UNO
La criada apenas había tenido la oportunidad de abrir la puerta cuando Khailin ya había pasado al interior de la casa y al salón de Yuet. Su expresión revelaba frustración, furia, exasperación y miedo en partes iguales.
Tai, que estaba acurrucada en un asiento junto a la ventana y dándole sorbitos a una infusión que le había hecho Yuet, se estiró como un látigo nada más verla.
—Parece como si quisieras matar a alguien —dijo.
—Al contrario —repuso Khailin—. Me han dado un ultimátum para mantener a alguien con vida.
—¿Mantener a alguien con vida?
—¿No es ése mi trabajo? —comentó Yuet irónicamente.
—Sí —respondió Khailin con brusquedad—, y no de la manera que piensas, Yuet. Quiero decir indefinidamente. Liudan ha tomado conciencia del concepto de inmortalidad.
—Es mejor que te sientes, tomes un poco de té y nos cuentes todo desde el principio —dijo Yuet, vertiéndolo ya en una taza de porcelana.
* * *
Khailin podía recordar claramente aquella conversación en el salón que había puesto las cosas en marcha casi dos semanas antes.
—Inmortalidad —dijo Liudan— en nombre del jin-shei.
—Lindan, te han dado un susto —dijo Khailin después de un momento de silencio—. Pero la inmortalidad no te protegerá de flechas perdidas. De todas formas, hay varios tipos de inmortalidad. Y, además, es imposible.
—Nada es imposible —replicó—, y cualquier cosa que te pida en nombre del jin-shei es un deber sagrado.
—Así que no me estás ordenando que lo haga —dijo Khailin con una mueca en la boca—. Sólo me estás pidiendo lo imposible en nombre de un vínculo imposible de rechazar. ¿Qué pasa si no puedo.
—Nhia parece pensar que puedes.
—¿Nhia? —preguntó Khailin sorprendida—. ¿Qué tiene que ver Nhia con esto.
—Dijo que habías estado trabajando en algo parecido.
—Sólo porque quiero saber cómo destruirlo —espetó Khailin—. Con Lihui todavía en libertad...
—¿A qué te referías con varios tipos de inmortalidad? ¿Cuál es el que Lihui posee.
—No, Liudan. Ése no —Khailin frunció el ceño—. No querrás ser Lihui. Créeme. Él, lo que es, es antinatural y diabólico. Sólo se sostiene porque bebe las almas de los demás, dicho de forma sencilla. Es viejo, inmensamente viejo, de una vejez antinatural. Y muy poderosa. Cuando se siente cansado, simplemente sacia su sed física en un cuerpo núbil y joven, sin hacer distinciones entre hombres y mujeres cuando elige sus víctimas, y se bebe su vitalidad hasta que sólo queda de ellos una cáscara. Como hizo con Nhia.
—Pero ella está viva y bien —dijo Liudan con obstinación.
—Sólo porque yo estaba allí —susurró Khailin—. Él dejó el trabajo a medio hacer aquella noche. Habría vuelto a terminarlo. Y tú sabes, tú lo sabes, cuánto tardó en volver a nosotros.
—¿Y cómo es que no te utilizó a ti de esa manera.
Khailin se estremeció.
—No lo sé —dijo—. En parte era un juego para él hacerme descubrir con toda crudeza lo completamente joven e idiota que yo era. Se divirtió viéndome sufrir bastante más de lo que habría disfrutado inhalando mi espíritu para prolongar su vida antinatural. Eso, imagino, y el hecho de que podía acceder a otras fuentes. Había montones de melocotones, jóvenes y vigorosos, en el árbol de la inmortalidad que podía arrancar cuando lo necesitara. Por lo tanto, no sentía ninguna urgencia hacia mí en ese aspecto —Khailin tembló—. Ni siquiera en nombre del jin-shei pensaría en esa vía de inmortalidad.
—Dijiste que había otras formas —insistió Liudan—. Cuéntame.
—Una es la inmortalidad espiritual —dijo Khailin a regañadientes—, del tipo que otorga el Templo: los Inmortales Santos, los Sabios y los Emperadores cuyas estatuas llenan las hornacinas y que no están en Cahan, Inmortales que escuchan las plegarias del pueblo. Pero eso se logra a través de grandes acciones y sólo llega después de que tu envoltura física se haya ido. Eso no es lo que quieres de mí.
—¿Hay otra opción? —Liudan no iba a abandonar su idea de buen grado, ni fácilmente.
Arrinconada, Khailin la miró frunciendo el ceño.
—Sí, pero creo que tampoco es lo que tienes en mente cuando...
—Yo juzgaré eso.
—Hay antiguos documentos —dijo Khailin con prudencia— que hablan de un método... No sé, no lo he estudiado con profundidad. No estoy segura. No puedo explicar las cosas que yo misma no comprendo.
—Pero puedes aprender —replicó Liudan—. ¿Qué necesitas para empezar a estudiarlo.
—Liudan, hay formas mucho más fáciles de conseguir un heredero —dijo Khailin con bastante aspereza.
—Ninguna por la que mi heredero sea yo —dijo ella con los ojos brillantes—. Si, como dices, seguir la vía que tomó Lihui es una total abominación, entonces intentaré este otro camino. Y tú me ayudarás a hacerlo, Khailin. En nombre del jin-shei, lo harás.
* * *
—¿Y tú accediste? —preguntó Yuet, cuando Khailin terminó de contar el incidente.
—Ya he empezado a trabajar en ello, maldita sea —gruñó—. Si hubiera sido una orden directa, podría haberla rechazado..., quizá. Pero me lo pidió en nombre de la hermandad.
Hizo una pausa y se restregó las yemas de los dedos contra los párpados en un gesto de cansancio.
—Pero hay algo más —dijo Tai, interpretando su movimiento, viendo el conflicto, ¿la culpabilidad?, que rondaba a Khailin—. Liudan ha despertado algo más.
—La curiosidad —dijo Khailin como dándose por vencida—. Ésa ha sido siempre mi debilidad. Lo estoy haciendo por una hermana del jin-sbei, pero ha echado raíces en esa condenada curiosidad y ahora..., ahora quiero saber, descubrirlo para ella y para mí misma. Sólo sé que es un conocimiento prohibido y encerrado en lo arcano y no ha hecho más que inquietarme para cavar más profundo. Para encontrar las respuestas. ¡Maldita sea! No puedo intentar aclarar esto ahora. Pero tampoco puedo hacerlo sola; necesito cosas. Necesito... Yuet, necesito tu ayuda.
Una parte de Tai, observando con fría objetividad, se estremeció ante esas palabras con una extraña clarividencia. Su madre solía describir ese particular sentimiento como «un viento en tus cenizas», como si el aliento de alguien perturbara los restos de una pira funeraria.
Su propio poema volvió a perseguirla; la imagen de las ramas desnudas del otoño, inundadas por la clara luz del sol de primavera pero muertas, muertas, muertas. «Se avecina», pensó Tai con frialdad. «Se avecina la tormenta....
—¿Qué tengo yo que hacer en todo esto? —preguntó Yuet, sorprendida.
—Tú eres curandera. Tienes acceso.
—¿Acceso a qué.
—A los cuerpos. A los fluidos corporales. Al tejido vivo o incluso al recién muerto. Necesito comprender la vida antes de poder entender cómo perpetuarla. Intenté usarme a mí misma, pero no puedo sacarme sangre todos los días. Necesito... ¡Oh, Cahan! ¿Por qué Liudan me ha metido en esto? Necesito algo con lo que trabajar.
—¿Y de dónde esperas que te consiga cadáveres? —preguntó Yuet horrorizada—. ¡No puedo dejarlos en la puerta trasera de tu casa como si fuera la ropa sucia.
—Así es exactamente como tendrías que entregármelos —dijo Khailin—. Tan disimulados como puedas. No puedo dejar que se sepa.
—¿Has llegado alguna vez tan lejos? —preguntó Tai con una calma nada natural en la voz, como si se estuviera controlando.
—Algunas veces —dijo Khailin, y descubrió su brazo, enseñando una nueva venda de hilas—. Éstas son las cicatrices de la batalla. He usado mi propia sangre. Algunos escritos clan a entender que la esencia de una persona puede utilizarse para animar... algo, una estatua, algo parecido a un original, y hacerle cobrar vida. Hay elixires, brebajes que han pasado de generación en generación.
—¡Khailin! —Yuet saltó espantada—. ¡Esa es una abominación peor que la de Lihui de alimentarse de almas! Estarías usurpando el poder de los mismos dioses, dando vida y quitándola.
—En nombre del jin-shei, Yuet— dijo Khailin con amargura en los ojos.
—¿Qué.
—Lo que ella me pidió, yo te lo pido. En nombre del jin-shei. No puedo hacer esto sola.
—Quizá es que no debiera hacerse —dijo Tai.
Khailin se volvió hacia ella.
—Bien. Entonces ve y díselo a Liudan.
—Y tú seguirías, de todas maneras. ¿Verdad que lo harías? Ahora que has llegado tan lejos...
Khailin hizo una mueca.
—Necesito saber.
—Khailin, no tienes que saber por qué brilla una estrella para disfrutar de su luz. No tienes que levantar a los muertos para comprender el aliento de la vida.
—Eso es poesía, Tai. Yo hago ciencia. Lo necesito; siempre lo he necesitado.
—Eso fue lo que te entregó a Lihui —dijo Tai en voz baja con terquedad.
—Es verdad —dijo Khailin, reacia a admitir la derrota pero forzada a conceder la verdad de ese comentario.
—No dejes que tu orgullo te conduzca...
—El orgullo no tiene nada que ver con esto —dijo Khailin—. Nhia te dirá que todos tenemos nuestro sendero en el Camino, Tai. Este es el mío. Liudan me empujó a él, pero ahora ya he dado los primeros pasos y necesito saber, por mí misma. Necesito aprender los secretos olvidados. Es lo que siempre he querido hacer con mi vida. Y ahora estoy obligada a ello por razones más poderosas que la curiosidad; me han encargado hacerlo, en nombre de la hermandad. Es como... es como si supiera que me estaba destinado —se volvió hacia Yuet—. ¿Me ayudarás.
—Khailin, no puedo...
—¿Me ayudarás? —la voz de Khailin vibró intensamente.
Yuet de hecho estaba temblando.
—No puedo, Khailin. Va contra el espíritu del juramento de los curanderos. He jurado que no haría daño.
—No lo harás —dijo Khailin—. Si se hace daño, esa responsabilidad recae sobre mí. Todo lo que tienes que hacer es...
—Ofrecerte gente para ese daño —susurró Yuet.
—¡Estamos hablando de muertos.
—¡Dijiste tejidos vivos.
—Bueno, muertos recientes. Con las energías todavía aferradas a ellos. Puedo ir contigo si eso facilita recoger una muestra.
—¡No! —dijo Yuet, retrocediendo—. No es...
—Le estás arrebatando Cahan al alma de alguien —dijo Tai con suavidad.
—¿De qué estás hablando.
—Sus espíritus cruzan hasta los Campos del Paraíso en el humo de su pira —dijo Tai—. Y sus cenizas son esparcidas para devolver su esencia a la tierra. Y tú querrías tomar el cuerpo y negarle ese pasaje. Pincharlo, cortarlo, sacarlo del reposo adonde la muerte ha llevado el alma y arrastrarlo al mundo de nuevo. Es horrible, Khailin.
—No puedo traer a alguien que está muerto de vuelta a la vida —se rió Khailin, pero su risa era crispada y aguda—. Sólo me llevo una pequeña parte de su ser físico. Cuando haya tomado lo que necesito, el resto puede disponerse según los ritos. No deseo robarle a nadie su oportunidad del paraíso.
—Pregúntale a Nhia —le pidió Tai—. Ella te dirá. Ella comprende.
—Nadie más sabe esto —contestó Khailin de nuevo con intensidad en la voz—. Incluso tú, Tai, habría sido mejor que no lo supieras. Tenía que ser un pacto entre Yuet y yo, como lo fue entre Liudan y yo —levantó la mirada y sus ojos eran ardientes—. Te lo repito, ¡debe hacerse! ¡Debe hacerse ahora.
—Vas a crear otro Lihui —dijo Yuet negando con la cabeza—. ¿Por qué no puedes dejar en paz el tema? ¿Has hablado de esto con Maxao? ¿Qué piensa él.
—Te lo he dicho, nadie más lo sabe. Nadie salvo vosotras, yo misma, y Liudan. Y así debe ser.
—¿Por qué? ¿No te da qué pensar que este trabajo deba llevarse a cabo en secreto.
—La gente no lo entendería —respondió Khailin.
—Yo no estoy segura de hacerlo —dijo Yuet lentamente.
—Pero ¿me ayudarás.
Khailin se lo había pedido en nombre del jin-shei. No lo repitió dos veces, pero se erguía entre ellas, como algo brillante y luminoso, el más sagrado de los votos, la hermandad que reclamaba que se intentara lo imposible y lo impensable si se pedía en su nombre.
El día del Palacio de Verano, ese día lleno de muerte que había hecho a Yuet ofrecer el juramento de jin-shei a Tai, parecía que había ocurrido en otra vida. Había hecho aquella promesa después de perder vidas, de salvar vidas. Ahora le pedían en nombre de la misma promesa que rompiera la propia ley de la vida.
No podía hacer lo que Khailin le pedía. No podía. Iba contra todos los principios por los que había vivido siempre. Y aun así... aun así... se lo habían pedido en el nombre de lo que no se podía rechazar.
La encarnizada batalla entre el corazón de Yuet y su mente, la batalla entre sus obligaciones como curandera y su deber hacia la promesa del jin-shei, estaba escrita en la expresión de su cara mientras miraba a Khailin. Y entonces, finalmente, después de lo que parecieron horas pero que terminó quizá sólo en unos cuantos minutos, algo sombrío se asomó a sus ojos.
—Haré... haré lo que pueda para cumplir lo que pides —dijo, por fin, apretando fuertemente con las manos su propia falda.
Khailin debía de saber cuánto le había costado a Yuet. Ella misma había pagado un precio parecido. Quizá ésa fue la razón de que simplemente asintiera ante el consentimiento que había sacado a su jin-shei-bao, y no dijera nada más.
Tai se quedó con ella después de que Khailin se fuera, preocupada por la demacrada cara de Yuet y el brillo de sus ojos.
—Esto te destruirá, si lo haces —dijo suavemente.
—Me destruirá si no lo hago, por la forma en que me lo han pedido —dijo Yuet—. Al menos, he de intentarlo.
—Tengo miedo, Yuet.
—¿Tú? ¿De qué.
—De que sea el principio... de algo. De que no todas salgamos de esto. Siento el viento caliente en mi cara.
—Has pasado demasiado tiempo con Nhia o escuchando con demasiada seriedad a esos tontos del Templo —dijo Yuet con una discordante risita—. No me hables del fin del mundo, Tai.
Tai no dijo nada más.
Pero sus instintos no se equivocaban, porque en menos de diez días, Maxao abrió de golpe la puerta del laboratorio de Khailin y entró a grandes zancadas, atronador, agitando su bastón como un arma en vez de como apoyo.
—¿Qué es lo que he oído sobre tu trabajo? —preguntó—. ¿Es cierto.
—Me pidió que investigara este asunto —dijo Khailin con voz tranquila— la misma Emperatriz.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez —dijo Maxao con voz baja y peligrosa— que el hecho de poder hacer una cosa así no te autoriza para hacerla.
—Ahora hablas como Tai. Una de mis jin-shei-bao que ha asumido el papel de un profeta bastante pesimista últimamente. No ve nada más que el desastre...
—Es más sabia de lo que tú te crees, entonces —dijo Maxao—. Así que, ¿intentó detenerte.
—En cierta medida, sí —respondió—. Pero no voy a montar un escándalo por eso.
—Pues yo sí —dijo Maxao con decisión—. Sacaré lo que estás haciendo a la luz del día. Si tu hermana no puede hacerte parar y yo tampoco, la gente lo hará.
—¡No comprenderán nada del tema! —protestó Khailin calurosamente.
Maxao le echó una extraña mirada.
—Hay mucho de Lihui en ti —dijo—, en los días en que era el más joven de mis estudiantes, o que yo pensaba que lo era, cuando lo veía simplemente joven y exaltado, y todavía no me había enseñado lo más negro de su maldad. ¿Estás segura de querer seguir ese camino? Mira dónde le ha conducido; el orgullo desmedido, la arrogancia y el egoísmo traen su propia recompensa.
—Pero estoy haciendo esto por Liudan —repuso Khailin.
—Lihui también actúa por lo que él considera buenas razones. Yo me mantuve al margen, lo observé y, porque no dije nada, no hice nada. Lihui se hizo lo suficientemente fuerte para robarme la vista, mi posición en la vida, todo. Y ahora está preparado para alcanzar el trono del Imperio. Si lograra su empeño, todos tendríamos que pagar el precio. Pero yo fui tonto una vez, no lo seré de nuevo. No harás esto. No mientras yo sea capaz de detenerte.
—¡Espera! ¿No sabes que todo lo que hagas para debilitar a Liudan va a parar directamente a las manos de Lihui? —gritó Khailin, levantando una mano para detenerlo, pero ya estaba hablándole a la espalda mientras éste salía de la habitación.
Al principio sólo fueron rumores deformados por los bazares. Khailin tenía reputación en la ciudad como erudita, una estudiante de los senderos más empíricos del Camino, una alquimista, una buscadora de conocimiento. Sus objetivos eran conocidos, no siempre aprobados en su totalidad, pero a ella sí solían tratarla con el respeto debido a su condición. Durante los días siguientes a la abrupta salida de Maxao de sus habitaciones, la atmósfera en la ciudad pareció cambiar, oscurecerse. La cocinera de Khailin volvió llorando una mañana y contó que le habían tirado fruta podrida porque trabajaba para «la bruja». Se congregaron muchedumbres a las puertas del Palacio imperial y había un oscuro murmullo que se elevaba sobre sus cabezas; los ojos alzados hacia los muros del Palacio ardían de furia y resentimiento.
«Inmortal... Quiere ser inmortal... Quiere reinar para siempre..
Pero fueron sólo pensamientos, sólo palabras, sólo un fuerte sentimiento.
Cuando estalló en la acción, los tomó a todos por sorpresa.
A Yuet le costó mucho esfuerzo lo que Khailin le había encargado, pero había intentado hacerlo manteniendo en equilibrio los dictados de su conciencia y el cumplimiento de sus obligaciones del jin-shei. Si un paciente estaba más allá de su ayuda y sabía que la muerte era cuestión de quizá algunas horas, le preguntaba al pariente más cercano en la casa si podía ayudar con las preparaciones del funeral. Cumplía todos los ritos necesarios, pero a menudo tenían lugar algún tiempo después de la muerte, cuando Khailin ya había intervenido en los restos mortales. Las familias no se enteraban de que el cuerpo en la pira funeraria podía no estar entero cuando se encomendaba a las llamas.
Las cosas fermentaron entre cuchicheos y murmullos durante algún tiempo. Las semanas se convirtieron en meses e incluso los meses empezaron a sumarse, como las cuentas de una madera de los años. Pero la calma no podía durar.
Cambió la marea un día en que Yuet, por una vez totalmente inocente y sin segundas intenciones o nada parecido, fue vista ayudando a un anciano a subirse a un carro tirado por una mula para llevarle a su propia casa a darle tratamiento. Esto era algo que hacía a menudo en casos que requerían su cuidado y atención constantes. En esta particular ocasión, sin embargo, una mujer que pasaba por la calle se detuvo y señaló con un dedo huesudo a Yuet y al paciente que se estaba montando en el carro.
—¡Mirad! —soltó un alarido—. ¡Así es como la bruja nos consigue! ¡Así es como consigue los cuerpos calientes que trocea para buscar el jugo de la inmortalidad para la Emperatriz necrófaga! ¡Esa es la ayudante de la bruja! ¡Se nos lleva y le entrega nuestros cuerpos que todavía respiran, aún calientes! Mirad adónde va, llevándose a otro. Puede que sea viejo, pero ¡todavía es uno de nosotros.
—¡Uno de nosotros! —gritó alguien más.
—¡Detenedla! ¡No dejéis que se lleve a ese viejo.
—¡Detened a la ayudante de la bruja! ¡Detenedla.
—No nos trocearán y estudiarán para que la Emperatriz pueda vivir para siempre con nuestra sangre y nuestros tendones.
—¡Paradla.
Yuet no tenía ni idea de dónde había salido tanta gente, pero una repentina multitud se había congregado a su alrededor y estaba furiosa. Sus voces eran agudas, estridentes, llenas de rabia.
Quizá lo más sensato habría sido subirse a la parte trasera del carro con su paciente y rogar al cochero que se moviera, rápido y sin montar alboroto. Pero Yuet conocía a la mujer que había hablado la primera y a los demás de la vecindad; a muchas de las caras que podía entrever, ahora contraídas por el odio, en la multitud, ella les había curado llagas y fiebres y atendido en nacimientos y achaques de la vejez. Eran su gente, sus pacientes, su responsabilidad. Sintió la necesidad de pararse, de explicar, de tranquilizar, de hacer bien.
—Esperad, dejadme que os explique...
No pudo decir más que esas palabras. Nunca supo de dónde salió la primera piedra, pero le dio de lleno en los riñones. Soltó un grito ante el punzante dolor, se tambaleó y cayó a cuatro patas en la calle, sacudiendo la cabeza e intentando recuperar el aliento.
No le dieron la oportunidad. Una segunda piedra siguió a la primera, dándole en la mandíbula; probó la sangre de su labio roto y de su diente partido. Una tercera vino, una cuarta y después un aluvión de ellas.
—¡La amiga de la bruja! ¡La sierva de la bruja.
Las voces se arremolinaban a su alrededor, tan duras como las piedras, hiriendo su mente y su corazón mientras las rocas laceraban su cuerpo. «No es justo», pensó, desesperadamente, levantando las manos para protegerse la cabeza y la cara. «No es justo. Me queda mucho que dar..
Y entonces una piedra particularmente grande esquivó sus defensas y le golpeó en la sien. Yuet profirió un grito suave, el primer sonido que hizo en voz alta desde que la lluvia de piedras comenzó. Fue muy suave, casi inaudible; la muchedumbre no lo oyó. El mundo se fundió en una suave oscuridad a su alrededor y su mente quedó vacía, sin más pensamientos. No hubo últimas palabras. Ninguna sensación más. Nunca supo que las piedras siguieron llegando hasta mucho después de que su cuerpo se quedara quieto, mucho después de que se hubiera convertido en una pulpa sangrienta bajo el aluvión.
* * *
El cochero del carro había azotado a la mula tan pronto como empezaron los problemas y se llevó a su pasajero, el paciente a quien Yuet había subido al carro, lejos de la zona de peligro, tan rápido como pudo. Fue él quien alertó a la guardia imperial, pero cuando por fin llegó un destacamento, la muchedumbre ya se había disgregado hacía tiempo y Yuet estaba muerta.
Xaforn se encargó del adecuado traslado del cuerpo de Yuet y contactó con Tai para hacer los preparativos necesarios para su funeral. La propia Xaforn barrió las calles donde ocurrió la lapidación, preguntando a la gente, pero al parecer nadie había visto nada e insistían en su historia incluso cuando Xaforn los amenazaba con detenerlos por obstruir sus investigaciones.
—Nunca sabremos quién lo hizo —le dijo más tarde a Tai con el rostro pálido de agotamiento y de las lágrimas que había vertido por Yuet.
Ambas estaban todavía impresionadas y destrozadas por el dolor y la furia de su muerte, por la pérdida de la furia de alguien a quien habían amado, que había sido parte de ellas—. Todos lo hicieron.
—Seguro que el cochero vio...
—Seguro. Él tampoco recuerda —dijo Xaforn con ferocidad—. No, nadie sabe nada, nadie quiere saber nada. He hablado con una mujer que antes vivía en los recintos interiores, la viuda de un guardia. Ella estaba allí cuando Yuet entregó su corazón y su esfuerzo a las víctimas de la intoxicación. Ni siquiera ella recuerda haber visto nada que pueda sernos de ayuda. Y sabía quién era Yuet. Ella, más que nadie, lo sabía.
Ya empieza, entonces, escribió Tai en su diario la noche después de haber ayudado a preparar el cuerpo de Yuet para su pira funeraria, después de que las cenizas de Yuet se hubieran esparcido al viento. Después de haber llorado hasta quedarse seca. Pau-kala está sobre nosotros y la primera de mis hermanas se ha ido. Oh, pero Kito dijo que éramos muy jóvenes.
En su mente, una rama desnuda de hojas temblaba en la cautivadora e inútil calidez del sol de primavera.