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Como un documento confidencial que nadie debía conocer, comenzó a circular por el hotel un dibujo en tinta rojiza sobre crujiente papel de plano —¿una copia hectográfica?— que mostraba un moderno edificio de doce pisos y un gran local en planta baja, y en el que también estaban esbozados árboles, paseantes y autos… A pesar del secreto, el dibujo era mostrado a todos los de «confianza»: viejos clientes, parientes de Buenos Aires de visita, los Fourcade y los García, dueños del Ducal, la Efi y doña Sixta…, todos se maravillaban ante el edificio de departamentos que se levantaría en donde estaba el hotel; una operación que sugirió el escribano Aramburu, titular de una de las más antiguas escribanías de la ciudad, ubicada en un primer piso sobre la calle San Martín, frente a la confitería Jockey Club.
El escribano era un señor muy delgado, alto, con pelo escaso peinado a la gomina, que siempre ponderaba lo honesto y cumplidor que era Antonio Fortuna; nunca había conocido a un deudor —la hipoteca con que había comprado el hotel se tramitó en la escribanía Aramburu— tan preocupado por pagar las cuotas: Si este país, decía Aramburu, tuviera más gente como usted, Antonio… ¡Ah, qué país sería…! El escribano sabía que la propiedad horizontal era hacia donde apuntaba el progreso marplatense; los hoteles —especialmente los hoteles pequeños— estaban cerrando. Los obreros y empleados tenían los hoteles de los sindicatos y… ¡como ahora todos están en los sindicatos!, exclamaba Aramburu (el escribano no era peronista, pero reconocía ciertos logros… ante el silencio escéptico de los Fortuna), y los profesionales y comerciantes querían su casa propia en el mar. La casa para las vacaciones. Y está bien que así sea, comentaba Aramburu en esas largas sobremesas invernales, ¿acaso antes no tenían aquí sus mansiones los Anchorena y los Alvear y todos los bianudos? No vas a comparar, decía la señora Aramburu, abanicándose y haciendo tintinear sus innumerables pulseras esclavas de oro, muy finitas, que señalaban los años de casados. El escribano Aramburu, conectado con inmobiliarias y empresas constructoras, pensaba que el terreno en donde estaba el hotel, en pleno centro de la ciudad, era el lugar ideal para un edificio de departamentos de diez pisos, por lo menos. ¿Acaso en el baldío de enfrente no comenzaba a abrirse el enorme pozo de una obra en construcción? ¿Y qué van a hacer allí? ¿Un gran hotel? ¡No, mi amigo, allí van a hacer un edificio… de departamentos!
Antonio dudaba…, ¿qué iba a hacer sin el hotel?, ¿vivir de rentas? Aunque quizá era hora de descansar un poco, y descansar sería lo conveniente debido a la alta presión arterial que lo aquejaba…, pero sus hijos varones todavía tenían que completar una carrera… y las chicas casarse… Y Magdalena se asustaba tanto ante cualquier cambio. Pero Antonio, a diferencia de ella, sabía que hay momentos en que hay que tirarse a la pileta —como decía— y por más nervios y palpitaciones que eso le causara se daba cuenta de que el hotel había llegado a su máximo punto, que no podía progresar más aunque pasaran mil años, y que con las leyes laborales que se habían implementado cada vez era más difícil pagar el sueldo de una mucama o de una cocinera: jubilación, aguinaldo, obligación de contrato para todo el año y no solo durante el verano, imposibilidad de elección del personal extra, se debía recurrir a la bolsa de trabajo del gremio y ya se sabe qué se puede sacar de allí… ¡Y los juicios que podían hacerte! El Gran Hotel Lugo tuvo que rematarse para pagar el despido de cuatro empleados… ¡Y el laudo!, más amenazador que la alta presión…
—Pero Antonio… —decía el escribano—, usted puede quedarse con la propiedad de algunos departamentos o de los locales en la planta baja, y alquilarlos… Además, siempre pensé que podría colaborar conmigo en la escribanía…, mi hijo Chacho es un poquito tarambana y todavía tiene que completar sus estudios y eso me parece que va a ir para largo, para muy largo…
Ante este comentario la señora Aramburu se abanicaba veloz.
En algún momento del verano que sería el último, Nico escuchó el comentario que Antonio le hizo a Magdalena, luego de una reunión con el escribano:
A Perón lo están por sacar, va a haber revolución. Y dice Aramburu que entonces van a empezar los buenos tiempos, hay que prepararse. Es ahora o nunca. Fue ahora y el hotel se volvió nunca.