo. Me eché a llorar.
Amado se asomó al balcón, me había estado esperando, me sequé los ojos y lo saludé con la mano. Me devolvió el saludo y me preguntó:
—¿Dónde estaréis hoy después de la comida?
—En la plaza. Están haciendo obras.
—Esperadme.
—Pero…
—No vengas a buscarme, iré directamente.
Estaba claro, se escaparía.
Se metió de nuevo en el interior del piso. Me quedé un momento con la mirada fija en la mancha que proclamaba su derrota.