CUATRO

Xaforn compartía una habitación en un dormitorio con otras tres expósitas de la guardia. Mantenía una relación práctica con sus compañeras de habitación; no tenía mucho en común con ninguna de ellas. Había dado y recibido golpes en las sesiones de prácticas con todas, pero compartían el espacio amigablemente aunque Xaforn no se unía a las risas y a los chismorreos del recinto a los que eran aficionadas las otras tres niñas. Los miembros de la guardia solteros eran dados a aventuras amorosas transitorias y cambiantes con otros miembros de su cuadro, y las compañeras de habitación de Xaforn siempre parecían saber quién estaba con quién cada semana. A Xaforn no le importaba particularmente saberlo y había desarrollado la costumbre de desconectar de determinadas conversaciones, aquellas que estaban aderezadas con fuertes dosis de risas tontas y susurros. Pero los chismes también eran una mina de información sobre la vida cotidiana general en el recinto y Xaforn no rechazaba todo lo que entraba en su habitación a través de sus charlatanas compañeras.

Apenas una semana después del incidente con el gatito, se encontraba sentada en su cama arreglando una sandalia rota cuando un comentario referente a «gatos» traspasó sus defensas. Levantó un poco la cabeza, para escuchar sin dar la más mínima impresión de que de pronto le interesaba otra cosa aparte del trabajo que estaba realizando.

—... adorable —decía una de las chicas—. Tendrá sólo unas semanas y debe de haber sufrido algo terrible, aún tiene marcas donde fue torturado.

—¿De dónde lo sacó Qiaan? —preguntó otra.

—No quiere decirlo, no cuenta nada de dónde lo encontró ni de cómo lo consiguió —dijo la primera—. Pero creo que lo salvará. Aún le da de comer cuatro o cinco veces al día; le chupa el dedo como un bebé, me comentó An.

Así que el gatito vivía. Xaforn se inclinó sobre su sandalia, oscuramente satisfecha por la noticia. Tomó nota mentalmente de mantener el oído atento para tener noticias de él... de ella. Sus labios volvieron a esbozar una leve sonrisa al recordar la serena insistencia de Qiaan en ese punto. Acarició brevemente, como había hecho numerosas veces ya durante la semana anterior, la idea de visitar al gato... a la gata, no a Qiaan y luego la descartó, como siempre hacía, venciendo firmemente el impulso. No había nada para ella en el recinto interior, con su hervidero de niños, sus mujeres que se peleaban, sus familias, sus gatos.

Masculló una maldición en voz baja. El pequeño gatito, con su vulnerable carita, la forma delicada de chupar el dedo de Qiaan, las patitas heridas... Xaforn clavó demasiado un gancho en la suela de cuerda de su sandalia rota, irritada por la insistencia con que el gatito se aferraba a su mente. Había intervenido porque dos de los torturadores eran guardias, maldita sea, no porque ella sintiera lástima por los animales abandonados y perdidos. No le importaba lo que después le ocurriera a aquél. No. Podía jurar que no. Se alegraba de que aquella cosita hubiera sobrevivido, pero había intentado quitarse a la criatura de su órbita y tenía intención de olvidarla. En especial ahora que sabía que había sobrevivido.

Pero el incidente del cachorro parecía dispuesto a no dejar de acosarla. Al día siguiente de haber oído la conversación sobre el bienestar del mismo, Xaforn fue llamada a presencia de la jefa de su cuadro.

—¿Es cierto? —preguntó sin preámbulos JeuJeu, la veterana llena de cicatrices que estaba a cargo de entrenar al grupo de Xaforn, en cuanto ésta entró en su cubículo.

Xaforn no tuvo que preguntar a qué se refería. Apretó los dientes. Qiaan... Probablemente Qiaan se lo había contado todo.

—Lo estaban torturando unos guardias —dijo Xaforn en actitud defensiva.

—Guardias —repitió JeuJeu sin inflexión en la voz.

—Había cuatro y dos eran reclutas de la guardia —dijo Xaforn—. Aquello no era... honorable.

JeuJeu se traicionó con una sonrisa.

—¿Te enfrentaste a cuatro chicos mayores por un gato callejero medio muerto porque lo que estaban haciendo no era honorable? Por el amor de Cahan, Xaforn. ¿Sabías quiénes eran aquellos muchachos.

—Sólo los guardias —respondió Xaforn.

—Los otros eran mucho más importantes —dijo JeuJeu—. El que acabó en la Casa de Curación durante cinco días era hijo de un miembro del Consejo. Su padre no quedó muy contento.

—El hijo del miembro del Consejo es un matón y un tonto —dijo Xaforn con mordacidad—. Los otros le advirtieron.

—¿Sí? —animó JeuJeu a Xaforn cuando ésta se interrumpió de pronto. Como Xaforn permanecía tercamente callada, JeuJeu exhaló un profundo suspiro y se recostó en la silla, estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos—. Te lo diré yo. Los otros dijeron a tu objetivo que no debían meterse contigo. No les escuchó. Y lo pagó.

—¿Tendré problemas? —preguntó Xaforn con cautela.

JeuJeu se echó a reír, una risa aguda como un ladrido que revelaba diversión pero no alegría—. Oh, muchísimos. Quebrantaste tantas reglas que probablemente tardaría menos en enumerar las que no quebrantaste. Hay personas que están muy enfadadas contigo y que no olvidarán fácilmente tu nombre. Pero te enfrentaste a un adversario contra toda probabilidad de éxito, ellos eran más corpulentos y superiores en número y lo hiciste por una cuestión de principios —JeuJeu meneó la cabeza—. Sí, diría que estás metida en un apuro. Pero a mí también me desagradan las intromisiones en los asuntos de la guardia y ellos estaban en el recinto. Por lo tanto técnicamente se hallaban en nuestra jurisdicción. Y era nuestro gato.

Xaforn, que había mantenido los ojos bajos, miró de reojo a JeuJeu a la cara al oír estas palabras. El maldito gato se había convertido en una especie de símbolo.

Y no había sido Qiaan la que se había chivado. Había sido aquel malicioso matón con sus músculos fofos y su vientre blando; una vez se había recuperado lo suficiente como para quejarse. Xaforn se permitió esbozar una leve sonrisa ante esa idea.

JeuJeu la captó.

—No presumas tanto, no vas a salir impune —espetó—. Este otoño te vamos a retener. Estás preparada para subir un nivel, pero es evidente que necesitas aprender más sobre estrategia y prudencia. Es decir, que en esta ocasión tu gato te ha costado el ascenso —vio la cara afligida de Xaforn, y sonrió—. Por si te interesa, mi opinión personal es que no importa y que serás la guardia más joven que ingresará en el cuerpo imperial. Pero será un año más tarde de lo que esperabas. Xaforn, no quiero que aprendas una lección equivocada de esto. Estoy orgullosa de ti. Todos estamos orgullosos de ti. Comprendes lo que es el honor. Ahora debes empezar a aprender a sopesar cuándo y cómo puede defenderse de la mejor manera. Habrías podido acudir a mí y yo habría hecho algo; la tortura me gusta tanto como a ti.

—Pero el gato habría muerto —dijo Xaforn con voz suave.

—Tal vez sí —dijo JeuJeu—. Y tal vez no. Y tal vez habría vivido y tú habrías tenido tu ascenso. Y tal vez jamás habrías sabido en qué crees realmente —la sonrisa de JeuJeu se torció un poco—. ¿La verdad? No sé si yo habría actuado de forma diferente. Veré lo que puedo hacer por ti. Puedes marcharte.

Xaforn se fue con la cabeza inundada de pensamientos. Tenía sentimientos completamente ambivalentes respecto al gato, el matón, sus propias acciones. El instinto le decía que había hecho lo correcto; su razón clamaba contra sí misma por haberse arriesgado haciendo algo que podía perjudicar a su único objetivo, su oportunidad de pertenecer, de ser guardia —guardia total, parte de aquella familia— en cuanto pudiera.

Aquel gato.

El maldito cachorro había sobrevivido. El animalito no tenía ninguna probabilidad, como tampoco la tenía Xaforn, de alcanzar metas imposibles. Xaforn no era ciega a la ironía del asunto. De pronto sintió curiosidad por ver cómo estaba, pero eso significaría, claro está, ir de nuevo a la parte donde se alojaban las familias. Donde se encontraba Qiaan.

—Puedo superarlo —masculló—. Probablemente no debería haberme metido.

Xaforn fruncía tanto el ceño cuando franqueó el arco y penetró en el recinto interior que niños absolutamente inocentes se apartaron de su camino de forma instintiva, para evitar la sensación de estar haciendo algo mal que acompañaba a Xaforn y que parecía tan sólo que esperaba encontrar un blanco al que tumbar. El ceño se hizo más profundo cuando salió del pasadizo que discurría hasta el jardín interior rodeado por las callejuelas donde vivía el capitán Aric, y encontró a Qiaan sentada en la hierba con un sombrero de paja en la cabeza y otro en el suelo a su lado que se había convertido en una especie de nido donde, ahora, un gatito negro con las puntas de las patas blancas dormía enroscado. Había allí una docena de niños, algunos jugando a las tabas, otros a las casitas con muñecas de tela o atacándose furiosamente con espadas de madera, algunos miraban de vez en cuando al cachorro y esperaban a que despertara y les hechizara con sus monadas.

El maldito animal se había convertido en una celebridad.

El ceño de Xaforn se hizo más profundo aún cuando algunos de los niños más bulliciosos se quedaron en silencio, mirándola avanzar por el patio. Un par de pequeños rostros reflejaron alarma.

—No tengáis miedo —dijo Qiaan, que no se había vuelto para mirar, pero de alguna manera sabía que los niños se habían puesto en guardia. Supuestamente se dirigía a ellos, aunque su voz estaba destinada a la visitante—. Sólo ha venido a ver a Tinta.

—¿Tinta? —repitió Xaforn, sorprendida por el hecho de que el gato hubiera sobrevivido el tiempo suficiente para recibir un nombre.

—Uno de los pequeños dijo que parecía que alguien le hubiera metido las patas en un tintero —explicó Qiaan con cara seria.

Al acercarse, Xaforn reparó en el papel alisado sobre una tabla de madera que Qiaan tenía en el regazo y un pequeño tintero de los que se usan para escribir junto a ella en la hierba.

—¿Qué haces.

—La estoy dibujando —dijo Qiaan dando la vuelta a la tabla.

—No lo haces muy bien —dijo Xaforn con poco tacto, al examinar el resultado del pincel y la tinta.

Qiaan se encogió de hombros.

—No importa —dijo—. Sólo es para mí.

Xaforn, que de alguna manera siempre estaba a la defensiva con la forma particular de resistencia pasiva de Qiaan, se apartó.

—Supongo que es mejor de lo que yo podría hacerlo.

El cachorrito eligió este momento para desperezarse y bostezar, dejando al descubierto unos dientecitos delicados, afilados como agujas y de alguna manera imposiblemente fieros. Abrió un ojo, sólo una estrecha rendija de reluciente verde en el pelaje negro de su cara, y luego los dos, mirando a Xaforn con los ojos muy abiertos y con expresión de candor.

Cautivada, Xaforn le acercó un dedo.

—Ten cuidado... —advirtió Qiaan.

El animalito se puso a ronronear con suavidad, acercando su cabeza al dedo de Xaforn.

—... porque araña —terminó Qiaan y entonces sonrió—. Bueno, mira eso.

La gatita era una maraña de conspiraciones. Xaforn se sonrojó, apartando la mano de golpe.

—Sólo quería comprobar que ella estaba bien.

Qiaan sonrió de nuevo al oír que se refería al animal en femenino. Xaforn y la gata siguieron mirándose con cautela. Sin dejar de sonreír, Qiaan cogió el delgado pincel que había junto al tintero, lo hundió en la tinta y dibujó unas cuantas letras al lado del dibujo de la gata. Sopló con suavidad para que se secara y Xaforn volvió su atención a ella.

—Toma —dijo Qiaan, cogiendo el papel y ofreciéndoselo a su visitante—. Quédatelo —sus ojos quedaron velados tras largas pestañas oscuras cuando añadió—: Aunque no está muy bien.

Xaforn cogió el papel de forma automática y su rostro volvió a ponerse ceñudo.

—¿Qué es esto? —preguntó, contemplando las letras que Qiaan había puesto en la página.

Qiaan empezó a responder y entonces se la quedó mirando.

—¿No conoces? ¿Y cómo ibas a conocerlo.

Sorprendida en algo mal hecho, después de haber sido alabada por ser demasiado buena en lo que hacía, Xaforn se sonrojó profundamente.

—Tal vez no necesitaba saberlo.

—Jin-ashu —dijo Qiaan—. El lenguaje de las mujeres.

Transmitido de madres a hijas. Rochanaa había cumplido al menos con este deber; Qiaan conocía la escritura del lenguaje de las mujeres, el lenguaje secreto. Pero ¿quién podía enseñárselo a las expósitas como Xaforn? Qiaan miró fijamente a la otra muchacha, curiosa y extrañamente asombrada por este descubrimiento. ¿Ninguna lo conocía? ¿Todas las guardias que habían ido allí como bebés abandonados desconocían este secreto que las mujeres de Syai habían conservado y transmitido de generación en generación durante mil años.

No podía creerlo. Gran parte de su mundo estaba construido sobre su existencia.

¿O sólo era Xaforn? ¿Se salía tanto de lo normal, estaba tan decidida a pertenecer a la guardia que nunca había aprendido a hacerlo consigo misma y con su herencia.

—Pone Tinta —dijo Qiaan con voz absolutamente carente de sarcasmo o burla, las dos armas con las que a menudo afrontaba el mundo. Volvió a coger el pincel, lo hundió en la tinta, dibujó un nuevo grupo de letras en un trozo de papel que se encontraba debajo del dibujo que había entregado a Xaforn. También le entregó éste sin decir una palabra a la otra niña. Xaforn lo cogió y clavó la mirada en él.

—No sé leerlo, así que... —objetó.

—Dice jin-shei —dijo Qiaan un poco insegura de pronto de sí misma, del impulso que le había hecho ofrecer esta sagrada confianza a la única persona de Linh-an que al parecer ni lo conocía ni lo apreciaba.

Xaforn tal vez desconocía el lenguaje secreto; aunque no se podía ser mujer en Syai, expósita o no, y no conocer la existencia de la hermandad del jin-shei. Pero es que se trataba de un misterio femenino, un secreto de mujeres, y era algo que Xaforn había descartado por poco importante para la vida que ella había decidido llevar.

—¿Para qué me sirve esto? —preguntó, alzando, como si fuera un escudo, la impetuosidad y la dureza del entrenamiento del guerrero, empleando los atributos masculinos para defenderse del insidioso ataque de la blandura de lo femenino que había en ella, reprimida cruelmente desde que había tomado las armas y elegido aprender a matar—. ¿Y qué significa para ti? ¿Tú, precisamente, y yo.

—¿Crees que no hay hermanas del jin-shei en la guardia? —dijo Qiaan—. Entonces, eres ignorante. Ésta es la herencia de toda mujer, sea princesa o la pihuela de menor categoría entre los mendigos.

—¿Las mendigas conocen el jin-ashu? —preguntó Xaforn con escepticismo—. No me lo creo.

Qiaan se encogió de hombros.

—Las mendigas pueden ser analfabetas, pero las mujeres tendrán suficiente jin-ashu para comunicarse con alguien como yo. Lo creas o no.

—Pensaré en ello —dijo Xaforn con brusquedad mientras se ponía en pie.

—Puedes decidir aceptarlo o no. Pero el jin-shei no es algo que no pueda decirse. Tienes el papel —echó una mirada a la gatita, que contemplaba cómo se movía su propio rabo con la profunda concentración de un cazador, y sonrió—. Compartimos la gata. Y algún día, jin-shei-bao, puede que haya un dibujo mejor de ella. Y tú misma puedas escribir su nombre en él —miró a Xaforn directamente a los ojos sin parpadear—. O el tuyo propio.

—Pensaré en ello —repitió Xaforn, retirándose. Sus ojos se apartaron de Qiaan, se detuvieron un último momento en la gatita, y luego salió del patio con los hombros encorvados.

—Tentadora —masculló cuando se iba, aferrando el dibujo de la gata y procurando que sus ojos no se desviaran constantemente hacia los misteriosos símbolos que había en el papel. Letras. Escritura. Lenguaje. Hermandad...

—Cobarde —respondió Qiaan.

Xaforn tuvo que apretar los dientes para vencer la repentina necesidad de echarse a reír en voz alta.