6
Lunes. Empezaba una nueva semana. En la que pasarían cosas. Siempre pasaban cosas, bien en la escuela, bien en la pensión, bien en la calle, pero ya no las podría atesorar para contárselas a Julia el fin de semana.
Y el abuelo Costafreda esperaría en vano con la historia de la vida de la persona enterrada esa semana en los labios. Una historia que quedaría para siempre sin contar. Sin orden, pues, sin rumbo.
Durante el desayuno no pude evitar comparar mi jornada con la de Julia. Ambas partíamos de un mismo punto, el barrio, y nos íbamos separando como si nos deslizásemos por hojas diferentes de una tijera abierta. Mientras yo desayunaba con mi madre y mis hermanos, Julia ya estaría de camino a la plaza de España. Cuando yo entraba en el patio embarrado del colegio nacional, ella cruzaba el portal modernista de las teresianas. Nosotras llevábamos nuestra ropa de calle y en el aula teníamos que ponernos una bata, un babi, como decían las maestras. Ellas vestían uniforme y salían de casa con él puesto. A ambas nos harían rezar el ángelus a las doce y, mientras que yo volvería a casa al mediodía, ella se quedaría en su escuela y comería con sus amigas. Después…, ahí detuve la tortura.
Así transcurrirían los días hasta que llegara el agujero en que se había convertido el siguiente fin de semana. A no ser que Julia se arrepintiera y me mandara un mensaje, una notita, como en las novelas, reclamándome. O tal vez, me imaginé, viniera a buscarme a casa; por primera vez vendría ella a buscarme a mí. Que las palabras con que me despidió lo hicieran más que improbable, no impidió que por la noche me recreara en posibles variantes de la escena, que culminaban en mi magnánimo perdón y una reconciliación, cuyos guiones me llenaron los ojos de lágrimas, sobre todo la versión en la que era el abuelo de Julia quien venía a buscarme porque él también me echaba de menos.
Esa primera mañana me sentía como si todo a mi alrededor se hubiera vuelto más pesado y ralentizara mis movimientos. Gracias al instinto depredador que se desarrolla al tener hermanos, Bernardo aprovechó mi lentitud para robarme una de las galletas María que mi madre ponía en montoncitos iguales delante de nuestros tazones de leche con Cola Cao. La devoró con tal avidez que se atragantó, empezó a toser y llenó el hule de migas. Su tos, aparatosa como todos sus ruidos, las quejas asqueadas de Mercedes, la regañina de mi madre me llegaban lejanas, filtradas por la gelatina que me envolvía. También la advertencia apremiante que me obligó a levantarme de la mesa cuando ya pasaba de la hora de salir hacia la escuela:
—Lali, que vas a llegar tarde.
Salí y caminé con piernas pesadas, aplastada por el peso de la cartera con los libros.
Amado ya llevaba un rato en la esquina de siempre. Estaba aterido de frío por culpa de mi retraso, pero no se quejó.
Aunque vivía en la calle Tamarit, bastante cerca de la escuela, daba un rodeo y me recogía cada día. Íbamos juntos hasta el colegio en la calle Lérida, nos separábamos en la puerta del patio y nos reuníamos allí a la salida para separarnos de nuevo en nuestra esquina. Por la tarde, después de merendar en casa, nos encontrábamos con otros niños del barrio. Fuera cual fuera el plan, él estaba siempre allí. Si éramos niños y niñas, participaba en los juegos. Si solo había niñas, se quedaba sentado en un banco cerca de nosotras y leía libros o tebeos. De vez en cuando levantaba la mirada del texto y nos contemplaba saltando a la cuerda o las gomas o jugando a los cromos, como si se quisiera cerciorar de que seguíamos ahí y no lo habíamos dejado abandonado en el banco.
Lo que más le gustaba de nuestro camino conjunto eran las historias de la pensión, del restaurante, de los libros. Al contárselas a Amado, las preparaba para Julia. Ahora, se había convertido en mi oyente principal sin que él lo supiera; no le iba a confesar el abandono de Julia. Me avergonzaba demasiado.
El lunes le repetí la última historia que tenía del abuelo Costafreda, la de la mujer del sastre.
—Me acuerdo de ella —respondió Amado—. Antes de ponerse enferma, compraba en la panadería. Mi madre decía que se entendía en secreto con el sastre.
Esta pieza faltaba en el relato del abuelo Costafreda. Me la había ocultado. Si lo sabía Jesusa, la panadera, lo sabía todo el barrio.
—Sí, algo había oído —mentí.
No podía aceptar su ventaja.
Amado caminaba encogido por el frío húmedo de enero y me miraba atento con la cabeza ladeada. Le habían puesto gafas porque era algo miope y la gruesa montura le quitaba campo de visión. Habría tenido rizos, rizos rubios, si su madre no hubiera hecho que el barbero le cortara el pelo como a un recluta. Para hablarme, tenía que mirar hacia arriba, ya que yo le sacaba un buen palmo. Tenía un año y medio menos que yo, el eslabón que me faltaba en la cadena de hermanos, uno que fuera menor, pero no demasiado, como Bernardo; uno con el que se pudiera hablar y que, gracias a la diferencia de edad, me estuviera completamente entregado.
En clase no estábamos juntos. Yo cursaba tercero de Bachillerato Elemental y Amado, segundo. Aunque hubiéramos tenido la misma edad, no habríamos compartido el aula. En la escuela separaban a las niñas de los niños. En la calle jugábamos todos mezclados y allí, donde nos tenían encajonados en los pupitres y vigilados por los maestros y los ojos de Franco y José Antonio flanqueando un crucifijo, nos segregaban. Porque tenían que contarnos historias diferentes. A los chicos les hablaban de heroísmo, de hazañas guerreras, con frases altisonantes no exentas de cierta chulería. A nosotras, de sacrificios sumisos, de obediencia, de oraciones. Ellos también tenían oraciones, pero las nuestras eran oraciones subordinadas, nosotras éramos oraciones subordinadas. Ellos tuvieron más suerte porque en lo que les contaban había aventuras y acción. La única historia de acción que teníamos nosotras era la de Agustina de Aragón dando cañonazos a los invasores franceses, que, como además era barcelonesa, servía doblemente de modelo para defender la unidad de la patria frente al enemigo extranjero y de ejemplo de los pocos casos en los que las niñas debíamos mostrarnos valientes y arrojadas: cuando al llevarle la fiambrera a nuestro marido, lo descubriéramos en una situación de peligro.
Conservo dos fotos del colegio. En ambas poso sentada en un pupitre delante de un mapa de España. Sobre el pupitre habían colocado unos libros que despertaron mi curiosidad. Cuando me hicieron la primera foto, a los siete u ocho años, el fotógrafo me tuvo que llamar la atención varias veces:
—Nena, deja de mirar los libros y mírame a mí, ¿vale?
Me captó justo en el instante en que levantaba la vista y en la foto aparezco con expresión interrogante y la boca algo entreabierta.
La segunda foto me la sacaron al inicio de ese año escolar, en septiembre de 1964, poco antes de que cumpliera los doce. En ella se ve el mismo mapa y también están los mismos libros, pero ya no los miré, sino que clavé la vista en el fotógrafo, que, si no era el mismo, se le parecía mucho, y apreté los labios.
En las fotos de la escuela los niños muestran dos expresiones: o bocas entreabiertas, de pececillos boqueando medio asfixiados, o los labios prietos de la resignación. La mía es la segunda. De la escuela solo esperaba el momento de salir.
Ese lunes por la tarde le dije a Amado que quería dejar de hablar de muertos.
—Mejor hablamos de películas, ¿vale?
Le pareció bien. Lo importante era que hubiera historias.
Nadie tenía que notar nada. Todo tenía que parecer normal. Entre semana era relativamente fácil, tan solo tenía que ocultar la tristeza. Llegué a casa, dejé mis libros y la cartera en la habitación y bajé a merendar al bar.
Nada más verme, Luciano puso a tostar dos rebanadas de pan de payés. Mi padre no me vio porque pasé por su lado malo, el del parche. Además, estaba atendiendo a unos parroquianos en la barra.
Los clientes de Comidas Luciano se llamaban «parroquianos», menos cuando eran huéspedes de la pensión que comían en el restaurante. En ese caso seguían siendo huéspedes, que designaba una categoría superior.
Comidas Luciano era un local alargado. A la derecha se extendía la barra con superficie de cinc flanqueada por taburetes altos. Pegadas a la pared de enfrente de la barra había cuatro mesas cuadradas de mármol con dos sillas cada una. En la pared colgaban un espejo, que reflejaba y multiplicaba hasta el infinito el de detrás de la barra, y un anuncio de Anís del Mono, con una imagen que parecía la versión simiesca del hombre-lobo. Años más tarde reconocí el rostro de Charles Darwin en la cara del mono.
Donde terminaba la barra empezaba el llamado «comedor», con cinco mesas más grandes, para cuatro o seis comensales. Al final del local, a la izquierda, estaba la puerta de la cocina. En algunas de las mesas, el tiempo y, sobre todo, los parroquianos que jugaban al dominó habían dejado una huella de erosión.
El bar tenía una cristalera a la calle y una puerta también de cristal en la que cada día pegaban un papel con el menú del día. Era un menú como en casa, sin opciones, un primero de cuchara, un principal contundente y un postre sencillo. Las únicas opciones eran la bebida y los cafés.
Mi padre compartía el local de los bajos con Luciano Marqués, un cocinero sevillano a quien había conocido en el penal. Luciano había salido solo un mes después que él y tampoco tenía adónde ir. Había perdido a su mujer en la guerra y no quiso volver a casarse. Era un año más joven que mi padre, pero parecía mayor que él. Siempre lo recuerdo con el pelo gris, también lo era el espeso bigote que cuidaba con esmero.
—Pero sin pomadas —decía—, porque un cocinero tiene que tener la nariz libre de olores y perfumes.
No era muy alto y, como mi padre, nunca recuperó los kilos perdidos por las hambrunas en el penal. Pero era muy fuerte; él solo podía cargar en volandas a un borracho y echarlo del bar, aunque cojeaba porque había perdido un pie, el derecho, en la guerra. Lo que no le impedía moverse con gran agilidad de la cocina a las mesas y de las mesas a la barra. Regentó el restaurante Comidas Luciano hasta su muerte, en 1997.
Yo pasaba bastante tiempo en el restaurante: merendaba allí, veía la televisión, porque en casa no teníamos, a veces también hacía los deberes en alguna de las mesas. Cuando no tenía ocupación, seguía a Luciano como un perrillo y él me daba alguna tarea: secar vasos, ordenar cubiertos, doblar servilletas, a veces incluso pelar patatas en la cocina. Me llamaba entonces «pinche», una palabra que me llenaba de orgullo.
Esa tarde, mientras merendaba leyendo un tebeo, percibí por el rabillo del ojo que Luciano tropezaba al salir de la barra y que hacía una mueca de dolor. Antes de que desapareciera en la cocina, capté una mirada fugaz en mi dirección, como si quisiera cerciorarse de que no había sido testigo de su percance. Lo seguí a la cocina. Allí lo sorprendí sentado en un taburete de madera, ajustándose la prótesis. Era la primera vez que lo veía haciéndolo, Luciano siempre había sido muy pudoroso.
Al notar mi presencia, se bajó enseguida la pernera.
—¿Dónde está tu pie?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Enterrado en algún campo en Teruel. O igual se lo ha comido un perro.
Ante mi expresión de espanto, Luciano se corrigió:
—Pero lo recuperaré en el cielo. Tu padre volverá a tener el ojo y Peret la mano.
Peret Cullell era el camarero del restaurante y completaba el trío, le faltaba la mano izquierda. Era el más joven, tenía poco más de treinta años y trabajaba en Luciano desde hacía nueve, lo que para mí, con doce, significaba desde siempre. Era el más alto de los tres, les sacaba una cabeza a mi padre y a Luciano, y tenía el pelo oscuro ensortijado, cortado de un modo que recordaba a los romanos de mis libros de texto. Cuando se reía, cerraba tanto los ojos que se le volvían dos líneas mientras que su barbilla, algo prominente, se levantaba como un espolón. Entonces me recordaba a Popeye.
Peret sabía cargar la bandeja sobre el muñón del brazo y la balanceaba con absoluta seguridad. Servía con un gran sentido del equilibrio, digno de un malabarista, de modo que nunca se le cayó nada. Tampoco le temblaba el pulso al servir bebidas. En realidad, lo hacía mejor que Luciano o mi padre, que a veces derramaban algo de líquido.
Llevaban el restaurante entre los tres, mi padre, Luciano y Peret. Gracias a ellos, para mí el país estaba sembrado de ojos, manos, piernas, brazos que esperaban que sus dueños se murieran para reunirse con ellos. A Luciano su pie lo aguardó muchos años en un campo de Teruel. Mi padre recuperó su ojo un año después de la muerte de su amigo. La mano de Peret sigue sola.