V
—Somos una generación de retrasados… —le dije, y era la primera vez que hablaba de mí en Berlín—. Íbamos a ser precoces y fuimos tardíos. O no fuimos. ¿Nuestro retraso será nuestra anticipación?
—Si usted no es europeo… tal vez —dijo él, que debía de tener la misma edad que yo.
Estábamos en la cafetería de la Deutsche Staatsbibliothek. Habíamos comenzado a hablar en la sala de lectura. Me preguntó qué estaba leyendo. «Restif de la Bretonne, Monsieur Nicolas»…, le dije. Curioso, hojeó mi libro. Avergonzado por su curiosidad, pidió disculpas. Me agradó su buena educación; le pregunté qué estaba leyendo él. La Alexíada, de Ana Comneno, me dijo. «Ah, Bizancio», le dije. Fue el coup de foudre. «Sí —dijo sorprendido por mi cultura—. Es que en unos días viajo a Estambul y quería…», explicó. «¿Turismo?», le pregunté. «No, me propusieron escribir un artículo sobre el fundamentalismo islámico en Turquía y como tiene que ver con una novela que estoy planeando…». Ante la mirada molesta de los lectores vecinos, nos fuimos a la cafetería. Se llamaba Bernhard; cortés, reservado, hasta desafiante debido a su timidez. Tenso, parecía listo a explotar y, sin embargo, su cuerpo largo se movía pausado, conciliador. Demasiado púdico. Era escritor.
—¿Y usted qué hace? —me preguntó.
—Soy un enigma para mí mismo.
—San Agustín. ¿Ha estado leyéndolo?
—Entre otras cosas.
—Este Restif de la Bretonne… ¿No era un pornógrafo del siglo XVIII…?
—Es que… tuve un sueño…
—¿Como Luther King? —se rio.
—No tan utópico… O, casualmente, sí. Es que Freud cita a Restif de la Bretonne, quien al contar un recuerdo de cuando tenía cuatro años le confirma el malentendido sádico del coito que tienen los niños que han presenciado el comercio entre los padres… Son sus palabras.
—Y además de llamarse Nicolás, como usted… ¿por qué le interesó el tema?
Pensé refugiarme en el silencio. Pero, ya que había comenzado a hablar…, le conté de la amazona que me aguardaba en la habitación 9 de la pensión-hotel Imperator. Y no sé por qué agregué que, alguna vez, creí que iba a ser escritor.
—¿Y no lo cree más?
—No tengo casa.
—¿Para qué quiere una casa? Solo hace falta papel y lápiz. O un ordenador de textos, si prefiere.
—Es que hay demasiadas historias y…
—¿De dónde es usted?
—Argentina.
—Afortunado de vivir en un país con muchas historias.
—Casualmente, no lo es —pensé que Bernhard me creía beneficiario del realismo mágico de todo el continente—: ¿Nunca estuvo en América latina?
—Solo en México, en la feria del libro de Guadalajara.
—No somos México, por desgracia. Ellos son aristócratas. Nosotros fuimos nuevos ricos.
—¿Cómo es la Argentina?
Fui telegráfico:
—Un país inmenso, variedad de climas, desde las nieves del sur a las selvas del norte. ¿Qué mineral necesita? Hay de todo. ¿Petróleo? A mares. ¿Prefiere energía eólica? Para fundar ciclones. El granero del mundo. Vides y soja. Vacas. Carne. Sin grasa. La mejor. Clase media. En 1920 había más analfabetos y mucho más hambre en Europa que en la Argentina. Mezcla de razas —blancas…— en serio. Nada de ghettos. Inventamos la Europa Unida: mis compañeros de colegio —escuela laica, estatal— eran hijos de españoles, alemanes, irlandeses, ingleses, judíos, italianos. Mi primera novia se llamaba Ana Karnauskas, lituana. Todos tendrían que ser felices y es una mierda. Treinta mil desaparecidos. Y el resto, unos treinta millones, frustrados. La mitad de ellos amontonados en un espacio no mayor que el principado de Andorra. La cabeza de Goliat —me miró, sin entender lo de Goliat—. Buenos Aires y el Gran Buenos Aires… —aclaré.
—Pero… Borges…
—Sí, algunos pudieron escaparse.
—Sin embargo, Borges se quedó allá.
—Murió en Ginebra.
—Pero no escribió en Ginebra.
—¿Qué?, ¿tiene miedo de que me quede en Berlín?
Se rio. Luego se puso serio, en sus ojos relampagueó la envidia:
—Siempre me pregunté cómo sería el país que daba a un Borges.
—No tendría de qué sorprenderse. ¿Cómo es el país que dio a Thomas Mann, a Walter Benjamin, a Gunther Grass… y a Hitler? Tal vez haya una relación entre el número de víctimas y la capacidad creativa. Ustedes tuvieron seis millones… contando solo los campos de concentración y una sola guerra. Nosotros tenemos que conformarnos con treinta mil… Que tal vez sean menos…
—Recuerdo el Mundial de Fútbol del 78. ¿Le gusta el fútbol?
—Bastante.
—A mí me gusta más jugarlo que verlo.
—A mí también. Pero juego muy mal.
—Y en cuanto a la cantidad de muertos…, piense en Monsieur Verdoux: los números santifican. Los números le han dado a Alemania una importancia que no tiene. Y le permitió decir a Adorno: «¿Cómo se puede componer música después de Auschwitz?».
—Y a Mark Strand contestarle: «¿Y cómo se puede almorzar?».
—Por eso mismo. Strand, que creo era norteamericano, tenía una visión más sensata de las cosas. La literatura tendría que liquidar el silencio del horror, de la vergüenza, de la culpa. Pero es una ilusión vana, una esperanza inútil. El perdón está fuera del juego; el olvido, imposible; la llaga quedará siempre abierta… Uno no escribe para olvidar, sino para…
Se detuvo, me miró, tímido:
—¿Le gusta no ser escritor?
—No.
—¿Quiere otro café? Ahora invito yo.
Se levantó y fue hasta el mostrador; volvió con dos tazas. Un té y un espresso macchiatto, para mí. Se ve que se fijaba en los detalles.
—Cuando le preguntaron a Chou En Lai cuál era el efecto de la Revolución Francesa en la historia universal, contestó: «Es muy pronto para saberlo». No se preocupe por la historia. Solo cuente lo que tiene para contar.
—¿Ese es su método?
—No tengo método.
—No tengo historias.
—Estaría muerto, entonces. Y no lo parece —me miró con afecto—. ¿Le gusta leer?
—Sí.
—¿Le da placer? ¿Mucho placer?
—Sí —asentí arrinconado.
—Pase de lector a escritor… Un lector que desea incorporarse a ese olimpo integrado por los únicos que le dan placer: como participar en una orgía… —revolvió su té: me pareció que un tinte rojizo coloreaba sus mejillas. Me miró, como pidiéndome disculpas por su grosería, y continuó—: ¿Lector-espectador? ¿Por qué no…? Pero, si no le basta… Escritor-actor.
—Había ciertas historias que sucedían en una ciudad…
—¿Qué ciudad?
—Mar del Plata.
—Ah, sí… ¿Hubo, una vez, un festival de cine, verdad?
—Una ciudad que fue, tal vez, la más linda de mi país. Pero después decayó, como mi país. Y ahora parece reconstruida, a las apuradas, precariamente, como después de una guerra.
—¿Y?
—Pero no hubo una guerra.
—Una ciudad afortunada. ¿O preferiría que su ciudad fuera Beirut?
—Tal vez sí… Las historias tendrían más peso, serían más dramáticas… —dije, sintiéndome irremediablemente estúpido.
—No se prive. Invente la guerra, si la necesita. —Bernhard lo dijo como si dijera: ¡Inventala, gilún!
Luego de un silencio, agregó:
—Lo visible es la voz que deviene escritura.
—¿Y eso quién lo dijo? —le pregunté irónico, tratando de paliar mi estupidez, harto de sentirme acosado contra las sogas, en un rincón del cuadrilátero, bajo las luces destempladas de la cafetería, a punto de recibir el upper-cut que me dejaría knock-out.
—No estoy seguro, creo que Mark-Alain Ouaknin, comentando el comentario del Rabino Aquiva sobre el Éxodo: antes de escuchar la Voz en el Sinaí, el pueblo vio la Voz…
—¿Y qué hago, ahora…?
—Esa pregunta no eá suya. Es de San Agustín.
—No soporto que la gente sea infeliz —contagiado por su pudor no me animé a decirle: «No me soporto». Añadí, en cambio—: Me parece un desperdicio.
—Es un desperdicio. Pero tendrá que aprender a convivir con gente infeliz. Hágase budista, si puede…
—Creí que con la edad me vendría un poco de piedad, al menos. Pero nada. Como le decía, soy un retrasado mental.
—Tenga cuidado. Hay que convivir con la culpa. Como con la desdicha, propia o ajena. Cerca de mi casa hay un centro racista. Siempre paso por la puerta. Me saludan. Como soy blanco y alemán, creen que los miro con simpatía. Y es que… los miro no pudiendo creer tanta infelicidad. Convivo con la infelicidad, y ni le hablo de mi hermana que va por el tercer intento de suicidio, por ejemplo. Ojalá que la próxima vez lo logre… —se puso tenso, luego sonrió, pretendiendo hacerse el glacial—. Los alemanes eran un pueblo bastante culto. Y con eso perdieron toda chance de perdón. Igual que los racistas de hoy.
—Pareciera que quiere sacarme la culpa de encima.
—Al contrario. Lo que le quiero decir es que no tiene derecho —él también tenía vocación de preciso—: Además, para algunos la culpa puede ser una buena musa; pero, en general, creo que traba la imaginación. Pude escribir cuando acepté que, en Berlín, Leni Riefensthal no organizaba más shows nazis espectaculares; ahora hacía fotos submarinas en Cuba. Auschwitz era solo un museo y los hijos de los judíos masacrados volvían a habitar los apartamentos requisados a sus abuelos, o a cobrar la indemnización. Se dice que la historia debe servir como lección, que uno debe aprender de todos los horrores cometidos…
—Pero ¿qué es lo que uno debe aprender?
—Esa es la cuestión. Y si no, haga como los jóvenes de hoy, para ellos la historia se ha vuelto abstracta, virtual.
—Ojalá fuera joven.
—Su incertidumbre es bastante juvenil. La juventud es una cualidad, una vez que la tienes no la pierdes… —y antes de que le preguntara quién había dicho eso, dijo, sonriendo—: Frank Lloyd Wright.
Hizo otra pausa, como si contara hasta diez; piadoso, esperaba el gong que me salvaría, pero el gong no sonó; entonces murmuró:
—Nudos del alma, nudos de la escritura…
—Sin embargo…
—Lo que existe no se puede prohibir.
—¿Y eso quién lo dijo?
—Un taxista mexicano.
Me invitó a su casa. Cogí como hacía muchísimo que no cogía.