DOS
En menos de lo que tardó en parpadear una vez, el silencio era un recuerdo. La obra de albañilería crujió; las cosas resbalaron por la superficie de la mesa lacada o cayeron al suelo, dejando éste sembrado de objetos. Por encima de todo había un ruido indescriptible que medio se oía y medio se absorbía directamente a través de los huesos y los músculos: el rugido de la piedra herida.
El instinto la había hecho reaccionar en el primer momento de terror y Tai había salido corriendo de su habitación al jardín, bajo el cielo raso. Sentía la tierra sacudirse bajo las plantas de sus pies desnudos, se tambaleaba para guardar el equilibrio, perdió la batalla y se cayó de lado en un macizo de flores que se balanceaban aún cerradas en la oscuridad gris perla previa al amanecer. Ante los horrorizados ojos de Tai el Palacio de Verano construido en varios niveles se plegó sobre sí mismo como si hubiera estado hecho de ramas y hojas; se desplomó hacia dentro, cayendo las tejas en cámara lenta y derrumbándose hasta convertirse en polvo, las columnas se partían en dos o caían de lado y golpeaban la siguiente columna, que a su vez caía y hacía caer la de al lado como fichas de dominó. Las elegantes ventanas y puertas curvadas se convirtieron en montones de ladrillos rotos y pedazos de yeso; los marcos de madera de las ventanas se partieron como cerillas. El cristal era algo precioso y que no se encontraba a menudo fuera de los palacios imperiales, e incluso allí era raro y se empleaba escasamente; ahora, con los marcos de madera doblados y rompiéndose, la noche había cobrado vida con el horrible ruido de cristal al quebrarse como si fueran las campanillas de las hadas.
Un árbol crujió y empezó a caer, lentamente, arrancando sus viejas raíces del suelo.
Al levantar los ojos hacia lo alto de la montaña cuya cima siempre se había alzado sobre el Palacio de Verano, Tai empezó a darse cuenta con horror de que la cumbre había desaparecido. En parte habían sido las enormes rocas procedentes de la ladera que se estaba desintegrando lo que había ayudado a producir esta catástrofe, al estrellarse sobre los edificios, aplastando estructuras a su paso, pasando por encima con furia devastadora. Una había destruido un surtidor del jardín y el agua derramada, aún oscura con la noche reflejada en ella, saturó los macizos de flores y fluyó hacia el patio cuyo empedrado parecía que había sido arado.
En algún lugar en las ruinas saltó una chispa y se prendió un incendio. Luego otro. Y otro. Hacia el cielo se elevaban columnas de humo; el aire era acre y olía a polvo, a cenizas y a miedo.
Cuando el ruido de las rocas que se desplomaban y los edificios que caían por fin paró, dejando un eco resonando en los oídos de Tai, se empezó a oír otro ruido: voces humanas, gemidos, gritos, llantos. Se dio cuenta de que ella misma estaba profiriendo leves quejidos. Acurrucada en el medio de lo que había sido un macizo de flores, ahora destrozado en los desaparecidos jardines, iba descalza, llevaba un camisón casi transparente, pero estaba entera e ilesa, y seguía aferrada al cuaderno de piel que le había regalado Antian.
Los que habían estado a mayor profundidad del palacio y no habían podido salir..., los que no habían despertado con el silencio previo a la ira de los dioses..., los que habían intentado correr pero no lo habían hecho con suficiente rapidez...
Todos estaban aún allí dentro.
En las ruinas del Palacio de Verano.
En los montones de polvo que aún se estaba depositando y en los escombros, bajo el peso de una montaña.
Antian.
* * *
El cielo se estaba iluminando por el este y el amanecer se abría paso sobre el palacio en ruinas, más brillante, más deprisa ahora que la ladera de la montaña que se elevaba en el cielo del este había desaparecido.
El amanecer. Primera hora de la mañana.
La terraza en la montaña.
Apretando con fuerza el cuaderno rojo que le había regalado Antian, Tai se puso en pie con dificultad en el destrozado jardín, indecisa, desgarrada. Tenía el camisón manchado de barro, los pies y el rostro manchados de barro y polvo; sintió una urgente necesidad de ir a hacer algo, ayudar a los que se encontraban enterrados en los escombros, escarbar con las manos hasta que encontrara a alguien a quien pudiera sacar de la destrucción, y sabía que a la única a la que quería encontrar era a Antian, la Pequeña Emperatriz, perdida en algún lugar de aquel caos. Era incapaz de moverse, porque si corría al palacio, podría ser que Antian estuviera en la terraza, y si iba a la terraza podría ser que Antian estuviera enterrada bajo el peso del palacio destruido.
Vio a alguien que corría hacia los edificios, un criado que lloraba, seguido de otro que se aferraba de un brazo doblado con torpeza y tenía el rostro manchado de sangre. Tal vez esto fue lo que hizo decidir a Tai. Pronto acudirían otros al palacio, pues no todo se había hundido, sin duda, y habría gente que podría moverse, que podría ayudar, pero nadie más que ella sabía que Antian iba a ir a la terraza aquella mañana. Si estaba allí, nadie acudiría en su ayuda.
Se volvió y echó a correr.
Por alguna razón la puerta que daba a la terraza exterior estaba intacta, su tejadillo se hallaba en su lugar, el muro que lo rodeaba engañosamente inocente y pacífico a la luz del amanecer. Pero al poner un pie en él y levantar la mirada, Tai se dio cuenta por primera vez del alcance de la catástrofe que aquel día había acontecido en el Palacio de Verano.
La montaña que se cernía sobre éste tenía una forma diferente. La mitad había desaparecido. La cumbre se había desintegrado y gran parte de ella había caído sobre los edificios y los patios. El resto de la ladera se había desgajado formando una capa de piedra y barro y simplemente se deslizó por la pendiente, llevándose consigo un gran pedazo del edificio.
Ya no existía el dibujo como de encaje de terrazas abiertas que daban al río que fluía en un tono dorado cuando el sol se ponía. La cara del surtidor era una herida abierta de balaustradas rotas, plataformas que se tambaleaban sobre nada, montones de piedra destrozada muy abajo, llegando hasta el río. Algunas terrazas habían sido arrancadas por completo y en los muros de los patios había grandes agujeros que daban directamente al abismo. Otras colgaban de una repisa, de la anchura de una losa o de parte de una balaustrada. Sin embargo otras estaban destrozadas, con múltiples niveles llenos de agujeros, con las losas hechas añicos o partidas por la mitad, como si estuvieran siendo observadas con un espejo hecho con fragmentos de cristal, reflejando cada uno un ángulo diferente, un aspecto diferente.
Tai se quedó en el borde de esta devastación con los ojos desorbitados por la conmoción. Si Antian había estado allí...
Intentó llamarla, pero su voz pareció morir en su garganta, y lo único que le salió fue un suave gemido. Pero ese sonido al parecer produjo alguna respuesta, pues las piedras rotas suspiraron y gimieron y una voz conocida pero muy débil respondió.
—¿Quién está ahí.
La primera reacción de Tai fue sentir una oleada de alivio, una fuerte alegría, la pura euforia de oír aquella voz. Y después aquella voz se hizo más baja y se convirtió casi en un susurro.
—Ayúdame.
«¡No!», exclamó Tai mentalmente. Pero ahogó ese grito, intentó aferrarse a la felicidad que había sentido un momento antes y se secó con las manos las lágrimas que de pronto habían acudido a sus ojos. Casi sin querer, sin desear ver lo que había más allá de las ruinas de la terraza, sin querer saber lo inevitable, Tai se arrastró con cuidado hacia el borde y atisbo.
A un brazo de distancia, en una repisa de una losa rota atrapada en una protuberancia rocosa de la ladera de la montaña, se encontraba Antian, la Pequeña Emperatriz. Una de sus largas trenzas se había enroscado sobre su pecho formando una larga cuerda negra, como una criatura viva que había acudido para consolarla; la otra le había resbalado por el hombro y ahora colgaba en el borde del lugar donde ella reposaba, oscilando en el abismo que se abría abajo. Tenía una mano —¡siempre elegante, siempre elegante!— junto a un costado, de un modo frágil, como si intentara restañar una herida sin que le quedaran fuerzas para hacerlo y en verdad había una mancha oscura que se iba extendiendo por su túnica bajo los dedos. Tenía la mano teñida de rojo, igual que la cara, con una brecha en la frente de la que brotaba un fino reguero de sangre hasta el rabillo del ojo y le resbalaba por la sien, y otra herida roja y sangrante en la mandíbula. Parecía que tenía una pierna doblada en un ángulo poco natural.
Pero sus ojos eran lúcidos y trató de sonreír cuando el rostro de Tai apareció por el borde de las ruinas sobre ella.
—No te muevas —dijo Tai con cierta dificultad para hablar—. Iré en busca de ayuda.
—Espera...
Pero Tai ya se había ido. Había algo en Antian que no soportaba ver: una especie de brillo, un aura que era algo más que simplemente los primeros rayos del resplandor dorado del amanecer, una luz sobrenatural que le decía que Antian ya había dado aquel primer paso irrevocable hacia el otro mundo, el mundo de los Inmortales.
Tai corrió a los patios, jadeando, con una expresión salvaje en los ojos, sus pies sangraban a causa de los arañazos y cortes que le producía el empedrado roto con el que tropezaba. Ahora había gente en los patios, pero sólo algunos realmente se movían o hacían algo constructivo. Había cuerpos que yacían en el jardín, y unos cuantos supervivientes ensangrentados habían sido llevados a una zona protegida donde uno o dos criados, ellos mismos vendados y sangrando o cojeando con muletas improvisadas, trataban de atenderles. Alguien lloraba débilmente pidiendo agua. Otra persona también lo hacía, pero de un modo curiosamente regular, como si no supiera parar.
Una mujer joven con una túnica blanca manchada de polvo y sangre estaba inclinada sobre el cuerpo de otra, palpándola con sus largos dedos, pero mientras Tai miraba se irguió con un suspiro y cerró los ojos. Su expresión lo decía todo.
Bajo una capa de suciedad, su rostro le resultaba familiar y Tai luchó con su propio pánico y miedo para sacar el nombre de su memoria; era alguien que podría ser útil..., quién era..., la conocía, era precisamente la persona que había estado buscando...
Yuet. El nombre acudió a su mente, seguido de otro —Szewan— la curandera que había asistido a la madre de Tai aquella primavera. Yuet había seguido los pasos de Szewan. Yuet era la aprendiz de curandera.
Tai corrió hasta la chica mayor y le tiró de la manga de la túnica.
—¡Ven! ¡Oh, has de venir! Se trata de Antian, la Pequeña Emperatriz, necesita tu ayuda.
La joven curandera volvió la cabeza, parpadeó en dirección a Tai un instante, sin acabar de comprender sus palabras. Luego, cuando comprendió la frase, se dio cuenta de lo que le acababan de decir y contuvo el aliento.
—¿Está viva.
—Sí. ¡Sí! ¡Deprisa.
Yuet se pasó una mano temblorosa por la frente.
—¡Demos gracias a los dioses por eso, al menos! No dio muestras de haber reconocido a Tai, aunque se habían encontrado varias veces durante la primavera, pero ahora a Yuet le habría resultado difícil reconocer hasta a su propia madre. Lo único que veía era la muerte que la rodeaba, la muerte escrita en las mujeres destrozadas que se esforzaban por sacar de las ruinas, la desesperación escrita en el rostro de los que habían acudido a la petición de ayuda, heridos ellos mismos, sangrando. La muerte escrita en la montaña desmoronada que lo había aniquilado todo.
El Emperador y la Emperatriz habían muerto. Los que escarbaban en los escombros del palacio ya lo sabían. A Oylian, la Segunda Princesa, aún no la habían encontrado... y eso no podía ser buena señal. Y ahora esto...
—Llévame con ella —le pidió Yuet, mientras se alejaba del cuerpo que tenía a sus pies y echaba a andar hacia el palacio en ruinas.
—¡Por aquí! —Tai, que no le había soltado la manga, tiró de ella y le hizo cruzar los jardines.
Yuet se detuvo confusa.
—¿Dónde está la Pequeña Emperatriz.
—Estaba en una de las terrazas... en la montaña.
El poco color que quedaba en las mejillas de Yuet desapareció.
—En nombre de Cahan, ¿qué estaba haciendo allí cuando todo esto se estaba hundiendo...
—Teníamos que reunimos en la terraza esta mañana —Tai tiró del brazo de Yuet—. ¡Deprisa.
Yuet la siguió, frunciendo el entrecejo hasta que sus ojos de pronto se iluminaron brevemente como si hubiera comprendido algo.
—Tú eres de Linh-an, tú eres su jin-shei-bao.
—Deprisa —Tai parecía haber olvidado todas las demás palabras que conocía. Lo único que latía en su corazón, en su sangre, en su mente, era la palabra «deprisa». La muñeca rota en la repisa bajo la terraza, aquello sólo era la cáscara de Antian, pero si no iban deprisadeprisadeprisa la cáscara se derretiría y se haría pedazos con el viento de las montañas como una nube y desaparecería para siempre... y era Antian, la Princesa que se reía, que era afectuosa, que amaba, que algún día sería Emperatriz...
Yuet tuvo la presencia de ánimo suficiente para recoger a un criado relativamente en buena forma física cuando se dirigía hacia la terraza, al suponer —correctamente— que Antian debería ser extraída de algún espantoso montón de escombros antes de poder recibir ayuda. Pero eso no la había preparado para la devastación de la montaña cuando los tres por fin salieron a lo que quedaba de la pequeña terraza. Yuet ahogó un grito, llevándose una mano a la garganta.
—¿Ha sobrevivido a esto? —exclamó Yuet sin aliento.
Tai había corrido hasta el borde de los abismos.
—¿Antian? Antian, estoy aquí. He traído ayuda.
El criado se acercó y apartó a Tai, que forcejeó con él, de aquel lugar peligroso y se asomó con cuidado por el borde.
—Necesitaríamos una cuerda, creo —dijo.
—No hay tiempo para eso —Yuet se había acercado y calculaba la distancia que había entre ella y su paciente—. Creo que hay espacio suficiente. Bájame a mí y después ve a buscar una cuerda y otro par de manos para ayudarte. Esto habrá que hacerlo con suavidad. Dulce Cahan, aún vive. ¿Princesa? Voy a bajar hasta vos.
Antian susurró algo, muy bajito, y Tai creyó oír: «No, es demasiado peligroso...». Aunque Yuet ya se había agarrado a las muñecas del criado y éste le había cogido las suyas con fuerza y estaba intentando calcular el punto más estable donde situarse.
—No creo que haya ningún buen sitio —dijo Yuet al fin—. ¡No hay tiempo, no hay tiempo! ¡Bájame y ve a buscar ayuda.
—Sí, sai'an —le cogió las muñecas con firmeza y los músculos se contrajeron en sus brazos cuando la descendió despacio, suavemente, hasta donde yacía Antian. Yuet notó que sus pies tocaban algo sólido, luego se tambaleó. Ahogó un grito.
—¡Espera.
—No la soltaré, sai'an —dijo el criado con la voz tensa por el esfuerzo de mantenerla suspendida por encima del caos que había a sus pies—. No lo haré hasta que me lo diga.
Yuet palpó con el pie, encontró un punto de apoyo que le pareció sólido, lo probó y la sostuvo. Acercó el otro pie, encajó el tacón en el arco que estaba en el suelo como una bailarina, se equilibró y permaneció quieta. El criado notó que uno de sus largos dedos le daba unos golpecitos en la muñeca.
—Puedes soltarme. Ve a buscar una cuerda. Busca ayuda. ¡Por el amor de Cahan, corre.
—¡Sí, sai'an, ahora mismo.
Le soltó los brazos, se volvió y echó a correr por donde habían venido. Tai le oía gritar pidiendo ayuda con urgencia mientras corría, pero luego lo apartó de su mente y se arrodilló en el borde de la terraza en ruinas y estiró el cuello para ver lo que Yuet hacía.
La curandera poco a poco, con mucho cuidado, fue desviando su peso, consciente de que un solo falso movimiento podía enviarlas a ella y a la Pequeña Emperatriz al fondo del abismo que se abría a sus pies.
—Ya estoy aquí, Princesa. Ya llego...
—Es demasiado tarde —susurró Antian con un hilo de voz.
Yuet se mordió el labio, al mirar el cuerpo roto a sus pies. Los dedos de la mano de Antian, que reposaban sobre la mancha negra de su túnica que cada vez era mayor, estaban mojados con la sangre que había ido brotando. La herida de la frente empezaba a coagularse pero aún sangraba un poco, y un fino reguero le había resbalado por el rabillo del ojo y la sien, empapándole el brillante cabello negro. Yuet sabía interpretar las señales y se encontraban en todo el cuerpo de la Pequeña Emperatriz: la palidez de su piel, la sombra blanca alrededor de los labios, la leve respiración que apenas movía la caja torácica bajo la túnica empapada en sangre. Ésta era tan sólo una cara más de la muerte que Yuet había encontrado en cada esquina del palacio aquella triste mañana.
—Oh, no —exclamó Yuet sin querer—. No, no, no, no.
—Haz algo —dijo Tai desesperada desde el borde de la terraza, arriba.
Yuet dio otro paso con cuidado que la acercó al cuerpo de Antian y con cautela se puso sobre una rodilla.
—Dejadme que os vea, alteza.
Antian dejó que le apartara la mano de su costado ensangrentado, cerrando los ojos. Tenía los labios separados y respiraba tan levemente que Tai, que miraba desde arriba, no habría podido jurar que lo hacía en absoluto. La respiración se hizo un poco más fuerte cuando Yuet apretó con suavidad la herida del costado de Antian con los dedos y salió sangre. Yuet mantuvo los ojos bajos, miró la línea de la cadera de Antian y la pierna doblada de forma antinatural, pasó también los dedos por allí, arrancando de la niña otro grito ahogado de dolor.
—Sólo es una pierna rota, eso podemos arreglarlo —dijo Yuet para calmarla—. Haré una tablilla en cuanto te subamos.
Los ojos de Antian se abrieron, turbios pero alerta.
—¿Qué... les ha ocurrido a...
Yuet trató de desviar la mirada pero una repentina oleada de lágrimas que no pudo contener la traicionó y Antian se mordió el labio.
—Están muertos, ¿verdad? ¿Todos...
—No lo sé, alteza, pero... aún no hemos encontrado a la Segunda Princesa Oylian...
—O sea que no será... Emperatriz —murmuró Antian y levantó la mirada para ver a Tai. Le costó un poco, porque se le escapó un suave gemido cuando intentó girar la cabeza—. Y yo tampoco...
—Sólo es una pierna rota —insistió Yuet.
—¿Y esto? —susurró Antian, bajando los ojos hacia el costado; parecía que era lo único que tenía fuerzas para mover.
—¿Dónde está ese hombre con la cuerda? —espetó Yuet, irritada.
—Yo puedo ayudaros —dijo Tai de pronto—. Puedo ayudarte a subirla.
—No puedes sostener su peso —dijo Yuet escéptica, alzando la mirada hacia la muchachita de once años de constitución menuda que estaba arriba.
—Ella no pesa. Y si tú la sostienes por debajo, yo puedo subirla hasta aquí arriba.
—¡No deberíamos moverla en absoluto! —dijo Yuet con un leve tono de desesperación en la voz—. ¡Y mucho menos subirla con ese método! Sus costillas...
Tai contuvo el aliento para no echarse a llorar cuando se volvió y examinó los jardines que había detrás de ella en busca de alguna señal del criado que volvía con la cuerda y refuerzos.
—Morirá.
«De todos modos se está muriendo. Estará muerta para cuando ese hombre regrese.» Yuet tenía clara esa idea como si Szewan, su mentora y maestra curandera de la que era aprendiza, les hubiera hablado allí mismo.
Volvió a levantar la mirada hacia donde Tai se había puesto en pie, tensa, llorando. Luego miró abajo, el frágil cuerpo quebrado que tenía a sus pies. Después miró la cornisa donde ella se encontraba, precaria, inestable. Si se movía demasiado deprisa, con descuido, si giraba un tobillo sobre un pedazo de piedra suelto...
—De acuerdo —dijo con brusquedad—. Espera hasta que yo te diga.
La túnica de Antian tenía un largo desgarrón; debía de haberse quedado atrapada en algo cuando fue lanzada por el borde. Yuet cogió el tejido y lo acabó de desgarrar, quedándose con una tira. Formó con ella una gruesa compresa, la metió debajo de la túnica sobre la herida del costado de Antian, se quitó su cinturón y lo ató para que la compresa no se moviera.
—¿Podéis apretar eso, Princesa? ¿Lo justo para que no se mueva? —levantó la mano casi sin vida de Antian y la colocó sobre el improvisado torniquete. No iba a servir de ayuda. Nada iba a servir de ayuda, pero valía la pena probar.
Antian puso la mano sobre la compresa con su elegancia acostumbrada.
—Lo intentaré —dijo débilmente.
Yuet miró hacia arriba.
Tai se irguió.
—Aquí estoy. ¿Qué tengo que hacer.
—Intentaré levantarla. ¿Puedes llegar hasta sus hombros? Oh, ¿qué estamos haciendo? —exclamó Yuet asustada—. ¡Dentro de un minuto estaremos las tres abajo, hechas pedazos.
—Puedo hacerlo —dijo Tai—. ¡Puedo hacerlo.
—La mataremos —susurró Yuet desesperada, mirando a la niña que tenía a sus pies.
Antian volvió a abrir los ojos y en ellos había una sombra de una sonrisa.
—No podéis hacerlo —susurró—. Está fuera de vuestro alcance.
Yuet tenía diecisiete años. Había celebrado su ceremonia Xat-Wau casi tres años antes; había sitio primera aprendiza y ahora ayudante de la curandera de la corte Szewan desde que tenía siete. Lo hacía bien. Salvaba vidas. Y ahora lo único que quería hacer era taparse la cara con las manos y echarse a llorar.
Aquí se jugaba todas sus oportunidades. Antian tenía razón. Yuet no podía matarla porque, salvo por aquellos últimos jadeos de dolor, ya estaba muerta.
—Ayúdame —pidió Yuet a Tai, que esperaba en la cornisa. Comprobó el nudo que sujetaba la compresa, se aseguró de que estaba lo más firme posible y levantó el delgado cuerpo de Antian con toda la suavidad de que fue capaz. Antian dejó escapar un suave sollozo de dolor y Yuet hizo una mueca; notaba la sangre del costado de Antian cálida y húmeda en su propia túnica mientras la sostenía contra su cuerpo; acunó a la Princesa unos instantes y cambió la posición de sus manos, y luego deslizó un brazo por su espalda, tumbando a Antian en los largos huesos de su propio brazo, poniendo el cuerpo de la Princesa todo lo recto que pudo—. No dejéis de apretar aquí con la mano, Princesa —le dijo sólo para seguir hablando, para que Antian oyera voces—. Quedaos con nosotros. Tú... ¿cómo te llamas.
—Tai. Soy Tai.
—Tai, cógela por las axilas con suavidad, mucha suavidad, lentamente. ¿La tienes.
Antian tenía los hombros en el borde de la terraza destruida y la cabeza le colgaba de lado. Tai la cogió por las axilas, procuró no tirar del lado herido y utilizó su brazo y hombro para impedir que la cabeza de Antian cayera sobre la piedra.
—Ya la tengo —dijo con voz entrecortada, tensa. Antian era una niña de complexión menuda y frágil, pero ahora era un peso muerto en sus brazos con los ojos cerrados con fuerza, su rostro una máscara de dolor, su respiración entrecortada.
Por unos espantosos instantes Tai pensó que se le estaba escapando de las manos, que los hombros vestidos de seda de Antian le resbalarían de los dedos y que tendría que verla caer hasta el fondo, hasta el río dorado que en otro tiempo había contemplado discurrir a la puesta del sol. Pero algo le dio la fuerza necesaria y logró hacer llegar a Antian al borde del resto sólido de la terraza. Entonces, de forma milagrosa, llegaron otras manos y alguien cogió el cuerpo inerte de Antian donde Tai no podía llegar, ayudaron a alzar a la Princesa y la tumbaron suavemente junto a la pared de la terraza. Llegó alguien y ayudó a Yuet a subir; Tai, cuya atención se concentraba ahora en Antian, oyó que se rompía algo y que caía con estrépito, chocando contra la montaña, y una parte de ella se estremeció al oír ese ruido, pero era como un telón de fondo.
Antian tenía los labios blancos de dolor; la compresa de su costado estaba empapada de sangre. La propia Yuet parecía haber sido apuñalada en el corazón, pues una mancha de color rojo oscuro se extendía por su túnica, cuando se acercó y se arrodilló al otro lado de Antian.
—Han traído una camilla, alteza, si podemos llevaros...
—Has hecho —susurró Antian— lo que has podido... Tai...
Intentó levantar una mano, pero apenas se apartó del abdomen antes de caer de nuevo débilmente. Tai la cogió, llorando abiertamente.
—¿Qué ocurre, Antian.
—Haz... algo por mí... jin-shei-bao.
—Lo que desees —dijo Tai—, ya lo sabes.
Antian cerró los ojos. Apretó la mano de Tai, una vez.
—Cuida de ella —pidió Antian en voz casi demasiado baja para que Tai la oyera—. Cuida... de mi hermana.