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… Podría haberle sugerido a la compañía naviera que compró el Río Atuel —más precisamente, que lo aceptó como parte de pago de una deuda— y que ahora pasará a llamarse Cap Fors, luego de su reacondicionamiento en un astillero de Hamburgo, que el nombre apropiado hubiera sido Nihuil. El cañón del río Atuel, en la provincia de Mendoza, termina en un paso estrecho; la leyenda dice que un cacique, en su huida del conquistador, saltó a caballo ese espacio entre las dos paredes del cañón, por ese motivo el lugar se denomina Nihuil, que quiere decir en araucano «lugar de paso». Otro nombre parlante: yo no sabía, cuando estuve en el cañón del Atuel, que Nihuil significaba lugar de paso; tampoco lo supe cuando estaba embarcado en el Río Atuel; recién me enteré aquí, en Berlín, leyendo una nota sobre los puntos de interés turístico de la zona sur de la cordillera de los Andes, en la revista Atlas de Air France, que alguien olvidó en una mesita del Möhring Café. Un «lugar de paso», un salto sobre la oración de dieciséis palabras… con que pretendía clausurar el pasado.
Al barco subí gracias a mi amigo Luis María, quien supo ser oficial de máquinas y consiguió los contactos necesarios para que obtuviera mi libreta de navegación y mi puesto: una especie de mayordomía sui géneris que se ocupaba también de llevar la contabilidad de cargas y containers que se sucedían en los puertos: el Atuel (con un desplazamiento de catorce mil toneladas y ciertas marcas no demasiado notables de los años pasados en el mar) era un barco charteado que recogía y transportaba cargas según los pedidos que se iban presentando. Un canto del cisne: la compañía propietaria estaba en las últimas, el barco estaba en las últimas: al no estar preparado para containers, el progreso en la carga marítima lo había sobrepasado ampliamente; y solo podía conformarse con cargas de último momento —¿una especie de barco-flet?—. Su clásica silueta de carguero botado en 1955 en Glasgow lucía como una reliquia cuando atracaba en los puertos, junto a los largos portacontainers, que parecían barcazas de río si no hubiera sido por las alturas desmesuradas de sus gigantescos castillos de popa coronados por modernísimas chimeneas y los espolones con que culminaban las proas aerodinámicas. El capitán era amable, los oficiales también, yo debía gritarles un poco a los filipinos y chinos que formaban la tripulación de máquinas y bodegas, la bandera era panameña y el cocinero y su mujer eran marplatenses. Nadie hablaba mucho; en general, daba la impresión de que todos estaban hartos de todos.
Lo único original que hice en la vida fue subirme a un barco, pero allí me encontré con gente tan poco original que comencé a dudar de mi originalidad.
No fue extraño que comenzara a visitar a Jon, el radio, atrincherado en su cabinita detrás del puente de mando, desde donde nos conectaba con el mundo. Jon era el más aislado de todos, una especie de aristócrata despectivo que no se daba ni con los oficiales ni con los tripulantes. Además de ser «el radio», era vasco. Jon Arrechea. Un día me preguntó cuánto hacía que navegaba. Le dije que esta era la primera vez. Ser un primerizo tardío me sirvió, quizá, para entreabrir la puerta de su reserva. Me contó que hacía quince años que navegaba y que antes de ser radio había trabajado en hoteles; le conté que yo me había criado en un hotel. El común pasado hotelero hizo que la puerta se abriera un poquito más y se largó a hablar: «Su» hotel era el Palace de Saint Moritz; desde ese momento, festejando el encuentro de dos veteranos de la hotelería, comenzó a preparar el cóctel que en el Palace, como barman, había preparado para la Maharani de Baroda, Gina Lollobrigida, Yves Montand y Marisa Berenson, entre otros. El cóctel era el Saintmoritzino: limón, vodka y Cointreau. Fácil de preparar, y además, si algo sobraba en el barco eran bebidas. A Jon ni se le ocurrió convidar con su creación a los oficiales.
—Ellos prefieren el whisky —dijo lacónico; no era tan lacónico cuando hablaba de su ciudad, Donostia, que yo traducía como San Sebastián y él insistía: Donostia, que según Jon es la ciudad más bella del mundo.
—¿Y por qué te fuiste? —le pregunté.
—Es demasiado bella. Temía acostumbrarme.
—¿No vas a regresar?
—Sí, cuando tenga suficiente dinero como para comprarme un apartamento en el monte Igueldo; una vez allí, me sentaré a la ventana y miraré el Cantábrico. No haré nada más.
Nuestros proyectos se asemejaban; el Atuel también era para Jon un lugar de paso. Esa comunidad de objetivos fue lo que hizo que me considerara su amigo y seguramente la que señaló el camino hacia los orangutanes. Pero antes, antes, antes (el salto debe ser preciso…, también el desorden debe ser calculado…) compartimos los días y las largas paradas en los puertos. El Atuel, por su atraso tecnológico, se demoraba en las tareas de carga y descarga, a diferencia de los barcos nuevos que entraban, cargaban veloces y se iban, para desesperación de sus tripulaciones, que envidiaban nuestra lentitud. Un danés me dijo en Manila, apurando las escasas doce horas que permanecería en puerto, que nosotros íbamos «de crucero».
Como pasaba casi todo el tiempo libre, que era mucho, con Jon, los oficiales hacían las habituales bromas de «una nueva parejita se ha formado…». Pero no demasiado, ya que hasta las bromas parecían contagiadas por la abstinencia sexual que reinaba en el barco; nadie cogía, y en los puertos cada uno salía por su lado, nada de multitudinarias excursiones a los prostíbulos como yo había imaginado. Pensé que tal vez eran demasiado perversos y preferían recogerse en la intimidad… ¿También a ellos la intimidad los hacía libres? ¿Quizá en los camarotes de a seis que compartían los chinos y filipinos —la elite, nosotros, teníamos camarotes individuales— se producían cruentas orgías? «No me extrañaría —opinaba Jon—, son tan bárbaros…, siempre los bárbaros vienen del Este», pontificaba. «Sí —yo le contestaba con el solo propósito de irritarlo—, también ustedes vinieron del Este…». Jon prefería pasar por alto mi arranque americanista y continuaba reflexionando sobre el comportamiento de los filipinos y chinos de a bordo: «Esos ni se deben dar cuenta si se follan, ¿no has visto, cuando se bañan en cubierta, las pollas pequeñitas que tienen?» —sí, las había visto; más aún, había sido yo, en tanto mayordomo a cargo de las relaciones domésticas con la tripulación, quien había autorizado, después de consultarlo con el capitán, por supuesto, esa especie de baño ritual que hacían al caer la tarde, prefiriendo los baldazos que se arrojaban unos a otros a las prolijas duchas que tenían junto a sus camarotes: las pollas eran pequeñas, es verdad, pero la contemplación de sus cuerpos delgados, lampiños, mientras se reían como adolescentes ingenuos y traviesos, fue lo más parecido a una experiencia sexual que tuve en el barco. Pero eso no se lo dije a Jon: la nuestra era una amistad viril. No hablábamos de intimidades. Jon no era afecto a las confidencias, pero de entrada me aclaró, tal vez para evitar una confusión en la cual yo no pensaba confundirme:
—Los que vivimos en los barcos no tenemos que tener tratos con mujeres… y, mucho menos, con hombres.
—La abstinencia hace mal —dije tanto como para defender una posición libertaria.
—Sí, pero solamente si uno quiere ser normal.
Y Jon daba por sentado que ninguno de los dos pretendía serlo. Mientras, el Atuel se arrastraba de puerto en puerto. Me aburría, me sentía prisionero, como siempre. Los puertos comenzaban a parecerse unos a otros. Y también comenzaban a parecerse los viajes que hacía aprovechando las largas escalas, buscando islas.
La única persona ajena a esa comunidad marina fue la mujer del capitán, que durante dos meses compartió nuestro viaje; al principio se la veía animada y charlaba con todos; un aire de ciudad, de tierra firme sonaba en su voz: después también ella se sumó al silencio de la nave. Un día, acodados en la borda, mientras el barco entraba en un puerto, me dijo —ella, que hasta ese momento solo había hablado de sus hijas casadas, los nietos, las compras de recuerdos de viaje, la comida típica, el turismo, etc.:
—Tengo miedo. No sé qué hacer.
Yo creí —preferí creer— que el miedo se lo inspiraba esa ciudad presuntamente misteriosa y sus dudas se referían a si bajar o no a recorrerla… Sonreí. No quedaban más ciudades misteriosas:
—Dicen que esta ciudad es muy moderna… —dije.
Me miró enojada. No era a eso a lo que se refería.
—Mi marido se está por jubilar. Este es el último viaje que hace…
—Sí, algo me comentó…
—No sé qué hacer…
Pensé que se me venía encima alguna confesión impulsada por la soledad de a bordo; la miré: una mujer de mediana edad, tan argentina en el corte y el color de su pelo con mechas rubias; los zapatos mocasines, el vestidito elegante. Me hizo acordar a Bea, aunque esta mujer parecía menos inteligente que mi hermana. Su frente era estrecha. ¿Y por qué me lo cuenta a mí?, pensé. Ella continuó, realmente hablando sola frente al muelle que se acercaba a nosotros, en el frenesí de la operación de atraque, empujados por dos remolcadores hacia un espacio en el cual el Atuel calzaría justo: era Macao, creo.
—Me acostumbré a vivir sola. No sé qué haré cuando él esté en casa todo el tiempo. No quiero vivir con él.
Poco después ella regresó a la Argentina. Cuando se despidió de mí, me miró culpable, avergonzada de su confesión, como implorante: ¿qué pretendía? ¿Qué yo mantuviera su secreto o que le anunciara al capitán que su mujer quería vivir sola? Él también, o ella, tendrían que buscarse una casa. Como yo.
Cuando nos quedamos varados en Surabaya me animé a confesarle a Jon que yo también necesitaba dinero para una casa.
—Ah, ya me parecía… —dijo, creyendo descubrir el motivo de mi presencia en el Atuel. Me sentí obligado a continuar abriendo la brecha que preanunció tantas otras: y relatarle diversas historias que, sumándose, me habían arrojado a esa playa. De ellas, la que más le interesó fue la bomba en mi pre-boda. Quiso saber quién la había puesto, por qué, etc. Le dije que nunca se supo. Que no había motivos aparentes… y que si los hubo, ya habían pasado casi veinte años…
—¡Por favor, Jon!
—Siempre hay motivos —insistió convencido.
La maniobra para sacar al Río Atuel del banco de arena fue costosa, un gasto que no estaba previsto en las tambaleantes finanzas de la compañía propietaria: el barco fue remolcado hasta la rada del puerto y allí nos quedamos, esperando.
«Quizá pasemos meses acá…», anunció lúgubre el capitán. Yo, con acceso a información confidencial gracias a mi amistad con el radio, sabía que la compañía naviera estaba decidiendo si el barco se vendía, se alquilaba, se abandonaba… Aprovechando la brecha que abría un interrogante sobre nuestro futuro inmediato, entretuvimos el tiempo investigando alrededor de los posibles motivos de la bomba. Jon, como un detective paralítico que desde su inmovilidad descubre la trama de un crimen, pidió que le refiriera todo sobre los participantes en mi fiesta de compromiso frustrada. Intuí que si le contaba esa historia tendría acceso a algo que podría serme útil; había algo en Jon, en su aislamiento despectivo, en su sueño de quedarse mirando el Cantábrico que…: hice un elenco de personajes; metí un piecito tímido en el pasado amparado por el tedio de Surabaya Johnny (por mi intermedio todos los oficiales del barco comenzaron a llamar así a ese puerto). Jon, cruza de etarra y Poirot, iba descartando los posibles causantes de la bomba. Hasta que se detuvo en Rogelio Scuttari, el padre de Liliana, mi novia.
Le conté, rememorando nuestros años de plomo, que no hacía mucho tiempo una investigación periodística había determinado la existencia de un mediador —sin poder identificarlo— en el secuestro, acaecido a finales de 1973, de Pericles Papadimitriou, el hombre más rico de Mar del Plata, dueño de los alfajores —«¿Qué son alfajores?», preguntó Jon; le expliqué, debía ser hospitalario y preciso…—, y además de los alfajores agregué que Papadimitriou se ocupaba de grandes negocios inmobiliarios, entre ellos la construcción del Pantenón, el edificio más alto de la ciudad: los montoneros obtuvieron como rescate por el griego tres millones de dólares… Jon trazó el paralelo —según «sus» años de plomo— con una reciente denuncia de ETA que acusaba a un empresario no de haber sido mediador —que lo había sido— en el secuestro de alguien muy importante sino de haberse quedado con una suma que estaba alrededor de los cuatrocientos mil dólares…
—Ese Scuttari… dices que era un hombre rico… y que sus negocios no eran muy claros… Pues, con una mínima lógica, la bomba la tiraron contra la casa de… Scuttari, no contra ti, ni contra nadie de tu familia…
—Y poco antes de la fiesta de mi compromiso —agregué, sabiendo que mi narración era un lazo tendido al incauto Jon—, unas semanas después de la aparición del griego Papadimitriou en una casa abandonada en la Sierra de los Padres, Rogelio Scuttari se mostró especialmente exultante y nos llevó a comer al Viejo Pop festejando un negocio que —él, en general, era muy reservado…— le había dejado unos trescientos mil dólares limpios…
—¡El diez por ciento exacto del rescate del griego! —exclamó Jon como quien dice «¡Eureka!».
Tuve que explayarme, a un sediento Jon que escanciaba sin parar Saintmoritzinos, sobre Rogelio Scuttari: self made man, que había sido grasa pero que ahora era socio del Golf y brillaba poderoso en la reducida constelación de empresarios exitosos… —ese «ahora» no es preciso, ese «ahora» servía para la década del setenta, «ahora», en el presente del Río Atuel, la estrella Scuttari se apagaba mortecina en la menguadísima constelación de nuevos ricos marplatenses. Pero en aquel «ahora», entre los negocios de Scuttari figuraba la asesoría económica a los gremios del pescado que no le impedían ciertos acuerdos secretos con empresarios japoneses…—. Recordé, borracho, acodado en la borda del puente de mando, con un Saintmoritzino en la mano, como si estuviera frente al Jungfrau alpino y no sobre las aguas estancadas del estrecho de Madura, haber sido testigo involuntario de un violento altercado: en los días previos a la fiesta de compromiso, acompañé a Liliana a la oficina de su padre porque mi novia tenía —como era habitual— un problema con una chequera extraviada. Tuvimos que esperarlo porque la secretaria dijo —un poquito nerviosa— que Rogelio estaba en una reunión muy importante… Al rato se abrió la puerta de la oficina y Scuttari, olvidando sus modales de maduro play boy bronceado, sacó a empujones a dos gorditos en camperas de cuero, tan sorprendidos por la violenta reacción como nosotros. Uno de los gorditos, el más morocho, amagó buscar algo debajo de su campera, a nivel cintura del lado de atrás: el otro lo frenó: «¡Pará, Cacho!». Silencio. Sonó un teléfono que la secretaria atendió, tartamudeando: «No, en este momento el señor Scuttari está ocupado…». El morocho miró a Scuttari: «¡Ya vas a ver!», dijo, y salió, seguido por el otro gordito, dando un portazo. Scuttari, al vernos, nos preguntó furioso: «¿Y ustedes qué quieren?». Liliana le explica —ofendida— que necesitaba que le autorizara una chequera. «¡Andate a la mierda!», le grita a su hija adorada y cierra la puerta de un golpe. La secretaria cuelga el teléfono. Liliana entra corriendo en el despacho de su padre. La secretaria me explica, conciliadora: «Eran del sindicato…». «Ah», digo, sin preguntar más, porque no quería que mi impoluta integridad moral fuera salpicada por esos sucios asuntos… Finalmente sale Liliana, enojadísima, y le dice a la secretaria: «Mi padre dice que llame al banco y hable con el gerente…». «¿Qué banco?». «El Boston. Vamos», me dice Liliana y nos vamos. Aprovecho el corto trayecto hasta la calle para convencer a una feligresa ya convencida de la grosería irredimible de su padre, del chantaje familiar, de la corrupción en que ella, y yo, nos amparábamos…
—Y eso fue pocos días antes de la fiesta… —meditó Jon.
—Sí…, creo que sí…
—¿Sí o creo que sí? —insistió, investigador implacable.
—Sí —concedí. Mi intuición me seguía dictando: «Seguí por acá, inventá, concedé, recordó…, aunque no te guste volver al teleteatro Ciudad sin corazón que protagonizaste en una ciudad lejana…».
Entonces, según Jon, la bomba fue una advertencia para Scuttari, los del sindicato, enterados de la mediación de Scuttari en el secuestro exigían su parte o… Pero ya me había cansado, el breve recuento de historias pasadas me había deprimido y no me interesaba seguir con cálculos dictados por deducciones al voleo. Si Jon tenía un secreto, que se lo guardara. Le brindé, en cambio, una hipótesis más valedera: estábamos en Surabaya, lugar de pasiones oscuras, con otro Saintmoritzino podía permitirme una confesión: la bomba la causé yo; porque fue en mi fiesta de compromiso; porque me comprometía con la hija, que no amaba, de un hombre corrupto; porque cuando nadie hacía ya fiestas de compromiso y menos que nadie librepensadores como Liliana y yo, decidimos hacerla como una especie de ñangapichanga, para que los Scuttari se quedaran conformes y nos pusieran un departamento en Buenos Aires… mientras retardábamos la boda propiamente dicha. La bomba la causé yo porque todas las circunstancias estaban determinadas por mí, y además, eran todas circunstancias imbéciles, chiquitas, de poca monta; la bomba la puse yo; y la prueba de eso es que ni siquiera fue una bomba efectiva, certeramente destructiva: no, fue una bombita que rasguñó el chalet de dudoso gusto que los Scuttari tenían en el barrio Los Troncos; una bomba tímida, indecisa, entre bombita de mal olor y granada de guerra del 14; suficiente, eso sí, para sacudir el corazón del valiente siciliano que de haberse quedado en Italia hubiera integrado voluntariamente las huestes que pretendían reconstruir el Imperio Latino sobre las áridas colinas de Etiopía…, pero, en tanto inmigrante y bastardo, no fue capaz siquiera de soportar un poco de estruendo.
Fui una especie de Scherezade para Jon: no pretendía contarle nada de mí, no me había subido a ese lugar de paso para contar nada; enmascarado en herido de guerra desperté la atención aletargada de Jon sin saber para qué, por supuesto, porque yo todavía no sabía nada del negocio de los orangutanes: pero juro que no me propuse abrir brechas en el cemento de la represa del Nihuil que contiene las caudalosas aguas del Atuel, ni ayudar a que el cacique perseguido saltara el paso estrecho. Si me subí al Río Atuel, casualmente, fue para poder llegar al punto final que clausuraría la sintética oración de dieciséis palabras que quedaba atrás: lo dijo Cavafis: no hay puertos ni barcos para ti. Con la bomba me libré de Liliana y de un futuro que no era el mío. No sé cuál es el mío, pero ese no era.
—Eso sí, podía haber hecho una salida más elegante —le dije a Jon, que me escuchaba tan imperturbablemente borracho como yo. Y seguí confesándome—. Fui yo, pero no me sirvió de nada, no salí de nada gracias a la bomba. Estoy encerrado en un barco, en un puerto que parece de leyenda (Surabaya) hasta que uno llega a él. Jon —le dije—, solo son pequeños accidentes en una vida que creí vivir peligrosamente… ¡Ja! Otro desperdicio. Lo único que siento es vergüenza. «¡Hamlet, vergüenza!», sería lo único que podría gritarme la sombra de mi padre, en caso de que hubiera sido rey de Dinamarca y yo su delfín.
Después de mi perorata, suspendidos los Saintmoritzinos por falta de materia prima, desestimando rápidamente mi lamento, Jon siguió aferrado a su idea: el causante de la bomba fue Rogelio Scuttari. Pero agregó:
—Y si bien tú no causaste la muerte de tu padre, te corresponde el exilio.
… óscar, el Intermediario, acaba de dejarme un mensaje: que lo llame, me anuncia Ulrike. Lo llamo. óscar quiere verme. «¿Para qué querés verme si hasta ahora nunca nos vimos?», me impaciento. El sueco llega en pocos días, informa óscar, y prefiere no dar más detalles por teléfono. Fijamos un encuentro. Él también está loco. Debería decirle: «óscar, se acabó la guerra fría, en Berlín no hay más espías, no creo que pinchen los teléfonos de una modesta pensión-hotel en la Meinikenstrasse por la simple presencia clandestina de un orangután». «Nos vemos mañana, entonces…», concluye óscar.
… Entonces: y a través de la brecha, regreso al barco, huyo del cuarto embrujado: la amazona empalada, el moribundo que me acusa, apenas un poquito de nuestros ayeres, una porción mínima, un pedacito digno de los filipinos y chinos de a bordo que se duchan desnudos en la cubierta. Aún no sabía que el premio —esa confidencia— me iba a llevar a la selva de Borneo: moraleja que pretende enseñarme que contar historias sirve para algo y no como los barcos que solo llevan a puertos seudomisteriosos: sin embargo, insisto en decir como el escribiente Bartleby cuando depositó definitivamente su pluma —yo deposito definitivamente mi lengua—: «Preferiría no hacerlo…».
Pero para ser hospitalario y preciso, la brecha que me sorprendió en el Möhring Café debería cerrarse con Jon, que premia mi relato con una confidencia —mi intuición se confirmaba…— junto al último Saintmoritzino de la madrugada, luego de que irrumpimos en la despensa en busca de una botella de Cointreau.
Jon me contó que se podía ganar mucho dinero comprando y vendiendo orangutanes. Había obtenido ese dato en un viaje anterior, lo había corroborado y ahora estaba en comunicación con los vendedores. Y había que aprovechar que era relativamente fácil llevarlos en un barco como este… Por algunos cientos de dólares podíamos comprar —«podíamos», ya me había incluido en su proyecto— un orangután (uno para cada uno) que se podía vender por treinta mil dólares en Dubai, por ejemplo. Y Dubai estaba entre los posibles destinos futuros del barco, si el barco seguía navegando… Y si no, en Europa, también tenía contactos… Me invitaba a unirme al negocio, lo compartía solo conmigo: ¡mi relato había triunfado! El sultán vasco me regalaba la noche mil dos.
Jon necesitaba unos cuantos viajes —unos cuantos monos— para juntar el dinero suficiente: los apartamentos sobre el Igueldo son carísimos…
—¿Cuántos monos te hacen falta? —le pregunté, ya del otro lado del absurdo.
—Y…, al menos, cinco… —dijo muy serio—. ¿Y a ti? —me preguntó.
—Me basta uno —le contesté.
—Qué raro —dijo—. Creía que no te conformabas con poco.
—Antes no, ahora sí —le dije sorprendido por su clarividencia—: Estoy en la temporada de saldos y retazos…
Pero esto no lo entendió.
—Fin de temporada —grité—. Liquidación —nada, no entendía—. «SALE! 50% OFF!».
—Ah… —dijo. Y se quedó mirando el amanecer que clareaba la ventanita rectangular de la cabina de radio: comenzaba un nuevo pasado para mí, en el cual la ambición desmedida se trocaba en una isla que podía caber en una oración mucho, pero mucho más breve que la de dieciséis palabras.
—Sin duda, te corresponde el exilio… Quizá Donostia sea la ciudad para ti —dijo Jon. Yo le dije que buscaba una isla—: ¿Una isla? —exclamó incrédulo, y se largó a reír. Una de las pocas veces que lo vi reír.
He dejado el barco, tampoco el Río Atuel existe más: la brecha fue solo eso, un salto, una rajadura, una traición a mis traiciones: despliego un rincón del pasado, ¿acaso en cada elemento no se encuentra, replegado, todo el universo? «El mar: han querido ver en este inabarcable ponto que abraza el universo todo, la imagen de un ámbito infranqueable, amorfo y en perpetuo movimiento (…) que Heracles y Odiseo han podido vencer al lograr, en sus viajes, atravesar su corriente, corriente que solo a los iniciados les está permitido franquear…». El subrayado es mío, porque yo lo he franqueado. Los marineros del Atuel siguen en el mar… Jon continuará navegando en el Cap Fors. En cambio yo estoy en una ciudad que no tiene mar, que se conforma con el río Spree.