SEIS
Si Nhia tenía algún don que la diferenciaba del resto era que la gente confiaba en ella; aunque eso no significaba necesariamente que le gustara, ya que era una niña brillante e inteligente que parecía saber demasiado para su edad y no vacilaba en decir lo que sabía. Pero le contaban sus cosas gentes a las que de otro modo nunca les hubiese interesado contarle nada; esto fue en parte lo que la empujó al camino de los dioses cuando entró tambaleante en el Gran Templo apenas una semana después de cumplir trece años, en aquel caluroso verano que atenazaba todo Linh-an con su garra de hierro.
El Templo era una bendición de frescor en comparación con las sofocantes calles y Nhia se paró para recuperar el aliento y descansar el pie, que le dolía en su sandalia especial. Su madre siempre tenía una o dos monedas de cobre de sobra para el Templo si Nhia se las pedía, y había acudido armada con un puñado de monedas con las que esperaba comprar suficientes ofrendas para entrar en el Tercer Círculo.
Estrechas franjas de jardín separaban los círculos, junto con algunos árboles cuidadosamente cultivados con ciruelas o melocotones, símbolos del conocimiento y la inmortalidad, o que sólo daban flores muy olorosas en su época. Pero el jardín interior del Tercer Círculo era particularmente exuberante y agradable. Había varios estanques con peces dorados y pequeñas cascadas artificiales que añadían el murmullo del agua a la serenidad de los círculos interiores. En estos jardines Nhia encontraba a menudo a los acólitos que estaban dispuestos a hablar con ella de las cosas que le interesaban. El Segundo Círculo estaba lleno de murmullos y parloteos, desesperados intentos de hacer callar a los niños que lloriqueaban o gemían, ruido de pies que se arrastraban y algún ocasional chillido o grito; era difícil concentrarse en los pensamientos, aunque Nhia a veces iba allí precisamente para ejercitar la concentración. Pero prefería como mínimo la tranquilidad del Tercer Círculo o, si podía elegir, la callada santidad del Cuarto.
Esta vez no tuvo suerte con sus ofrendas. Las monedas que había acumulado apenas fueron suficientes para el incienso necesario para aplacar a uno de los Sabios del Segundo Círculo. Pero la fortuna cambió cuando se encontró con uno de los acólitos al que había llegado a conocer mejor que a la mayoría gracias al tiempo que pasaba en el Templo, y que la invitó a entrar con él en el Tercer Círculo. Nhia aceptó de buen grado ya que así podría disfrutar de una media hora de agradable conversación, pero apenas habían entrado en el patio interior del Tercer Círculo cuando otro acólito se acercó apresurado a ellos y susurró algo al oído del amigo de Nhia con aire agitado.
—Lo siento —se disculpó su amigo cortésmente—, pero al parecer me requieren con urgencia en otro lugar. Hoy tenemos a uno de los Nueve Sabios en el Cuarto Círculo y se ha mostrado... exigente. Pero, por favor, pasea por el jardín. Procuraré volver cuando haya cumplido con mi deber.
—Gracias —dijo Nhia.
Él hizo una leve inclinación de cabeza con seriedad y se apresuró a marcharse.
Los Nueve Sabios eran seres casi míticos para Nhia. Se trataba de hombres y mujeres eruditos, grandes Sabios, la mayoría de los cuales se ganarían un nicho en el Segundo Círculo del Templo cuando fallecieran y muchos de cuyos predecesores ya ocupaban el suyo propio. Eran maestros de gran poder y conocimiento, consejeros imperiales, el primer y más honrado círculo del Consejo imperial. Uno de ellos había penetrado recientemente en el Último Cielo; Nhia había presenciado entre la multitud de la calle el desfile de su funeral, y había quedado profundamente impresionada por el cortejo y todos los objetos, que recreados con meticulosidad en papel pintado, precisaba para ser llevado al Otro Mundo. Su sucesor —cada Sabio nombraba a uno en el círculo antes de morir— era un misterio; nadie había visto ni oído nada aún sobre el mismo, al menos nadie de la gente corriente. Lo único que se sabía de él era que se trataba de un varón. Ya había sido objeto de muchas habladurías en la calle. Se decía que no tenía barba gris; no era joven, sin duda, porque ningún joven podía ser un Sabio, eso lo sabía cualquiera. Esto significaba que sería un hombre viril, en la plenitud de su vida, y todo el mundo, desde las corpulentas matronas que hacían virtuosos sacrificios en los círculos del Templo más elevados hasta las pintarrajeadas rameras de bazar, especulaban si había tomado una esposa o una concubina o si tenía intención de hacerlo. Nhia se preguntó por un instante y con una chispa de curiosidad pasajera si en realidad era el nuevo Sabio el que había provocado una actividad tan frenética en los acólitos del Gran Templo, pero era poco probable que ella jamás estuviera cerca de saberlo.
Sola en los jardines, Nhia estuvo casi una hora sentada contemplando los lánguidos peces sobrealimentados de uno de los estanques, feliz de disfrutar de un momento de auténtica paz. Cuando se preparaba para marcharse, su minusvalía volvió a hacerse patente. Cargó su peso con torpeza en el pie atrofiado al caminar por el sendero pavimentado que conducía a una de las puertas y el débil tobillo cedió. Nhia se desplomó al suelo ahogando un grito de dolor.
En su campo de visión, turbio de pronto por las lágrimas que habían acudido a sus ojos, apareció una mano que le ofrecía ayuda. Sorprendida, la cogió y alguien la ayudó amablemente a ponerse en pie y a apoyarse hasta que recuperó el equilibrio. Entonces levantó la mirada, parpadeando, para ver quién había acudido a auxiliarla.
El rostro del hombre era joven, sin arrugas; tenía el cabello largo y brillante atado atrás formando una cola trenzada como la que utilizaban los obreros; pero sus manos no eran las manos de un obrero y sus ojos no eran los ojos de un hombre joven. Las manos eran lisas y blancas y llevaba las uñas cuidadas, señal segura de un aristócrata con criados a su disposición, además de la reveladora caída del costoso tejido de su traje, que se derramó en pliegues cuidadosamente dispuestos, cuando se inclinó para ayudar a Nhia a levantarse. Sus ojos reflejaban una sabiduría secular, oscuros, bondadosos y misteriosos por completo.
—Yo... muchas gracias... estoy bien —farfulló, tan segura como de su nombre de que se estaba dirigiendo a alguien que se hallaba a mil kilómetros de distancia de ella en rango y posición social, y asustada por su temeridad al hablar con semejante personaje. Por protocolo debería haber permanecido callada con los ojos bajos hasta que se hubieran dirigido a ella directamente.
El hombre le soltó una de las manos con que le sujetaba los hombros y Nhia intentó ponerse en pie sin apoyo, pero cometió el error de apoyar su peso de nuevo en el pie malo. Intentó disimular el gesto de dolor que sin querer apareció en su rostro, pero evidentemente no lo logró pues una voz culta con la inflexión y entonación de la corte dijo.
—No lo creo.
Él le pasó el brazo por encima de los hombros y la ayudó a salir del camino, dirigiéndose hacia el banco más próximo de los jardines y dejando que se sentara con suavidad.
—Gracias —volvió a decir ella con timidez.
—¿Has venido a rezar por esto? —preguntó el hombre cortésmente, inclinando la cabeza una fracción de segundo para señalarle el pie, sin mencionar la dolencia, como exigía la educación.
—No, sei. No, no, señor, ésa es la razón por la que mi madre visita el Templo.
—Ah —exclamó él—. ¿Y no es la tuya.
—Vengo a entender, no a suplicar pequeños milagros —explicó Nhia, y, entonces, se mordió el labio para que no se le escapara un pequeño grito. Había cometido una descortesía, como mínimo, y él podía tomar su comentario casi como una blasfemia si quería.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó en cambio su benefactor, inesperadamente, tras una pausa que podía haber indicado sorpresa.
—Hace unos días cumplí trece, sei —respondió Nhia, aliviada porque de nuevo estaba en terreno seguro.
—He oído hablar de una muchachita que viene a hablar de los espíritus con los acólitos del Templo —comentó el hombre, pensativo—. ¿Puede que seas tú? ¿Cómo te llamas, niña.
—NhiNhi —respondió ella, dando de forma instintiva su nombre de niña, el nombre que su madre le había puesto cuando era un bebé y se sonrojó—. Quiero decir... Nhia, sei.
—Nhia —repitió él con aire de tratar de recordarlo—. Bien, Nhia, buscadora de sabiduría. Quizá volvamos a encontrarnos.
Nhia se atrevió a echar una rápida y vacilante mirada al rostro del hombre.
—Sí, sei —dijo, sin darse cuenta de que parecía que estaba accediendo a ese futuro encuentro en lugar de ser la sencilla respuesta que sus palabras parecían requerir.
Él se irguió, señaló hacia alguien que quedaba fuera del campo de visión de Nhia y luego le hizo una leve inclinación de cabeza —¡le hizo una inclinación de cabeza a ella!— y se alejó entre el susurrar de las costosas prendas de seda que vestía.
Nhia se dio cuenta de que estaba temblando.
Cuando instantes después unos pasos apresurados se acercaron a ella, levantó los ojos y vio la mirada intensamente curiosa de su amigo del Tercer Círculo.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó el acólito con expresión de asombro—. ¿Te das cuenta de quién era.
Aún atónita, consciente de una multitud que murmuraba reunida en los claustros que había sido testigo colectivo de este extraño encuentro, Nhia se quedó mirando la puerta por la que su joven señor había desaparecido.
—Creo que sí —murmuró—. «Uno de los Nueve Sabios está hoy en el Cuarto Círculo....
—Es Lihui..., era el Sabio Lihui..., es el más joven de los Nueve Sabios, el que ha venido hoy a honrarnos. Te he visto caer a sus pies y he tenido miedo, pero él...
Nhia abría los ojos como platos. Tenía razón, pero... ¿un Sabio? Un Sabio de la corte se había detenido para ayudar a levantarse a una niña tullida, preguntarle su nombre...
«Quizá volvamos a encontrarnos», había dicho.
Tal vez los lectores de gansbu nunca habían hablado a Nhia de este encuentro porque nunca debía haber tenido lugar. El acólito le había confiado la información de que en el Templo se hallaba un Sabio; la torcedura del tobillo podía haber sido pura casualidad, pero una parte de ella sabía a los pies de quién había caído y había guiado su lengua cuando le había dirigido la palabra.
Nhia miró alrededor y vio las vacilantes llamas de las velas y lámparas de aceite del Tercer Círculo, el brillo brumoso que rodeaba a los tejedores de los destinos humanos, a los Señores de los Cuatro Cuartos, y sonrió para sí. Aquel día se había situado en los senderos de los dioses. Quizá había dado su primer frágil paso para traspasar el velo que el gansbu había corrido sobre su vida y su destino.