CINCO
-¿Ido? ¿A qué te refieres con «ido»? ¿Ido adonde? —inquirió Liudan cuando vinieron a contarle la batalla de Khailin y le presentaron junto a los restos mortales de Lihui el anillo de Noveno Sabio. Liudan parecía casi ajena al anillo en sí mismo; tenía los dedos apretados sobre él con tal ferocidad que Tai se concentró en la mano de Liudan, estremeciéndose ante la visión de las largas, arregladas y lacadas uñas clavándose en la carne suave de su palma—. No le he dado permiso para abandonar el proyecto. De ninguna manera autorizo su desaparición de esta manera. ¿Dónde está.
—Esa nota que nos dejó es todo lo que tenemos —respondió Tai—. Liudan, ella consiguió lo que le pediste, cumplió lo que ordenaste, lo que pedías era simplemente imposible de entregar.
—Sabemos muy poco de lo que verdaderamente sucedió —dijo Nhia—. ¿Has hablado con Maxao.
—Maxao envió una carta —dijo Liudan muy irritada— para decirme que ya no tenía que temer al Noveno Sabio Lihui ni a su ambición. Ni, a ese respecto, tampoco a la del propio Maxao (aunque negó que alguna vez hubiera tenido alguna). Pero yo la identifico, reconozco la ambición cuando la veo y la suya estuvo siempre allí, almacenada, esperando. La única razón de que no iniciara una tentativa hacia el trono fue porque nunca tuvo la suerte de conseguir el peón correcto —Liudan se rió con la voz de repente áspera como el graznido de un cuervo—. Parece, ¿verdad?, que hay miles de oportunidades ahí fuera para los que ambicionan el Imperio. Si no es Lihui y la hija de mi madre, entonces es Zibo y la hija de mi padre.
Se detuvo, moviendo convulsivamente con los dedos el anillo que sostenía, y puso los ojos en blanco durante un momento mientras parecía considerar la inseguridad de su posición y su condición de mortal.
—Puedo ir y buscar a Qiaan de nuevo —dijo Xaforn en voz baja—. Quizá todavía pueda rescatarla. Sin Lihui, no...
—Ella es quien es con o sin Lihui —espetó Liudan—. No veo que esos que han alzado su nombre como bandera estén renunciando a lo que pedían. Está demasiado consolidado; han llegado demasiado lejos como para volver atrás. Simplemente reemplazarán a Lihui en la cabeza, será otro el Emperador.
—Creo que subestimas a Lihui —murmuró Nhia—. Él cautivaba a la gente. Sabía cómo, tenía ese poder. Sería difícil para cualquiera que ahora intentara ocupar su lugar. Ni siquiera Maxao...
—¡Maxao! —exclamó Liudan—. He sido una idiota. Ahora lamento no haber actuado hace mucho tiempo... Por lo menos, debí haberle encerrado cuando lo tuve aquí por última vez, explicándome cosas. Justo lo que necesito ahora es que se declare Emperador. O que anuncie que de alguna manera Khailin tiene algo que reivindicar. Pensad en ello, probablemente sabe exactamente dónde está Khailin.
—Liudan —dijo Xaforn pacientemente—. Déjame ir en busca de Qiaan.
—Pero ¡es a Khailin a quien quiero que encuentres! —replicó ésta—. ¡A Khailin y a su conocimiento! Si tuvo éxito una vez, puede tenerlo de nuevo.
—Su casa se quemó, su laboratorio desapareció —comentó Tai.
—Puede construir otro.
—Deja que se vaya, Liudan —dijo Nhia esta vez, con voz dulce, muy suave, como si estuviera hablando a una niña de dos años que no quiere hacer lo que le dicen—. Déjala ir. Hizo lo que le pediste; y cuando vio que podría destruirte, hizo desaparecer ese conocimiento. Obedeció la ley del jin-shei de la mejor manera que conocía; obedeció la orden recibida en nombre de la hermandad y después actuó para proteger a una hermana del daño. No puedes pedirle nada más.
—Todavía puedo darle órdenes, desde el trono del Imperio —dijo Liudan.
—A eso, a diferencia de las peticiones del jin-shei, sí se puede negar —habló Tai—, y tú lo sabías, porque de otra manera nunca habrías ido por el camino del jin-shei.
—Pero negarse a una orden directa e imperial es traición. Y el castigo por traición es...
—La muerte, lo sé —dijo Tai con acritud—, y entonces Khailin estaría muerta y tú seguirías sin conseguir tu premio.
—Si ella pudo hacerlo, otro podrá —los ojos de Liudan emitían destellos—. Lo descubriré.
—¿Quieres que todas tengamos el final de Yuet? —preguntó Tai perdiendo los estribos—. La única oportunidad que te quedaba era Khailin, que hizo esto por ti con todo el secretismo del que fue capaz, hasta que Maxao tomó cartas en el asunto con sus propias ideas. Ahora está en la boca de todos. No encontrarás interesados, ni siquiera por mandato imperial. Y si lo hicieras, el pueblo los devoraría antes de tener la oportunidad de hacer nada en absoluto. A ellos y a lo mejor a ti también. ¿Lo perderías todo por esta obsesión, Liudan.
Liudan clavó en ella la mirada con ojos de negra obsidiana, fríos y sin expresión.
«Cuida de mi hermana», fueron las últimas palabras de Antian. A veces, Tai pensó malhumorada, realmente le apetecía levantar las manos hacia el cielo desesperada y preguntarle a su primera, tan querida y lejana en el tiempo, jin-shei-bao cómo iba a poder proteger a Liudan de su peor enemigo, ella misma.
Dejaron a Liudan rumiando sobre el anillo que apretaba en la palma de la mano, la única cosa tangible que había sobrevivido al desastre del intento de Khailin de forjar la inmortalidad que la Emperatriz ansiaba, y cuando estuvieron lejos de su presencia y del alcance de su oído, Xaforn se volvió hacia las otras dos.
—Si no me da su permiso —dijo en voz baja—, tendré que hacerlo sin él. No creo que tenga ninguna idea de lo completamente vulnerable que es Qiaan ahora mismo, sin Lihui y con la rebelión sin una mano que lleve el timón.
—Podrían dejar a Qiaan elegir su sucesor —sugirió Nhia—. En cualquier caso, todavía la necesitan a ella para encabezar sus planes.
—Nhia, no has visto a Qiaan en mucho tiempo —comentó Xaforn—. Cuando la vi por última vez, era la criatura de Lihui. No sé cómo lo hizo, pero la controlaba, totalmente. Él le dijo que era de sangre real, le contó que podía gobernar su nación y ayudar a su pueblo y, al principio, esto debió de ser lo que la sujetó. Todos sabemos qué clase de persona es, siempre en medio de un proyecto o de otro para mejorar las vidas de los demás. Pero cuando yo fui a buscarla, había dejado atrás aquello, muy atrás. Todo lo que importaba es que sería Emperatriz y que él sería su Emperador.
—No lo entiendo —dijo Tai desesperadamente—. ¿Por qué ha hecho esto? Lihui tenía todo lo que podía haber querido, poder, posición... ¿Qué le hizo aspirar al Imperio.
—Tienes razón, lo tenía todo —respondió Nhia—. Pero después lo perdió. Khailin se cuidó bien de ello. La única forma por la que podía ser poderoso de nuevo era gobernar en el reino físico. Y la única manera por la que podía esperar tener éxito era aspirando a la tiara imperial. De esa forma, habría hecho lo que deseaba, tener el control. Todo lo que siempre quiso: poner él las normas, ser obedecido. Cuando descubrió a Qiaan y a su herencia, debió de pensar que sus plegarias habían sido contestadas. Ella era el puente a todo el poder que pudo siempre desear. Si tenía que hacer de ella una parte de sí mismo para conseguirlo, casarse con ella, lo habría hecho. Habría hecho todo lo que tuviera que hacer.
—No era tan diferente —dijo Tai, recordando su conversación con Maxao en el salón de su casa no hacía mucho tiempo— del Sabio Maxao.
—Sí —dijo Nhia con brusquedad—. Sí lo era.
—Pero ahora ha desaparecido y Qiaan...
—Estará perdida en este momento y completamente sola ahí fuera, quizá con gente que piense que se ha vuelto más una responsabilidad que una ventaja —dijo Xaforn—. Tengo que encontrarla, antes de que la maten.
—¿Cómo vas a hacer eso.
—Igual que lo hice la última vez. El camino fantasma.
—Pero en aquel entonces tenías a Khailin para ayudarte... —empezó Nhia.
Xaforn sonrió, con una sonrisita tensa, tendiéndole la mano.
—Esta vez —dijo— tendrás que ser tú. Tendrás que velar por mí.
—No sé apenas lo suficiente... —repuso Nhia—. Sería más un peligro que una ayuda para ti.
—Necesito un ancla, aquí —dijo Xaforn—. Khailin se ha ido, tendrás que ser tú. Tú eres la única que queda de nosotras que sepa algo sobre el camino fantasma.
—Xaforn, si consigues traer a Qiaan, puede sólo para que Liudan descargue su venganza en ella en vez de en sus antiguos aliados. ¿Te das cuenta de que si Liudan pone sus manos sobre Qiaan está muerta.
Xaforn sacudió la cabeza, haciendo balancear su trenza.
—No hay honor en la venganza.
Tai hizo una mueca de disgusto.
—No creo que sea el honor lo más importante en la mente de Liudan ahora mismo. Está al borde de algo muy oscuro —repuso.
Xaforn la miró con compasión y cariño.
—Qiaan es mi responsabilidad —dijo—. Me temo, Tai, que Liudan sea la tuya. No podría decirte cuál es el camino más espinoso, pero si alguien puede ayudar a Liudan a volver a nosotras y alejarse de ese oscuro lugar del que hablas, ésa eres tú. Tammary siempre decía que tú llevabas una vida encantadora, nunca pares de recordarle a Liudan esa vida, nunca la apartes de la vista de Liudan. Tu propio estilo de serena satisfacción es un bálsamo para las heridas; suficiente, quizá, hasta para el turbulento espíritu de Liudan.
—Si fuera tan fácil... —dijo Tai con las lágrimas chispeando en sus ojos.
—¿Nhia? —Xaforn se volvió hacia el canciller de Syai, que se estaba frotando la cadera con la palma de la mano con un gesto de dolor en la cara.
—A veces —dijo Nhia— juro que los dioses de Cahan se juntan para jugar a cosas como a qué parte de mí pueden hacer que me duela más. He estado de pie demasiado tiempo, me duelen los huesos. Xaforn, ¿no pasa nada si te espero sentada.
—Ve, Xaforn —dijo Tai—. Que los dioses sean generosos con su buena voluntad. Ve, encuentra a Qiaan. Tráela a casa.
«Piensa en su rostro», había dicho Khailin. Xaforn intentó recordar un rostro anterior, más feliz, pero todo lo que venía a su mente era la distraída y lejana mirada de Qiaan mientras Lihui la acercaba hacia él; se rebeló, resentida de que pudiera ir en busca de Qiaan sólo a través del momento de su debilidad. Se concentró en su presa mientras pisaba la pálida franja del camino fantasma, con tal intensidad que apenas echó un vistazo a izquierda y a derecha a las visiones que había detrás de la niebla. Le pareció oler la sangre en una ocasión, divisó un patio tranquilo con los rayos del sol derramándose por sus losas donde había crecido demasiado el musgo, un banderín plateado con un símbolo desconocido, un gato blanco limpiándose junto al fuego, un océano bajo la luz de la luna besando con sus olas una playa vacía... Pero las imágenes eran veloces, tan rápidas que sólo daba tiempo a que su ojo las identificara, y seguía caminando con un propósito, resuelta a no dejarse vencer.
Cuando salió del camino fantasma, se encontró con cierta sorpresa en un sitio familiar. Reconoció los árboles a su alrededor. Estaba en Linh-an, todavía en la ciudad, no muy lejos de donde había salido; el camino fantasma le había ofrecido un atajo hasta Qiaan, pero esta vez había sido escondida a plena vista, a la distancia casi de un grito del mismísimo Palacio.
El crepúsculo se estaba volviendo ya noche cerrada cuando Xaforn apareció en la calle y el camino fantasma se difuminó hasta desaparecer tras ella. Se quedó ante la puerta abierta de los muros de una casa en un barrio residencial bastante próspero, bajo un tejado azul de pagoda. La calle a sus espaldas estaba vacía, pero había un grupo de personas en el patio, media docena más o menos, apiñadas alrededor de algo en una esquina. Una de ellas sujetaba una antorcha de luz temblorosa; gracias a ella Xaforn pudo ver que otro tenía firmemente agarrado un cuchillo de larga hoja. Un cuchillo oscurecido por la sangre.
—Acaba con ella, por el amor de Cahan —dijo alguien en voz baja. Después podemos llevar el cuerpo a la Emperatriz y al menos conseguir su amnistía. Nadie puede probar nada contra ninguno de nosotros, siempre que tengamos la boca cerrada.
El que llevaba el cuchillo dudó y Xaforn claramente oyó otra voz, una voz familiar, desdibujada pero incisiva.
—Podríais conseguir más si me la entregáis viva. Amnistía y oro. Pero ¡oh, me olvidé! Sé quiénes sois.
—Tú te callas —gruñó el de la antorcha—. Bueno, ¿Miun? ¿Lo haces tú o tengo que hacerlo yo.
Apenas tuvo tiempo de terminar su pregunta. El silbido de una hoja cayendo justo al lado de su oreja le hizo huir violentamente, tirando al suelo la antorcha. Ésta se alejó rodando, y se extinguió contra uno de los muros. El patio, encendido ahora sólo por la amortiguada luz que salía de una puerta medio abierta, se hundió en las sombras. Una, ligeramente más sólida que las otras, se movió entre los hombres en una borrosa masa de gracilidad mortal. Casi todos ellos acabaron en el suelo antes de tener la oportunidad de saber lo que pasaba. Dos salieron corriendo. Xaforn tumbó a uno de ellos de una patada alta antes de que pudiera alcanzar la tentadora puerta de la casa; cayó de lleno y se golpeó en la cabeza haciendo un ruido sordo con un saliente del muro. El otro consiguió escabullirse por la puerta exterior a la calle. Xaforn pudo haberlo perseguido, pero un sonido tras ella la hizo detenerse; un sonido que era a la vez gemido y una risa de complicidad.
—Hola, Xaforn —dijo Qiaan, acurrucada junto al muro de la casa con la mano en el costado. Podías haber dejado que acabaran conmigo, ¿sabes? ¿O has venido para atarme y entregarme tú misma a Liudan.
Xaforn, envainando su daga, se puso de rodillas ante su herida jin-shei-bao.
—¿Es muy grave? —le preguntó sin hacer caso a su burla.
—Bastante —dijo Qiaan—. Quizá no sea mortal, pero bastante grave. Lo vi venir en el último momento y me giré hacia él; quería hacerlo por la espalda, directo al corazón, pero yo le asusté, dio un traspiés y me dio más abajo. El riñón, quizá —intentó moverse, tomó aire bruscamente y lo dejó salir con un silbido.
—No te muevas —dijo Xaforn—. Déjame ver.
—Uno de ellos ha escapado —dijo Qiaan mientras Xaforn le miraba el costado.
—Lo sé —dijo Xaforn—. Lo vi.
—Traerá al resto. Es mejor que te vayas. A no ser que tengas preparado un destacamento de guardias allá fuera.
—Chusma —dijo Xaforn, rechazando los refuerzos, y se volvió hacia los muertos o quizá sólo inconscientes que había esparcido por el patio, y arrancó un trozo de tela de una túnica de seda de buena calidad que llevaba uno de ellos. Lo dobló formando una gruesa almohadilla y lo apretó sobre la herida de Qiaan, poniendo su mano encima—. Sujétalo ahí. Apriétalo todo lo que puedas soportar. Conseguiré un cinturón o algo de uno de estos brutos para atarlo en su sitio. ¿Hay alguien más en la casa.
—Echaron a los sirvientes —respondió en un débil susurró—. No querían que hubiera testigos del asesinato. No demasiados. Hay más maneras de conseguir una recompensa... Aaah...
—Lo siento —dijo Xaforn sin parecer sentirlo lo más mínimo ocupada como estaba con los primeros e inmediatos auxilios que podía darle—. Preferiría que no te movieras en absoluto, pero también que estuviéramos en cualquier otro sitio ahora mismo.
—Tengo un mal presentimiento donde estamos, pero no estoy segura de poder andar a ninguna parte ahora —dijo Qiaan—. Y no creo que los palanquines lleguen antes de que la chusma vuelva con refuerzos. Has perdido el elemento sorpresa y, además, había pocos de ellos para poder sorprender. El resto sabrá que los estás esperando.
—Pueden pensar que soy ese contingente de guardias del que hablabas antes —sugirió Xaforn, sonriendo abiertamente, y sus dientes fueron como un relámpago de blancura en la oscuridad—. Vendrán menos de los que piensas. Además, yo no estaba pensando en caminar por las calles de Linh-an esta noche. No podría ayudarte y protegerte a la vez. Hay un atajo.
—¿Cómo me encontraste? —dijo Qiaan cerrando los ojos y recostándose en la pared—. ¿Qué atajo.
—Es... Da igual. No importa que lo entiendas ahora. ¿Está eso bien apretado? ¿Puedes levantarte? No durará mucho y tengo a Nhia esperando en el otro lado. Podemos conseguirte una curandera tan pronto como lleguemos.
—Oh, estoy segura de que Yuet tiene todas sus cataplasmas preparadas y esperándome —dijo Qiaan con una risa cariñosa que rápidamente se convirtió en otra silbante inspiración mientras intentaba levantarse con gran dificultad.
Durante un instante, Xaforn se quedó congelada en medio de un movimiento, pero después siguió colocando uno de los brazos de Qiaan alrededor de sus propios hombros para darle apoyo.
—Yuet está muerta —dijo sin rodeos.
—Qu... ¿Qué? —exclamó Qiaan, impresionada—. ¿Cómo? ¿Qué ha pasado.
—Es una larga historia —dijo Xaforn tras un breve titubeo. Estaba sorprendida de lo rápido que había sentido el nudo en la garganta a la mención de Yuet, qué poco control tenía sobre el agudo dolor de esa pérdida—. Más tarde. Mejor que salgamos de aquí. Vamos a...
Un pequeño sonido le hizo volver la cabeza alrededor con el oído atento. Una pisada. Había sido una pisada.
Y hubo otra.
Había todavía una oportunidad, podía entrar..., el camino fantasma casi brillaba ante ella, con su forma casi sólida. «¡Nhia! ¡El rostro de Nhia! ¡Piensa en la cara de Nhia, maldita sea!.
—Demasiado tarde —dijo Qiaan suavemente.
—...s no son matones —dijo Xaforn—. Quienquiera que esté aquí, está entrenado. Son demasiado silenciosos.
—Vete —le urgió Qiaan—. Vete, déjame. No merezco tu muerte.
—Me subestimas —respondió Xaforn. Dejó a Qiaan de nuevo en el suelo con mucha delicadeza y sacó la espada que llevaba—. Quédate callada y no te pongas en mi camino.
—Insensata... —dijo Qiaan, y se rió con algo que tanto podía parecer una risa o un sollozo.
—Desinteresada hasta el final —repuso Xaforn, sus palabras con doble sentido, ambas frases de su antiguo y ritual duelo verbal y un auténtico halago.
—Sal de aquí —dijo Qiaan entre dientes, encorvándose sobre su herida—. No te tendré también en mi conciencia el resto de mi vida por larga que resulte ser.
—Me iré de aquí contigo o no me iré —dijo Xaforn.
—¿Por qué, maldita sea.
—Porque eres mi gato —respondió Xaforn simplemente.
No parecía alzar su espada contra nada ni nadie, pero un repentino gruñido indicó que había tocado un cuerpo caliente. Después de eso, las cosas sucedieron demasiado rápidas para que Qiaan pudiera seguirlas, incluso si no hubiera estado entorpecida y con los ojos empañados por el dolor. A veces podía entrever figuras enzarzadas en un combate, silueteadas por poco tiempo por el baño de débil luz que todavía salía de la casa; de tanto en tanto, gracias a la sombra del vaivén de su larga trenza, podía hasta identificar a Xaforn entre sus contrincantes. Podía oír llamadas de ataque, o gruñidos de dolor, el arrastrar de los pies o su duro pisar, el estridente y áspero sonido del roce de metal contra metal, o el resonante choque de las espadas desnudas. Pensó que había oído a Xaforn decir algo, y quizá otra voz respondió, pero no podía estar segura. Todo era una masa de sonido y movimiento, oscuridad contra luz, gritos de dolor y de victoria y sublimación de la frenética batalla en la noche.
Y luego llegó el silencio.
—¿Ha terminado? —susurró Qiaan, a nadie en particular, sólo para oír su propia voz.
—No —respondió Xaforn cerca de ella.
—¿Estás bien? ¡Cahan, debía de haber docenas de ellos.
—Unos pocos —dijo Xaforn brevemente—. Son guardias.
—¿Guardias? —exclamó Qiaan casi sin aliento—. Si son guardias, son de los nuestros..., de los vuestros. ¿No puedes simplemente gritarles, decirles quién eres? ¿Por qué están luchando contra ti.
—Porque tienen órdenes de matarte —respondió Xaforn con una voz muy dulce—. Y no lo consentiré.
La respiración de Qiaan era bastante superficial.
—¿Estás luchando contra tu amada guardia? ¿Por mí.
—Durante mucho tiempo —dijo Xaforn con una voz casi soñadora— te encontré bastante irritante. Después pasó lo del gato y tú me llamaste jin-shei y me empezaste a caer bien. Luego durante una temporada te tuve envidia. Incluso pude haberme enamorado de ti, en otra etapa, no lo sé. A veces me parecías insoportable, arrogante, egoísta, desdeñosa o engreída. Y otras veces me daba cuenta de que eras una de las personas más nobles, generosas y valientes que conocía. También había momentos en que me daba cuenta de que no te conocía en absoluto. Y cuando desapareciste y tu nombre empezó a usarse como bandera detrás de la que se congregaban todos los que estaban contra las cosas que yo había jurado proteger, no supe qué pensar; excepto una cosa: sabía, en el fondo, quién eras. Quién eres. No dejaré que te maten aquí salvajemente como un cerdo sacrificado. Yo no. Tú eres mi gato y en matarte no hay ningún honor.
Qiaan estaba llorando suavemente.
—No merezco ese sacrificio —susurró—. Vete, Xaforn, por el amor de Cahan, en nombre de...
—No me digas que me vaya en nombre del jin-shei, porque estaría obligada a hacer lo impensable y lo rechazaría.
—Se han ido —dijo Qiaan—. Vete, tienes una oportunidad. Vete. Déjame aquí. Debo de estar ya más que medio muerta, no malgastes tu vida defendiendo carne muerta. Ya no es como si me salvaras la vida. Incluso si consiguieras sacarnos de aquí, estoy muerta. Lindan...
Sintió que la punta de la trenza de Xaforn rozaba su mejilla y después los labios de Xaforn, dulcemente, sobre su frente.
—Cállate —dijo Xaforn—. Han vuelto. Creo que han traído refuerzos.
Se esfumó en la noche una vez más y Qiaan la oyó gritar al saltar hacia un enemigo entre las sombras, su grito de batalla. A Qiaan se le hizo un nudo en la garganta; era un grito lleno de conocimiento, de la profunda y plena conciencia de lo que Xaforn era exactamente, aquello para lo que había nacido. Había sido entrenada para asesina, pero ahora estaba preparada para morir en defensa de otra vida en nombre de aquel honor que le era tan querido, en nombre de la amistad, en nombre del lazo de hermandad con el que Qiaan la había una vez vinculado, bastante inconscientemente y sin imaginarse cuál sería su precio, para compartir una gatita negra rescatada del olvido.
El patio estaba lleno de vagas figuras que corrían de un lado a otro. Parecían converger en un único punto, apuntando a un único corazón palpitante.
—¡No! —chilló Qiaan, cuando las fuerzas volvieron a ella durante un momento, las suficientes para gritar a toda voz.
La última cosa que se grabó en sus ojos fue la silueta vislumbrada, casi a cámara lenta, de una larga trenza oscilando a través de la tenue luz de la puerta entreabierta, y después la cara de Xaforn, llena de esa luz, cuando media docena de hombres cayeron sobre ella a la vez. Debería haber terminado todo ahí, pero fue como si los mismos dioses quisieran asegurarse de que Qiaan lo veía, de que Qiaan lo sabía. Un sendero se abrió entre la partida de hombres, durante sólo un instante, y Qiaan la vio tumbada allí, su cuerpo ligero tendido junto a la puerta de la casa, inundado de luz, con su trenza larga y negra como una serpiente junto a ella. Y después los hombres se juntaron de nuevo, las sombras se lo tragaron todo y los ojos de Qiaan se cerraron.
«Han necesitado un ejército para vencerla», pensó Qiaan con amargo orgullo.
Y después la verdadera noche descendió por fin y no supo nada más.