4

—¿Está seguro de que los farangs no se han comunicado entre sí, Excelencia? —preguntó de nuevo Joop van Risling, el factor holandés en Ligor. Se dirigía en malayo al joven y menudo intérprete malayo de la factoría holandesa, quien, postrado, traducía sus palabras al siamés para que las entendiera el gobernador.

El corpulento mandarín alzó sus negras cejas durante unos segundos y trató de disimular su irritación. En sus ojos negros y semirrasgados, hundidos detrás de los pronunciados pómulos, asomó brevemente una expresión de enojo antes de asumir de nuevo su aire de educada inescrutabilidad.

Uno no formulaba dos veces la misma pregunta al gobernador de la provincia, un hombre que ostentaba nada menos que diez mil marcas de dignidad. Puede que aquellos extranjeros poseyeran grandes buques de guerra y armas potentes, pero carecían de modales, dignidad y paciencia. Él jamás cambiaría el poder que poseían por tan execrables maneras.

—No han hablado entre ellos, señor Lidrim —respondió el mandarín con amabilidad, incapaz de pronunciar correctamente el endiablado apellido del farang, aunque éste llevaba once meses en la provincia.

Por fortuna el holandés no se dio cuenta de ello, dado que no hablaba el siamés, y cuando el traductor pronunció su nombre en malayo, éste recobró prácticamente su sonido legítimo. Joop van Risling comprendía perfectamente el malayo, pues había vivido y ejercido el comercio en Batavia, Java, mucho antes de que los holandeses colonizaran ese lugar.

—Han sido alojados en distintas viviendas, señor Lidrim —añadió Su Excelencia.

—¿Y ninguno de ellos habla el siamés? —inquirió el holandés de nuevo.

Impávido, el mandarín mantuvo la vista fija en el infinito al tiempo que observaba discretamente las orejas del farang. Era grotesco e innoble tener unas orejas tan pequeñas. Las suyas eran grandes por naturaleza, y no agrandadas por medios artificiales desde su infancia como las de los laosianos, cuyos lóbulos alcanzaban a veces sus hombros. El propio Rey le había felicitado en cierta ocasión por el tamaño de sus orejas.

—He oído decir que uno de ellos habla siamés —comentó el holandés al tiempo que meneaba la cabeza enojado.

El gobernador de la provincia de Ligor, un mandarín de primer grado, observó sólo unos instantes al farang. Era de mala educación mirar a alguien fijamente, de lo cual se alegraba en este caso puesto que el espectáculo no era nada agradable. El corpulento holandés, de rostro rubicundo, sudaba copiosamente; el sudor se deslizaba desde su pelada coronilla a través de su barba color naranja y sus ridículas ropas de farang hasta alcanzar sus medias, que apestaban. Si la costumbre no hubiera impedido que las personas fueran calzadas en el interior de los edificios, Su Excelencia habría preferido que el holandés se cubriera los pies con esas extrañas botas que solía ponerse. Ni siquiera los búfalos desprendían un hedor semejante después de pasarse toda una jornada arando la tierra. Gracias a los cielos y a Buda, el holandés era el único farang que residía en Ligor.

No. Había otro, según recordó Su Excelencia, un sacerdote de Portugal que olía casi tan mal como el holandés; pero conforme a la larga tradición religiosa de Siam, el gobernador le permitía llevar a cabo su labor sin que nadie le importunara, y apenas tenía tratos con él.

—Mis esclavas me han informado de que los recién llegados apenas hablan una palabra de siamés —respondió el mandarín cortésmente. Se hallaban en la sala de audiencias del palacio del gobernador, con las paredes revestidas de teca. El intérprete malayo, cuya madre era siamesa, llevaba el torso desnudo y estaba arrodillado junto al ayudante principal del mandarín, el Palat. Ambos permanecían constantemente postrados sobre las rodillas y los codos a los pies del gobernador, mientras los sirvientes permanecían acuclillados en diversos rincones de la estancia. El mandarín y el holandés conversaban de pie, una postura adoptada por compromiso. Al holandés le resultaba incómodo permanecer sentado mucho rato con las piernas cruzadas al estilo oriental. En lugar de sillas, que en Siam no se utilizaban, la sala de audiencias tenía numerosas esteras y cojines, así como espléndidas alfombras persas y exquisitas piezas de porcelana de la dinastía Ming, la mayoría de las cuales eran regalos de Su Majestad al más honorable de sus cortesanos.

En circunstancias normales, Su Excelencia se habría sentado cómodamente, con las piernas encogidas a un lado, según correspondía a un personaje de su rango, mientras los demás permanecerían postrados ante él, con la cabeza a un nivel inferior al de la suya. Pero en esta ocasión se había visto obligado a permanecer de pie junto al obeso farang. Aquel individuo de rasgos grotescos que olía a tigre le pasaba la cabeza, lo cual ofendía y disgustaba al gobernador de Ligor. ¿Qué pensarían sus servidores? Era impropio que la cabeza del farang estuviera a un nivel superior al de la suya.

—Debo reiterar que hace cuatro días recibí un mensaje urgente de Ayudhya comunicándome que unos miembros de la Compañía de las Indias, aprovechándose de la generosidad de Su Graciosa Majestad...

Al oír mencionar a Su Majestad, el gobernador se hincó de hinojos y el Palat, el traductor y los sirvientes se tumbaron de bruces en el suelo, mientras el holandés, a quien habían dejado con la palabra en la boca, esperaba irritado a que el gobernador se incorporara de nuevo.

—... y que esos ingleses se dedican a transportar ilegalmente cañones por las costas de Siam —concluyó el holandés.

—Jamás se nos ocurriría dudar de la veracidad de sus informes, señor Lidrim —respondió con amabilidad el gobernador al tiempo que se ajustaba su panung de seda y brocado de oro—, pero lamentablemente nuestras leyes exigen pruebas.

—¡Pero si el mismo guardián del almacén de la Compañía los vio cargar los cañones en el barco! —exclamó el holandés. La apatía de esos siameses le exasperaba. No cabía la menor duda sobre la veracidad de esos informes. Su superior en Ayudhya, el propio Opperhoofd, había firmado el despacho y lo había enviado urgentemente por correo de elefante. En él advertía al holandés que los ingleses transportaban unos cañones a bordo del junco y le ordenaba que interceptara el barco frente a la costa de Ligor y denunciara a los ingleses por estafadores y contrabandistas. Van Risling crispó los puños. Ésta era la oportunidad que llevaba esperando desde hacía tanto tiempo, la oportunidad de aplastar a esos condenados ingleses y expulsarlos de Siam de una patada en el culo, como no tardarían en ser expulsados de Bantam. ¡Qué satisfacción contemplar cómo ese pequeño imperio se desmoronaba, humillar a los descarados usurpadores que se habían atrevido a retar a los Países Bajos!

El gobernador frunció los labios ante aquel improcedente arrebato de cólera y aguardó a que el holandés recobrara la compostura.

—Pero según tengo entendido, señor Lidrim, ni el barco ni la carga pueden ya ser inspeccionados —observó el mandarín, acariciando uno de los tres hermosos botones de filigrí de su casaca bordada en oro.

Controlándose a duras penas, Van Risling analizó la situación. Ninguno de aquellos bufones era capaz de ver al tigre hasta que éste les apresaba la cabeza entre sus fauces.

—Hallaré las pruebas que necesita, Excelencia, y una vez que se las presente confío en que su país expulse de una vez para siempre a esos ingleses traidores. En cuanto al que habla siamés correctamente, he enviado un despacho urgente a las oficinas de mi compañía solicitando una descripción de ese hombre. El guardián del almacén no sabía pronunciar los nombres de los ingleses, así que el informe sólo especifica que uno de los tres habla el siamés. Confío en recibir respuesta de Ayudhya antes de tres semanas, Excelencia.

A Joop van Risling le enfurecía tener que esperar tanto tiempo para presentar las pruebas necesarias al gobernador; entretanto, se aseguraría de que los farangs no abandonaran Ligor.

—Bien. Aguardamos con interés —contestó el gobernador. Tras una breve pausa, continuó—: Dígame, señor Lidrim, tengo una curiosidad. Si había unos cañones a bordo del barco inglés, tal como insinúa, ¿adónde supone que los transportaban?

El holandés dudó unos instantes antes de responder.

—No me extrañaría que estuvieran destinados a los rebeldes de Pattani, Excelencia. Allí les pagarían un buen precio por ellos.

—Sin duda. Pero las marcas de los cañones delatarían de inmediato a los ingleses, ¿no le parece? ¿Cree que ése sería un gesto acertado por parte de una nación que ha solicitado abrir de nuevo unas delegaciones mercantiles en nuestras costas?

El gobernador sabía, al igual que una docena de los mandarines más importantes del país, que en realidad había sido el Rey quien había solicitado a los ingleses la reapertura de negociaciones comerciales. Pero según la versión oficial habían sido los ingleses quienes habían dado el primer paso. Por supuesto, si los ingleses eran culpables de transportar clandestinamente unos cañones, según afirmaba el farang holandés, pagarían un elevado precio por ello. El gobernador de la provincia estaba facultado para ordenar que los ejecutaran por traidores, lo cual no vacilaría en hacer si se demostraba que eran culpables. Sin embargo, primero necesitaba ver las pruebas, que según le había prometido el holandés no tardarían en llegar.

Van Risling tuvo que reconocer que se sentía desconcertado ante tan evidente falta de lógica. ¿Por qué iban los ingleses a poner en peligro sus relaciones con Siam suministrando unos cañones a los rebeldes? Ni siquiera los ingleses eran tan estúpidos como para cometer semejante torpeza. El holandés evitó responder a la pregunta del mandarín.

—De modo que podemos poner en marcha nuestro plan, ¿eh, Excelencia? Los tres ingleses serán conducidos aquí, a la sala de audiencias, donde se reunirán por primera vez desde el accidente. Sin duda tendrán mucho que contarse, y nosotros averiguaremos lo que deseamos saber. Al cabo de un rato aparecerá vuestro ayudante para informarles solemnemente de que ha sido hallada una parte del cargamento...

El holandés sonrió satisfecho. Las viviendas siamesas estaban construidas sobre unos pilares de madera de teca para evitar que se inundaran durante la época de los monzones, y el piso del edificio quedaba aproximadamente a una altura de metro y medio del suelo. Por tanto dispondrían de espacio más que suficiente para ocultarse debajo de las tablas de madera. Van Risling se sentaría exactamente debajo de los ingleses, pendiente de cada palabra que dijeran.

—¿Habla usted su idioma? —inquirió cortésmente el mandarín. Se preguntaba hasta qué punto podía fiarse de la traducción de aquel holandés. En cualquier caso, no había nadie que pudiera verificarlo. Su espía más competente, Snit, estaría presente aunque invisible, para observar las reacciones del holandés. Si su rostro reflejaba satisfacción, ello significaría que oía lo que deseaba escuchar. En caso contrario...

—Lo suficiente para nuestros fines —contestó el holandés. Él también se preguntaba cómo comprobaría el mandarín la veracidad de su traducción—. Confío en que no les permita ir a la ciudad o abandonar siquiera sus viviendas hasta después de nuestro experimento, Excelencia.

Qué tedioso era aquel farang, con sus constantes reiteraciones.

—De acuerdo, señor Lidrim, los ingleses permanecerán aislados en las casas de huéspedes hasta entonces. Supongo que mañana ya estarán totalmente restablecidos. Hace cuatro días que naufragaron y se han recuperado rápidamente, excepto el más alto, según tengo entendido. Por lo visto se ha lastimado un pie. Tiene usted mi palabra de que permanecerán en Ligor hasta que logremos averiguar la verdad —agregó el gobernador, anticipándose a la siguiente pregunta del holandés.

Van Risling esbozó una sonrisa forzada.

—Perfectamente, nos veremos aquí mañana por la mañana, Excelencia.

Tras estas palabras hizo una breve inclinación con la cabeza. El mandarín se estremeció ante la falta de modales del holandés, que ni siquiera se molestaba en observar las más elementales normas de respeto. El gobernador se preguntó si los ingleses serían tan maleducados como aquel farang. Aunque nunca había conocido a una persona de esa raza, se temía lo peor.

El gobernador pensó que desde luego no existían lazos de afecto entre esas dos naciones extranjeras, y que por esa razón debía esmerarse en averiguar la verdad. Desde luego disponía de unos métodos muy eficaces. De pronto se le ocurrió algo en lo que no había pensado antes. ¿Era posible que aquellos dos países hubieran permanecido enzarzados en una guerra durante siglos para apropiarse de los elefantes blancos o los esclavos del enemigo, o un botín semejante, como en el caso de su propio país y Birmania? El odio del holandés hacia los ingleses era patente. ¿Serían todos los farangs tan infantiles con respecto a sus sentimientos? Si los farangs ingleses reaccionaban del mismo modo, sería una confrontación muy poco sutil, pensó Su Excelencia con una sonrisa. El mero hecho de observarlos le permitiría adivinar qué había de cierto en las acusaciones del holandés. Y aunque no fuera así, los métodos que utilizaba el Palat en los interrogatorios, bastante más sutiles, no tardarían en arrancarles la verdad. El holandés se había empeñado tanto en demostrar la culpabilidad de los ingleses, convencido de que serían expulsados de Siam, que había contribuido a salvarles la vida. El gobernador dudaba de que los ingleses hubieran logrado sobrevivir de no haber estado aquel diablo de la barba naranja dirigiendo las operaciones desde la costa. Sin duda esperaba la arribada del barco. Él fue quien organizó un grupo de rescate integrado por unos pescadores.

—¡Kling! —llamó el mandarín. El ayudante de Su Excelencia avanzó de rodillas hacia su amo. Tenía la nariz chata, como si hubiera sido diseñada específicamente para seguir cualquier rastro.

—El polvo postrado a tus pies aguarda tus órdenes, poderoso señor —respondió el Palat, utilizando la forma protocolaria de dirigirse a un mandarín de primer rango.

—Envía a un esclavo al terreno de boxeo. A Chai o a Wan, uno de los mejores. Quiero que me informe sobre su estado.

—Acato tus órdenes, poderoso señor.

—Hace cuatro días que estalló la gran tormenta. Deseo saber exactamente en qué condiciones está el terreno y si será posible celebrar el torneo pasado mañana.

—Acato tus órdenes, poderoso señor.

El Palat sabía lo mucho que ese torneo significaba para el gobernador de la provincia. Su Excelencia era un apasionado del kickboxing. El informe debía ser detallado y preciso.

—Quiero que esos farangs sean investigados a fondo, Kling, pero sobre todo quiero saber exactamente qué tipo de carga transportaban en el junco. Los detalles los dejo en tus manos, una vez que hayamos examinado las pruebas que nos presente el holandés.

—Acato tus órdenes, poderoso señor —respondió el ayudante del gobernador con una sonrisa de satisfacción.

Acto seguido regresó a su rincón, arrastrándose de rodillas hacia atrás para no ofender a su señor mostrándole las posaderas.