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Habían quedado en encontrarse para ir a tomar un helado a Leone y luego a la plaza Mitre. Estaba sentado en el murito revestido de piedra Mar del Plata. El hotel, a sus espaldas, dormía la siesta, así como la calle bajo el sol rajante. Pasaban pocos autos, algunas bicicletas, el camioncito del lavadero. No pensaba en nada, ni siquiera elegía cuál era su auto favorito entre los que pasaban: esperaba. Heraldos del sortilegio, pasaron por la avenida Luro, uno detrás de otro, dos coches sport rarísimos, un MG 47 verde inglés y un Jaguar 51 blanco que, juntos y en tan breve espacio de tiempo, no había visto nunca… El silencio fue quebrado fugazmente por los rugientes motores de esas dos maravillas.
Luego, apareció Silvia en la puerta del Provincial. Nico fue hacia ella creyendo que en el hall del hotel estaría la madre, que nunca dormía siesta; casi siempre iban los tres a Leone y, después, tomando el helado, seguían caminando hasta la plaza Mitre.
—¿Y tu mamá? —preguntó Nico.
—Vino a buscarla Adolfito… —Nico ya sabía que Adolfito era un amigo de la madre, que era divorciada. Las mujeres divorciadas tenían amigos, las otras mujeres tenían amigas.
—¿Vamos a Leone? —propuso Silvia.
—Vamos…
—Tengo que ir a buscar la plata.
—Yo tengo —dijo Nico, y sacó el dinero del bolsillo, justo para un helado mediano. Una condición ineludible para que sus padres lo dejaran salir era que él no debía permitir que lo invitaran; aunque siempre terminaban invitándolo—. Nos alcanza para dos chiquitos. Total…, a la plaza Mitre no vamos a ir —pensó que la madre de Silvia no había autorizado a que fueran solos a alquilar bicicletas.
—Si queremos, podemos ir a la plaza. Mamá no me dijo que no fuera.
—Entonces podemos —dijo Nico.
Silvia le mostró la llave con el rectángulo de bronce en donde figuraba el número de la habitación debajo de una guirnalda de letras: Provincial Hotel; cruzó el hall, abrió la puerta del ascensor y lo esperó.
—Vení, acompañame.
Subieron en silencio. Silvia pasaba la llave por el enrejado del ascensor creando un sonido parecido al de una matraca. Nico pensó en qué hubiera dicho la señora Fourcade viéndolo acompañar a Silvia a su habitación; seguramente no estaba bien, eso se hacía solo cuando los grandes no miraban, como ir nadando hasta lo hondo, pasando el rompeolas.
La habitación estaba en penumbras, apenas el resplandor de la tarde tamizado por las persianas cerradas. Las ventanas estaban abiertas, una cortina ondeaba suavemente. Silvia buscó en el cajón de una mesita de luz y sacó el dinero necesario, se sentó en la cama, contándolo, mientras Nicolás se había quedado de pie, quieto, en el centro de la habitación, frente a las dos camas paralelas a la ventana; la puerta que daba al baño estaba entreabierta y se veía un toallón caído sobre los mosaicos relucientes del piso. A medida que se acostumbraba a la luz pálida, descubría ropa abandonada en las sillas, un par de medias de nylon colgando del respaldo de un sillón, una caja de bombones abierta, sobre revistas y diarios, en una mesa baja en donde también había una bandeja con dos tazas con restos de café y, sobre un plato, un cuchillo y la cáscara de una manzana. En la pared, sobre la mesa de luz, había una lámina enmarcada que mostraba una imagen de París. El espejo con marco dorado, sobre la cómoda, reflejaba las rayas resplandecientes de las persianas, las rosas blancas de un jarrón de vidrio facetado, un frasco de perfume rectangular, abierto, lleno hasta la mitad de líquido dorado, la tapa negra y cuadrada a un costado, entre potes de crema. El aleteo de unas palomas lo sobresaltó; se dio cuenta de que, detrás de las persianas, también las palomas dormían la siesta.
Nicolás se sentó junto a Silvia, le acarició la cicatriz rosada. Ella le apoyó la cabeza en el hombro. Se quedaron unos instantes así, luego se pusieron de pie. Se abrazaron, riéndose. Él la besó en la boca, sin abrir los labios. Ella levantó los brazos, recogiéndose el pelo, mientras Nico le rodeaba la cintura. Se quedaron un rato largo, así, abrazados, las bocas juntas.
Uno de los dos, o los dos al mismo tiempo, se separaron y se quitaron la ropa. A los pies de Silvia quedaba su solerito celeste, con moños de lunares blancos, su bombacha, sus sandalias. Amontonados alrededor de los pies de Nico, el pantalón largo, azul, que usaba arremangado en la pantorrilla, la camisa, los calzoncillos y las zapatillas. Se miraron, en sus cuerpos bronceados resaltaban las marcas blancas de los trajes de baño. Silvia le tocó suavemente el sexo que estaba en erección, una erección casi dolorosa y que la señalaba como un flechita. Él le tocó el pecho, que se dividía en dos esbozos de tetitas. Se abrazaron, él sintió olor a mar y a nardos, ella olor a mar y a madera. Siguieron abrazados, muy juntos, sin moverse. Nico supo que esto no tenía nada que ver con las largas inspecciones a que se sometía y sometía a los otros. No, esto era otra cosa: ahora estaba al filo de la ola, siguiéndola con brazadas enérgicas, volando sobre la espuma y dejando que la ola rompiera y lo llevara donde quisiera, arrastrándolo a la orilla pero sin ahogarlo, sin tragar agua, abrazado a Silvia, temblando apretados hasta que, sin saber cómo, se encontraron arrodillados sobre la alfombra, sonriendo, confundidos.
Silvia tenía las mejillas rojas y él vio que sus brazos y sus piernas brillaban de sudor.
—Mirá… —dijo Silvia. Y se señaló una mancha de líquido blancuzco que le corría por la entrepierna y le mojaba el muslo. Él quiso pedirle perdón, pero ella mojó la punta de un dedo en la mancha, la olió, se la hizo oler a él: no tenía olor a nada. Él fue hasta el baño, trajo el toallón que estaba caído en el piso y la limpió suavemente. Reclinado sobre ella, la besó en la mejilla y en la cicatriz del brazo. Ella fue la que llevó la toalla al baño, así Nicolás pudo verla caminando, luego detenida, girando hacia él, mirándolo, desde la puerta del baño. La cicatriz parecía un arroyito incandescente.
Se vistieron, y antes de salir de la habitación Silvia le dio un beso en la mejilla. Bajaron en el ascensor; en la recepción estaba uno de los porteros hablando por teléfono, de espaldas al hall, y no los vio salir. Fueron hasta la vereda y Nico se quedó en la calle, esperando. Silvia volvió a la recepción, llamó al portero y le entregó la llave. Lo único desusado fue que fueron hasta Leone tomados de la mano. Después siguieron jugando como siempre.