CUATRO
Tammary huyó, primero hacia la anónima multitud de la feria y, después, a través y más allá de ellos, por el bosque que había detrás de la aldea. Hacía más frío ahí bajo las ramas de los pinos, y aún había restos de nieve en los lugares que protegían los árboles más grandes. El chal de Tammary estaba todavía en el banco donde lo había dejado cuando se las ingenió para llevar a Raian a la mesa libre más cercana, y así poder escuchar a escondidas la conversación entre su tía y sus dos interesantes acompañantes. Pero fue más que el simple frío del bosque en sombra tras el cálido sol de primavera en el terreno de la feria lo que hizo que Tammary se estremeciera y se abrazara los hombros con las manos.
Toda su vida había sabido que no era aceptada por los demás, que la marcaba la sospecha del escándalo. Pero nada más. Era diferente, sí; sus ojos oscuros y su pelo brillante la alejaban del resto de los niños nómadas con los que había crecido. No era ningún secreto el hecho de que no fuera hija natural de su tía, y eso fue suficiente para los niños, enterados sólo por cuchicheos y rumores, para burlarse de ella y de sus diferencias y regodearse como es habitual en los niños al encontrar una víctima a quien poder atormentar. Cuanto más había intentado Tammary sumergirse en la cultura del pueblo de su madre, más pronunciadas eran las referencias a su ascendencia chayan.
—Tu familia siempre ha huido —uno de los mayores la aguijoneó—. Tus primos se van a las ciudades de los chayan, y tu madre se fue e hizo que un hombre chayan te metiera dentro de ella.
—Te crees demasiado para estar con nosotros. Siempre vas buscando algo mejor.
—No eres de verdad una de nosotros —repetían los más jóvenes, incapaces de comprender las indirectas, pero totalmente dispuestos a unirse a cualquier cosa que pudiera formar grupo—. ¡Deberías tener una madera de la edad con las cuentas del Imperator! ¡Pol-chayan! ¡Pol-chayan!
Chayan a medias. Mestiza. Paria.
Como buscaba estar en soledad siempre que podía, creció salvaje en las montañas. Había escalado por sí misma laderas escarpadas, amaestrado a un joven halcón para que acudiera a su llamada cuando tenía alrededor de once años, montaba a pelo caballos medio salvajes, con las faldas arremangadas en las caderas como una marimacho y su pelo brillante ondeando a la espalda como un estandarte. Había observado a sus iguales para aprender los pasos de las danzas de los nómadas, y había ido a las ruinas del Palacio de Verano para practicarlas hasta que supo que podía hacerlo mejor que cualquiera de las chicas del pueblo. Pero sabía que, si las tribus volvieran a salir de nuevo a los caminos en verano, ella no sería una de las bailarinas que actuarían ante las multitudes entusiasmadas, no sería uno de los que adiestraban algún animal salvaje y lucían su maestría para admiración de los ciudadanos de la llanura. Si la llevaban con ellos, Tammary sería la que se quedaría encerrada en la tienda de las adivinas, si tenía suerte, leyendo las cartas para mujeres de la ciudad que querían un punto de vista diferente que el que le daban las piedras ganshu de los chayan. Estaría recluida en sitios escondidos, envuelta en pañuelos y velos, apartada de la gente. Era algo de lo que avergonzarse o a lo que proteger; los niños se burlaban de ella con lo primero y los adultos a veces le daban la clara impresión de lo segundo.
Después de cumplir catorce años, cuando era como un potrillo de largas piernas, pero ya había empezado a redondearse con las curvas de las mujeres, pensó que había por fin conseguido algún tipo de comprensión cuando algunos jóvenes empezaron a hacerle caso. Pensó que veía un camino hacia la aceptación. No tenía patrones reales para medir lo que las otras chicas de su edad permitían a nivel de intimidad física, pero cuando rechazó el primer beso con lengua en los pajares de la aldea, o que le tentaran los pechos un verano en una pradera, o la rodilla insistente entre sus piernas en el bosque al anochecer bajo la luz de la luna, la atacaron con un arma demoledora contra la que no podía defenderse.
Eres medio chayan, después de todo. No conoces nada mejor. Más me vale volver junto a una chica de mi propia gente que sepa cómo tratar a un hombre.
Así que Tammary lo aceptó todo y sólo fue consciente de la gravedad de su error casi un año después, cuando se dio cuenta de que ningún joven se quedaba con ella mucho tiempo después de haber abierto las piernas para él, y que las otras muchachas se reían de ella y la señalaban por la calle. Fue por esta época que su tía descubrió lo que había estado pasando y se le echó encima diciendo con furia.
—Serás igual que tu madre —había amargura en su voz—. Pero ella por lo menos se lo buscó en un palacio.
Así que el rápido florecer de la confianza y la aceptación se terminó, y Tammary se replegó en sí misma completamente. Cuando buscaba compañía, se acercaba a los mayores de la tribu, que solían ser amables con ella, o a los más jóvenes, niños a los que caía bien y que confiaban en ella y la aceptaban sin dudarlo, sin hacerle preguntas incómodas ni pedir favores que Tammary no deseara hacer, ni atormentarla con su propia ignorancia sobre las misteriosas circunstancias de su nacimiento, ya que su tía nunca le había aclarado aquel enigmático comentario. Todo lo que quedaba entre ella y su tía era un sentimiento de obligación. «Se lo debo a tu madre», había dicho Jessy, y se aseguró de que algunos nómadas del pueblo sintieran el filo de su lengua. Pero Tammary llegó a la conclusión de que el de Jessenia era un control perjudicial para ella, que no la defendía verdaderamente, y le molestó su actuación. De alguna manera, se sintió todavía más aislada, no sólo ingenua sino también débil, alguien incapaz de luchar sus propias batallas. No tenía más información que la que su tía había soltado en su ataque de rabia, la perturbadora indirecta de que la madre de Tammary se había destruido de algún modo con la ayuda de la corte de Linh-an, y de que su hija iba por el mismo camino.
Cuando Raian hizo sus primeros acercamientos amistosos hacia ella, Tammary, que rondaba los dieciséis años en ese momento, reaccionó con una fría hostilidad. Él la había visto amaestrar a su halcón en las montañas y quedó realmente impresionado por su habilidad con el pájaro y con otros animales salvajes que conseguía atraer hacia ella. Cuando por primera vez él se acercó a la chica y ésta intentó golpearle, se podría decir que incluso ella misma era algo salvaje.
—No querrás que te vean conmigo —comentó con un gruñido—. Nunca superarías la deshonra en el pueblo.
—No estamos en el pueblo —replicó él, manteniéndose firme y dejando que el viento de la montaña le alborotara el pelo rubio— y, además, no me preocupa lo que piensen esos idiotas.
—¿Qué ocurrió —dijo Tammary con maldad— cuando los gallitos me pasaron de mano en mano? ¿No tuviste tu turno.
Él se puso completamente rojo.
—Nunca tomé parte de eso. Me pareció algo vil.
—Pues no me lo dijiste.
—Porque soy cobarde —dijo en voz baja—. Pero intenté pararlos, si sirve de algo. Uno de ellos me dio un puñetazo cuando le pregunté si quería que trataran así a su propia hermana.
Tammary le clavó la mirada.
—¿Alguien te pegó? ¿Por defenderme.
Él se encogió de hombros.
—Una vez.
—Vete —dijo Tammary, después de contemplarle con verdadero asombro durante un par de segundos—. Pero puedes volver y hablar conmigo si quieres —añadió—. Siempre que te quedes a dos pasos de distancia.
Él se rió.
—¿Me puedes enseñar a domar un halcón a esa distancia.
—Si no puedo, no lo aprenderás de mí —dijo con rudeza.
Fue el principio de una cautelosa amistad. Tammary se dio cuenta de que él también era una especie de marginado, aunque no tanto como ella, porque estaba bastante más interesado en el conocimiento y el aprendizaje que en las fiestas y la caza; prefería entablillar la pata herida de un animal que matarlo para conseguir un trofeo, y no ocultaba sus preferencias. Lo llamaban Yeporuk, Manos Bonitas, y la única razón por la que no había salido peor parado como chivo expiatorio de la comunidad montaraz fue que era uno de los pocos que tenían esa memoria gráfica y precisa que lo convertiría algún día en el cronista de la tribu. Estaba estudiando con el último cronista, un anciano cuya vida pendía tan sólo de un hilo, o eso parecía, hasta que pudiera poner en su lugar a un sucesor.
—Cada cinco años —le había dicho su viejo mentor— todos los eronistas se reúnen en un lugar secreto, y cuando yo me haya ido serás tú quien irá. Hay un gran libro allí, el Libro de los Clanes, donde está todo escrito. Nosotros vamos y contamos lo que hay en nuestros recuerdos, y todo se conserva allí, a salvo de nuestro olvido, de la muerte y de las historias que se lleva el viento. Pero durante esos cinco años, tú eres el Libro de los Clanes. Recuerda, para todos.
Fue gracias a la memoria de este anciano, bastante tiempo después de hablar por primera vez con Tammary en la montaña, que Raian supo la verdad sobre su familia; sobre la muchacha llamada Sevanna que partió para convertirse en curandera en una ciudad llamada Linh-an, y, al final, sobre Jokhara y su encuentro con el Emperador del Marfil.
Cuando Tammary lo buscó en la feria y se lo llevó, con el pretexto de comer, a una mesa cerca de donde su tía estaba sentada con las dos mujeres chayan, Raian, como un tonto, tal vez, no sospechó nada al principio. Pero rápidamente se dio cuenta de que Tammary estaba escuchando la conversación de la otra mesa, y antes de tener la oportunidad de hacer nada salvo dejar que su propia atención se concentrara allí por un momento, Jessenia había soltado la bomba, y Tammary ahogó un grito como si la hubieran apuñalado en el corazón.
—¿Estás bien? —le preguntó Raian, volviendo la atención rápidamente a su acompañante.
—¿Lo has oído? ¿Has oído lo que ha dicho.
Raian, confuso, asintió.
—Lo he oído.
—Mi madre... ¡Mi madre me tuvo del Imperator!
—Sí —dijo Raian sin pensar—. Lo sé.
Tammary se volvió contra él enfurecida.
—¿Lo sabes? ¿Desde cuándo lo has sabido.
—Amri, sabes que estudio las historias de la tribu —respondió Raian—. Tu historia es parte de todo.
—¿Y todos lo saben menos yo.
Con sus largas piernas se levantó del banco y huyó de él, de todos ellos, y él se quedó helado en el sitio. La más joven de las mujeres chayan, que había visto la huida de Tammary, le dijo algo a las otras dos que Raian no pudo oír, y las tres se levantaron apresuradamente y abandonaron la mesa sin mirar atrás.
—No tenía ni idea —murmuró Raian para sí mismo, mirando hacia el lugar por donde se había ido Tammary—, ni idea de por qué la escondían.
* * *
Tammary corrió a refugiarse en su amada montaña, que había estado ahí en todo momento para protegerla; pero ése ya no era su propio pueblo, ni ésos los lugares familiares de siempre. Esta vez no pudo encontrar allí la paz. Corrió a través del bosque de pinos hasta que el terreno empezó a elevarse, y siguió abriéndose camino como pudo por la subida cada vez más pronunciada hasta que el áspero sonido de su respiración le hizo daño en los oídos.
«No puedo volver a casa... No puedo. ¿Cómo podría vivir en su casa de nuevo? ¿Cómo volver a mirarla a la cara? Me mintió... Me mintió... Todos me mintieron. ¡Oh, tía Jessy! ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué sencillamente no me lo dijiste? Si ellos lo hubieran sabido, si todos ellos lo hubieran sabido, no habrían osado ponerme la mano encima..
Se detuvo, resollando, y se apoyó en el tronco de un pino para recuperar el aliento, sin pararse a pensar en las contradicciones de su caótico pensamiento; todos lo sabían, pero si lo hubieran sabido la habrían tratado de una forma muy diferente, así que nadie sabía nada. Estaba enfurecida con su familia, herida amargamente por lo que veía como una traición por parte de Raian, sentía una rabia impotente contra su madre, y contra el mismo Emperador, contra todo el que hubiera conspirado para hacer de su vida esa enrevesada espiral y abandonarla después a que se las apañara desde la ignorancia y la inocencia del tonto.
El día había oscurecido a su alrededor y alzó la vista, aturdida, dándose cuenta demasiado tarde de que el tiempo había cambiado y de que se avecinaba una tormenta de primavera sobre la montaña. También tomó conciencia de estar fuera del bosque en una zona abierta con sólo algunos árboles marcados, dispersos, y que el refugio más cercano, aparte del bosque que había dejado atrás, era un afloramiento de granito que había justo delante de ella. Mientras pensaba lo que hacer, las primeras gotas de lluvia atravesaron con fuerza la fina capa de agujas de pino del árbol donde estaba apoyada, salpicándole los brazos desnudos y la cara. Era una lluvia fría, vestigio del invierno, y caía rápidamente; en pocos momentos, Tammary estaba empapada y tiritando. El estruendo seco del trueno la ayudó a decidirse en contra de los árboles y el bosque, y echó a correr hacia las rocas, deseando al menos encontrar algo a cubierto y, aunque fuera pequeño, que estuviera seco y protegido del viento; un sitio donde pudiera esperar a que aquello acabase y pensar en lo que hacer a continuación.
Encontró un saliente seco, pero lo pagó caro porque el viento que recorría la ladera se arremolinaba justo ahí, lamiendo el promontorio donde Tammary estaba agachada, pegándole el pelo mojado, la blusa empapada y las faldas contra el cuerpo.
«No puedo volver. No puedo volver a ser quien era. No puedo ignorarlo de nuevo.
¿Por qué han venido? ¿Por qué han venido a buscarme? Recuerdo a la más joven. Estaba en el Palacio en aquel tiempo. ¿Quién es? ¿Qué quieren.
No puedo volver a casa. Así no.
Son de la ciudad.
Pueden llevarme a la ciudad..
Un rayo cayó del cielo en zigzag y alcanzó un solitario árbol a menos de cien pasos de donde estaba agachada Tammary. Ésta se cubrió los oídos con las manos, atormentados por un pitido, y gritó, apartando la cara del árbol cuyo tronco se había partido limpiamente por la sacudida. Era como si la propia naturaleza estuviera dando rienda suelta a su furia y a su sentimiento de traición, aunque, de alguna forma, la visión del árbol en llamas sirvió para aplacar sus propias furias. Alzó la cara bajo la lluvia, mirando hacia arriba, a la extraña y a la vez tan familiar ladera de la montaña, el lugar donde había crecido y que tan bien conocía. Las montañas del hogar, a pesar del dolor que la gente de aquí le había causado. La gente era insignificante comparada con el tamaño del que se habían construido los huesos del mundo. Tammary no se preocupó por la gente. Los utilizaría, como había sido utilizada, y después se iría. A alguna otra montaña. A algún lugar donde no tuviera que ser nada, ni nómada, ni chayan. Sólo ella misma.
Se quedó allí durante la siguiente hora hasta que pasó la tormenta, y después se incorporó y salió de su refugio, estirando los brazos hacia el cielo. En algún lugar, en lo alto, gritaba un halcón volando en círculos y se rió a través de las lágrimas.
—Te quedas solo ahora, Lastreb —dijo en voz baja, nombrando a su compañero medio salvaje a quien había enseñado a acudir al silbido y al sonido de su nombre—. Eres libre. Tengo que partir.
Tammary volvió a la aldea andando sobre sus pasos, calada hasta los huesos, sintiéndose exaltada y febril, y tropezó con las tiendas de la feria, mojadas todavía, de camino hacia la caseta de su tía, al final de todas.
Fue Tai quien la vio primero, pero Yuet, la curandera, quien corrió a echarle una manta por los hombros y a ayudarla a dar los últimos pasos hasta el abrigo de la lona extendida e impermeable. Tammary tuvo que parar conscientemente el castañeteo de dientes al levantar la vista, estrechando la manta que la rodeaba, para mirar fijamente a Yuet.
—Voy con vosotras —dijo—. A la ciudad —Yuet y Tai intercambiaron miradas sobre su cabeza—. Si no me lleváis, iré de todas formas, sola si hace falta. No me quedaré aquí. No puedo.
No miró a su tía, que estaba allí, sin poder hacer nada, mordiéndose el labio.
—Intentaba protegerte —le dijo.
—¿De qué? —preguntó Tammary, desesperada—. No me dijiste nada. Y porque yo no sabía nada, me creí las mentiras de todos los demás.
—Eres la hija del Emperador —dijo Yuet—. La ciudad es un peligro.
—Pero iré —insistió Tammary con obstinación.
Tai, inesperadamente, se puso de rodillas ante el pequeño taburete de madera donde ella estaba sentada envuelta en su manta. Dijo.
—¿Sabes lo que significa jin-sbei?
Tammary se quedó mirándola.
—Sé lo que significan las palabras. Nunca ha significado nada más para mí. Nunca fue parte de mi mundo; es una cosa chayan.
—Puedes comprender las palabras, pero no lo que significan, jin-shei quiere decir «hermana del corazón». Significa que dos mujeres que no están unidas por los lazos de la sangre deciden ayudarse y protegerse mutuamente en el mundo —dijo Tai, ofreciéndole el secreto más profundo de su vida—. Si crees que debes venir a la ciudad, sé mía. Sé mi jin-shei y te llevaré conmigo y encontraré la forma de protegerte de lo que te espera allí.
—¿Por qué ibas a hacer una cosa así? —preguntó Tammary con voz fría—. Nada es gratuito. ¿Qué me costaría.
—Lo hago porque le prometí a mi propia jin-shei-bao, alguien a quien amé verdaderamente, que cuidaría de su hermana —respondió—. Y tú y ella sois hermanas. Compartís el mismo padre en la tierra.
—¿Tú eras hermana de la hija del Emperador? —preguntó Tammary confusa—. ¿Cómo es posible.
—Es posible, en ese otro mundo del que no sabes nada —respondió ella—. Dime las palabras y está hecho.
—¿Qué palabras? ¿Jin-shei?
—Tai, ¿sabes lo que estás haciendo? —preguntó Yuet prudentemente.
—Está hecho —dijo Tai, levantándose—. Y lo veré cumplido. Como Antian me pidió en su sueño. La llevaremos a Linh-an con nosotras. Has estado quejándote sin parar de que necesitas una ayudante, Yuet. Creo que acabas de encontrar una.