B
Diversos testimonios recogidos a lo largo de mis cuarenta y siete años de vida concuerdan en unas pocas palabras que me definen: estoy de acuerdo con casi todas, excepto que entre ellas no figuran ni hospitalario ni preciso. Sin embargo, quisiera alegar que he intentado y continúo intentando serlo: y no me refiero, por supuesto, al mono, con el cual comparto mis días no precisamente por hospitalidad…
Con respecto a mí solo podría agregar que no hace mucho tiempo, preso de soberbia como algún héroe griego, quise tatuarme en el pecho el lema de Paracelso: Alterius non sit qui suus esse potest; «No seas otro, si puedes ser tú mismo»: un consuelo, un capricho, una justificación. Por suerte, el tatuador de Taipei dijo que tendría que afeitarme el pecho, que la frase era muy larga y me costaría ciento cincuenta dólares y que, además, él no sabía latín; ofreció, en cambio, tatuarme algún motivo digno de un hombre de mar, pero como no soy un hombre de mar —alterius non sit…— me fui del sucucho maloliente con el pecho virgen de tatuajes.
Es que antes, antes, antes me había subido a un barco carguero como quien se enrola en la Legión Extranjera, dispuesto a dejar todo; sin embargo, había dejado en custodia de mi amigo Ramón —traicionando así el único gesto digno que he hecho en mi vida— algunos conatos de novelas, unos pocos cuentos enclenques, páginas varias y no escogidas por nadie: «Toda mi obra», confiando en que él fuera un Max Brod obediente y algún día quemara todo. No me animé a hacerlo yo. ¿Es necesario que declare que soy cobarde?
Ramón, quien no se sorprende ya de ninguna de mis decisiones si bien yo me sigo sorprendiendo por su conformismo tenaz, vino a despedirme. No lo dijo, pero estaba seguro de que yo regresaría. «¿Volver adónde?», le pregunté, adivinando su confianza y aprovechando una vez más la oportunidad que me brindaba para el lamento: «¿Volver aquí? ¿Para qué?». No contestó y me despidió desde el muelle, agitando confiadamente su pañuelo.
Entonces, un día, un barco. Finalmente me encontraba con el olor a cera de los pasillos impecables, la rugosa superficie de las paredes de hierro, el sabor salino que anunciaba el mar, la vibración sorda de los motores en marcha, la proa que partía lenta un horizonte tan turbio como el río de la Plata. El sucedáneo de isla se alejaba de la ciudad; el país quedaba atrás; apenas siluetas que se desvanecían en la bruma de la tarde. Finalmente, creí, estaba en donde siempre había querido estar. Pero no.