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Durante el invierno, los hoteles estaban cerrados y toda la cuadra se convertía en un inmenso patio de juegos. Salvo el salón comedor del hotel de los Fortuna, que era la sala de estar de la familia: allí Fran y Agustín estudiaban, Magdalena preparaba la ropa blanca y los manteles y servilletas para el verano siguiente, las chicas intentaban tejidos que solo le salían bien a Laura o se esforzaban bordando los monogramas para las fundas de las almohadas, según las precisas indicaciones dejadas por las hermanas Amantea, grandes amigas de la familia, que vivían en Buenos Aires pero que en marzo pasaban unos días en el hotel y dejaban instrucciones para todo el año de labores: Lilia Amantea era una de las mejores bordadoras de Buenos Aires, trabajaba para casas muy chic, decía Magdalena, intentando remedar los perfectos bordados de Lilia.

En el salón comedor se escuchaba la radio —no era muy buena la radio local, y la onda corta nunca sonaba bien en el combinado con vocación de cíclope, no tanto por su tamaño sino por el ojo verde que indicaba que estaba encendido—. Cada tanto se ponían discos de ópera o de cantantes italianos —Carlo Butti— o de tango —Francisco proveía los de D’Arienzo—. A veces, llevado por un tango, Antonio sacaba a bailar a Magdalena, que al principio protestaba pero al fin dejaba la máquina de coser y el dedal y se unía a su marido en pasos expertos; Antonio bailaba tan bien el tango que hasta había ganado concursos cuando era soltero. Así se habían conocido, bailando el tango en Unione e Benevolenza, y como si continuaran enlazados desde aquel momento, demostraban lo que era bailar un tango sobrio, sin muchos adornitos, pura sensualidad y compenetración con el ritmo. Nico miraba fascinado esos pies vertiginosos que parecían a punto de pisarse, pero no, se abrían camino; el pie masculino parecía meterse sutilmente entre los pies femeninos, guiarlos para que le hicieran lugar; y estos se abrían, dejaban paso, lo rodeaban permitiendo que entrara: se seguían sin seguirse, sin pedirse permiso, respondiendo al dictado de la mano viril apenas apoyada en la espalda delicada: y si él parecía ser el patrón de la vereda, ella se revelaba como la que consentía displicente en que él fuera el patrón: eran iguales, en su poder y su abandono, a punto de perderse y, sin embargo, sin dejar nunca de encontrarse.


Una mañana, Nico estaba terminando sus deberes para el colegio, sentado junto a la ventana del comedor, en la misma mesa en que había fundado su compañía aérea, la WWA, que contaba con una flota de cuatro Super-Constellations, cuando llegó el cartero. Sin prestarle atención, vio que su padre recibía la correspondencia, abría un sobre con el característico borde rojo y verde que indicaba que la procedencia era Italia y se ponía a leer la carta. Estaban los dos solos en el salón comedor. Al cabo de unos instantes, escucha que su padre llama, con una voz extraña que le hace levantar la cabeza del cuaderno:

—¡Magda!

Antonio se pasa la mano por la cara, se saca los anteojos, se los vuelve a poner y vuelve a leer la carta. Magdalena llega de la cocina, secándose las manos con un repasador.

—¿Qué pasa, viejo?

Su padre no contesta, hace pucheros, como si fuera un niño.

—¿Qué pasa? —pregunta alarmada Magdalena.

—Mamá…, murió mamá —dice Antonio con voz ahogada.

Magdalena estruja el repasador. Se quedan frente a frente, en silencio. Los ojos de Magdalena se llenan de lágrimas y no se anima a tocar a Antonio. «La madre de papá —razona Nico— es la abuela italiana. Qué raro que mamá llore», porque sabe que su madre no quiere a la suegra: «¡Esa vieja incordio, dura como la piedra lava!», siempre decía, a espaldas de Antonio. Nico apenas recuerda a la nona —esta era «la nona», la otra, la madre de su madre, era «la abuela Juana» y vivía en Buenos Aires…—, sin embargo la nona parecía llevarse bien con él…, tal vez porque él era el único que subía a jugar con esa mujer de negro que hablaba y no se le entendía nada, a la piecita en la azotea de una casa que tuvieron los Fortuna en Buenos Aires, antes de que estuviera el hotel.

Magdalena sigue mirando enmudecida a un Antonio que sigue leyendo la carta. Nico cree recordar que al principio estaba el hotel pero también la pizzería, en donde había helados: la máquina que giraba y Antonio que revolvía incansable con una cuchara gigante de madera; y también en las vidrieras había una torta que parecía un pedazo de queso gruyère con una lauchita de chocolate encima. Solo recuerda eso y que él, en grandes hojas de papel blanco con las que se envolvían las cajas de pizza, dibujaba los barcos que su padre lo llevaba a ver al puerto. La nona vino de Italia trayendo el baúl de madera con herrajes de hierro negro que está arriba, entre los cuartitos del altillo, y vivió poco tiempo con ellos: sus hermanos, cuando su padre no los oía, decían que la nona era mala y contaban que al principio compartía la habitación con Beatriz y Laura, pero se peleó con las chicas y se fue a la piecita en la azotea a pesar de los ruegos de Antonio y del duro castigo impuesto a las chicas por irrespetuosas; Nico ahora asocia ciertas confidencias realizadas por Magdalena a la tía Nené o la tía Raquel con esta mujer ahora muerta según la carta: «La vieja, ¡luego de cinco meses de infierno!, se volvió a Italia porque extrañaba a… —Magdalena bajaba la voz, sus oyentes la escuchaban escandalizadas—, extrañaba a “ese” que la visitaba todas las tardes». Lo más extraño era que la nona, al regresar a Italia, no se llevó el baúl de madera, el arcón de la isla del tesoro, con su nombre escrito en grandes letras negras en la tapa curva: Giuseppa Fortuna, como si dejara un legado que nadie, salvo su padre y él, quería recibir.

La casa —porque el hotel, en el invierno, perdía gran parte de su atractivo y se transformaba en una casa— se mantuvo silenciosa. No hubo radio ni se escucharon discos. Antonio usó corbata negra y Fran y Agustín también. A Nico no le compraron una, cosa que le molestó mucho y se consoló pensando que tal vez el duelo todavía no le correspondía. Sin embargo, no le pareció justo: después de todo, él era el único que tenía un recuerdo amable de la nona; el único —salvo su padre, por supuesto— que entendía el dialecto incomprensible que ella hablaba…

Unos cuantos días después, al volver del colegio, Nico encontró a su padre sentado junto al tocadiscos en funcionamiento, y creyó que el duelo había terminado. Pero la música era tan triste que se dio cuenta de que no. Antonio estaba escuchando el Intermezzo de Cavalleria Rusticana y cuando vio a Nico se secó los ojos, como avergonzado. Y con ese gesto, en la orgullosa mirada de desamparo, el padre consumaba la transmisión involuntaria —y por eso al abrigo de toda crítica y examen racional— de su historia; una historia que exigía —mansamente callada— una reparación.


Había llegado sin prisa, sin pausa, sin tiempo, al momento en que tomaría la Primera Comunión. Entraba en una edad, como decía el catequista, en donde ya podía entender perfectamente las consecuencias de sus acciones… Y si bien tomó su Primera Comunión en Buenos Aires, en Mar del Plata tomó su Segunda Comunión, que, a la postre, resultó impensadamente complementaria de la Primera.

El curso de catecismo lo había hecho en Buenos Aires, pero como la Comunión sería el 8 de diciembre y la familia ya debía estar para esa fecha ocupándose del hotel, consiguieron un permiso especial para que Nico hiciera su Comunión para la fiesta de Cristo Rey, a finales de octubre: ese día tuvo que avanzar solo, llevado por su madrina, la tía Raquel, hasta el reclinatorio situado en medio del altar mayor, ante una iglesia colmada de familiares, feligreses y compañeritos de catecismo. Vestido de traje blanco, de pantalón corto —aunque él hubiera preferido el Eton de pantalones largos rayados y chaqueta negra—, con el moño con flecos en el brazo, el librito con tapas de nácar y el rosario entrelazado en las manos. Solo, durante toda la misa, de espaldas a su público, frente a un San Juan Bautista musculoso y semidesnudo que, envuelto en una rústica piel de oveja, señalaba al cielo desafiando al sol del desierto. Fue centro de atención —¡ah, esa vocación protagónica!, ¿se habrá despertado allí?— y modelo de lo que harían, en malón, el próximo 8 de diciembre, sus compañeritos de catecismo que atestaban las primeras filas. Y bueno, pensó, si me toca esto, por algo será… y cumplió a la perfección su papel de niño angelical que entraba en una edad, como decía el catequista, en donde ya podía entender perfectamente las consecuencias de sus acciones… Cosa que comprobó al tomar su Segunda Comunión: esta vez bajo la magnificencia gótica de San Pedro, la catedral de Mar del Plata, con su traje blanco y su moño algo deteriorados por la fiesta que había seguido a la Primera Comunión, rodeado ahora —¿su vocación social?— por un enjambre de bulliciosos niños desconocidos con trajes de comunión impecables.

Es que antes de comulgar, por supuesto, tuvo que confesarse, y todos los toqueteos e inspecciones, juegos del doctor, la pasadita, el papá y la mamá, etc., que podían ser englobados bajo el cómodo rótulo de «malas acciones» y de las cuales se libraba con tres rápidos avemarias en el confesionario de Buenos Aires, entre las rodillas tolerantes del padre Antón, que no exigía más; al confesarse en San Pedro confiando en que el tema se agotaría en el conciso «malas acciones», se sorprendió cuando el cura no se conformó con tan poco y empezó a indagar: «¿Con quién?, ¿cuántas veces?, ¿qué es lo que, exactamente, has hecho, hijo mío?», y a medida que Nico —iluso— explicitaba sus fechorías, el cura se enfurecía, gritaba: «¡¡¡Pero ¿¿¿cómo, cómo, cómo has hecho eso???!!!», y si no fuera por el secreto de confesión seguramente se lo hubiera ido a contar a sus padres… Desde ese momento optó por confesarse exclusivamente con el padre Antón, cuando estaba en Buenos Aires…

Dos confesiones y dos libros, esos fueron los resultados de haber llegado a una edad en la cual ya era responsable de sus acciones: dos libros que recibió con motivo de su Primera Comunión y ahora están guardados en cajas, junto a los otros libros que no se animó a regalar o a vender, en la casa de su hermana Beatriz o en la de su amigo Ramón: dos libros de Ediciones Peuser, con tapa dura sobre la cual se ve, en una, un extraño carro tirado por bueyes que llevan a un especie de mandarín bajo un enjoyado baldaquino, en el fondo surge un buda de oro y pagodas: son Las aventuras de Marco Polo, regalo de Mare Amantea, libro que le enseñó que la curiosidad podía vencer al miedo. Una lección que ha olvidado. En la tapa del otro libro domina la figura de un elegante hombre joven de ojos verdes, con galera, levita, moño verde y bastón, a cuyo fondo se ve una ciudad neblinosa con una torre que podría ser el Big Ben: es David Copperfield, quien le formuló la pregunta que intenta, infructuosamente, todavía responder: «¿Seré yo el héroe de mi propia historia o este papel le estará reservado a otro?».