NUEVE

Todas fueron corriendo a la casa de Nhia, todas las del círculo jin-shei, incluso Liudan, que fue quien le llevó las noticias en persona casi tan pronto como se enteró del tema. Xaforn estaba ya allí, rondando la habitación de Nhia como una sombra, vigilante y alerta; Yuet y su propia sombra, Tammary, llegaron poco después, a las que enseguida siguió Qiaan, que aderezó los ya disparatados rumores con las historias que circulaban por las calles; y finalmente la propia Tai.

—No salgas de casa hoy —le dijo Liudan a Nhia—. El sabía que vigilábamos cada movimiento suyo. Primero quiero asegurarme de que esto no es ningún truco para desviar la atención.

—¿Así que por fin te das cuenta de que Lihui no trae más que problemas? —dijo Tai.

—Dulce niña —espetó Liudan enojada—, supe que era problemático hace ya mucho tiempo.

—Dijiste que si alguien que no fueran Nhia o Yuet te dijera que practicaba la brujería, no lo creerías —insistió Tai.

—Eso es justo lo que dije. Pero pensar que Lihui trae problemas y creer que hace magia negra son cosas bastante distintas.

—¿Crees que está muerto? —preguntó Nhia, con el recuerdo de su encuentro con Lihui destacándose en su blanca cara como una cicatriz.

—No hay forma de saberlo —respondió Yuet.

—Pero si lo está, y si Khailin está todavía encerrada en su fortaleza, entonces estará muerta también —susurró Nhia—. Por mucho que lo odie, mientras esté vivo y a nuestro alrededor hay todavía una oportunidad de que ella...

—Quizá, si él se ha ido, ella lo tendrá más fácil —dijo Yuet pensativa—. Sin él en su camino.

—Pero la casa era él —dijo Nhia—. Eso es lo que Khailin me dijo la última vez que la vi. Y si él está muerto, entonces la casa...

—No hay necesidad de que os torturéis con eso ahora —dijo Liudan con sentido práctico—. En todo este tiempo que he tenido a Lihui vigilado, con todos los comentarios que le he lanzado respecto a Khailin, no ha habido ningún resultado. Nada. No hay forma de seguirle la pista ahora que Lihui, nuestro único nexo con ella, ha desaparecido.

—¿Es verdad que los Sabios no saben nada del tema? —preguntó Yuet con un deje de escepticismo en la voz.

—Parecían asustados cuando vinieron a verme —dijo Liudan lentamente—, y no recuerdo haber visto nunca a los Sabios imperiales asustados. Siempre han tenido todas las respuestas.

«Respuestas..

Nhia estuvo reflexionando durante algún tiempo sobre el misterioso mensaje que le envió el hermano número uno del gremio de los mendigos en la boda de Tai, hacía ya un año, pero no había vuelto a pensar en ello últimamente. Ahora, de pronto, con una palabra, Liudan lo había traído a su memoria. «La tormenta casi está sobre nosotros. Vos sabréis cuándo debéis venir en busca de respuestas. Os estará esperando..

—Quédate aquí —dijo Liudan de nuevo, como si el incipiente instinto de ir a buscar al Rey de los mendigos hubiera saltado de su mente a la de la Emperatriz—. Dejaré doble destacamento de la guardia delante de tu puerta por si acaso.

—Ellos no llevan el talismán —dijo Tai—. Podrías dejar todo un ejército ahí fuera y no verían a Lihui pasar a su lado.

—Verían a cualquiera que él pudiera enviar —dijo Liudan—. ¿Podría alguna de vosotras quedarse un rato con Nhia? Necesito llevarme a Xaforn.

—Puedo dejar aquí mi talismán, para quien esté con ella —dijo ésta, levantando su collar, igual que el de Nhia—. Será más útil aquí. No es a mí a quien persigue Lihui, y yo no necesito la protección, pero quienquiera que lo lleve lo reconocerá si se presenta. De esa forma no os puede pillar por sorpresa.

—¿Y qué os hace pensar que irá detrás de Nhia otra vez? —preguntó Tammary de repente—. ¿Aquí, en mitad de la ciudad? ¿Entre tantísima gente.

—Tú no lo sabes todo —dijo Yuet rápidamente, volviéndose para hacerla callar.

Pero Liudan se quedó mirándola.

—¿Entonces por qué ha desaparecido.

—Es un Sabio, ¿no? —dijo Tammary, sosteniendo la mirada de Liudan—. En el lugar del que procedo también tenemos nuestros chamanes. Nunca hemos querido comprender cómo piensan o qué harán a continuación.

—Nuestros «chamanes» cultivan la pureza de la mente y el espíritu a través de la disciplina del Camino —dijo Nhia—. Normalmente es posible seguir un sendero lógico. Si sabes cuáles son sus objetivos.

—Bueno, sí, pero vosotras no tenéis ni idea de cuáles son los objetivos de Lihui —repuso Tammary—. Pueden no tener nada que ver con vosotras.

—Amri —dijo Yuet, usando el nombre infantil de Tammary—, calla. Este no es el momento.

Liudan se dio la vuelta de golpe.

—Volveré más tarde —dijo—. Xaforn, ven conmigo, por favor. Nhia... —Liudan le echó una áspera ojeada a Tammary, que estaba de pie con los brazos cruzados, y los ojos oscuros brillando bajo ese pelo del color del zorro que nunca había consentido peinar al estilo de la corte—. Nhia, quédate protegida.

Yuet fulminó a Tammary con la mirada, pero no dijo nada. Ella y la nómada estuvieron allí durante casi una hora, y después Yuet se excusó y se fue a continuar con sus responsabilidades de curandera, llevándose a Tammary con ella.

Qiaan se fue poco después, prometiendo estar oído avizor a los rumores callejeros. Demostró que estaba asombrosamente bien conectada. Había canalizado sus habilidades organizativas en unos cuantos grupos que trabajaban en los niveles más básicos de apoyo a los menos favorecidos de la ciudad. Había organizado cocinas de caridad para los pobres, establecido escuelas por oficios donde los niños aprendían destrezas con las que pudieran comerciar —como trabajar la madera o la aguja—, tenía mano para desarmar los inevitables timos y estafas que se llevaban las monedas de cobre ganadas duramente por honestos pero a menudo crédulos ciudadanos. Había tenido tratos incluso con el gremio de los mendigos en algún momento, cosa que Nhia sabía, pero que recordó sólo después de que Qiaan la hubiera dejado. Sacudió la cabeza con frustración por haber perdido la oportunidad de preguntarle qué entendía ella de las misteriosas palabras del mendigo en la fiesta.

Tai se quedó hasta la vuelta de Xaforn, unas cuatro horas más tarde, hermética sobre sus últimas actividades, y le devolvió el talismán que le había dejado antes de irse de las dependencias de Nhia.

—Sin novedad —dijo—. Vuelve a casa, Tai—. Tu familia debe de estar pensando que hiciste como Lihui y los abandonaste.

Tai se fue a regañadientes.

Después de asegurarse de que el entorno inmediato de Nhia era seguro, Xaforn dijo.

—Sé que probablemente estemos todos reaccionando exageradamente, y que debes de estar preparada para golpear a la próxima persona que insista en no irse de tu lado, pero me quedaré fuera, por si pasa algo. Liudan dijo que enviaría un mensaje si había algún cambio.

Nhia le lanzó una mirada agradecida.

—Y Qiaan dice que no tienes tacto.

Xaforn se encogió de hombros e hizo una curiosa mueca con la boca.

—Si escuchas a Qiaan, soy una bárbara.

—Lo eres —dijo Nhia con cariño—. Tienes razón, me gustaría pasar un rato sola. Además, tengo trabajo pendiente que podría poner al día.

—Ya tendrás tiempo para eso —dijo Xaforn con una brusquedad que parecía poner de relieve la falta de tacto con la que acababa de acusar a Qiaan de exagerar—. No creo que Liudan te deje volver a tu rutina antes de asegurarse de que no te van a tender una emboscada.

Xaforn inclinó la cabeza y salió, Nhia se quedó sola en su cuarto. Las pesadas contraventanas estaban bien cerradas, como si fueran una armadura contra algún ataque que entrara por allí, pero la habitación ahora olía a cerrado y el calor resultaba sofocante, por lo que Nhia las desplegó y las dejó abiertas a la tarde de verano. Salió al balcón y contempló los patios empedrados y los empinados tejados de la ciudad.

El sol estaba bajo y doraba la ciudad con un resplandor casi mítico. La piedra que había absorbido la luz durante todo el día ahora la irradiaba, una calidez sutil en las palmas de las manos que Nhia apoyaba sobre la blanca balaustrada del balcón. Contra el sol, una lejana silueta negra, la torre del Gran Templo, se alzaba como un dedo señalando el cielo. El Templo donde lo conoció por primera vez. Lihui. Su maestro. Su enemigo.

¿Qué oscura brujería estaría tramando ahora? ¿Dónde estaba.

—Está muerto —dijo una suave voz femenina muy cerca de ella.

Era una respuesta tan apropiada a la pregunta que rondaba la mente de Nhia —«me pregunto si está vivo o muerto»— que durante un momento ni siquiera pensó en ello, pareciéndole normal, una respuesta a una pregunta no expresada.

Pero enseguida el significado de aquellas palabras, aquella voz, atravesó la somnolencia del tranquilo, sofocante día de verano, y la frágil paz de Nhia se hizo añicos como el cristal.

Se dio media vuelta rápidamente, aferrándose a la balaustrada con ambas manos. Tenía la cara blanca como la tiza.

—¿Khailin.

La figura que estaba de pie en el umbral del balcón tenía muy poco en común, en apariencia, con la Khailin que Nhia conocía. Su cabello, que una vez fue negro como el azabache, estaba ahora lleno de reflejos de plata, y había arrugas grabadas en su cara que no tenían sentido en una joven a la que todavía faltaba medio año para cumplir los veintiuno. Pero su porte era el mismo, el orgullo, la inclinación casi desafiante de su cabeza y el brillo de sus ojos oscuros.

Llevaba una túnica exterior del color del humo, cuyas amplias mangas le tapaban las muñecas y las manos y dejaban visibles sólo los dedos. Su pelo gris plateado estaba encerrado en una sencilla red de seda, prendida por el encaje con una única piedra amarilla en la frente de Khailin. Nhia se quedó mirándola durante un largo momento y después una de sus manos voló hasta su garganta, al amuleto que allí estaba.

Al verlo, la aparición de Khailin sonrió.

—No, no soy él. Te di un talismán auténtico. Si Lihui hubiera tomado esta forma, o cualquier forma, lo habrías sabido instantáneamente —extendió una mano—. Soy real. No soy una ilusión —y después, tras una pausa, mientras Nhia avanzaba titubeando y alcanzaba la mano que le ofrecía, dijo—: Soy libre. Y tú también, mi jin-shei-bao. Libres de él. Puedes dejar de asustarte de las sombras, porque no te hará daño nunca más. Otra vez no.

Cuando sus dedos tocaron los de Khailin, las rodillas de Nhia cedieron y se desplomó a sus pies con la cara de pronto surcada por las lágrimas. Khailin la ayudó a levantarse y la sostuvo mientras la acompañaba, cojeando, de vuelta a la habitación.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo conseguiste evitar a Xaforn? Empezaba a temer que estuvieras muerta. Cuando Liudan una vez le preguntó descaradamente a Lihui que dónde estabas, él dijo que te habías ido, Khailin, y yo pensé que quería decir..., pero ellos me dijeron que, si hubieras muerto, él habría dicho directamente que estabas muerta. Quizá «ido» sólo significaba a salvo y fuera de su alcance y esperando una oportunidad para... Por el amor de Cahan, Khailin, estoy delirando.

—Siéntate —le dijo—. ¿Tienes algo de vino? Lo siento, no quise hacer mi entrada tan dramáticamente, pero quería asegurarme de que te veía yo primero, te necesito para que atestigües mi identidad. No hay nadie allá fuera, salvo tú, capaz de jurar quién soy.

—Sí, hay vino en ese armario —dijo Nhia—. Lo siento, debería habértelo ofrecido.

—Es para ti —dijo Khailin, cruzando la habitación hasta el armario señalado y vertiendo un vaso de vino de arroz—, antes de que te me desmayes. Necesito que te recuperes. Te responderé a cualquier pregunta más tarde.

Khailin estaba a mitad de camino hacia el sofá donde había dejado a Nhia, llevando el vaso lleno de vino, cuando la puerta se abrió y Xaforn asomó la cabeza en la habitación.

—Creo que he oído voces. ¿Está todo....

Khailin se quedó paralizada. Xaforn abrió la puerta de golpe con una mano, desenvainando su espada con la otra, preparada para atacar. Nhia se levantó rápidamente. —¡NO.

La punta de la espada de Xaforn estaba ya en la garganta de Khailin. Xaforn no dijo nada en voz alta, pero le estaba clavando la mirada y sus ojos decían: «Si te mueves morirás. Hasta que me convenzas de lo contrario».

—Es Khailin —susurró Nhia, dejándose caer de nuevo en el sofá—. Es Khailin. Ha vuelto.

—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó Xaforn bruscamente.

Khailin levantó las cejas, y sus ojos, tan sólo sus ojos, se movieron para buscar la mirada de Nhia. Nhia lo comprendió. Le dijo.

—¿Por el camino fantasma.

—¿Con la misma brujería que usa Lihui? —inquirió Xaforn.

—Es como el fuego, no es ni un enemigo ni un amigo, es sólo una herramienta —respondió Khailin.

—Tira el vaso —dijo Xaforn.

—Lo pondrá todo hecho un desastre y el vino era para Nhia —respondió.

—Ella no tomará nada que venga de ti hasta que me asegure de que no es peligroso. Y el resto no es asunto tuyo. Tira el vaso y échate hacia atrás.

—Xaforn, ya está bien.

—Siento ser descortés —dijo Xaforn, mientras Khailin obedecía sus instrucciones y se apartaba del charco que el vino había formado en el suelo, separando las manos del cuerpo para mostrar que no llevaba ningún arma—. Pero mi labor aquí es proteger a mi señora, y todo lo que sé es que entraste en esta habitación sin mi autorización. Siéntate.

Khailin la obedeció con una enigmática sonrisa en la cara.

—Xaforn, ya es suficiente. Me salvó la vida una vez. No creo que volviera para matarme ahora.

—Y si ésa hubiera sido mi intención —dijo Khailin, llevando tranquilamente la mirada hasta la firme espada de Xaforn— lo habría hecho ya. Estoy de tu parte, Xaforn. Lihui es el que ha muerto por mi mano.

—¿Has matado al hechicero? —preguntó Xaforn con escepticismo.

—Todos morimos —dijo Khailin. Hasta los Inmortales, cuando llega su tiempo.

—Khailin, ¿por qué te...? ¿Cómo...? ¿Dónde...? —la voz de Nhia se iba parando irremediablemente mientras se enredaba con sus propias preguntas. La existencia de Khailin durante los últimos tres años era un completo misterio y Nhia no tenía dónde anclar sus interrogantes; no había lugar que no fuera ya otro misterio que requiriese dar otro paso atrás para ser explicado.

Xaforn rompió la cadena.

—Empieza por el principio —dijo. Había bajado su espada, que ahora apuntaba al suelo, pero todavía estaba de pie cerca de Khailin, vigilándola.

—¿El principio? —murmuró Khailin—. ¿De verdad queréis oír las andanzas de una idiota? Ay, pero aprendí que es cierto que hay que tener cuidado con lo que le pides a los dioses, porque lo recibirás en abundancia.

—Tú nunca fuiste una idiota, Khailin —dijo Nhia.

Khailin se rió, crispada, amargamente.

—Oh, sí que lo fui. Una ingenua, arrogante, insignificante y perfecta idiota. Y de alguna forma, tú me empujaste a serlo.

La espada de Xaforn vibró ligeramente.

Nhia se echó un poco hacia atrás.

—¿Lo hice? —susurró—. ¿Qué tuve que ver con ello.

—¿Recuerdas aquel día en la corte cuando nos peleamos.

—Sí, he pensado en él a menudo. Durante mucho tiempo creí que no querías volver a hablar conmigo y me culpé de haber reaccionado exageradamente ante las cosas, y lo sentí, pero te habías ido y tenías razón sobre el jin-shei, es algo que no se deshace, cualquiera que sea su origen y su motivación. Tú eras mi jin-shei-bao entonces; sigues siéndolo hoy y siempre lo serás.

Los ojos de Khailin brillaron por un momento con lo que parecían lágrimas.

—Sí —dijo suavemente—. Estaba casi perdida. Había visto lo fácil que parecía salirte todo, en qué te ibas a convertir, seguro que con Lihui a tu lado... Yo tenía pronto que casarme con un principito llorica, y si conseguía algún poder sólo sería como Princesa Consorte, Zhu-Khailin, encerrada en las dependencias femeninas, soportando la compañía de otras mujeres y concubinas, pariendo hijos que no heredarían nada más que un título que hunde sus raíces en una burocracia imperial obsoleta. Entonces vi a uno de los Sabios que llevaba a una mujer del brazo y todos se inclinaban ante ella; y ella parecía una perfecta y patética muñequita ceñida a la tradición. Y me resultó tan injusto, Nhia, tan injusto, que yo poseyera inteligencia para todo eso, pasión, y que tuviera que estar suplicándole a mi padre que me enseñara las cuatro cosas de hacha-ashu que me enseñó, y tener que aprender el resto concienzudamente, descifrándolo por mí misma, para poder leer a los astrónomos y alquimistas que quería comprender... Aquella dama, la mujer del Sabio, sería una esposa perfecta para el principito. Y yo... —se rió otra vez, sin alegría—. Yo sería una perfecta esposa de Sabio, ya ves. Y él me enseñaría lo que deseaba saber. No me atraparían con las cuerdas de seda de la inútil tradición. Y ahí estaba él, Nhia, joven y soltero. Así que estuve rondando por el Templo los días siguientes, esperándole, porque yo sabía que iba por allí. Y cuando le vi, fui hacia él y humildemente le pedí un momento de su tiempo.

* * *

—Por supuesto —dijo Lihui, cuando aquella joven de cabello negro como el carbón se arrodilló a sus pies preguntándole si podía hablarle—. Tú eres, creo, la joven dama que vi en la corte hace unos días. ¿Tu nombre era Khailin? Bien, Khailin —dijo, después de que ella asintiera al escuchar su nombre—, ¿cómo puedo serte de ayuda.

—Casándoos conmigo —dijo Khailin, con la mirada baja, todavía, pero la voz totalmente segura.

Después de un momento, Lihui se echó a reír.

—Bueno, eso no es algo que escuche todos los días de una bella mujer —observó con tono familiar—. Camina junto a mí, si quieres, y mientras paseamos me puedes contar por qué crees que deberíamos casarnos.

La había ayudado a levantarse y ahora le estaba metiendo el brazo bajo el suyo, colocando los dedos de Khailin en su antebrazo y cubriéndolos con su mano libre.

Al principio estuvo callada y después habló con incoherencia, pero él la agasajó escuchando todo lo que decía como si fueran auténticas joyas en vez de parloteos con todos los tópicos imaginables. En el silencio que quedó entre ellos cuando por fin se le acabó la cuerda, Khailin se dio cuenta de que Lihui estaba sonriendo un poco, que nada de lo que le había dicho había sido ni convincente ni razonable. Su pregunta todavía pendía ante ella, tentadora: «¿Por qué crees que deberíamos casarnos?».

—Porque —dijo al final, buscando con su mirada la de él— quiero saber todo lo que nunca sabría siendo la esposa de un Príncipe menor del Palacio imperial. Y creo que tú puedes enseñármelo.

—¿Quieres aprender el Camino? —preguntó Lihui, alzando una ceja. Sus dedos habían empezado a acariciar los suyos con mucha dulzura y Khailin de repente se sintió mareada y sin aliento, como si hubiera caminado por tierras poco firmes.

—Sí —susurró—. Quiero.

—Muy bien —dijo Lihui—. ¿Quieres que la ceremonia sea de inmediato.

Khailin parpadeó.

—¿Has dicho que....

—Estamos aquí, en el Templo —señaló Lihui razonablemente—. Como tú misma has dicho, estrictamente hablando estás prometida con otro, lo que causaría muchas complicaciones si pretendes seguir los ritos tradicionales, y a mucha gente le acabaría costando la reputación, incluyendo, probablemente, a ti misma. Estando ya casada, en cambio, cuentas con tu marido para abrirte paso en todo lo embarazoso que pueda surgir. Expresaste el deseo de casarte. Doy mi consentimiento. Tú estás aquí, yo estoy aquí, ambos estamos dispuestos, éste es el lugar y ahora es el momento —levantó una ceja hacia ella, pidiendo una respuesta, poniéndola en el compromiso de mantenerse en su petición o retractarse para siempre jamás.

—De acuerdo —se escuchó a sí misma responderle.

Él asintió y la condujo a los Círculos Interiores del Templo. Encontró un sacerdote libre para oficiar la ceremonia, que, demasiado intimidado por el personaje y la ocasión, no hizo preguntas. Enviaron a un acólito al Primer Círculo para que comprase un juego de anillos para los pulgares de Khailin. «Yo no puedo llevar más anillos que el de Sabio, querida», le explicó afectuosamente cuando Khailin preguntó con la mirada por qué un solo juego. Se consiguieron los anillos, el sacerdote dijo las palabras y Khailin, todavía aturdida, se encontró casada y saliendo del Templo con sus nuevos anillos como círculos de fuego en los pulgares. Se acordó de su familia, de sus amigos, pero no se le permitió contactar con nadie. «Deja que me ocupe yo del asunto, querida», había dicho Lihui, y la metió casi a empujones en un palanquín que la llevó con un rápido trote a una dirección desconocida. A un lugar al que Lihui llamaba «hogar».

A la casa que había al final del camino fantasma y al infierno que la esperaba allí.

Khailin, por extraño que parezca, se había dormido en el palanquín, y estaba atontada, sólo despierta a medias, cuando un silencioso criado la tomó de la mano para ayudarla a salir del palanquín y a entrar en su nueva casa. Descubriría rápidamente que ningún criado en ese lugar iba a hablar con ella. Todos callaban, con una cara vacía de expresión, como si no estuvieran vivos, como si les hubieran bebido las almas y dejado deambular por la tierra como cuerpos abandonados, fantasmas corpóreos. Khailin descubriría más tarde cuánto se acercó a la verdad con sus impresiones iniciales.

Aquel día la dejaron sola durante mucho tiempo. Exploró la casa, yendo de habitación a habitación, comprobando pronto que había muchas puertas cerradas con llave, demasiadas puertas, demasiados misterios. Las puertas del exterior estaban también cerradas con llave cuando Khailin intentó abrirlas. Y empezó a asustarse.

Después comenzó a oscurecer, llegó la tarde y descubrió que todavía no había tocado fondo; porque fue entonces cuando Lihui, con su oscuro pelo suelto sobre los hombros, vino a su habitación y a su cama. La sonrisa no desapareció de su boca, pero sus ojos eran calientes y sus manos no fueron delicadas. Khailin era Khailin después de todo —no gritó, ni lloró, ni siquiera peleó con él—, se había casado y ésta era la cama de matrimonio que había conseguido. Pero su iniciación en ese mundo del que había leído una vez eróticas y románticas narraciones en las cartas secretas en jin-ashu de su madre fue dura y rápida y brutal. Lihui tomó a su mujer, sin ningún cuidado, en la plenitud de su poder, y no le dio ni suavidad ni gozo al que agarrarse.

—Tu primera lección —dijo—. Tu trabajo requiere plomo y mercurio. Puedes sacarlos de la tierra o en cambio extraerlos con lentitud y dedicación de plantas como el roble, la ortiga, el licio o los juncos. No intentes abandonar esta casa.

Y después se fue, llevándose la luz con él, y dejando a Khailin sola y petrificada en la oscuridad.

* * *

—Así era —dijo Khailin a Nhia y a Xaforn en aquel crepúsculo de verano, en la habitación de Nhia—. Él venía a mí, se hundía entre mis piernas, se levantaba y, antes de dejarme, me ofrecía una valiosa frase sobre sabiduría y tradición alquímica. Era el trato que yo había pedido; exacta y precisamente el trato que pedí. Él me enseñaba. Con sus condiciones. Y aparte de eso, me poseía.

—¿Y cómo abandonaste la casa? —preguntó Xaforn, práctica como siempre, aunque el relato no la había dejado indiferente.

Por toda respuesta, Khailin levantó los brazos y permitió que sus amplias mangas cayeran hacia atrás descubriéndolos. Nhia ahogó un grito; a lo largo de ambos antebrazos había dos marcas con la piel arrugada en forma de dragón.

—¿Qué hiciste? —preguntó Nhia casi sin respiración.

—Me asustaba el dolor —susurró Khailin—. Y hasta que no lo conquisté, la casa me tuvo retenida. Tardé mucho tiempo en afrontarlo después de que escaparas, Nhia. Y lo que hice fue apoderarme del negro corazón de aquella casa. Me quemaba cuando la tocaba pensando en marcharme; pero un día, apoyé los brazos contra los dragones de la puerta principal y los mantuve ahí mientras la casa me quemaba, me quemaba... —se paró, tomando aliento llena de ira—. Aunque después de eso, me escondió de él. Lihui nunca volvió a saber dónde estaba. Y a esas alturas había encontrado las llaves de sus puertas cerradas, había desentrañado los hechizos, había leído sus libros y conocía sus secretos. Sabía lo que había hecho, a sí mismo, y a la gente que tomaba prestada. Es anciano, Nhia, y se alimenta de almas jóvenes, tiene que hacerlo —espetó—, él no tiene alma propia. De esa forma era inmortal; y sabía cómo hacer el elixir que le permitiría vivir para siempre.

—¡Pero si dijiste que estaba muerto! —exclamó Xaforn.

Khailin se rió.

—Oh, sí. Contemplé cómo ardía la casa a su alrededor —levantó la mirada y sus ojos estaban llenos de verdaderas lágrimas que caían por sus mejillas—. Lo maté. Y para matarle, me transformé en él. Yo soy el alquimista ahora.